TENDENCIAS EN LA FORMACIÓN INICIAL DEL PROFESORADO EN EDUCACIÓN ESPECIAL

 

INTRODUCCIÓN

La integración de alumnos con necesidades educativas especiales en la escuela ordinaria ha generado nuevas exigencias formativas, tanto entre los futuros profesionales de la educación especial como en los profesores de aula, de quienes depende, en buena medida, el éxito o fracaso de los procesos de inclusión escolar. Además, se admite la necesidad de cambio en la cultura del proceso de enseñanza-aprendizaje, en la que el rol del profesor debe acomodarse a la coyuntura educativa actual y venidera, conservando la fuerza de los elementos estáticos y complementándolos con los dinámicos (Arranz, 2003).

El texto, que se inscribe en la formación de los futuros  docentes y se centra en la formación inicial del profesorado en Educación Especial, se ha estructurado en torno a dos puntos principales: 1) los nuevos requerimientos en la formación inicial del profesorado; 2) los dilemas más llamativos que suscita dicha formación, en el contexto de la escuela inclusiva. La idea nuclear en torno a la cual gira el contenido de este artículo es clara: la formación del profesorado viene siendo considerada unánimemente como una de las variables determinantes en la calidad de la inclusión educativa (López Torrijo, 2005).

1. REPENSANDO LA FORMACIÓN INICIAL DEL PROFESORADO

Aunque definir al profesor en nuestro contexto es ciertamente controvertido y complejo (Montero, 2001), en general, suele admitirse que, cuando se desea dotar a un futuro profesional de los conocimientos, habi­lidades y destre­zas necesarios para una actividad concreta es preciso definir, previamente, las tareas que va a tener que realizar así como las cualidades básicas requeridas para el eficaz desem­peño de la misión asig­nada.

Lo cierto es que los alumnos escolarizados en la enseñanza básica son cada vez más heterogéneos y que al profesorado, en la nueva sociedad del conocimiento, se le demandan nuevas competencias y se le plantean nuevos retos, referidos a su capacitación profesional (Alghazo y Gaad, 2004; García y Sampascual, 2005). En este sentido, los programas de formación no pueden ignorar las diversas funciones que al profesor actual se le exigen; los cambios tecnológicos y sociales requieren unos profesionales activos, con una actitud abierta a la formación permanente y a la innovación (De Martín, 2005).

1.1. Consideraciones iniciales acerca de las tareas del profesor
            El papel del profesor ha experimentado, al menos desde el punto de vista del discurso pedagógico, una profunda transfor­mación, por cuanto: a) la actividad del profesor está, en buena parte, definida por la estructura y fun­cionamiento del sistema  educati­vo en el que desarrollará sus funciones (Gimeno, 1981b) las demandas de un mundo en evo­lución acele­rada han forzado una revi­sión y ac­tualización de las funciones del profesor que supera la vieja imagen del docente como depositario y dis­tribui­dor del saber (García, 1994c) la construcción del conocimiento, en la actualidad, demanda una redefinición del trabajo y de la profesión docente, de su formación y de su desarrollo profesional (Vaillant y Marcelo, 2001).

En cualquier caso, las características de la sociedad que demandan un cambio en la concepción del profesor fueron descritas por Gimeno y Fernández (1980) en términos que no han perdido actualidad:

  1. La necesidad de mejorar la calidad de la ense­ñanza implica una modificación de las con­diciones de apren­dizaje de los alumnos y de sus relaciones con el medio.
  2. Si la educación se interpreta como desarrollo de la personalidad y preparación de los in­dividuos para su inserción en la sociedad y en el mundo del trabajo, la educación básica debe proporcionar a los alumnos las bases instrumen­tales, los métodos y las actitudes que les con­duzcan a esa finalidad.
  3. La educación debe ser fermento de transfor­mación social, de aquí la necesidad de proyec­tar la ac­tividad escolar a la comunidad en la que radica la escuela, asumiendo sus problemas y fomentando la mejora de la calidad de vida.
  4. La institución escolar debe ser escuela de de­mocracia y participación comunitaria, si quie­re servir a una sociedad pluralista y democrá­tica.
  5. La complejidad y amplitud de los conocimien­tos postula una educación básica que inicie al su­jeto en el pensamien­to integrador (interdisciplinar).
  6. La cantidad de conocimientos y la rapidez con que éstos quedan obsoletos exige que la ense­ñanza se centre más en el proceso de apren­dizaje y en los métodos de ad­quisición que en los conocimientos elaborados.

Ciertamente, nuevas y más complejas tareas reclaman la atención de los profesores actuales, aunque, en general, se distinga entre la función del profesor tradicional, como mero transmisor de cultura, y la que se denomina función del nuevo profesor, como organizador y mediador del encuentro entre el alumno y el conocimiento. En efecto, los especialistas en prospectiva pedagógica detectaron hace años unas tendencias de cambio en el rol del profesor, en función de las modificaciones experimentadas en el ámbito social, y se aven­turaron opiniones acerca del futuro rol del profesor. Se vaticinó, por ejemplo, que la libera­ción del maestro de los "aspectos mecánicos" de la educa­ción (Apter, 1976:8) le per­mitiría consagrarse a fun­ciones "verdaderamente educadoras" (Rosa, 1978:11) y que la preeminencia del aprendizaje sobre la enseñanza (Husen, 1973) haría surgir nuevas ocupaciones educativas como la coordinación de programas y recursos audiovisuales, el diseño, programación, análisis y evaluación de sistemas instructivos y el uso didáctico de una tecnología cada vez más emergente.

Hoy, sin embargo, es posible aventurar idénticos pronósticos y considerar que el papel de los profesores del mañana estará condicionado por el desarrollo de la educación, orientada, previsiblemente, hacia la armonía entre la unidad de la ciencia y la pluralidad de culturas, la revisión pe­riódica de los programas de enseñanza, la utilización de las modernas técnicas de co­municación, etc.
Escolano (1997), además de vaticinar que el profesor del futuro será más eficiente y democrático, en tanto que aprovechará la lógica de la tecnología y sus lenguajes y adoptará estilos más cercanos a la tolerancia comunicativa, describe los nuevos escenarios en los que ese profesor tendrá que ejercer su profesión. Considera que ese debate prospectivo debería girar en torno a varias cuestiones:

  1. Lo que llama incertidumbre valorativa, es decir, la ausencia de valores permanentes y estables.
  2. El incremento del número y calidad de las decisiones que corresponderán al docente, obligado a una continua tarea de selección de información entre la masa de conocimientos ofrecidos por los nuevos medios.
  3. La necesidad de que el profesor atienda intereses marcados por las diferencias interculturales.
  4. La revolución tecnológica que afectará a los modos y métodos de enseñanza y a la misma ecología del aula.

            Las sociedades democráticas actuales demandan nuevos profesionales, con capacidad para renovar la escuela en sus estructuras más íntimas. Se persigue un perfil de profesor significativamente diferente del tradicional, capaz de organizar, estimular y mediar en los procesos de enseñanza-aprendizaje de sus alumnos y con capacidad para analizar el contexto en el que se desarrolla su actividad, para dar respuesta a la diversidad latente en los sujetos. Así, la escuela renovada demanda un profesorado igualmente renovado; un profesor capaz de utilizar una amplia gama de estrategias de enseñanza (Darling-Hammond, 2001), máxime cuando profesores de muy diversos países comparten la idea de su falta de preparación para identificar y analizar las necesidades especiales con el fin de proporcionarles una respuesta educativa adecuada (Rault, 2004) y cuando cada vez más los profesores deben hacer gala de poseer otro cúmulo de habilidades en áreas aparentemente distantes de su función primaria de enseñar.

Por ello, aunque las características del profesorado difieren en las sociedades más desarrolladas y en los países en vías de desarrollo, así como en el ámbito de la Unión Europea y de la OCDE (Aneca, 2005), dentro de las funciones asignadas al profesor para una sociedad nueva, que tiende a convertir en problemas educativos todos los problemas sociales pendientes (Esteve, 1997, 2003), vamos a permitirnos una breve reflexión sobre las que están siendo objeto de mayor atención en la actualidad (Mendías, 2004): planificador de la enseñanza, mediador del aprendizaje, gestor del aula, evaluador, investigador e innovador

1.1.1. Planificador de la enseñanza

La tarea de programar es una competencia básica de los profesores. Es cierto que ha pasado el momento -en educación, no en otros campos- de los objetivos precisos y directamente evaluables, de los objetivos operativos. Se admite, pues, que la educación va más allá de la habilidad para realizar una operación concreta en unas condiciones determinadas y que lo verdaderamente importante es la generalización de los dominios y el desarrollo de las capacidades que los hacen posible. No obstante, de ahí a considerar que la compleja tarea de enseñar (qué no diremos de educar) no requiere un planteamiento riguroso, metódico, con metas claras en el tiempo, con el debido aporte de recursos, etc., va el trecho que media entre lo espontáneo y lo premeditado. En este sentido, la programación de la enseñanza, pese a sus aspectos diferenciales, incluiría una triple secuencia de planificación: estratégica, táctica y operativa (González y Jiménez, 2004).

1.1.2. Mediador del aprendizaje

La función mediadora caracteriza al profesor actual (Tomlinson, 2001; Tebar, 2003). Desde los postulados piagetianos, se defiende la idea de que el profesor deje al alumno hacer, descubrir, construir su propio aprendizaje. Un profesor que concede autonomía es un profesor que está atento a intervenir cuando verdaderamente es necesario su concurso. No se puede ignorar que todo lo que se le enseña al alumno impide que éste lo aprenda por sí mismo. El profesor que sistemáticamente responde a las preguntas de sus alumnos olvida que el aprendizaje comienza no cuando se responde sino cuando se pregunta. Es así como “terapeuta, maestro y diagnosticador se convierten en uno solo” (Sapir, 1991:37). Si bien, nos interesa reiterar la definición del rol en términos de asesor y no de terapeuta, aunque no se descarte la atención directa a niños en contextos de colaboración (Arnaiz, 2003). Pero, si el “aprendizaje es un proceso constructivo que se produce cuando lo que se enseña es útil y significativo para el aprendiz” (McCombs y Whisler, 2000:13), habría que lograr que los profesores repensaran el aprendizaje en el aula para responder realmente a las necesidades de todos sus alumnos (Moya y García, 2006), reivindicando una pedagogía de la alteridad (Ortega, 2004) en la que el alumno se sitúa en el centro mismo de la acción educativa.

1.1.3. Gestor del aula

En la moderna perspectiva ecológica se acentúa el perfil del profesor como diseñador de un ambiente propicio para el aprendizaje. Ciertamente, esta función no es nueva, si bien es verdad que nunca como ahora se había dispuesto de un aparato teórico tan consistente en torno al profesor comunicador, relacional y colaborativo (Camacho y Sáenz, 2000; Sanz, 2005). El aula es, en efecto, un complejo escenario en el que coexisten multiplicidad de variables y donde los aprendizajes escolares dependen de la compleja interacción entre alumnos, profesores y contextos de educación.

Las relaciones personales son, a nuestro juicio, una de las dimensiones más importantes en el proceso educativo, aunque quizás una de las cuestiones que deberían abordarse con mayor rigor cuando se trata de fijar la naturaleza de la relación profesor-alumno y profesor-grupo es la disciplina, entendida como instrumento de enseñanza y no como castigo. Así considerada, la disciplina no es coerción, sino el marco necesario para que la tarea de enseñar y aprender se produzca con naturalidad. Como gestor del aula, el profesor debe hacer respetar ciertas reglas a fin de que los alumnos se sientan en un contexto seguro y predecible. La disciplina ha de entenderse como un factor optimizante del proceso educativo. Si las aulas han de ser espacios de creación de un aprendizaje serio deben incrementar ampliamente los estímulos y las oportunidades intelectuales (Darling-Hammond, 2001) y, para ello, el ambiente educativo no puede ser perturbador, debe contribuir al desarrollo humano aumentando las oportunidades de cada persona y el desarrollo de sus capacidades. Este enfoque de las capacidades se perfila especialmente útil en contextos de desigualdad socio-económica y/o de pluralismo cultural (Cejudo, 2006).

1.1.4. Evaluador, investigador e innovador

Evaluación, investigación e innovación son procesos complementarios y, en cierta medida, simultáneos. En un enfoque sistémico, la evaluación interactúa con otros componentes de la planificación educativa, condicionándose mutuamente. La evaluación es, por tanto, parte integrante del currículo y medio de contrastación y autocorrección del mismo. La evaluación, en definitiva, no sólo afecta al alumno y a los resultados del aprendizaje, sino que ejerce una función de análisis y determinación de la calidad del currículo y de todos sus elementos. La función investigadora se justifica por su finalidad optimizante respecto al proceso didáctico. Atribuir al maestro una acción investigadora es, en la actualidad, una exigencia del principio de interacción teoría-práctica, una condición indispensable para la re­forma de la escuela y un rasgo de profesionalidad docente (Fernández Pérez, 1995).

Si un elemento motivador clave del docente es “dejar huella” en sus alumnos, evaluar e investigar los efectos de su práctica puede ser una necesidad (Day, 2005). La acción docente es, pues, indisociable de la actividad evaluadora e investigadora. Los profesores son los encargados de construir los pilares sobre los que asentar su innovación, formación y competencias. Sin embargo, no es infrecuente la imputación a la escuela de un cierto estatismo frente al avance científico, el progreso social y la revolución tecnológica. La resistencia a la innovación es una de las características asociadas a la escuela de todos los tiempos.

1.2. Una reflexión previa sobre la formación inicial de los profesores en educación especial

En una sociedad sometida a tan notables y continuas mutaciones, las funciones del profe­sor se han diversificado en un complejo abanico de responsabilidades. Quizás por ello, un objetivo irrenunciable de cualquier progra­ma de formación del profesorado sea hacerles tomar concien­cia del papel que les corresponde como agentes del cambio, lo cual implicaría modificar sustancialmente la formación tradicional, que hace de los futuros docentes más eruditos que pedagogos. En este sentido, la formación inicial reclama una confluencia entre los saberes y los aprendizajes que proporcionan las instituciones universitarias y los aprendizajes y los saberes que se construyen en los centros escolares (Latorre, 2005).

Además, la escuela inclusiva plantea diversidad de interrogantes en relación con la formación de sus profesionales. En efecto, la formación del profesorado en la diversidad entraña grandes dificultades, originadas por factores y situaciones muy diversas y de diferente procedencia. Estos problemas se pueden vertebrar en torno a tres cuestiones principales (Salvador, 1998).

1.2.1. Redefinir el papel de los profesionales de la Educación Especial

La cuestión que subyace es la siguiente ¿son necesarios los profesores especialistas para atender a las necesidades educativas especiales o basta con los profesores generalistas? Para los defensores más radicales de la inclusión educativa la respuesta sería negativa, es decir, si la educación general y la educación especial dejan de ser sistemas paralelos y confluyen en un sistema educativo único, si se suprimen las categorías de alumnos, lógicamente las categorías de profesores también deberían correr la misma suerte (Lipsky y Gartner, 1996). En la respuesta anida, sin embargo, otra pregunta ¿es posible atender la diversidad sin una formación específica? En todos los casos, la respuesta a esta cuestión parece obvia, aunque, en realidad, el debate entre los partidarios y detractores de la escuela inclusiva no suele plantearse en estos términos, sino en términos de eficacia de un sistema general inclusivo o un sistema dual, general y especial.

Admitida la necesidad de profesores especialistas, la escuela inclusiva debe afrontar otros problemas. Así, algunos autores han denunciado el papel subordinador que adquiere el profesor especialista con respecto a otros profesionales (Gerber, 1995), aunque lo verdaderamente importante sea dilucidar las funciones de los diversos profesores en el proceso de intervención didáctica para mejorar su forma de actuar (Kauffman, 1994; Murphy, 1996).

Sin embargo, el problema aún no está resuelto, por cuanto hay que replantearse las tareas de todos los implicados en el proceso de intervención: psicólogos, pedagogos, psicopedagogos, trabajadores sociales, médicos, fisioterapeutas... Necesariamente habrá que definir sus funciones en el conjunto de la acción didáctica. En este sentido, habría que diferenciar dos contextos de intervención (contexto escolar/contexto no estrictamente escolar), sin detrimento de la necesaria coordinación entre ellos.

La escuela inclusiva apuesta por una reforma global de la institución escolar, que se proyecta en el ámbito organizativo de ésta, en el ámbito de la intervención didáctica y en el contexto de la comunidad social. Lo cual no implica necesariamente la supresión de profesionales sino su reprofesionalización (Murphy, 1996). Frente al enfoque basado en el déficit, reivindicar el papel activo del alumno, su colaboración y su participación en el proceso didáctico conlleva una reconceptualización del rol del profesor y de los profesionales, en el marco de la orientación y la colaboración en el aprendizaje (Domingo, 1997).

No obstante, en el contexto de la escuela inclusiva, las limitaciones anteriores no deberían ser una preocupación; antes bien, la diferenciación de tareas es perfectamente compatible con la idea de la colaboración entre profesionales (Ainscow, 1997; De Martín, 2005). La colaboración supone que el diseño, el desarrollo y la evaluación del proceso de intervención se aborde de forma reflexiva y crítica (Rault, 2004).    

1.2.2. Establecer un modelo de actuación profesional coherente

Las funciones atribuidas a los profesionales y los modelos de intervención en los que operan mantienen relaciones circulares (Reeve y Hallahan, 1996). En efecto, si se concretan las funciones de cada profesional, será necesario establecer los mecanismos de coordinación entre profesionales, ya que la intervención de cada profesional incide en el mismo sujeto o sujetos. Si el modelo global de intervención se define primero, las funciones asignadas a cada profesional se derivarán lógicamente de él.

Los interrogantes que subsisten  en torno a esta cuestión se pueden plantear así: ¿hay actuaciones educativas y otras que no lo son?; ¿debe actuar cada profesional de forma independiente?; ¿es posible coordinar intervenciones y profesionales tan diversos, que actúan en contextos diferenciados (sanitario, laboral, escolar...)? La respuesta, en principio positiva a estas cuestiones, es especialmente relevante en la escuela inclusiva, pero la dificultad subyacente no puede ser ignorada por evidente, y si no ¿cómo se coordinan los profesionales de los distintos ámbitos para responder eficientemente). Esto enlaza directamente con un aspecto muy relevante que debe ser cuestionado: las estratificaciones comúnmente admitidas como naturales e inmutables en el proceso de la formación del profesorado (Rault, 2004).

1.2.3. Reflexionar sobre la formación profesional

La profesionalidad docente reside en su capacidad para resolver los problemas educativos. Por tanto, la formación profesional consiste fundamentalmente en adquirir conocimientos válidos, es decir, aplicables en la resolución de problemas (Skrtic, 1991). De ahí la necesidad de encontrar los modelos y estrategias más idóneos para adquirir esa formación.

Ahora bien, las hipótesis teóricas sobre la adquisición del conocimiento son diversas, como diversos son los enfoques teóricos y de investigación que las sustentan (Salvador, 2001; Molina García, 2003). Especialmente conflictiva resulta la oposición de los enfoques interpretativo y crítico al enfoque positivista, que ha fundamentado las profesiones desde el origen de la modernidad (Kiel, 1995). Cada enfoque interpreta de forma diferente la actividad profesional y, por tanto, la formación para ejercerla. De ahí que formación y caracterización profesional sean inseparables.

La escuela inclusiva se ofrece como una alternativa a la educación especial tradicional, consecuencia de una sociedad democrática y plural. Sus postulados generan algunos interrogantes sobre quiénes son los profesionales de esta nueva escuela y qué tipo de formación precisan. Implica la superación de la dicotomía profesor generalista/profesor especialista y asume el desarrollo profesional continuo como condición de eficacia (Vaughn y Shumm, 1995; López Torrijo, 2005). Igualmente, se orienta a construir una sensibilidad y una inteligencia relacional que configuren la “personalidad profesional” de los enseñantes (Rault, 2004:295).

El movimiento de la inclusión persigue la construcción de una nueva escuela en la que las diferencias individuales se contemplen como un valor y no como un problema y donde todos los alumnos y profesores tienen razón de ser y necesidad de coexistir. Pretende superar la clásica dicotomía entre profesor generalista/especialista en pro de una solución integrada en la que no exista una separación radical entre ambos, sino un acercamiento mutuo, asumiendo lo más positivo de cada uno, y haciendo que el profesor generalista adquiera especialización y que el profesor especialista tenga una visión más general de la educación.

2. DILEMAS EN LA FORMACIÓN INICIAL DEL PROFESORADO EN EDUCACIÓN ESPECIAL

Parece razonable pensar, a partir de lo expuesto hasta ahora, que los programas de formación inicial del profesorado deben capacitar a los profesores para desarrollar sus funciones en el marco de una escuela inclusiva, desplegando actitudes de reflexión sobre sus prácticas, con el fin de contribuir a la mejora y desarrollo de la institución escolar y del suyo propio. Las sociedades más avanzadas demandan profesionales cuyos comportamientos habituales en el aula estén presididos por actitudes de respeto, tolerancia y aceptación de las diferencias individuales para abanderar los retos que una educación de calidad plantea. Esto exige un nuevo modelo de formación del profesorado que capacite a los futuros docentes para responder y funcionar adecuadamente en contextos diversos y con alumnos diferentes (Moya y García, 2006). La falta de preparación de los futuros profesores, especialmente en el plano relacional y organizativo, puede advertirse en la lectura de múltiples trabajos (Esteve, 2003; Molina Martín, 2005).

No obstante, los programas iniciales de formación del profesorado se enfrentan a los inevitables dilemas que hoy planean sobre la formación de los profesores de Educación Especial (Reynolds, 1990; García Pastor, 1991; Parrilla, 1992; Zabalza 1994; Salvador y Gallego, 1999; Torres, 2000): ¿los contenidos de los programas formativos para profesores de Educación Especial deben centrarse en los déficits que presentan los alumnos o, por el contrario, deben abordar contenidos más generales?, ¿los profesores de Educación Especial deben recibir una formación general o precisan de una formación especializada?

2.1. Formación categorial versus formación genérica

La respuesta a esta cuestión pretende reflexionar sobre la oportunidad/inoportunidad de que el contenido de la formación que reciben los profesores se desarrolle atendiendo a los déficits (programas categoriales) o bien se ocupe de aspectos más generales (programas no categoriales). Es decir, ¿conviene diferenciar en los programas formativos entre aquellos que pretenden la formación de quienes se van a dedicar a los alumnos deficientes mentales de la de aquellos que van a trabajar con alumnos sordos u otro tipo de alumnos? Y ello cuando “para el profesional de la Educación Especial y, sobre todo, para aquel que ha de estar en contacto permanente con los sujetos con necesidades educativas especiales el tronco básico de su profesionalidad ha de venir de su "identidad como educador" y no de una especialidad o unos conocimientos particulares" (Zabalza, 1994:66).

En general, se han identificado dos tipos de programas de formación del profesorado en Educación Especial: categoriales y no categoriales. La formación que se deriva de los programas categoriales es coherente con el enfoque educativo centrado en los déficits y se desarrolla teniendo en cuenta las “categorías de alumnos”, dando lugar a titulaciones o especializaciones basadas en los déficits (p.e. Profesor de ciegos, de sordos...). Sin embargo, estos programas han sido comúnmente rechazados por diversas razones, que emanan tanto de la ineficacia de los sistemas clasificatorios empleados como del tipo de profesional que de ellos se deriva (Pugach y Lilly, 1984; Sindelar, 1995, Torres, 2000):

  1. Las etiquetas clasificatorias suelen tener escasa precisión y generan expectativas negativas y efectos estandarizados.
  2. Estos modelos formativos generan fronteras y relaciones de dependencia entre los profesionales, que conllevan conflictos competenciales.
  3. Potencian la idea de que la Educación Especial posee una metodología especializada, sesgada, cuya efectividad se demuestra cuando se trabaja con categorías específicas de alumnos que tienen déficits claramente identificables.
  4. Ignoran que las metodologías utilizadas en el ámbito de la Educación Especial pueden ser eficaces en otros contextos.

No obstante, pese a las críticas vertidas hacia los programas de formación de tipo categorial, no faltan países en los que las acciones formativas del profesorado se centran en las discapacidades de los alumnos (p.e. Suecia, USA o Gales). Tampoco España posee un modelo formativo nítido al respecto. Aunque la formación de los profesionales de la Educación Especial en la actualidad no es categorial, sí posee un cierto carácter ecléctico. En efecto, se diferencian dos tipos de especialistas: uno más genérico (el de "Educación Especial") y otro más específico (el de "Audición y Lenguaje"). Se concibe así la formación de un especialista general o un generalista especializado.

Cierto que una educación para la inclusión o una educación sin exclusiones (Echeita, 2006) no puede prescindir de los profesores especialistas y, por tanto, admitir la conveniencia del desarrollo de programas de formación específica para sus profesionales. La razón es que las necesidades de los alumnos son específicas por: a) la dificultad que se deriva del aprendizaje de ciertas materias; y b) algunos alumnos tienen dificultades especiales, derivadas de su discapacidad (audición, visión, motricidad, cognición...) que afectan definitivamente al aprendizaje. Querer ocultar la realidad silenciando su nombre no resuelve el problema. Incluso podría apuntarse una razón más, de acuerdo con Pugach y Lilly (1984): los métodos de educación general, aunque aplicables en la Educación Especial, no niegan la existencia de métodos específicos. Incluso los métodos diseñados en la Educación Especial pueden ser aplicables a la educación general, como de hecho sucedió con algunos métodos clásicos, como los de Montessori y Decroly, aplicados hoy en la educación infantil, y que tuvieron su origen en la Educación Especial.

Cierto que una educación para la inclusión o una educación sin exclusiones (Echeita, 2006) no puede prescindir de los profesores especialistas y, por tanto, admitir la conveniencia del desarrollo de programas de formación específica para sus profesionales. La razón es que las necesidades de los alumnos son específicas por: a) la dificultad que se deriva del aprendizaje de ciertas materias; y b) algunos alumnos tienen dificultades especiales, derivadas de su discapacidad (audición, visión, motricidad, cognición...) que afectan definitivamente al aprendizaje. Querer ocultar la realidad silenciando su nombre no resuelve el problema. Incluso podría apuntarse una razón más, de acuerdo con Pugach y Lilly (1984): los métodos de educación general, aunque aplicables en la Educación Especial, no niegan la existencia de métodos específicos. Incluso los métodos diseñados en la Educación Especial pueden ser aplicables a la educación general, como de hecho sucedió con algunos métodos clásicos, como los de Montessori y Decroly, aplicados hoy en la educación infantil, y que tuvieron su origen en la Educación Especial.

Es evidente que la apuesta por modelos formativos no categoriales es reciente y responde, tal vez con mayor rigor, a los planteamientos de la escuela inclusiva. Estos programas pretenden capacitar a los profesores en la adquisición de conocimientos generales, así como en el desarrollo de habilidades y destrezas necesarias para trabajar en contextos de integración escolar. Se pretende, en fin, un tipo de formación que permita intervenir en las necesidades educativas especiales, a partir del conocimiento suficiente sobre los procesos de adaptación de la enseñanza, la evaluación de las necesidades de los alumnos, las estrategias y métodos de enseñanza más idóneos, y el conocimiento de los recursos y apoyos de acceso al currículo.

Como defendiera Parrilla (1992), los programas de formación “no categoriales” o de tipo “polivalente” están generalmente basados en competencias y son útiles para atender la diversidad del aula, aunque otros autores estimen, y nosotros compartimos su opinión, que el modelo polivalente puede encerrar tantas desventajas como el categorial, si se piensa en las posibilidades cognitivas que presentan los niños con síndrome Down, o en las necesidades especiales de los alumnos  con discapacidad visual o auditiva, por ejemplo (Arranz, 2003).

Pero si el profesor generalista puede en algunos casos atender a las necesidades especiales, se necesitan también conocimientos y técnicas especiales para poder abordar satisfactoriamente estas necesidades (Kauffman, 1994). La solución, quizás provisional pero sin duda razonable, es la propuesta por Murphy (1996): mantener la diferencia entre profesor generalista y especialista, a partir de un modelo de colaboración entre ellos. Aunque sin olvidar los planteamientos de Sindelar (1995) cuando argumenta que, si el profesor generalista y el especialista deben trabajar colaborativamente, sería necesario que lo hicieran también en el período de formación. 

2.2. Formación generalista versus formación específica

Parece seguir vigente la idea según la cual tanto la formación general como la específica, en su fase inicial, suele ser deficitaria (García y Sampascual, 2005; Moya y García, 2006). De ahí que con esta dicotomía se pretende reflexionar sobre la cuestión siguiente: ¿cuáles son los conocimientos más idóneos para que los profesionales trabajen en contextos educativos integradores?, ¿los profesionales necesitan sólo una formación específica para el desempeño de sus tareas docentes o, por el contrario, deben recibir una formación generalista previa para después acceder a la especialización?, ¿se debe perseguir la especialización directamente o es necesaria una doble titulación (primero general y luego específica)?

Si admitimos como punto de partida que existen necesidades educativas generales, que presentarían todos los alumnos y necesidades especiales, que sólo las tendrían algunos, hemos de admitir también que puede haber profesionales generalistas y especialistas. En efecto, como punto de partida, hemos de señalar que en todos los sistemas educativos existen profesores generalistas y especialistas, además de otros profesionales, a quienes se les asignan funciones específicas y para los que se diseñan, en algún caso, programas específicos de formación.

Ya el Informe Warnock (1978) sugería que los cursos de formación del profesorado deberían tener un componente común de Educación Especial y luego ofertar, para aquellos alumnos interesados en el campo, distintas opciones para una especialización posterior. Más recientemente, la Agencia Europea para el desarrollo de la Educación Especial (2003) ratifica la necesidad de una formación inicial con énfasis en el dominio de la Educación Especial para todo el profesorado y otra que llama complementaria para la especialización en ese campo tras haber cursado la primera, para los profesores que así lo demanden. En cualquier caso, los contenidos básicos y comunes que el Informe Warnock incluía en la formación del profesorado son los siguientes:

  1. Identificación de los diferentes ritmos de desarrollo infantil.
  2. Reconocimiento de los efectos de las deficiencias más comunes.
  3. Familiaridad con la variedad de prestaciones y servicios existentes.
  4. Potenciación de la relación familia-centro.
  5. Conocimiento de las técnicas de observación y registro.

En el contexto español, el sistema educativo diseñado en las tres últimas leyes orgánicas (LOGSE, 1990; LOCE, 2002; LOE, 2006) contempla la existencia de profesionales especialistas como una garantía de calidad de la educación. En el campo específicamente pedagógico, se han atribuido a los psicopedagogos (orientadores) funciones de orientación y apoyo a la Educación Especial. En cuanto a los maestros, hay dos especialidades (así se denominan) relacionadas con la Educación Especial. Para estos profesionales se han diseñado titulaciones específicas: títulos de Maestro especialista en "Educación Especial" y en "Audición y Lenguaje".

Algunos autores, sin embargo, han criticado como negativa esta pluralidad de profesionales, desconectados y, a veces, enfrentados entre sí (Bartoli y Botel, 1988), y no son pocos los que rechazan los programas de formación separados, por entender que promueven una visión dicotómica: hay dos tipos de niños (ordinarios e integrados) y dos tipos de profesores (regulares y especiales) (Sapon-Shevin, 1990).

Darling-Hammond (1999) ha esbozado las líneas maestras de lo que debería incluir un programa inicial de formación: a) una visión clara de la enseñanza a impartir; b) un currículo fundamentado en la práctica; c) abundantes experiencias clínicas; d) estándares de la práctica; e) profundas relaciones entre la universidad y la escuela; y f) uso extensivo de los estudios de caso, la indagación y la evaluación.
            Para López Melero (1990), los contenidos que habrían de configurar el proceso de formación inicial del profesorado se pueden concretar en los siguientes:

  1. Marco de la Educación Especial: Biopatología, Psicología y Sociología de las deficiencias.
  2. Didáctica y modelos de intervención en el aula.
  3. Conocimientos sobre las diferentes deficiencias.
  4. Técnicas, procedimientos, metodologías en el ámbito de la Educación Especial.
Zabalza (1994), por su parte, señala cuatro grandes espacios formativos, según el nivel de intervención de los profesionales: a) los sujetos con necesidades educativas especiales; b) el dominio del ámbito disciplinar o contenidos a enseñar; c) conocimientos sobre la escuela y su estructura organizativa; d) conocimientos de sus propias características como profesionales de la Educación Especial. La articulación de estos niveles dará lugar a cuatro grandes áreas formativas:
  1. Contenidos teóricos básicos, que servirán de base a los conocimientos y actuaciones profesionales.
  2. Contenidos procedimentales, referidos a lo que deben “saber hacer” los profesionales: técnicas, elaboración y desarrollo de programas.
  3. Contenidos actitudinales, relacionados con el desarrollo personal del profesor.
  4. Contenidos prácticos, referidos a la realización de prácticas en escenarios reales bajo la supervisión de profesionales experimentados.

León (1999) organiza los contenidos básicos de formación en los siguientes núcleos: a) planificación e implementación de la escuela inclusiva; b) aprendizaje cooperativo; c) co-planificación y co-enseñanza; d) modificación y adaptación del currículo en las escuelas inclusivas.

Ainscow (2001) incluye los siguientes núcleos de formación: a) Módulo I: Introducción a las necesidades especiales en el aula; b) Módulo II: Necesidades especiales: definiciones y respuestas; c) Módulo III: Hacia escuelas eficaces para todos; d) Módulo IV: Ayuda y apoyo.

Finalmente, para Arranz (2003), un programa que contemple el ámbito de las necesidades educativas se puede concretar del siguiente modo:

  1. Información
    1. Conocimiento de las necesidades educativas especiales.
    2. Legislación.
    3. Introducción de procesos de innovación didáctica.
    4. Estrategias para el desarrollo del currículo.
  2. Formación didáctico-organizativa
    1. Capacitación para el trabajo en equipo.
    2. Capacitación para el cambio metodológico y organizativo.
    3. Desarrollo de destrezas y habilidades didácticas.
    4. Capacitación en técnicas de evaluación progresiva.
  3. Formación en actitudes
    1. Sensibilización hacia la diversidad.
    2. Desarrollo o consolidación de actitudes positivas hacia la posible diversidad del alumnado, en cuanto a todo tipo de necesidades educativas especiales.

            En cualquier caso, los módulos profesionales deben complementarse con una formación práctica de calidad (Tejada, 2005; Latorre, 2006), máxime cuando el conocimiento práctico se percibe como un elemento nuclear en la formación de los futuros profesores de educación especial (Shkedi y Laron, 2004).

En definitiva, como señala Arnaiz (2003:235), “sería aconsejable un currículum de formación inicial articulado en torno a una formación científica [...] y una formación pedagógica basada en una concepción del profesor como profesional reflexivo, práctico y crítico, donde las prácticas fueran un componente vertebrador de la formación, y los contenidos referidos a las diferencias individuales y socioculturales estuvieran suficientemente representados”. Una formación en la que prime una conjunción de contenidos científicos y profesionales, de contenidos transversales y transdiciplinares, el dominio de una técnica profesional, el intercambio de experiencias cooperativas y la suficiente articulación teoría-práctica, en la que el profesor reflexiona e investiga de forma sistemática hasta adquirir la formación mínima que le permita satisfacer las necesidades específicas de cada alumno (Rault, 2004).

2.3. ¿Formación específica para el profesor generalista?

Nuestro marco legal vigente contempla la integración de niños con necesidades educativas especiales en las aulas ordinarias, lo cual exige repensar la formación inicial que reciben los profesores generalistas. Es decir, ¿qué formación deben recibir los profesionales que atienden en sus aulas niños con necesidades educativas especiales? La posición más razonable sería admitir que los profesores generalistas necesitan algún tipo de formación específica para atender las necesidades que plantean los alumnos con necesidades educativas especiales. El problema está en determinar qué tipo de formación requieren.

La revisión de la bibliográfica científica (O'Hanlon, 1988; Reynolds, 1990; Parrilla, 1992; Blanton, 1992; Balbás, 1994; García y Sampascual, 2005; López Torrijo, 2005) revela que la mayor parte de la información se centra en la descripción de la naturaleza, contenidos y métodos utilizados en los programas de formación, para los profesores de Educación Especial. Por el contrario, es bastante escasa la investigación sobre la formación de los profesores ordinarios. Sin embargo, algunos autores (Villar, 1990; Fernández Cruz, 1999) han señalado las finalidades que, en relación con las necesidades educativas especiales, la formación del profesorado debe atender:

  1. Formación del profesor en el campo específico de las necesidades educativas especiales.
  2. Formación dirigida a cualificar a los profesores generalistas.
  3. Formación en actitudes positivas hacia la diversidad.
  4. Formación en técnicas de colaboración y trabajo en equipo.
  5. Potenciación del autodesarrollo profesional.
Brigham (1993) apuesta por la inclusión de tópicos sobre Educación Especial dentro de las asignaturas de educación general. Lo que no parece cuestionable es la necesidad de proporcionar a los profesores una formación específica que les permita atender a los alumnos con alguna discapacidad, desde un punto de vista científico y metodológico y no meramente asistencial (Esteve, 2003), así como que, en la actualidad, todos los profesionales de la educación precisan de alguna formación en Educación Especial, a sabiendas de que el conocimiento de una materia no garantiza la calidad de su enseñanza por el profesor (De Vicente, 2003).

2.4. Una propuesta integradora para superar los dilemas

Teniendo en cuenta la filosofía de la escuela inclusiva, lejos de plantear la situación como un conflicto o un dilema, es posible fundamentar una propuesta integradora, asentada en la necesidad de proporcionar a todo el profesorado las habilidades necesarias para ejercer su actividad profesional en contextos de atención a la diversidad, a fin de conseguir que la enseñanza regular pueda ofrecer una respuesta educativa de calidad para todos, sin exclusión (Echeita y Verdugo, 2004). En efecto, “es posible una formación inicial común a todos los profesores, capaz de formar para una respuesta educativa diversa y de generar actitudes positivas ante las diferencias humanas” (García Pastor, 1993:264). Las razones aducidas son las siguientes (Salvador  y Gallego, 1999):

  1. La investigación demuestra que de la calidad de la interacción entre el profesor y el alumno depende, en buena medida, la efectividad del aprendizaje.
  2. El término "normal" es un constructo social, que puede ser definido desde parámetros muy diversos.
  3. La filosofía de la escuela inclusiva exige que el profesor generalista adquiera habilidades y estrategias tradicionalmente asociadas al profesor especialista.
  4. Asimismo, la filosofía de la escuela inclusiva ha propiciado un cambio en el rol del profesor especialista: debe trabajar colaborativamente con los profesores generalistas en el aula ordinaria y debe conocer, por tanto, el currículo general o común.
  5. Todos los profesores deben poseer un “conocimiento base” para dar respuesta a las necesidades educativas de todos los alumnos.
  6. La escuela inclusiva requiere que todos los profesores trabajen colaborativamente en la resolución de problemas con sus compañeros profesionales y con los padres. 

En síntesis, “la formación básica y la formación especializada no están reñidas entre sí, por el contrario se suman y se complementan y no se restan ni contradicen” (López Melero, 1990:193). La necesidad de mejorar la calidad de la enseñanza y las condiciones de vida de las personas con alguna discapacidad exige la búsqueda incesante de unos programas formativos que incluyan eficaces estrategias de colaboración y ayuda entre todos los implicados en la educación de los alumnos más necesitados.

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Recibido: 19 de enero de 2007
Aceptado: 2 de abril de 2007