LA INCLUSIÓN EDUCATIVA. REFLEXIONES Y PROPUESTAS ENTRE LAS TEORÍAS,
LAS DEMANDAS Y LOS SLOGANS{*}

 

La educación es un bien social y de carácter público. Es para todos, y es de todos. Sin embargo, a pesar de los enormes logros en materia de acceso y universalización de la educación básica, de expansión del sistema universitario, y de inclusión en la agenda de quienes gobiernan los sistemas educativos de muchos problemas sociales que otrora estuvieran relegados, persisten fuertes desigualdades en materia de oportunidades educativas, que siempre están signadas por los estratos sociales de las diferentes escuelas. El mejoramiento en la calidad de la educación se desvanece ante este conjunto de problemas de acceso e inclusión, pues un sistema no ofrece educación de calidad, si no es razonablemente inclusivo. Puede ostentar, a lo sumo, ejemplos exponentes de excelencia, pero mientras existan centros escolares dedicados al asistencialismo y que no cumplen con objetivos básicos, no puede hablarse de una educación de calidad. Es por ello que abordaremos aquí la cuestión de la inclusión como prerrequisito para la calidad, en un itinerario argumentativo que atravesará diferentes problemas vinculados al par inclusión-exclusión, con un énfasis en las políticas inclusivas universales.

1. Teorías, demandas, slogans. Discursos cruzados que nombran los problemas de inclusión

Discutir la cuestión de la inclusión es un desafío complejo, en tanto constituye un terreno fértil para que se superpongan diferentes discursos. Por un lado, las conceptualizaciones y teorías acerca de cómo funciona un sistema social que distribuye un bien público valorado, la educación, se han esbozado y desarrollado desde mediados del siglo XIX{1} y esta tarea continúa en manos de especialistas, pedagogos, diseñadores de políticas y gestores. En los primeros párrafos de su libro Educación común, de 1953, Sarmiento llama la atención acerca de la relevancia de la enseñanza básica en el terreno de la moralidad “tanto como en la industria y la prosperidad de las naciones” (Sarmiento, 1987:33), prolegómeno de un extenso análisis en el que esta relación se detalla, pormenorizándose las influencias de esta educación en distintos terrenos de la vida personal y social, y exponiéndose los mejores modos de organización que, según estas influencias dictan, “conviene dar a la instrucción primaria atendidas las circunstancias del país” (Ibíd.) Aún en tiempos de la conformación del sistema educativo, era clara y contundente la relación que debía establecerse entre la experiencia personal de cada uno y el progreso conjunto de todos. La inclusión aflora como premisa implícita bajo la forma de la universalidad. Aunque en esos tiempo acceder a la escuela era una pretensión de máxima, no de mínima, el conjunto de construcciones teóricas que se produjeron en esos años siguen siendo un referente inspirador para muchos teóricos actuales. Para Llach, por ejemplo, la revolución educativa de Sarmiento, “de cuyas rentas hemos vivido largo tiempo y cuyo agotamiento limita ahora seriamente nuestras perspectivas de crecimiento y de equidad social” (Llach, Montoya y Roldán, 1999) debería ser modelo filosófico de los modelos propositivos actuales, cuyas expresiones de deseo parecen no hallar correlato en programas de intervención específicos y viables.

Los programas de mejora del sistema educativo otorgan al par inclusión-exclusión un lugar privilegiado, funcionando como criterio de análisis de casos y como guía para la elaboración de políticas (Braslavsky, 1999; Guadagni, Cuervo y Sica, 2002) y constituyéndose en referente teórico y discursivo central para el abordaje de problemas educativos en diferentes niveles: el aula, la escuela, el sistema.

Las demandas de más y mejor educación por parte de sus beneficiarios, a veces en su propia voz, y otras veces en boca de los diferentes voceros y traductores de esos reclamos, constituye un segundo núcleo discursivo en torno a la idea de inclusión. Organizaciones sociales, fundaciones, organismos, sindicatos y otros grupos y movimientos sociales incluyen en sus proclamas el concepto de inclusión, que aparece aquí ya alejado de los índices estadísticos y próximo a la experiencia de los excluidos.

Finalmente, la cuestión de que la inclusión, a fuerza de su uso como slogan, ha llegado a devenir un lugar común de discursos proselitistas, y por esa vía ha tendido a vaciarse de contenido.

¿Cómo despejar, entonces, los problemas importantes en torno a la inclusión? ¿Cómo formular la cuestión de modo que nos sirva para entenderla y actuar en consecuencia? ¿Cómo pensar políticas educativas inclusivas? Para Soto Calderón (2003) el paso previo para una clarificación del sentido de la inclusión educativa es “el análisis y la discusión de los diferentes procesos en que se ha enmarcado la experiencia educativa de las personas con necesidades educativas especiales; así como los procesos de formación de los docentes y otros profesionales relacionados con estas personas”. Y si creemos, como es coherente creer, que todos los beneficiarios del sistema de enseñanza tienen necesidades educativas especiales, este análisis amerita ser amplio y contemplativo de la totalidad del sistema. Es por ello que, a pesar de que el término inclusión ha sido profusamente utilizado para referirse a poblaciones vulnerables, en esta oportunidad optaremos por utilizarlo en un sentido más amplio.

Así como llama la atención sobre los excluidos, el término puede servir como recordatorio del carácter especial y las problemáticas educativas especiales, presentes en cada uno de los alumnos. La estrategia comprensiva que, creemos, es eficaz y clarifica, consiste en ubicarnos en una posición superadora respecto de dos grandes malentendidos que han tenido lugar históricamente en relación a la cuestión de la inclusión. Nos referiremos, entonces, a esas dos cuestiones, para luego esbozar una idea pasible de ser considerada como alternativa superadora.

2. Dos grandes “malentendidos”. Las diferencias de origen y la finalidad homogeneizante de la educación

Desde el momento en que el Estado asumió la responsabilidad de ofrecer a la población este bien preciado que es la educación, ha existido lo que se conoce como sistemas de educación sistemática, esto es, enormes tecnologías organizativas puestas al servicio de la producción y distribución de la educación en forma masiva. Sin ahondar en aspectos históricos, puede afirmarse que esta forma de distribuir educación es, en los grandes tiempos de la historia, reciente. Los dispositivos básicos que definen a una escuela como tal, esto es, la asistencia simultánea de muchos niños a las clases de un maestro, en un conjunto de espacios idénticos entre sí que se distribuyen por el territorio, donde la actividad está regida por un conjunto de dispositivos curriculares (libros, calendario escolar, agendas pautadas, etc.) y donde está previsto el progreso de los alumnos a través de una serie de escalones sucesivos que concluyen en el otorgamiento de una acreditación, este esquema que resulta hoy familiar e insustituible, es en realidad una novedad en tiempos de la historia. Los primeros esquemas sólidos y perdurables esbozados en este sentido datan del siglo XVII y remiten a la obra de Comenius, reconocido como precursor de la forma actual de los sistemas educativos modernos (Narodowski, 2007)

Ahora bien, la gran cuestión que se planteó en los comienzos de este proceso, y que puede hallarse en los trabajos de la pedagogía clásica, es: ¿cómo enseñar todo a todos? La educación pública, entendida como una promesa en gran escala, es en realidad una promesa inclusiva. Enseñar todo a todos, ideal pansófico comeniano, supone un “todos” heterogéneo e infinitamente educable.

Quienes se fueron ocupando sucesivamente de cumplir esa promesa en nuestro país, también se encontraron siempre con el desafío de responder a esa pregunta: ¿cómo enseñar todo a todos? ¿Cómo brindar educación al alcance de todos y a la vez hacer que, por medio de esa educación, mejore en algún sentido la vida de cada uno de los argentinos, los ricos, los pobres, los inmigrantes, los hombres y las mujeres… todos?

Las dos cuestiones o falacias que se plantean en la actualidad respecto de esta aspiración inclusiva, que es un dato fundante de la educación moderna, son las siguientes. La primera de estas cuestiones tiene que ver con el hecho de que,  contrariamente a lo que solía creerse cuando se hablaba de igualdad a secas, no todos están en la misma posición de partida a la hora de acceder a la educación. “Enseñar todo a todos”, entonces, no se logra ofreciendo a todos lo mismo, y de la misma manera. La misma oferta suscita en diferentes sectores y en diferentes sujetos, experiencias y resultados disímiles.

Desde un punto de vista puramente distributivo, puede decirse que lo mismo que para unos es suficiente, para otros no alcanza, y estas diferencias en lo que cada uno trae a la escuela deben poder compensarse, sin dejar librado el éxito sólo al mérito individual en un marco competitivo. Muchas investigaciones desde los años 60’ y 70’ vienen demostrando que si la escuela piensa su tarea de esa manera, lo que termina haciendo es inculpando a los propios alumnos, por medio de las bajas calificaciones, de su condición de pobres.

Desde un punto de vista más cultural, además, puede pensarse la cuestión en términos de lo que se establece como “normal”. Superada ya la idea de que la educación pueda ser una actividad totalmente neutral, objetiva y apolítica, la idea de enseñar todo a todos nos enfrenta, también, a un problema cultural: enseñar ¿qué? a todos, enseñar según los valores y los intereses ¿de qué grupos?

Esto nos conduce a la segunda cuestión. A la vez que la escuela iguala en un sentido positivo, y de algún modo en esto consiste la propia idea de la inclusión (todos incluidos en una misma categoría, en un mismo punto de unión o de valor) puede también, como anticipábamos, actuar acallando lo diferente, excluyendo identidades que en lugar de ser reconocidas en su valor propio, en sus formas particulares de expresión, terminen siendo compulsivamente obligadas a mimetizarse con la finalidad homogeneizante que signó al sistema educativo en sus orígenes y que consiste básicamente en la imposición de una cultura única y el exterminio literal de otras formas culturales.

Ambas cuestiones ―las diferencias de origen que el sistema tiende a legitimar como propias de cada alumno en base al rendimiento y la cuestión de la homogeneización que actúa acallando las diferencias de orden cultural― representan dos caras del problema de la inclusión, cuya distinción es un buen punto de partida para considerar alternativas.

3. Hacia una definición de inclusión educativa

Si la inclusión nació como una promesa maravillosa y el tiempo mostró que es difícil de cumplir; y si hoy estamos además en condiciones de reconocer estos dos grandes obstáculos o motivos por los que esa promesa no llegó a cumplirse adecuadamente, la cuestión a reformular es qué significa hoy incluir, y qué consecuencias tiene el establecimiento de nuevas perspectivas respecto de aquellos asuntos que han sido objeto de revisión.

Comenzaremos por enunciar una definición de inclusión que, creemos, representa una mirada superadora de los problemas antes enunciados e integra la perspectiva superadora a la que nos interesa adscribir. Desde este enfoque, incluir significa, además de discriminar entre los diferentes discursos que se entretejen alrededor de ese término, reunir los esfuerzos de distintos sectores de la sociedad para brindar una educación sensible a las necesidades específicas de cada sector, compensando las desigualdades, facilitando el acceso, la permanencia y el progreso a aquéllos que más lo necesiten, desde una lógica de la redistribución, en un sentido económico y del reconocimiento, en un sentido cultural.

Este par de términos, redistribución y reconocimiento, han sido reconocidos en los últimos años por la sociología de la educación como el par conceptual que sintetiza estas dos grandes cuestiones alrededor de la inclusión educativa (Fraser, 2000) Con una fuerte referencia en materia de estudios de género, Fraser reconoce un error en la práctica de “contraponer antitéticamente la problemática socialdemócrata y socialista de la distribución a la problemática cultural y discursiva del reconocimiento” (Arribas y Castillo, 2007) Ambas dimensiones, la que enuncia los problemas de inclusión desde la perspectiva del desigual reparto de bienes materiales y simbólicos y la que lo hace desde el punto de vista de las “identidades devaluadas” que luchan por ser reconocidas en su singularidad, son necesarias para comprender los problemas de inclusión en ámbitos escolares. Pero es preciso también diferenciarlas y evitar una superposición que podría conducir a leer desigualdades como ejercicios legítimos del derecho a la identidad. La falta de distinción entre ambas dimensiones comporta, entonces, peligros sobre los que es preciso estar alertados.

En las sociedades actuales, y en nuestra Argentina actual también, enseñar todo a todos sería un eufemismo si no se reconoce que la sociedad tiene un caudal inmenso de conocimientos, y que la tasa de población escolarizada ha crecido enormemente. El desafío sigue en pie, pero actualizado y bajo nuevas formas, sensibles a problemas más específicos, que los tiempos actuales y la mayor reflexión acumulada alrededor de estas cuestiones, ameritan.

El carácter de la educación de bien público de gran importancia, hace además que constituya, como dice Connell (1997) una de las mayores industrias en cualquier economía moderna, una de las mayores tareas públicas. Y si la educación es un bien público de tal relevancia, esto obliga a pensar en quiénes son sus beneficiarios y en cómo se distribuyen esos beneficios. Resulta paradójico, observa Connell, que los sistemas educativos tiendan a una forma piramidal donde el número de personas que tienen beneficios va disminuyendo a medida que nos acercamos al vértice de la pirámide, y la pirámide además se estrecha más pronto en los países pobres, donde la mayoría debe darse por satisfecho si recibe una educación primaria completa.

De las ideas de Connell sobre justicia educativa nos interesa destacar ciertos principios que, en materia curricular, se sugieren como modelo.

En primer lugar, el principio de la primacía de los intereses de los menos favorecidos. Siguiendo a John Rawls, Connell plantea que la educación debe seguir especialmente los intereses de los menos favorecidos. En la práctica, esta premisa se refiere a:

“plantear los temas económicos desde la situación de los pobres, las cuestiones de género desde la perspectiva de las mujeres, las cuestiones raciales y territoriales desde el punto de vista de los indígenas, exponer la sexualidad desde la posición de los homosexuales, y así sucesivamente”

(Connell, 1997:68)

Los otros principios de justicia curricular se refieren a la participación y escolarización común y a la producción histórica de la igualdad. Los sistemas educativos, se supone, preparan a sus ciudadanos para la participación en la democracia. Tomarse en serio esta afirmación tiene fuertes consecuencias: el currículum debería optar, por ejemplo, por “actividades de trabajo no jerarquizadas y de cooperación, basadas en la participación y donde todos los partícipes se beneficien ―como ciudadanos de una democracia― del aprendizaje de los demás”.  
En cuanto a la producción histórica de la igualdad, tiene que ver con que los efectos sociales del currículum se analicen como las condiciones de producción de más o de menos igualdad a lo largo del tiempo, y no en base a cuadros congelados, fuera de contexto.

4. Inclusión, calidad, maestros y escuelas: a modo de conclusión

En términos propositivos, puede afirmarse por lo hasta aquí desarrollado que para que todos y todas accedan a una educación de calidad sin importar si han nacido ricos o pobres, lo que debe hacerse es conjugar estos principios de redistribución, reconocimiento e intervención compensatoria. Sin embargo, esta política demanda algunas adiciones que le son afines y de las que también se nutre. No sólo porque conceptos relacionados conduzcan a políticas integradas: la inclusión no es un logro aislado, guarda relación directa con al menos otros cuatro problemas que brevemente se enunciarán en este apartado final.

Se dice que no hay calidad sin inclusión, pues una educación que no es para todos no puede llamarse de calidad. Ambos términos son antológicamente dependientes. Y referirse a la educación en términos de calidad remite a la cuestión del valor de la educación, que lógicamente admite diversos criterios según quién asigne dicho valor, y con qué motivaciones. Una educación que se valora por ser inclusiva puede también deber ese reconocimiento a diferentes motivos y enfoques. Pueden tomarse como referencia los resultados, acudiendo por ejemplo a pruebas estandarizadas, y en este caso el par inclusión-exclusión se pone de manifiesto en las innumerables discusiones en torno a la tendencia de las (malas) pruebas para ponderar variables socioeconómicas de la población evaluada; se puede hacer foco en los procesos, analizando la dinámica propia de todo proceso educativo, o en función de los saberes que se enseñan. En este caso la inclusión guarda relación con el modo en que todos los alumnos puedan verse reconocidos en los saberes escolares. Más allá de estas distinciones, que son importantes y resumen muy esquemáticamente los grandes criterios para determinar la calidad, nos interesa destacar un problema específico, actual y muy preocupante relacionado con la calidad educativa: los procesos de customización o clientelización en las instituciones educativas. Esta clientelización tiene lugar cuando el principal criterio de calidad que ostentan los docentes y las escuelas es el de “adaptación a la demanda”. Según este criterio, una escuela es buena, si la demanda está satisfecha.

Las consecuencias de este parámetro de la calidad son esencialmente dos: se tiende a entender la calidad como ausencia de conflictos (esto es, cuando no hay conflictos en el interior de las escuelas, se percibe a la escuela como una escuela buena, una escuela de calidad) y por ello ―y esta es la segunda consecuencia― se diluyen las responsabilidades de la escuela. Como puede verse, calidad e inclusión son términos relacionados que demandan asimismo políticas coherentes. El carácter  político de las relaciones escolares, la actitud ante el conflicto y la capacidad de tomar decisiones se reúnen en torno a ambos elementos de una buena educación.

El segundo elemento a sumar al panorama general sobre la inclusión que hemos presentado tiene que ver con un problema de legitimidad de la escuela para definir su postura ante los nuevos modos de circulación del conocimiento, que en parte pueden cobijar prácticas de exclusión. En un mundo postmoderno y globalizado, suele decirse con mucha frecuencia, la escuela “no se adecua”, pues sus viejos modos de enseñar se han vuelto anacrónicos frente a la aparición de nuevas tecnologías y al peso de los medios masivos de comunicación. Los niños y los jóvenes, desde estas eclécticas opiniones, se sienten más atraídos por otros ámbitos (la TV, las computadoras, las redes informáticas) que por la escuela.

Ahora bien, la escuela tendrá mayores dificultades para incluir si conceptualiza a sus actores desde la negativa a ser incluidos y si se asume incapaz de sostener su lugar de legítimo espacio de definición de saberes socialmente válidos.

Como dijéramos en otro lado, “lo que la escuela ofrece y exige a los alumnos es diferente de lo que otras agencias les ofrecen y exigen. Y lo que demandan los sujetos a la escuela es igualmente específico e insustituible, pues la escuela cumple una función social, de la que los sujetos particulares son destinatarios, y forma parte de un proyecto comunitario donde la lógica predominante no es la de la circulación o el intercambio, sino la de la distribución y la construcción compartida” (Narodowski y otros, 2008).

En tercer lugar, la consideración de las condiciones que llevan a las situaciones de  exclusión, y muy especialmente en el caso en que ésta tiene lugar con relación a las personas con discapacidad, tienden a definir al alumno desde estereotipias que ignoran un hecho relevante: las relaciones escolares cuyo carácter inclusivo se propone reforzar son relaciones entre educadores, alumnos y familias. Éstas, tradicionalmente omitidas de la tríada didáctica (maestro, alumno, saber) y de las relaciones de enseñanza-aprendizaje (unidas por un guión con aspiraciones de causalidad) conforman siempre una alianza o contrato, algunos de cuyos aspectos son explícitos y están claramente regulados, mientras que otros son tácitos. Los modelos que a lo largo de la historia se han cristalizado para este contrato o alianza son elementos importantes a considerar como referentes de las políticas inclusivas.

Un primer modelo, trazado a partir de la obra de pedagogos clásicos como Comenius, Rousseau y La Salle, supone que el deber de las familias es entregar a sus hijos a los maestros y delegar en ellos la educación formal de los niños. La escuela asume el derecho de inculcar a los niños saberes y valores congruentes con su proyecto basado en los intereses nacionales, aún cuando esta inculcación arrase con creencias, convicciones y modos de vida diversos. En este modelo “civilizatorio” de alianza, el Estado actúa como garante, procurando que  cualquier conflicto de orden cultural que oponga los intereses de las partes, se dirima siempre a favor de la escuela. El segundo modelo es el modelo customizado o clientelar. Bajo la lógica de este modelo, al que hemos hecho ya alguna referencia al referirnos a la calidad educativa, se propone que la escuela “se adapte” a la comunidad y a los niños y que se gane su lugar de mercancía necesaria y deseada, dando respuestas a la medida de la heterogeneidad que ya no se pretende disolver u homogeneizar, sino reivindicar. (Narodowski, 2007 y 2008).

Ahora bien, hoy no es posible incluir y a la vez “civilizar”. Tampoco es posible incluir a “clientes”. Un nuevo modelo de alianza escuela–familia demanda que no predomine la delegación a la otra parte de todas las responsabilidades y culpas, sino un compromiso compartido y reciproco en beneficio de un interés común: la educación de la infancia y la juventud. Y esta es una condición necesaria para la buena concreción de políticas inclusivas.

Finalmente, la inclusión demanda maestros fuertes, con autoridad y con libertad para concretar en su tarea de enseñanza el compromiso social que su profesión lleva de sí. La escuela actual enfrenta el desafío de resignificar el lugar del docente como lugar del saber y de la autoridad legítima. Y por autoridad legítima entendemos aquélla que encarna la cuota necesaria de Ley que los adultos debemos a los niños y a los jóvenes. Pensar una escuela más democrática y participativa es loable, pero debe atenderse al sesgo de desresponsabilización que puede seguirse de estas reformulaciones, del que debemos estar prevenidos. Se debe democratizar la escuela, pero sin sacrificar por ello la responsabilidad del enseñante, comprometerse con la capacidad de educar, haciéndose cargo del poder que se ejerce y haciéndolo responsablemente.



 

Referencias bibliográficas

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Sarmiento, D. (1987). Educación común. Buenos Aires: Solar.

 

 

{*} Agradezco la colaboración del Lic. Daniel Brailovsky en la elaboración del artículo.

{1}  Aún antes, hay referencias de discusiones que en su forma y contenido guardan relación con algunos debates actuales en materia de inclusión y de educación y pobreza (cf. Gómez Canedo, 1982)