REICE 2013 - Volumen 11, Número 2
LA LÓGICA DEL COMPROMISO DEL PROFESORADO Y LA RESPONSABILIDAD DEL CENTRO ESCOLAR. UNA NUEVA MIRADA


Este artículo se hizo para el número in memoriam de Mercedes Muñoz-Repiso. Me satisface hacer una reelaboración en este monográfico dedicado a conmemorar los diez años de REICE. Mercedes estuvo, desde sus inicios, apoyando la labor de RINACE y de esta Revista. Nos importa una cuestión central que atravesó sus escritos: el compromiso de los docentes como factor crítico de la mejora y, paralelamente, qué tipo de política educativa sobre el profesorado puede contribuir más decididamente a comprometer al personal. Si la calidad de un sistema educativo no puede exceder la calidad de su profesorado, como han reafirmado informes internacionales, “sin compromiso, el éxito de los esfuerzos para cambiar las cosas será limitado” (Day y Gu, 2012:150). Voy a reelaborar, actualizando, la revisión de la investigación que hice en su momento.

El asunto, pues, es qué tipo de política educativa puede contribuir más decididamente a implicar y comprometer al profesorado con la mejora. Esta  se ha movido en la modernidad entre una lógica burocrática del control y otra profesional del compromiso. Si las lógicas de control burocrático, de presión externa “de arriba-abajo”, han mostrado sus límites; tampoco basta confiar ingenuamente en el compromiso y autonomía profesional del profesorado. Nuevos modos postburocráticos de regulación, en una nueva “gobernanza” de la educación, están aportando nuevas formas –sin duda, discutibles– de responsabilizar al centro educativo.  Hay modos performativos de presión que minan la motivación y el compromiso, por el contrario hay contextos que la apoyan y promueven.

Las políticas de mejora de la educación, en las últimas décadas, han recorrido diversas “olas”, con incidencia y tiempos variables según los países (Bolívar, 2012a). En líneas generales, las políticas educativas de mejora han oscilado entre una estrategia de control, desde una tutela y dependencia de la regulación administrativa, a promover el compromiso e implicación, incrementado la autonomía escolar y mayores poderes de decisión a la escuela. Serían lo que, en su crónica del cambio educativo, llaman Hargreaves y Shirley (2009), la segunda y tercera “vías”. Si la regulación top-down mediante un control normativo de las escuelas y del currículum dejó de ser una estrategia deseable, en cuanto provoca una desprofesionalización de la enseñanza e impide el desarrollo organizacional, en el otro lado se situarían los que pretenden ver la solución en capacitación de las escuelas y los profesores, con mayores márgenes de autonomía.

Frente a la tendencia planificadora, dominante en la segunda mitad del pasado siglo, donde los niveles más altos del sistema creen estar más informados (además de autorizados) para la toma de decisiones que las propias bases; se produce una quiebra (cuando no desengaño), surgiendo la visión de que la política estandarizada es –por sí misma– incapaz de provocar la deseada mejora. En su lugar, en una nueva “vía” para estimular y apoyar el cambio educativo, las políticas educativas deben posibilitar y apoyar que los actores locales y los propios establecimientos de enseñanza (bottom-up) tengan capacidad para tomar sus propias decisiones, pues sólo ellos están en condiciones de analizar y responder a los problemas y necesidades de sus propios contextos.

Desde una mirada de conjunto, después de la época gloriosa de los proyectos innovadores, propios del optimismo de los setenta, con los gobiernos conservadores de la década posterior las políticas educativas se recentralizan con estrategias de arriba-abajo, cuyo fracaso posterior motiva una “segunda ola” (reestructuración) dirigida a rediseñar la organización, delegando en la escuela y en la profesionalización docente la responsabilidad básica de mejora. Actualmente, en una cierta “tercera ola”, la mejora pone el foco en el aprendizaje de los alumnos y en el rendimiento de la escuela, sin la cual no cabe hablar de mejora o calidad. El dilema actual es si se debe acentuar la presión (por ejemplo, a través de la accountability) o, en su lugar, priorizar la innovación basada en la escuela como es la escuela como comunidad profesional de aprendizaje. Una salida postburocrática, cada vez más extendida, es dar una amplia autonomía, para controlar al final los resultados (Maroy, 2008).

Una política de cambio debe combinar de modo adecuado la presión y el apoyo. Ahora bien, no todas las formas de presión y apoyo son efectivas, algunas son negativas o tienen efectos desmotivadores  (urgencia sin sentido, presión sin medios, presión punitiva, competencia, división en grupos, etc.). Por el contrario, cuando la presión tiene efectos motivadores promueve la mejora de la organización o el sistema (sentido urgencia focalizado, rendimiento de cuentas no punitivo, colaboración, transparencia de datos). Como constata Fullan (2010):

Estas formas avanzadas de presión positive integrada para el conjunto de sistema son un fenómeno bastante reciente – apenas hace cinco años. Pero un buen augurio para el futuro porque obtienen resultados. Esto hace que sea políticamente atractiva. Aún es difícil para los políticos porque los métodos son indirectos. Prefieren “hecho esto, conseguido”, estrategias a corto plazo. Pero las estrategias siguen siendo políticamente atractivas porque obtienen resultados en plazos relativamente cortos – 2 a 3 años, no 5–10” (p. 129).

Si queremos comprometer al personal docente en la mejora, la presión “bruta” tiene efectos perversos. Por eso, las políticas educativas no deben centrarse sólo a los resultados, sino promover estrategias positivas a gran escala. Presiones que generen sinergia positiva pueden promover la motivación en un gran número de personas para  un esfuerzo individual y colectivo esencial para conseguir resultados continuos. Sin una motivación del personal no habrá compromiso y, por tanto, la mejora no sucederá. 

1. POLÍTICAS DE MEJORA: DE VÍAS ALTERNATIVAS A SÍNTESIS

Por un lado, descrita en la década del setenta la débil articulación de las escuelas (“anarquías organizadas”) y el fuerte individualismo (“celularismo”) dominante en el trabajo docente, se estima preciso poner en marcha determinados mecanismos formales de control que suplan dicha falta de coordinación. Cabe, por un lado, por ejemplo, incrementar el control burocrático sobre el currículum; asegurando que los profesores enseñarán los contenidos prescritos, de acuerdo con técnicas metodológicas dadas y formas de trabajo estandarizadas (objetivos, libros de texto, evaluaciones externas). Como comenta Elmore (1996a), determinados los objetivos que se pretenden, “se asignan a las unidades subordinadas responsabilidades y parámetros de desempeño que sean congruentes con esos objetivos, se supervisa el desempeño y se hacen los ajustes necesarios” (p. 192). Esta estrategia, basada en un modelo organizativo, “presupone que, dado un conjunto apropiado de controles administrativos, las unidades subordinadas de una organización harán lo que se les ordena” (p. 209).

Pero es ilusorio creer que las unidades subordinadas van a aplicar fielmente, bajo el control administrativo, lo que se les prescribe. Además, desde la teoría del cambio educativo, las variables determinantes son las que provienen del compromiso y la motivación del personal. Además, una regulación estatal como estrategia de control para la mejora, con una toma de decisiones centralizada, impide que el establecimiento de enseñanza pueda responder a las demandas locales, dando respuesta contextualizada a sus problemas.

De este modo, como describió Rowan (1990), se han sucedido dos grandes estrategias alternativas en el “diseño organizacional” de los establecimientos escolares para promover el mejoramiento: control versus compromiso. Ambas orientaciones se corresponden con dos “olas” o “vías” del cambio educativo: incrementar el control burocrático del trabajo de profesores y establecimientos; o –por contraposición– promover la autonomía del profesorado en la toma de decisiones para potenciar su compromiso en las tareas de enseñanza. Si un mayor control o burocracia acentuaría una desprofesionalización e insatisfacción en el trabajo docente; promover –por el contrario– una implicación en las metas de la organización y trabajo cooperativo entre profesores puede ser una plataforma o puente para conseguir un desarrollo organizacional y profesional. Si bien ambas vías pretenden incrementar el aprendizaje de los alumnos y lograr la necesaria coordinación de la tarea educativa, los modos de regulación para lograrlo son opuestos, dependientes –en gran medida– de una concepción del ejercicio de la enseñanza y de la gobernanza en educación.

1.1. De la estrategia de control al compromiso

Por eso, el lugar que la escuela ocupa en el desarrollo curricular ha oscilado, en las dos últimas décadas, en estos dos modos de política educativa (Cuadro 1):

[a] Una estrategia de control (del currículum, de las escuelas o por evaluación externa de resultados), donde por una tutela y dependencia de las regulaciones administrativas de arriba-abajo se pretende mejorar la educación ofrecida. Se uniforman las prácticas docentes mediante un modelo técnico-burocrático, con estándares y prescripciones, que pudieran incrementar los resultados de los alumnos.

Se ha dado en llamar “primera ola” (first wave) de reforma (en la terminología de Hargreaves y Shirley, 2009, sería “second way”) la política promovida en los ochenta (1982-86) por los gobiernos conservadores (revitalizada posteriormente por Bush), basada en una estrategia de control. Los reformadores creen que el “laissez faire” de los sesenta y setenta (“first way”), época de los proyectos curriculares primero y de la implementación a nivel de escuela después, ha fracasado, siendo necesario imponer requerimientos desde un nivel central, volviendo a lo básico (“back to basics”). Una lógica burocrática de control entiende que la incertidumbre en la relación medios-fines puede ser racionalmente reducida, por lo que dicha relación puede ser especificada y controlada una regulación normativa. Actualmente, en el contexto de una política performativa, las políticas educativas, fuertemente orientadas a incrementar los resultados, tienen como efecto erosionar la implicación de los docentes y debilitar su compromiso.

Pero, tras su puesta en práctica, se constata que no es camino de mejora una organización burocrática y sobrereguladora de los establecimientos de enseñanza. La nueva gobernanza de la escuela quiere, por tanto, posibilitar una reprofesionalización de los profesores, potenciando su capacidad para la toma de decisiones e implicación en el desarrollo institucional y organizativo de las escuelas. En las últimas décadas una nueva perspectiva participativa se ha ido abriendo paso, desde un control unilateral, dependencia y obediencia hacia el compromiso y la participación.

Se entiende que no se puede imponer verticalmente la mejora, pues –al fin y al cabo– las experiencias demuestran que al final es la escuela quien “filtra” las reformas. Desde la política curricular se puede pretender “implantar” cambios, pero no llegarán a formar parte viva de los centros escolares y a promover una mejora, si no sitúan al profesorado en un papel de agente de desarrollo curricular, y provocan un desarrollo organizacional interno de las escuelas. En lugar de relaciones jerárquicas, como señala Elmore (1996b),

“mientras más cerca se esté del origen del problema, mayor será la capacidad de ejercer influencia sobre él; y la capacidad que tienen los sistemas complejos para resolver los problemas no depende del rigor del control jerárquico, sino de la maximización de la capacidad de decisión ahí donde el problema se manifiesta de manera más inmediata” (p. 257).

Los cambios educativos pueden ser prescritos y legislados, pero si no quieren quedarse en mera retórica o maquillaje cosmético, deberán ser reapropiados/adaptados por las escuelas, alterando los modos habituales y asentados de trabajo (la cultura escolar existente). Para eso, tendrán que generarse desde dentro y capacitar al establecimiento para desarrollar su propia cultura innovadora, incidiendo en la estructura organizativa y laboral, al rediseñar los contextos laborales y papeles para potenciar la toma de decisiones a nivel de cada escuela.

CUADRO 1. Políticas educacionales y modos de regulación alternativos de las escuelas

Modos de regulación

Burocrático/gerencial

Orgánico/compromiso

Naturaleza de la enseñanza

Actividad rutinizada, cuyos procesos pueden ser prescritos uniformemente, de acuerdo con enfoques tecnológicos.

Actividad creativa, en un contexto incierto, precisando el incremento de la autonomía, compromiso y profesionalidad de los docentes.

Estrategias

 Control: Regulación del Estado por mecanismos de gestión burocráticos como estrategia de mejora.

Compromiso: Formas comunitarias y colegiadas, diseño "orgánico" de las escuelas.

Formas de
 gestión

 Prácticas docentes estandarizadas, control del currículum, formación del profesorado en competencias, y evaluación de resultados.

Gestión basada en la escuela, relaciones colegiadas, agenda común de tareas, y valores compartidos.

 
La “segunda ola” de Reforma se caracteriza por pensar que es necesario reestructurar (rediseñar, reformar, reinventar o transformar), de manera alternativa (vertebración horizontal), los centros escolares y la propia política curricular. La “escuela como unidad básica de cambio”, “escuelas eficaces”, “mejora de la escuela” o “reestructuración escolar” han sido algunos movimientos y lemas que han contribuido a subordinar la dimensión individual docente al propio desarrollo conjunto de la escuela como organización. Por eso se pasa a:

[b] Una estrategia de compromiso, incrementado la autonomía de los centros escolares, al reconocerle una relevante función en la mejora escolar. Al tiempo, se pretende promover comunidades profesionales con unos valores y metas compartidas.

Este compromiso, como patrón organizativo de una escuela, se expresa en un trabajo en colaboración y equipo, más que jerárquico y aislado, y unos marcos estructurales de relaciones que posibiliten la autonomía profesional junto a la integración de los miembros en la organización (Rowan, 1990). Dicho compromiso sustenta el trabajo diario y la agenda común de actividades, provee de un conjunto de valores compartidos y la integración de los profesores por las relaciones con sus colegas y alumnos, más allá del espacio privado del aula. Una “cultura de colaboración” se expresa en la interdependencia de los miembros en el trabajo como empresa conjunta, aunque respete la individualidad, ayuda a comprender mejor a cada uno su enseñanza y aprender de la de los demás, y dota a la escuela de un sentido de comunidad. El diseño y desarrollo local del currículum puede, en efecto, provocar un mayor compromiso y capacidad para cambiar de las escuelas.

A mediados de los ochenta nuevas perspectivas de la organización y del profesor (agente de desarrollo, toma de decisiones, pensamiento del profesor, incertidumbre y reflexividad del trabajo docente, etc.) dan lugar a modos orgánicos de la estructura escolar: patrones de interacción, visión y normas compartidas, colegialidad en el trabajo, participación de los profesores en la toma de decisiones, etc.; que introduzcan mecanismos de integración y cohesión (vertebración horizontal vs. articulación vertical) en la acción educativa del centro escolar, al tiempo que posibiliten una mayor autonomía y profesionalismo de los profesores. Esta segunda vía, en consecuencia, se dirige a disminuir dicho control burocrático y crear condiciones de trabajo que favorezcan la innovación, el compromiso y profesionalidad de los profesores.

En fin, esta propuesta ha conducido a la creencia de que sólo reconstruyendo una cierta comunidad (en el centro escolar en primer lugar, y –si es posible– en la comunidad escolar) cabe una regeneración del sistema educativo. El desarrollo de una comunidad en los centros escolares, en paralelo a la filosofía moral comunitarista, con un sistema de valores compartidos, un liderazgo moral, una agenda común de actividades y unas relaciones colegiadas, se convierte en tabla de salvación. Para romper con la tradicional estructura “celular” del trabajo docente, con el consiguiente individualismo y aislamiento, se trata de promover relaciones comunitarias y colegiadas que contribuyan a resolver los problemas y aumenten la cohesión y solidaridad en el trabajo docente.

1.2. La lógica del compromiso

El compromiso, como patrón organizativo de una escuela, se expresa en un trabajo en colaboración y en equipo, más que jerárquico y aislado, y unos marcos estructurales de relaciones que posibiliten la autonomía profesional junto a la integración de los miembros en la organización. Dicho compromiso sustenta el trabajo diario y la agenda común de actividades, provee de un conjunto de valores compartidos y la integración de los profesores por las relaciones con sus colegas y alumnos, más allá del espacio privado del aula.

Los papeles que tengan los agentes educativos son dependientes de la racionalidad educativa o lógica de acción en que se inscribe. Bacharach y Mundell (1993) han aplicado el concepto weberiano “lógica de la acción” al análisis político de las organizaciones educativas. Lógica de la acción son las relaciones implícitas entre medios y objetivos que asumen los actores en una organización. De acuerdo con este dispositivo distinguen dos grandes lógicas:

  1. una lógica burocrática de control o rendimiento de cuentas, y
  2. una lógica profesional de autonomía.

La primera entiende que la incertidumbre en la relación medios-fines puede ser racionalmente reducida, por lo que dicha relación puede ser especificada y controlada por medio de normas. Junto a lo anterior, vamos a emplear el concepto de “regulación”, común en la literatura francesa y anglosajona sobre el tema, como el proceso de articulación y producción de normas o reglas de juego en una organización, orientando la conducta de los actores (Maroy, 2008). Puede haber una regulación normativa (o reglamentación) por parte del Estado y una regulación del propio sistema, en muchos casos a partir de la primera. De este modo, puede servir para describir dos tipos de fenómenos diferenciados, pero interdependientes, como dice Barroso (2006: 12), tanto “os modos como são produzidas e aplicadas as regras que orientam a acção dos actores; os modos como esses mesmos actores se apropiam delas es as transformam”.

Por el contrario, la lógica del compromiso y la autonomía profesional asume que la incertidumbre es connatural con la organización, por lo que no puede ser eliminada por una definición racional o especificación de la relación entre medios y fines. El papel del profesorado en las organizaciones educativas, de este modo, es una manifestación del lugar otorgado por cada tipo de lógica de acción. De acuerdo con una lógica burocrática de control, acorde con una ideología de excelencia o calidad, el profesorado adquiere un papel instrumental al servicio de lo regulado normativamente. De otra parte, una lógica de compromiso y autonomía profesional es congruente con una ideología de la equidad, como igualdad de oportunidades, paralelamente apoyado por unos medios de participación de personas a las que se les reconoce una profesionalidad para tomar decisiones.

Desde la primera orientación, una cierta obsesión por la ordenación reglamentista, sobrelegislación del currículum, unido a un abuso de prescripciones sobre lo que hay que hacer y cómo hacerlo, por parte de los que tienen la función de promover el cambio sobre los que tienen que ejecutarlo, da lugar a una organización burocrática del cambio educativo, desprofesionalizador para los profesores. Los discursos que pretenden un control de la práctica docente mediante una intensificación del trabajo, desestabilizan la identidad profesional del profesorado, provocando una crisis de identidad (Bolívar, 2006). Actualmente, en el contexto de una política performativa, las políticas educativas, fuertemente orientadas a incrementar los resultados, tienen como efecto erosionar la implicación de los docentes y debilitar su compromiso.

En conjunto,  tras el fracaso de las estrategias impositivas de la década conservadora de los ochenta, una “nueva ola” se ha dirigido –por un lado– a  delegar parte de la toma de decisiones a las escuelas públicas para hacerlas más responsables, mediante el compromiso, colaboración y autorevisión reflexiva. Por otra parte, dentro de los nuevos modos de regulación (Maroy, 2009), el control se redefine de nuevos modos: otorgar autonomía en la gestión, en lugar de la presión normativa; y, en su lugar, situarlo al final por medio del incremento de resultados (Barroso, 2006). La responsabilidad se entiende ahora como rendimiento de cuentas (accountability) mediante el establecimiento de estándares, provocando –en contrapartida– una (re)centralización. La creciente presión por los resultados y la libre concurrencia entre las escuelas por conseguir alumnos, con la consiguiente competencia por la clientela, está llevando, en efecto, a que las escuelas se vean obligadas a mejorar de modo continuo. Si bien este rendimiento de cuentas se inscribe dentro de una “lógica del mercado”, cabe advertir que puede también responder, dependiendo de qué política educativa lo promueva, a una “lógica del servicio público”.

Nuevos modos de regulación en la gestión de los establecimientos de enseñanza, en efecto, han ido apareciendo. Una vez que la planificación moderna del cambio y su posterior gestión han perdido credibilidad, se confía en movilizar la capacidad interna de cambio para regenerar desde la base la mejora de la educación. En lugar de estrategias burocráticas, verticales o racionales del cambio, se pretende favorecer la emergencia de dinámicas laterales y autónomas de mejora, que puedan devolver el protagonismo a los agentes y –por ello mismo– pudieran tener un mayor grado de sostenibilidad (Bolívar, 2012a).

La escuela, en las últimas décadas, ha ido acumulando un exceso de expectativas y misiones, como consecuencia de haber ido delegando todo aquello que la familia o sociedad no podían hacer o les preocupaba. En este contexto de incremento de demandas a la escuela, apelar al compromiso puede convertirse ser un dispositivo retórico para crear expectativas de su resolución, responsabilizando a la implicación del profesorado. Como dice en su investigación Crosswell (2006: 23 y 30), “el compromiso aparece como la capacidad del profesor para responder a las demandas cambiantes del actual contexto educativo. [...] El compromiso del profesor parece llegar a ser una de las principales características profesionales que influyen en éxito del profesor durante el tiempo de cambio”.

Los modos racionales o técnicos de llevar a cabo las reformas han entendido a los profesores como seres racionales que las gestionan e implementan fiel y, por tanto, exitosamente. Desengañados de que la mejora de la enseñanza provenga de cambios diseñados externamente, hemos vuelto a revalorizar las dimensiones de compromiso, vocación y profesionalidad del profesorado, poniendo en su lugar la dimensión emocional del oficio de enseñar. Al fin y al cabo, la buena enseñanza se juega en cómo cada día el profesor se apasiona con el saber que logra transmitir e imbuir a sus alumnos de dicha curiosidad. Y esto depende muy fundamentalmente del tipo de identidad que tiene en el trabajo y, en su caso, de la reconstrucción futura (Day, 2006).

En conjunto, actualmente pensamos que, más allá de lo que se pueda esperar de la política educativa, es el compromiso particular de una escuela por unos modos de trabajo y el compartir unas metas la única base firme para generar una cultura de colaboración. Frente a la imagen de la escuela como una estructura burocrática se trata de promover un cambio cultural para hacer de las escuelas organizaciones basadas en el compromiso y la colaboración de sus miembros, en que unos nuevos valores (solidaridad, coordinación, colaboración, autonomía, interdependencia, discusión y negociación, reflexión y crítica) configuren una cultura propicia al cambio educativo sostenible (Bolívar, 1994).

Si en un sentido tradicional, liderazgo y compromiso podían entenderse como dos fuerzas opuestas (de arriba-abajo el liderazgo, y de abajo-arriba el compromiso), actualmente, las nuevas formas de entender el liderazgo (Elmore, 2000; Harris, 2012) en su dimensión distribuida, como desarrollo de las capacidades internas de la escuela, lo sitúan como complementarias. Una dirección centrada en el aprendizaje (leadership for learning), que pretende un liderazgo distribuido (distributed leadership) entre todos los miembros, donde se abandona decididamente el control jerárquico, requiere el compromiso del profesorado de la escuela. Ha existido, como decía Muñoz-Repiso (2002) una oposición entre estrategias top-down y bottom-up:

“Hay una polémica planteada en los últimos años acerca de si las relaciones entre estos dos ámbitos deben ser top-down (de arriba-abajo) o down-up (de abajo-arriba); o sea, si son las escuelas las que deben promover la mejora del sistema o es la reforma la que hará mejorar a las escuelas. La práctica más generalizada ha venido siendo proceder de este último modo, porque da la sensación de control a quienes tienen que tomar las decisiones. Pero la constatación de las deficiencias y peligros de esta forma de actuar ha provocado la reacción contraria, fomentando el enfoque de abajo-arriba como único medio de mejorar el sistema. [...] Si bien está claro que las imposiciones legales por sí mismas logran modificar poco la práctica, la generalización de una educación de calidad requiere políticas educativas destinadas a fomentarla” (p. 175).

Justamente, esta última tesis es la que, en gran medida, vamos a defender en este trabajo, ambas lógicas se informan mutuamente. En nuestra situación actual las regulaciones habituales se han transformado, complicándose con niveles cruzados de acción y con mecanismos postburocráticos de regulación. La regulación pública habitual (a nivel central, local, o intermedio) entra en conjunción con las nuevas fuentes (“cuasi-mercado” y regulación interna de las escuelas). De este modo el movimiento creciente de rendimiento de cuentas (accountability), al tiempo que otorga autonomía en la gestión, se ve contrarrestada por el incremento de los controles de resultados. La presión normativa se traslada ahora a presión por resultados (frecuentemente unida a presión por los clientes, en una lógica competitiva), que rompen con la lógica burocrática anterior, en función de una eficacia de los servicios públicos. Estos dos modelos postburocráticos podemos decir que, actualmente, son transnacionales, aún cuando sean contextualizados e hibridados según los factores políticos o culturales de cada país (Maroy, 2009).

1.3. Una síntesis

Si el gobierno de las escuelas ha de ser “reinventado”, no bastan estrategias centralizadoras o descentralizadoras. Por eso, ceder las iniciativas de mejora al propio centro escolar no es, en cualquier caso, una panacea. Sabemos hoy que la labor conjunta a nivel de escuelas no ha incidido –como se esperaba– suficientemente en el aprendizaje de los alumnos. Se calcula que sólo un pequeño porcentaje de escuelas, cifrado en torno al 10%, han sido capaces de generar iniciativas que hayan cambiado sustantivamente la dimensión curricular o instructiva de la escuela. Y es que el asunto no es sólo de estrategias (externas o internas), sino –más radicalmente– de configurar establecimiento de enseñanza con una cultura de “comunidad profesional de aprendizaje”, investigación y mejora de lo que se hace.

Por eso, si ya no se puede, definitivamente, confiar en iniciativas centrales, tampoco las “bottom-up” (de abajo-arriba), por sí mismas, son la vía de salvación. Es mejor, pensamos ahora, dentro de lo que ha dado en llamarse “tercera ola”, centrarse en aquellas variables próximas al aula, que son las que pueden conducir a la implementación efectiva, pues –en último extremo– es lo que los profesores hacen en clase lo que marca la diferencia en los resultados de aprendizaje de los alumnos (Ainscow et al., 2001). En esta vía el foco se sitúa en el aprendizaje de los alumnos, a cuya mejora se subordinan los restantes instancias y variables.

Hoy estamos en condiciones de hacer un cierto balance provisional de las dos políticas de mejora, tanto de su incidencia en la organización de las escuelas como, sobre todo, por su incidencia en los modos de enseñar como en el aprendizaje de los alumnos. Cuando, como sucede ahora, la confianza en la profesionalidad de los docentes se desvanece, su autonomía profesional no parece una garantía suficiente de calidad y mejora. Y sin embargo, tras la contraposición, las conclusiones se dirigen, un tanto aristotélicamente, a que “la virtud está en el justo medio”. Como enunciaba Fullan (2002: 51) una de las lecciones aprendidas: “ni la centralización ni la descentralización funcionan. Son necesarias estrategias de arriba abajo y de abajo arriba”, se necesitan conjuntamente iniciativas locales y centrales, son necesarias estrategias de arriba abajo y de abajo arriba. De modo similar, Darling-Hammond (2001) decía: “no es plausible una visión dura de la reforma emprendida desde arriba, ni tampoco otra romántica dejada al albur de los cambios espontáneos desde las bases. Son necesarias tanto la imaginación local como el liderazgo político” (p. 274).  El reto actual es conjuntarlas de modo “inteligente” de modo que una no anule a la otra, en un equilibrio siempre inestable, entre política educativa, nivel de centro y aula.

La construcción de capacidad local tiene que ir unida recíprocamente al rendimiento de cuentas, como parte una política educativa coherente. Si bien ha predominado una orientación “mercantil” (market based accountability), como cuando se publican los rankings entre escuelas; cabe defender una orientación democrática de responder ante comunidad de garantizar equitativamente a todos aquellos aprendizajes que se consideren imprescindibles para el ejercicio activo de la ciudadanía. Más que abogar por suprimir cualquier sistema de rendimiento de cuentas, como dice Sahlberg (2010), es preciso reclamar un rendimiento de cuentas “inteligente” que conjugue el rendimiento de cuentas mutuo, la responsabilidad profesional y la confianza. Esto se puede lograr combinando el rendimiento de cuentas interno o autoevaluación con los necesarios rendimientos de cuentas externos, es decir, la responsabilidad con la accountability. Los actuales formatos de medición de resultados, centrados en algunos contenidos o competencias, son insuficientes en la sociedad del conocimiento. Por eso, comenta Sahlberg (2010: 45), “las políticas educativas deben dirigirse a la promoción de formas más inteligentes de rendimiento de cuentas para responder con las demandas externas de rendición de cuentas y para fomentar la cooperación y no la competencia entre estudiantes, profesores y escuelas. Como señalan Hargreaves y Shirley (2009),

“Es tiempo, ahora más que nunca, de una Nueva Forma (Way) de cambio educativo que se adapte a los problemas y desafíos dramáticamente nuevos a que nos enfrentamos. Esta Nueva ola debe basarse en lo mejor que hemos aprendidos del viejo modo en el pasado sin retroceder o reinventar lo peor de ellos” (p.11). 

2. EL COMPROMISO DEL PROFESORADO Y LA MEJORA DE LA ESCUELA

Hay un cierto consenso, avalado tanto por la evidencia común como por la investigación, en que sin el compromiso de los profesores poco pueden hacer las imposiciones externas o los incentivos económicos. Desde los estudios de Jennifer Nias (1981), el compromiso del profesorado ha sido considerado como un factor crítico para la mejora de la enseñanza. Suele distinguir a los enseñantes que tienen la enseñanza como un mero trabajo, de aquellos otros que se preocupan y apasionan con la labor que pueden desempeñar con los alumnos. En este sentido es forma parte de la identidad profesional de lo que es un buen docente. Además, refleja el punto donde se une lo racional y lo emocional.

Dado que la enseñanza es una profesión compleja, obligada a atender múltiples demandas, para mantener la energía y el entusiasmo en el trabajo, los profesores necesitan mantener el compromiso y la pasión por el trabajo. Como concluyen Day y Gu (2012), “por consiguiente, parece que pocas dudas caben de que el compromiso (o su falta) es un factor clave que influye en los niveles de eficacia de la actuación de los profesores” (p.157). Desempeña un papel de primer orden en conseguir los objetivos y misiones de la escuela, incrementar el profesionalismo docente y responder mejor a las demandas de los clientes (Park, 2005). Dada esta relevancia, la investigación ha examinado los factores organizativos o personales que contribuyen a reforzarlo, así como aquellos que inciden negativamente (Chan, Lau et al., 2008).

2.1. El concepto de compromiso

El compromiso (commitment) es un vínculo psicológico o identificación de los individuos con una organización, actividad o persona particular, que da lugar a determinadas acciones. Es un estado psicológico particular en la forma como los empleados entienden su relación con la organización o empleador, teniendo consecuencias en el ejercicio de su trabajo y en el sentido de pertenencia a la organización. Puede ser definido de diferentes modos: esfuerzo por comprometerse en el trabajo, atractivo psicológico hacia la profesión, preocupación por los demás, etc. Meyer y Herscovitch (2001) presentan un amplio conjunto de definiciones en general y, más particularmente, de las distintas dimensiones del concepto. En conjunto, como propuso el informe de NCES (1997), es el “grado de ligazón positiva, afectiva entre el profesor y la escuela. “Estar comprometido”, como puso de manifiesto Nias (1989), en un término empleado por el profesorado para describir su propia relación con la docencia o la de otros compañeros (“está comprometido o no está comprometido”) y, como tal, como parte de su identidad profesional:

“Se considera el compromiso como la cualidad que separa a quienes “quieren” o “se entregan” de “quienes no sienten preocupación por los niños” o “ponen por delante su comodidad”. Es también la característica que divide a “quienes toman en serio su trabajo” de quienes “no se preocupan por lo que puedan descender los niveles”, y a quienes “son leales a toda la escuela” de los “que sólo se preocupan por sus clases”. Es más, distingue a quienes se ven a sí mismos como “auténticos maestros” de quienes tienen sus principales intereses ocupacionales fuera de la escuela” (Nias, 1989: 30-31).      

Como expresión denota, habitualmente, encontrarse motivado, implicado plenamente en las tareas educativas, creer que su labor es clave en la educación de los alumnos, etc. Tyree (1996) señala, en su investigación, cuatro dimensiones del compromiso: compromiso como cuidado (caring); compromiso como competencia ocupacional; compromiso como identidad; y compromiso como continuidad a lo largo de la carrera. Por su parte, Crosswell  (2006) determina seis dimensiones del compromiso: como pasión; inversión de tiempo extra; como preocupación  por el alumnado; como responsabilidad del saber hacer profesional; como transmisión del saber y los valores; y como participación en la comunidad escolar. Además, como vamos a destacar posteriormente, el compromiso tiene una dimensión emocional: requiere entusiasmo, pasión por la enseñanza, una fuerte implicación emocional.

Firestone y Pennell (1993) definen el compromiso como un estado voluntario en que la motivación intrínseca hacia los objetivos y valores de una institución (escuela) inspira esfuerzos más allá de las expectativas mínimas. En esa medida es algo estable en el tiempo pues, como decía Becker (1960), es “el vínculo que establece el individuo con su organización, fruto de las pequeñas inversiones (side-bets) realizadas a lo largo del tiempo (p. 63). La persona permanece en la organización, porque cambiar su situación supondría sacrificar las inversiones realizadas, de acuerdo con una teoría de compromiso calculado, según el intercambio entre esfuerzo y recompensa.

El compromiso inicial que tengan los docentes crecerá, se sostiene o reduce dependiendo de las historias profesionales y de los contextos organizativos de trabajo. Si determinadas investigaciones (Huberman, 1989; Bolívar, 1999) sugieren que el compromiso va decreciendo a lo largo de la carrera profesional, desde el entusiasmo inicial hasta el progresivo desenganche y tendencia al conservadurismo, también hay otros factores mediadores (acontecimientos y experiencias personales, liderazgo y cultura escolar) que harán que el compromiso crezca o disminuya (Day et al., 2006).  Así, cuando los profesores sienten una falta de eficacia en su trabajo y un débil sentimiento de comunidad, el compromiso decrece (Joffres y Haugley, 2001). Cuando no hay unas estructuras organizativas, culturas, compañeros y equipos directivos que apoyen decididamente la labor diaria del profesorado, se mina progresivamente su compromiso.

Sin embargo, en otros estudios, dicho compromiso no decrece con los años de experiencia. Como dicen Day et al. (2006) en su investigación: “el análisis de las fases de la vida profesional demuestra que el compromiso puede declinar en determinados momentos de la vida del profesorado. Por estas razones, es esencial que el compromiso y la resiliencia tanto individuales como colectivos sean nutridos por el sistema educativo si se quiere que el profesorado mantenga su efectividad” (p.194). Los profesores investigados no han disminuido sus niveles de compromiso con determinadas posiciones ideológicas, aun cuando su implicación con determinadas prácticas pueda haber variado. En algunos casos, incluso, se han incrementado con el tiempo.

Diversos investigadores han destacado la “dimensión afectiva” del compromiso, dado que el apasionamiento es central en la enseñanza (Nias, 1996; Day, 2006; Meyer y Allen, 1997; Crosswell, 2006). Ser un profesor apasionado, que ama su trabajo, no es, pues, algo que tienen algunos profesores, sino aquello que forma parte esencial de un buen enseñante. Por eso, una enseñanza efectiva requiere una implicación intelectual y afectiva de los profesores, que deben poner en acción sus competencias profesionales. El compromiso es la apasionada determinación en la práctica de unos valores, propósitos morales y creencias que aportan significado y energía a la vida y que contribuye a la realización personal y profesional.

En una amplia investigación (Vitae: Variations in Teachers' Work, Lives and their Effects on Pupils) que ha dirigido Christopher Day (Day et al., 2006), posteriormente recogida en un libro (Day et al., 2007), se pone en relación el compromiso con la efectividad en la enseñanza, mostrando que los profesores comprometidos consiguen más de sus alumnos que aquellos que no lo están. Encuentran asociaciones estadísticamente significativas entre el compromiso del profesorado y progreso de los alumnos, en términos de valor añadido. Así señala (Day, 2007):

“Los profesores que están comprometidos tienen un supuesto firme de que pueden marcar una diferencia en los aprendizajes y logros de los estudiantes a través de quienes son (su identidad), lo que conocen (conocimiento, estrategias, habilitades) y cómo enseñan (sus creencias, actitudes, valores personales y profesionales integrados y expresados en sus prácticas docentes). […] El compromiso del profesorado es importante porque es un factor significativo en la calidad de la enseñanza, las capacidades de los docentes para adaptarse exitosamente al cambio, retención y actitudes de los estudiantes y resultados de aprendizaje” (pp. 254 y 258).

2.2. Dimensiones del compromiso

El concepto de “compromiso” es multidimensional, dependiendo del contexto en que es analizado, por lo que no puede limitarse a la dimensión organizativa (una de la más investigada), como concluye Crosswell (2006) en su investigación. La idea de diferentes tipos de compromiso se refiere a que determinadas dimensiones pueden ser operacionalizadas en la investigación, viendo los tipos de comportamiento en que se expresan. Diversos autores (Firestone y Rosemblum, 1988; Dannetta, 2002; Park, 2005; Razak, Darmawan y Keeves, 2009) han distinguido cuatro dimensiones o tipos de compromiso, según los niveles a que se dirigen:

  1. Compromiso con los estudiantes, como cuidado y solicitud por sus alumnos: atender de modo personalizado, incrementar los aprendizajes, así como una responsabilidad por su aprendizaje, particularmente en aquellos casos con mayores déficits. Por el contrario, bajo compromiso da lugar a peores resultados, escasa simpatía hacia los estudiantes, baja tolerancia a la frustración mostrándose más ansiosos y exhaustos (Firestone y Pennell, 1993). Este compromiso ha sido conceptualizado (y vivido) de doble modo: a) atender, de modo personalizado, las necesidades individuales de cada estudiante; y b) conseguir los mejores aprendizajes de los estudiantes. En uno y otro caso el estudiante es considerada como la principal razón de ser de la carrera. Rosenholtz (1989) conduce a trabajar más duro, haciendo la clase más significativa, introducción de nuevas formas de aprendizaje y de  materiales más relevantes, así como mayor interés intrínseco de los estudiantes. Especialmente se preocupa por los estudiantes con problemas, desarrollado otras tareas y actividades que contribuyan a superarlas. Una relación emocional y cuidado personal con los estudiantes, con un fuerte interés en cómo van los alumnos en la escuela y fuera de ella.

La investigación muestra (Firestone y Pennell, 1993; Dannetta, 2002) que altos niveles de compromiso del profesorado inciden en una mejora sustantiva de los resultados académicos de los alumnos. El verdadero compromiso surge de un conjunto de creencias y valores personales y profesionales, que van más allá del cuidado y dedicación sugerida por Nias, o mejor, estos últimos son expresión de dichos valores, señalan Day et al. (2005).

  1. Compromiso con la labor docente. Este compromiso con el trabajo se entiende como el grado en que una persona desea participar en el trabajo, e igualmente el grado como una persona se identifica psicológicamente con su trabajo. Se expresa en la aceptación de una persona de los valores de su ocupación elegida o la línea de trabajo, en la voluntad de mantenerse como miembro de la profesión. Se trata, pues, de un vínculo psicológico entre el docente y su trabajo de enseñanza. Se manifiesta en la disposición del profesor a esforzarse para hacer bien su trabajo, en el entusiasmo por la enseñanza y –como consecuencia–  proporcionar una enseñanza eficaz, dedicando más tiempo a los estudiantes como personas, así como a los contenidos enseñados. Igualmente desempeña un papel importante en la permanencia en la profesión.
  2. Compromiso con la profesión, entendido como una actitud especial de atractivo con la docencia: satisfacción e identificación con su trabajo cotidiano en su vida, independientemente de la escuela en que trabaja. Sus energías emocionales se orientan a las profesión docente. Normalmente se expresa en una mayor probabilidad para mejorar sus competencias profesionales y, de este modo, la calidad de su trabajo; así como la pertenencia a asociaciones y grupos profesionales. Este compromiso es la base de la motivación para trabajar y mejorar sus aptitudes profesionales. Firestone y Rosenblum (1988) destacan el sentimiento de satisfacción por el trabajo realizado. Altos niveles de compromiso son experienciados cuando dan un sentido de relevancia a su trabajo y se sienten satisfechos y realizados con el. El apoyo administrativo puede incrementar el compromiso con la enseñanza.
  3. Compromiso con la escuela, como organización y lugar de trabajo: identificación con valores de la escuela, sentido de comunidad, deseo de continuar permanencia en la escolar  de un individuo con una organización y el seguimiento de una línea particular de acción, coherente con los fines de dicha escuela. Supone, pues, acuerdo con los valores y objetivos, con un sentido de fuerte unidad entre el profesorado (Zangaro, 2001). Este compromiso organizativo se expresa en un acuerdo con los objetivos y valores de la organización; buena relaciones entre los docentes que se expresan en una especial lealtad individual con la escuela; tendencia a invertir un considerable esfuerzo en la escuela, más allá de lo legalmente establecido; y deseo de permanecer en la organización (Meyer y Allen, 1997).

El compromiso con la organización crea un sentido de comunidad y de trabajo en colaboración, posibilitando la integración de la vida personal y la ocupacional (Louis, 1998). A su vez, este compromiso con la organización está influenciado, normalmente, por las creencias y aceptación de los objetivos de la organización, el nivel de implicación en la toma de decisiones, el clima organizativo y los resultados conseguidos. Rosenholtz (1989) sugiere dos factores del contexto de trabajo que inciden en el compromiso del profesorado con la organización: recompensa psíquica y autonomía en las tareas. La primera, como feedback positivo que recibe de su trabajo y los resultados conseguidos, unido al reconocimiento por la organización; la segunda, normalmente, incrementa la motivación, responsabilidad y el compromiso. En su investigación Rosenholtz y Simpson (1990) muestran que el compromiso con la escuela es un factor clave de la eficacia del centro escolar, al tiempo que los contextos organizativos y culturas profesionales pueden incrementar u obstaculizar la capacidad de los profesores para mantener el compromiso.

Estos cuatro componentes o dimensiones del compromiso docente expresan el  cuerpo de conocimientos, actitudes y habilidades que forman la base para construir el concepto de “compromiso de los docentes”, al tiempo que permiten entender el compromiso del profesorado en una perspectiva amplia (Razak, Darmawan, y Keeves, 2009).

2.3. Factores que inciden en el compromiso del  profesorado

Un conjunto amplio de investigaciones (ver revisión en Crosswell, 2006: 53-61) han puesto de manifiesto los factores que inciden en el compromiso del profesorado. Así, diferentes investigaciones (Reyes, 1990) han mostrado cómo algunas características personales están relacionadas con el compromiso: femenino más que masculino, mayor experiencia supone mayor grado de compromiso, el nivel educativo en que trabajan está inversamente relacionado con el compromiso, a mayor edad suele decrecer. De modo similar, las variables de la procedencia de los estudiantes afectan al compromiso del profesorado, y las relacionadas con la escuela. Así, por ejemplo, los profesores del sector privado están más comprometidos que los del sector público (Park, 2005). Las perspectivas de desarrollo profesional, a su vez, incrementan su compromiso. Precisamente, la presión creciente por los resultados está llevando a decrecer el compromiso, según los resultados de la investigación de Day et al. (2006).

El grado de satisfacción en el trabajo, a pesar de ser una variable subjetiva no del todo operativa, influye en el compromiso, manifiesto en el modo cómo se implican los profesores en su trabajo y viven su ejercicio profesional. Su relevancia, pues, en nuestro tema proviene de que, como también pone de manifiesto la Psicología del Trabajo, afecta a la moral e implicación en el trabajo, máxime en oficios –como el docente– donde lo personal no puede desligarse de lo profesional. Algunos estudios (Bolívar, 2006), dedicados al profesorado de Secundaria, han mostrado cómo ha disminuido dicho grado de satisfacción. Un profesor, desde su experiencia, manifiesta que “está rodeado de gente con muy baja autoestima, gente muy valiosa pero derrotados, quemados por la rutina. Entonces, gente que podía ser productiva a niveles impensables y que se automarginan, se autodestruyen, se coartan y se cohíben por su falta de fe”.

En el Proyecto de Investigación VITAE ( Variations in Teachers' Work, Lives, and their Effects on Pupils) conducido por Christopher Day (Day et al., 2005; Day et al., 2007) se analizan qué factores contribuyen a incrementar o, por el contrario, decrecer el compromiso.  Tan relevante es incrementar los factores extrínsecos positivos (como incentivos), como reducir los factores de insatisfacción. Como aparece en el Cuadro 2 (Day et al., 2006: 201) hay factores profesionales, personales y contextuales (escolar o del sistema) que contribuyen a dicho compromiso.

CUADRO 2. Factores que afectan al compromiso y motivación docente

Factores negativos

Factores positivos

Factores profesionales:
- Contexto de trabajo
- Políticas que no apoyan, desmoralizan

Factores profesionales:
- Contexto de trabajo
- Políticas que apoyan

Factores contextuales:
-Alumnos: desafectos, conducta problemática
- Familias: desmotivadas, escaso apoyo
- Liderazgo: inconsistente

Factores contextuales:
-Alumnos: relaciones positivas, pocos problemas de conducta
- Familias: interesadas,  apoyo
- Liderazgo: apoyo del director
- Colegas: sentimiento de formar un equipo

Factores personales:
- Salud
- Valores

Factores personales:
- Salud
- Valores

Así, entre los factores personales, está gozar de salud y tener una situación emocional estable, o tener un conjunto de valores, como marcar una diferencia en la vida de sus alumnos. Por su parte hay un conjunto de factores profesionales del contexto de trabajo, como tener amigos de similares intereses y necesidades, que lo incrementan o que lo disminuyen (iniciativas del departamento que aumentan la burocracia, reducción de la autonomía, etc.). Por su parte, los factores contextuales: organizativos (liderazgo, relaciones con los colegas), conducta de los alumnos, o apoyo de las familias.

Normalmente, desde el estudio sobre las fases de la profesión docente de Huberman (1989) se ha mantenido que en las últimas fases de la vida profesional decrece la motivación y el compromiso por la enseñanza. En contraste, el Proyecto Vitae puso de manifiesto la existencia de un subgrupo que mantiene fuertes niveles de implicación, dependiendo de una trayectoria positiva previa. Además, “el apoyo adecuado y sensible en sus contextos de trabajo es clave para que los docentes veteranos mantengan su compromiso, su motivación, su resiliencia, su autoeficacia; a pesar de influencias negativas o problemas de salud. […] A pesar de experiencias amargas del presente y nostalgia del pasado, muchos siguen demostrando un fuerte sentido de compromiso con su trabajo, sobre todo en centros en los que hay una dirección comprensiva y dispuesta a apoyar” (Day y Gu, 2012: 141 y 143).

Los resultados de las investigaciones implican direcciones de acción para promover el compromiso del profesorado. Peterson y Martin (1990) proponen cuatro modos por los que los directores escolares pueden construir compromiso en el profesorado: a) Clarificar la misión; b) Construir cohesión cultural; c) Proveer un buen sistema de apoyo o recompensas; y d) Ejercer un liderazgo de alta calidad.

Por último, sobre el papel de los incentivos externos, como complementos salariales o ascenso en la carrera, en el compromiso,  Firestone y Pennell (1993) en una buena revisión señalan que la investigación indica que su impacto es limitado. Los aspectos competitivos que conllevan semejantes políticas de diferencias de incentivos salariales, a menudo contribuyen a aminorar el compromiso del profesorado. En el contexto de mejora escolar, los esfuerzos son más efectivos si se dirigen a las condiciones de trabajo, tales como incrementar las oportunidades de participación en la toma de decisiones, colaboración con los colegas para crear más oportunidades de aprendizaje, e incrementar el feedback sobre el trabajo de los profesores. En lugar de situar la competencia a nivel de individuos (incentivos individuales diferenciados), es mejor situarla a nivel de escuelas, promoviendo el trabajo en equipo para conseguir mejores resultados.

2.4. El papel del compromiso en la mejora

Progresivamente y desde distintas coordenadas la investigación educativa ha ido reconociendo el compromiso como uno de las vías más prometedoras y efectivas para la mejora de la escuela. Es cierto, como reconocen en su revisión Razak, Darmawan y Keeves (2009), que el cuerpo de resultados de investigación en que se basan estas ideas y  relaciones es muy limitado, dado que la investigación en las últimas décadas se ha dirigido más al rendimiento de los estudiantes y efectividad de las escuelas que al trabajo del profesorado en las escuelas. No obstante, la investigación ha puesto de manifiesto que el compromiso del profesorado es un predictor crítico del rendimiento en el trabajo y de la calidad de la educación (Rosenholtz, 1989; Reyes, 1990; Tsui y Cheng, 1999; Day et al., 2007). Sin compromiso, los esfuerzos de cambio quedarán seriamente limitados en sus efectos. Los profesores con bajo compromiso con un menor grado de probabilidad mejorarán la calidad de su enseñanza y se identificarán con los objetivos y fines de la escuela.

Como señala Park (2005) hay dos razones para enfatizar el compromiso del profesorado: 1) es una fuerza interna que proviene de los mismos profesores que tienen necesidad de incrementar su responsabilidad, cambiar en su trabajo y en sus niveles de desarrollo. 2) Al tiempo, es una fuerza externa que viene del movimiento de reforma por estándares y rendimiento de cuentas, cuyo éxito es dependiente del compromiso e implicación del profesorado. Por su parte Day (2006) afirma que

“el compromiso del maestro está íntimamente relacionado con la satisfacción en el trabajo, la moral, la motivación y la identidad, y sirve para predecir el rendimiento del trabajo, el absentismo, la aparición del síndrome del quemado y los cambios de lugar de trabajo, además de tener una influencia importante en el rendimiento de los alumnos y sus actitudes con respecto a la escuela” (pp. 77-78).           

Ya Rosenholtz (1989) encontró una asociación positiva entre rendimiento de los alumnos y compromiso de sus profesores, cuando se controla el estatus sociocultural de los primeros. Chan et al. (2008) han propuesto un modelo predictivo y de mediación del compromiso del profesor. En este modelo, la eficacia del profesor y su sentido de identificación con la escuela median las relaciones de un antecedente individual (experiencia del profesor) y dos organizativos (política organizativa percibida y diálogo reflexivo) con el compromiso del profesor. Otros estudios (Somech y Bogler, 2002) habían encontrado las relaciones positivas que tienen la eficacia del profesor y el compromiso

En muchos casos, el compromiso es un buen indicador o criterio para una buena enseñanza (Firestone y Pennell, 1993). Está relacionado con el rendimiento en el trabajo, las bajas laborales, la actitud hacia la escuela así como con el rendimiento académico de los estudiantes. En el estudio de Park (2005), las variables organizativas son las más relevantes en el compromiso del profesorado que, a su vez, influyen en las otras dos dimensiones (compromiso profesional y con los estudiantes). Por su parte, Reyes (1990) identificó un conjunto de características positivas en el profesor altamente comprometido frente al no comprometido, tales como: a) llegar menos tarde, trabajar más y estar menos inclinado en abandonar el puesto de trabajo; b) dedicar más tiempo a actividades extracurriculares con el fin de lograr las metas de la escuela y del sistema escolar; c) realizar mejor su trabajo: d) influencia positiva en el rendimiento de los alumnos; e) creer en y actuar a favor de las metas educativas de la escuela; f) esforzarse más allá del interés personal; y g) tendencia a no abandonar el ejercicio de la profesión,

En un amplio Proyecto (Vitae), encabezado por Christopher Day (Day y otros, 2006; 2007), sobre la relación de un conjunto de variables personales y contextuales con la efectividad en el trabajo, en relación con nuestro tema, encuentran asociaciones estadísticamente significativas entre los niveles de logro de los alumnos y el grado de compromiso y resiliencia de los docentes. Este compromiso está moderado por fase de vida profesional y las identidades; y mediado, positiva o negativamente, por las interacciones entre 1) valores personales, acontecimientos y experiencias de vida (dimensión personal); 2) creencias y aspiraciones profesionales, y políticas externas (dimensión profesional); y 3) contexto socioeconómico de la escuela, composición de la población escolar, liderazgo y colegas (dimensión contextual). Además, estas interacciones que afectan al compromiso, resiliencia y efectividad de los profesores, varían entre los profesores de Primaria y Secundaria, según cada fase de la vida profesional, pero también, para un número significativo de profesores en escuelas secundarias, según el contexto socioeconómico en que se encuentra la escuela. La capacidad del profesorado para mantener el compromiso (es decir, la resiliencia) y la efectividad consecuente, está relacionada con los modos como las gestionan y los apoyos que reciben.

Hay, pues, una especial tensión entre medidas a nivel central, y en qué grado puedan potenciar o frenar el trabajo de los profesores.  No queremos, en efecto, sólo unas escuelas que funcionen bien, como casos aislados, sino que todas ellas puedan proporcionar la mejor educación para toda la población. Prioritariamente promover una política basada en la escuela, mediante procesos de desarrollo y autoevaluación; por otro, a crear condiciones para que cada escuela pueda construir su capacidad de mejora (Bolívar, 1999, 2012a). Esto último, si bien debe ser potenciado por las instancias centrales, no puede ser presupuesto. Hay bases para pensar que, en determinados contextos, una lógica de colaboración debe verse impulsada por mecanismos de presión que lleven a los actores a asumir compromisos por la mejora. En momentos en que éstos se debilitan, siempre existe, como contrapartida, la intervención externa para aquellos casos en los que no se está alcanzando determinados niveles de calidad. Lograr un equilibrio, siempre inestable, es el problema. En cualquier caso, primero capacitar, sólo en segundo lugar, presionar.

3. UNA ESCUELA RESPONSABLE

Responsabilidad es la capacidad de responder de algo (acciones u omisiones), haciéndose cargo de las consecuencias y rindiendo cuentas de por qué se ha actuado de una determinada forma. En su uso jurídico, la responsabilidad es la obligación de reparar el daño o de aceptar la pena, si uno es imputado como responsable. Pero aquí nos importa su significado (más amplio) como valor moral, que –en primer lugar– presupone la libertad (no se es responsable de lo que no ha elegido o se ha visto obligado de modo necesario). Camps (1990) afirma que “sólo el ser libre es responsable. Sólo quien decide autónomamente prefiriendo una entre dos o más posibilidades está en condiciones de responder de lo que hace. La responsabilidad, la autonomía y la libertad son lo mismo”. Responder es dar razones, justificando ante uno mismo o los demás, lo que se ha hecho u omitido. En la medida que la escuela tiene su cargo la educación de la ciudadanía, debe responder de las acciones desarrolladas han sido las más adecuadas en un contexto determinado. La responsabilidad del profesor, además de individual, es también solidaria o general. De este modo, se es responsable de la educación de los alumnos ofrecida por una escuela y de los resultados obtenidos.

Camps y Giner (1998) prestan atención a los fenómenos sociológicos que conducen a la inhibición, la pasividad o la falta de responsabilidad. Cuando, como en nuestras sociedades, los compromisos se encuentran escasamente definidos o poco claros, es fácil diluir la responsabilidad en el anonimato, o “echársela” al Estado, sin considerarse nadie “corresponsable”. La ética, política y educación, señalan, han estado en las últimas décadas más preocupadas por los derechos que por los deberes. Por eso “aprender a responder de lo que uno hace o deja de hacer” ha estado, en gran medida, ausente; así como el sentido de responsabilidad del individuo con respecto a los bienes públicos. Por su parte, en la educación domina una irresponsabilidad, que mina el profesionalismo, la cooperación y la dedicación de los actores, donde ninguno es responsable de lo que sucede.  En este contexto, se requiere orientarse por un paradigma de responsabilidad social por la educación  e inscribirlas en nuevos espacios públicos.

En caso de la educación, hacerse responsable es asumir públicamente un compromiso por el trabajo que se está realizando, contrastado con los resultados que está dando y sobre lo que se está logrando o no. De otro lado, si queremos la que la ciudadanía participe en educación al tiempo que conocimiento del funcionamiento de un servicio público, debe contar con datos aportados por las evaluaciones. Se tienen, pues, que propiciar prácticas de responsabilización por los procesos y los resultados. Otro asunto es el modo en que se realice y a los intereses espúreos a cuyo servicio se puedan, que –justamente– podrá ser criticado.
El cambio en el siglo XXI es crear escuelas que aseguren, a todos los estudiantes en todos los lugares, el genuino derecho a aprender. Esto implica una nueva política, informada por el conocimiento de cómo las escuelas mejoran y, a la vez, capaz de movilizar las energías de las escuelas y coordinar los distintos componentes del sistema. Como reclama Linda Darling-Hammond (2001):

“a mi modo de ver, esta tarea nos exige un nuevo paradigma para enfocar la política educativa. Supondrá cambiar los afanes de los políticos y administradores, obsersionados en diseñar controles, por otros que se centren en desarrollar las capacidades de las escuelas y de los profesores para que sean responsables del aprendizaje y tomen en cuenta las necesidades de los estudiantes y las preocupaciones de la comunidad” (p. 42).

En el momento actual la responsabilidad se ha entendido en las políticas educativas como rendimiento de cuentas (accountability). Este término complejo reúne, al menos, tres dimensiones: evaluación, rendimiento de cuentas y responsabilización, con unas dimensiones de información, de justificación y de sanción (Afonso, 2009). Si bien ha predominado una orientación “mercantil” (market based accountability), como cuando se publican los rankings entre escuelas (Whitty, Power y Halpin, 1999); cabe defender una orientación democrática de responder ante comunidad de garantizar equitativamente a todos aquellos aprendizajes que se consideren imprescindibles (competencias básicas) para el ejercicio activo de la ciudadanía. Presión de clientes o presión por resultados rompen con la lógica burocrática, ahora –de acuerdo con una racionalidad instrumental– en función de una eficacia de los servicios públicos. En cualquier caso, en el contexto actual de economía del conocimiento y de competencia entre mercados, la mayor parte de los países están abandonando la regulación burocrática-profesional a favor de modelos postburocráticos (Maroy, 2009).

Entre los nuevos modos postburocráticos de gobernanza de la educación, como la otra cara de la autonomía escolar, está la regulación por rendimiento de cuentas. Tanto para las políticas educativas conservadoras como progresistas, el foco en la mejora de la calidad de la enseñanza, dentro de la presión por los resultados y por la consecución de determinados niveles fijados en estándares deseables (“benchmarking”) está llevando a poner en primer plano que dicha responsabilidad debe centrarse en el aprendizaje de los alumnos. Dentro del movimiento de evaluación de escuelas (por ejemplo, ranking en Reino Unido o Francia) o de reformas basadas en estándares (en Norteamérica y Reino Unido), la escuela (y no el aula) se constituye en la unidad base de evaluación. Como señala Elmore (2000), “la unidad fundamental de rendimiento de cuentas debe ser la escuela, porque es esta la unidad organizativa donde el aprendizaje y la enseñanza actualmente ocurre” (p.4).

Las escuelas tienen autonomía para desarrollar el currículum, pero –mediante el rendimiento de cuentas (accountability)– deberán preocuparse por conseguir los estándares o competencias establecidas. Dentro de la presión por la mejora, entendida como incremento de los niveles de aprendizaje de los alumnos, el movimiento de reforma basado en estándares  (standards-based Reform) está alcanzando el carácter de una nueva “ortodoxia” del cambio educativo. Paradójicamente son los sistemas más descentralizados los que están desarrollando un sentido de Estado evaluador más fuerte, como muestra ejemplarmente el caso inglés a partir de 1988. De este modo, además de informar a los padres (publicación de tablas comparativas de las escuelas), en un contexto descentralizado, el Estado puede ejercer una influencia sobre el control de los contenidos y niveles de consecución de los centros educativos. La creciente cultura o éthos gerencialista en el sector público está conduciendo a la creación de mecanismos de control por un lado o de autoresponsabilización por otro, importando mecanismos de gestión privada que ponen el énfasis en los resultados o productos del sistema educativo, al servicio de las demandas de los clientes. Se redefine la noción de “calidad” para incorporar en la evaluación la percepción de satisfacción de los clientes (orientación al mercado).

De este modo se pretende incidir en una dimensión clave. Dado que el funcionamiento de la escuela, compusieron de manifiesto los análisis institucionales, es que su estructura está “débilmente acoplada”, funcionando cada profesor independientemente en el espacio sagrado de su aula, con al evaluación de estándares los profesores deben esforzarse en el aula para conseguir las metas fijadas en los alumnos, y dar cuenta de ello a nivel de escuela. Por ello declara Elmore (2000): “se quiera o no, la reforma basada en estándares representa un cambio fundamental en la relación entre política y práctica docente” (p. 4). Cada centro tiene autonomía para desarrollar el currículum, pero mediante el rendimiento de cuentas del centro (accountability), deberá preocuparse por conseguir los estándares establecidos. Es el nuevo modo (re)centralizador de presionar políticamente.

Y sin embargo, desde una lógica de responsabilidad en los servicios públicos, cabe defender –más progresistamente– que el sistema educativo no puede garantizar el derecho de aprender para todos o, lo que es lo mismo, una “educación democrática”, si no se fijan unas metas o estándares a alcanzar, y se evalúa su grado de consecución en los centros (Bolívar, 2008). De hecho, puede ser un modo para que las cuestiones de la práctica y su mejora no queden recluidas al privatismo del aula, pues el rendimiento de cuentas por niveles de consecución requiere el desarrollo de una práctica de mejora escolar continua, un cuerpo de conocimientos acerca de cómo incrementar la calidad de la práctica docente y estimular el aprendizaje de los alumnos a gran escala en las diferentes aulas, escuelas, y el sistema escolar en su conjunto. El asunto, como siempre, dependerá de cómo se lleve a cabo dicho control y los recursos dispuestos para la mejora. Por eso, un factor crítico del éxito es la adecuada combinación de serias exigencias externas con dispositivos que desarrollan la capacidad interna.

Hay –no obstante– razonables dudas si la evaluación externa de los resultados (evaluación como producto) pueda comportar un proceso de mejora interna. Una política evaluadora de castigar a los fracasados, lleva poco lejos. Por su parte, Richard Elmore (2003) ha establecido el “principio de reciprocidad” en el rendimiento de cuentas, consistente en que las exigencias de consecución de estándares tienen, recíprocamente (quid pro quo), que corresponderse con la capacitación para lograrlos. Si se establece un control de niveles de consecución exige, recíprocamente, poner los medios, recursos e incentivos que hagan posible la mejora. Por eso, la presión actual por la evaluación de escuelas y del desempeño docente, situada en sus justos términos, como hace Elmore (2003), exige que el sistema educativo proporcione la capacidad necesaria para responder a dichas demandas:

“A fin de que la gente en las escuelas pueda responder a las presiones externas para el rendimiento de cuentas, tienen que aprender a hacer su trabajo de modo diferente y a reconstruir las organización de las escuelas sobre otros modos diferentes de hacer el trabajo. Si el publico y los políticos quieren incrementar la atención sobre la calidad académica y los resultados, el quid pro quo es invertir en el conocimiento y las destrezas necesarias para producirlo. Si los educadores quieren legitimidad, propósitos y credibilidad para su trabajo, el quid pro quo es aprender a hacer de modo diferente su trabajo y aceptar un nuevo modelo de rendimiento de cuentas”  (p .12).

Las presiones y apoyos de la política educativa desde arriba y las energías de abajo se necesitan mutuamente. Si es preciso crear visiones de las metas a alcanzar, y estándares que definan el progreso en su consecución, recíprocamente la política educativa se debe poner al servicio de asegurar los conocimientos y habilidades del profesorado para que los alumnos alcancen altos niveles de comprensión en el aprendizaje. En último extremo, cualquier propuesta de mejora será efectiva o no según el conocimiento, habilidades, compromiso y motivación de los que trabajan en las escuelas; y de los recursos con que cuentan para llevarlos a cabo. Por eso, una postura actual sería, como dice Sahlberg (2009):

“En lugar de insistir en la abolición de los sistemas escolares de rendición de cuentas, hay una necesidad de un nuevo tipo de política de rendición de cuentas que equilibre las medias cualitativas y cuantitativas, y que se basa en la responsabilidad mutua, la responsabilidad profesional y la confianza. Esto a menudo se denomina ‘responsabilidad inteligente’. Este marco asegura que las escuelas funcionan con eficacia y eficiencia tanto para el bien público como para el desarrollo de los estudiantes. La rendición de cuentas inteligente utiliza una amplia variedad de datos que es expresión genuina de las fortalezas y debilidades de una escuela en particular en el cumplimiento de sus objetivos. Combina la rendición de cuentas interna, que consiste en los procesos escolares, autoevaluaciones, la reflexión crítica y la interacción escuela-comunidad, con niveles de responsabilidad externa que se basan en el seguimiento, la evaluación del estudiante basada en muestras y las evaluaciones temáticas acordes con la situación de desarrollo de cada escuela en particular” (p. 10).

Si bien las políticas de presión mediante estándares han mostrado sus límites, dando lugar a un reconocimiento creciente de que son las propias escuelas las que han de liderar los procesos de innovación, esto no puede significar una vuelta ingenua  –mantiene Hopkins (2007) – a los felices setenta, en la política de que florezcan mil flores, al margen de los resultados que tengan en la mejora de la educación de los alumnos.

Como señalaba Fullan (2002:36), en la lección sexta: “ni la centralización ni la descentralización funcionan”, se necesitan conjuntamente iniciativas locales y centrales, son necesarias estrategias de arriba abajo y de abajo arriba. La construcción de capacidad local tiene que ir unida recíprocamene al rendimiento de cuentas, como parte una política educativa coherente. Más que abogar por suprimir los sistemas de rendimiento de cuentas es preciso reclamar un rendimiento de cuentas “inteligente” que, además de medidas cualitativas junto a las cualitativas, conjugue el rendimiento de cuentas mutuo, la responsabilidad profesional y la confianza. Esto se puede lograr combinando el rendimiento de cuentas interno o autoevaluación con los necesarios rendimientos de cuentas externos, es decir, la responsabilidad con la accountability. Los actuales formatos de medición de resultados, centrados en algunos contenidos o competencias, son insuficientes en la sociedad del conocimiento. Las políticas educativas deben promover formas de rendimiento de cuentas interno (autoevaluación) más inteligentes que encajen con las necesidades de rendimientos exigidos externamente.

Uno de los retos inmediatos que han de afrontar los centros educativos es hacer de cada escuela una buena escuela, lo que se concreta en garantizar a toda la ciudadanía las competencias básicas, entendidas como el conjunto de conocimientos, destrezas y actitudes esencial para que todos los individuos, especialmente aquello en riesgo de exclusión, puedan participar activamente e integrarse como miembros de la sociedad. Como expresión del principio de equidad que el sistema educativo debe proponerse para todos, al término de la escolaridad obligatoria, todo alumno deberá tener garantizado dicho bagaje común. A tal fin, habrá que hacer los cambios curriculares y organizativos oportunos, así como emplear medios extraordinarios o compensatorios en alumnos que estén en situación de dificultad para adquirirlo (Bolívar, 2012b). 

Una escuela responsable debe garantizar una igualdad de base en los resultados. En la escolaridad obligatoria, se requiere un modo de organizar el currículum, que no deje su acceso al arbitrio del esfuerzo de cada uno o de su capacidad de trabajo (es decir, mérito). Si tanto una igualdad formal de oportunidades como la carrera meritocrática engendran desigualdades, se puede proponer una igualdad de base, a garantizar para todos, independientemente de su mérito. Es decir, ningún ciudadano debe salir del sistema escolar privado de aquellos recursos básicos, bajo el pretexto de ser el culpable de su propio fracaso. Como señala Dubet (2008):

“Una escuela más justa no es solamente aquella que anula lo más netamente posible la reproducción de las desigualdades sociales y promueve el puro mérito, es sobre todo aquella que garantiza el más alto nivel escolar al mayor número de alumnos y, sobre todo, a los alumnos más débiles” (p. 227).

Como ha establecido John Rawls en la justicia como equidad, toda persona (muy especialmente, los alumnos en mayor grado de dificultad) tiene derecho a ese mínimo cultural común, suprimiendo la selección en este nivel, lo que no impide que posteriormente pueda ir más lejos en los diversas posibilidades de formación. La misión primera del sistema escolar es, en efecto, que todos los alumnos posean los conocimientos y competencias, juzgadas como indispensables o fundamentales, a conseguir en esta primera parte de la vida. Ese mínimo común denominador de la enseñanza obligatoria debe garantizar la “renta básica” de cualquier ciudadano, como –en analogía– representa el salario cultural mínimo (Bolívar, 2012b).

De acuerdo con las lecciones aprendidas, la mejora de los resultados de los alumnos no puede mantenerse de modo continuo más que si está sostenido por un equipo y trabajo en colaboración a nivel de centro. Parece claro que, sin haber generado una capacidad interna de cambio, los esfuerzos innovadores de profesores están condenados a quedar marginalizados o a tornarse inefectivos. Expandir la visión del aula a la escuela como conjunto es un paso necesario, que suele ser facilitado configurando el centro escolar como una comunidad profesional de aprendizaje.

4. ¿QUÉ POLÍTICAS PARA PROMOVER LA RESPONSABILIDAD Y EL COMPROMISO?

De acuerdo con el conocimiento disponible sobre el cambio educativo, las políticas de mejora de la educación, en las últimas décadas, han recorrido diversas “olas”, con incidencia y tempo variables según los países, como he dado cuenta en otros lugares (Bolívar, 2000, 2012a) y en la primera parte de este libro. Actualmente, se tiende poner el foco en el aprendizaje de los alumnos y en el rendimiento de la escuela, sin el cual no cabe hablar de mejora o calidad. Como hemos señalado antes, el dilema actual es si se debe acentuar la presión (por ejemplo, a través de la accountability) o, en su lugar, priorizar el compromiso con políticas de autonomía, colaboración y gestión basada en la escuela. En definitiva, si la presión externa quiere tener algún impacto deberá dirigirse a potenciar la capacidad interna de las escuelas para llevarlas a cabo, y ésta debe tener un impacto en los aprendizajes de los alumnos (Bolívar, 2008).

Ahora bien, es evidente que abogar por una política de incremento de la responsabilidad y del compromiso de las escuelas y del profesorado supone, aprendiendo de las lecciones aprendidas, adoptar las medidas oportunas que puedan promoverlo. Al respecto, no partimos de cero, la investigación y las experiencias desarrolladas proporcionan algunas lecciones de lo que se deba hacer. De los resultados de la investigación conducida por Day et al. (2005) para políticos y líderes escolares se deduce que, si quieren incrementar el compromiso y la calidad del trabajo de sus profesores deben “crear contextos en que los profesores puedan establecer relaciones entre las prioridades de la escuela y su compromiso personal, profesional y colectivo” (p. 575).

Así, desde hace años (Rosenholtz, 1989) sabemos que las culturas colaborativas incrementan la participación y contribuyen a mantener el compromiso. La gestión basada en la escuela, la toma de decisiones compartidas, estructuras de participación, incrementar y cambiar la participación de los padres y de la comunidad, liderazgo, construir relaciones de compañerismo, coaliciones y redes de trabajo, etc., desde hace tiempo, se han convertido en una avenida prometedora para proveer un contexto ecológico propicio que incremente el compromiso del profesorado por la mejora de su práctica docente. Cambios en la estructura organizativa del centro escolar y la capacitación  para el desarrollo profesional del profesor son claves en la mejora escolar. Por eso, en lugar de limitarnos a declarar cómo el profesorado podría comprometerse, dentro de la actual organización de las escuelas y del trabajo docente, la verdadera cuestión sería –al revés– cómo reestructurar las escuelas para que promuevan los papeles y funciones que deseamos. 

En este sentido, un nuevo modo de trabajar en equipo de los profesores exige cambios organizacionales. Como señalan al respecto Formosinho y Machado (2008):

“La creación de los “agrupamientos educativas” permite la creación de una estructura organizacional intermedia cuya principal ventaja es dar sostenibilidad a la búsqueda de nuevos modos de organizar el trabajo docente en la escuela.[…] El conocimiento de estas experiencias reclaman autonomía, gestión centrada en la escuela y empowerment de los profesores, la investigación sobre las expectativas y las concretizaciones de sus protagonistas, así como sobre la consistencia entre discursos, decisiones y acciones y los aprendizajes organizativos que las experiencias pedagógicas proporcionarán” (pp. 42 y 43).

Rosenholtz (1989), en relación con la motivación y el compromiso en el trabajo, argumentaba que se trata más del diseño y gestión de la organización que de cualidades personales que posean los individuos.

El compromiso organizativo de una escuela, más allá de los deseos, comienza cuando sus miembros se sienten involucrados de forma personal y colectiva por mejorar la institución, aceptan consensuadamente unos fines y metas de la organización, y gozan –como condición estructural– de una autonomía y organización por trabajo en equipos. Comenzar a estar “a gusto” con el trabajo, a compartir tareas y a sentirse afectivamente unido a los logros y problemas de su escuela, identificándose con su imagen social, son manifestaciones de este compromiso institucional. De acuerdo con el conocimiento actualmente disponible la generación de un compromiso organizativo no es fruto de cambios sólo estructurales ni un asunto de voluntad individual, tampoco es un suceso puntual, es resultado de un largo proceso en que el conjunto de sus miembros se van implicando en dinámicas de trabajo que capacitan a la escuela para autorrenovarse, y, cuando logran institucionalizarse, llegan a formar parte –entonces– de la cultura organizativa de la escuela.

En un contexto de incertidumbre, de falta de estabilidad y entornos turbulentos, cuando la planificación moderna del cambio y su posterior gestión han perdido credibilidad, por un lado, se confía en movilizar la capacidad interna de cambio (de las escuelas como organizaciones, de los individuos y grupos) para regenerar internamente la mejora de la educación. En esta coyuntura postmoderna, se aduce, que las organizaciones con futuro serán aquellas que tengan capacidad para aprender (Bolívar, 2000). De este modo, se pretende –en lugar de estrategias burocráticas, verticales o racionales del cambio– favorecer la emergencia de dinámicas autónomas de cambio, que puedan devolver el protagonismo a los agentes y –por ello mismo– pudieran tener un mayor grado de permanencia.

Un creciente cuerpo de investigación sobre el cambio educativo en las escuelas requiere el desarrollo de fuertes comunidades profesionales de aprendizajes (Stoll y Louis, 2007; Lieberman y Miller, 2008). Dos formas actuales y complementarias de la construcción de capacidad y de la capacitación de la escuela son por medio de la colaboración interna (Professional Learning Community), y la colaboración entre escuelas (Partnership y Networking). Además, el liderazgo de la dirección escolar puede mantener e incrementar el compromiso alimentado en una comunidad profesional de aprendizaje (Cherkowski, 2012). Por su parte, el aprendizaje profesional se sitúa en el centro de las relaciones entre redes entre escuelas y la comunidad.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Afonso, A.J. (2009). Políticas educativas e accountability em educação. Sísifo. Revista de Ciências da Educação, 09, 57-70.

Ainscow, M., Beresford, J., Harris, A., Hopkins, D. y West, M. (2001). Crear condiciones para la mejora del trabajo en el aula. Manual para la formación del profesorado. Madrid: Narcea.

Bacharach, S.B. y Mundell, B.L. (1993). Organizational politics in schools: Micro, macro and logics of action. Educational Administration Quarterly, 29 (4), 423-452.

Barroso, J. (Org.). (2006). A regulação das políticas públicas de educação: Espaços, dinámicas e actores. Lisboa: Educa-Unidade de IyD de Ciências da Educação.

Becker, H. S. (1960). Notes on the concept of commitment. American Journal of Sociology, 66 (July), 32-40.

Bolívar, A. (1994). El compromiso organizativo de un centro en una cultura de colaboración. In L.M. Villar y P. de Vicente (dirs.), Enseñanza reflexiva para centros educativos (pp. 25-50). Barcelona: PPU.

Bolívar, A. (dir.) (1999). Ciclo de vida profesional del profesorado de Secundaria. Desarrollo personal y formación. Bilbao: Mensajero

Bolívar, A. (2000). Los centros educativos como organizaciones que aprenden. Problema y realidades. Madrid: La Muralla.

Bolívar, A. (2006). La identidad profesional del profesorado de Secundaria: Crisis y reconstrucción. Archidona, Málaga: Aljibe.

Bolívar, A. (2008). Evaluación de la práctica docente. Una revisión desde España. Revista Iberoamericana de Evaluación Educativa (RIEE), 1(2), 1-19.

Bolívar, A. (2010). ¿Cómo un liderazgo pedagógico y distribuido mejora los logros académicos? Revisión de la investigación y propuesta. magis, Revista Internacional de Investigación en Educación, 3(5), 79-106.

Bolívar, A (2012a). Políticas actuales de mejora y liderazgo educativo. Archidona (Málaga): Ediciones Aljibe.

Bolívar, A. (2012b). Justicia social y equidad escolar. Una revisión actual. Revista Internacional de Educación para la Justicia Social (RIEJS), 1(1), 9-45.

Camps, V. (1990). Virtudes públicas. Barcelona: Espasa Calpe.

Camps, V. y Giner, S. (1998). Manual de civismo. Barcelona: Ariel.

Chan,W.-Y., Lau, S., Nie, Y., Lim, S. y Hogan, D. (2008). Organizational and personal predictors of teacher commitment: The mediating role of teacher efficacy and identification with school. American Educational Research Journal, 45 (3), 597-630.

Cherkowski, S. (2012). Teacher commitment in sustainable learning communities: A new “ancient” story of educational leadership. Canadian Journal of Education, 35 (1), 56-68.

Crosswell, L. (2006). Understanding teacher commitment in times of change. Faculty of Education. Queensland University of Tecnology. Tese de Doutorado. Disponible en: http://eprints.qut.edu.au/16238/

Dannetta, V, (2002). What Factors Influence a Teacher's Commitment to Student Learning? Leadership and Policy in Schools, 1(2), 144-171.

Darling-Hammond, L. (2001). El derecho de la educación. Crear buenas escuelas para todos. Barcelona: Ariel.

Day, C. (2006). Pasión por enseñar. Madrid: Narcea.

Day, C. (2007). Committed for life? Variations in teachers’ work, lives and effectiveness. Journal of Educational Change, 9(3), 243-260,

Day, C. y Gu, Q. (2012). Profesores: vidas nuevas, verdades antiguas. Una influencia decisiva en la vida de los alumnos. Madrid. Narcea.

Day, C., Elliot, B., y Kington, A. (2005). Reform, standard and teacher identity: Challenges of sustaining teacher commitment. Teaching and Teacher Education, 21(5), 563-577.

Day, Ch., Stobart, G., Sammons, P., Kington, A., Gu, Q., Smees, R.  y  Mujtaba, T. (2006). Variations in Teachers' Work, Lives and Effectiveness- Research Report 743. Londres: Department for Education and Skills Publications.

Day, C., Sammons, P., Stobart, G., Kington, A. y Gu, Q. (2007). Teachers Matter: Connecting Work, Lives and Effectiveness. Maidenhead, UK: Open University.

Dubet, F. (2008). Faits d’école. Paris: École des Hautes Études en Sciences Sociales.

Elmore, R.F. (1996a). Modelos organizacionales para el análisis de la implementación de programas sociales. En L.F. Aguilar Villanueva (ed.), La implementación de las políticas (pp.185- 249). México: M.A. Porrúa.

Elmore, R.F. (1996b). Diseño retrospectivo: La implementación y las decisiones políticas. En L.F. Aguilar Villanueva (ed.), La implementación de las políticas (pp.251-289). México: M.A. Porrúa.

Elmore, R.E. (2000). Building a new structure for school leadership. Washington, DC: Albert Shanker Insitute. 

Elmore, R.F. (2003). Salvar la brecha entre estándares y resultados. El imperativo para el desarrollo profesional en educación. Profesorado. Revista de Currículum y Formación del Profesorado, 7 (1-2), 2003, 9-48.

Firestone, W. A., y Rosenblum, S. (1988). Building commitment in urban high schools. Educational Evaluation and Policy Analysis, 10(4), 285-299.

Firestone, W.A. y Pennell, J.R. (1993). Teacher commitment, working conditions, and differential incentive policies. Review of Educational Research, 63(4), 489-525.

Formosinho, J. y Machado, J. (2009). Equipas educativas. Para uma nova organização da escola. Oporto: Porto ed.

Fullan, M. (2002). Las fuerzas del cambio. Explorando las profundidades de la reforma educativa. Madrid: Akal.

Fullan, M. (2010). Positive Pressure. En A. Hargreaves, et al., (eds.) The Second International Handbook of Educational Change (pp.119-130). Dordrecht: Springer, 119-130.

Hargreaves, A. y Shirley, D. (2009). The fourth way: The inspiring future for educational change. Thousand Oaks, CA: Corwin Press.

Harris, A. (2012). Liderazgo y desarrollo de capacidades en la escuela. Santiago: Fundación CAP y Centro de Innovación en Educación de Fundación Chile.

Hopkins, D. (2007). Every School a Great School: Realizing the Potential of System Leadership. Milton Keynes: Open University Press.

Huberman, M. (1989). La vie des enseignants. Evolution et bilan d’une profession. Paris/Neuchâtel: Delachaux et Niestle.

Joffres, C, y Haugley, M. (2001). Elementary Teachers’ Commitment: Antecedents, Processes, and Outcomes. The Qualitative Report, 6(1), 1-25.

Lieberman, A. y Miller, L. (2004). Teacher Leadership. San Francisco: Jossey-Bass.

Louis, K. (1998). Effects of teacher quality of worklife in secondary schools on commitment and sense of efficacy. SchoolEffectiveness and School Improvement, 9(1), 1-27.

Maroy, C. (2008). Vers une régulation post-burocratique des systèmes d’enseignement en Europe? Sociologie et Societés, 40(1), 31-55.

Maroy, C. (2009). Convergences and hybridación of educational policies around “post-bureaucratic” models of regulation. Compare, 39(1), 71‑84.

Meyer, J.P. y Allen, J.N. (1997). Commitment in the Workplace. Theory, Research and Application. Thousand Oaks, CA: Sage Publications.

Meyer, J. P. y Herscovitch, L. (2001). Commitment in the workplace: Towards a general model. Human Resource Management Review, 11(3), 299-326.

Muñoz-Repiso, M. (2002). ¿Y ahora qué?: una mirada de conjunto para seguir avanzando en la mejora de la escuela. En F.J. Murillo y M. Muñoz Repiso (coords.), La mejora de la escuela (pp.165-187). Barcelona: Octaedro y Madrid: MEC.

National Centre for Education Statistics (NCES) (1997). Teacher Professionalization and Teacher Commitment: A Multilevel Analysis. Statistical Analysis Report. National Data Resource Center. Disponible en: http://nces.ed.gov/pubs/97069.pdf

Nias, J. (1981). Commitment and motivation in primary school teachers. Educational Review, 33(3), 181-190.

Nias, J. (1989). Primary Teachers Talking: A study of teaching as work. Londres: Routledge.

Park, I. (2005). Teacher commitment and its effects on student achievement in American high schools. Educational Research and Evaluation, 11(5), 461- 485

Peterson, K. D., y Martin, J. L. (1990). Developing teacher commitment: The role of the administrator. En P. Reyes (Ed.), Teachers and their workplace: Commitment, performance, and productivity (pp.223–240). Thousand Oaks, CA: Sage.

Razak, N.A., Darmawan, G.N., Keeves, J.P. (2009). Teacher Commitment. En L. J. Saha y A. G. Dworkin (eds.). International Handbook of Research on Teachers and Teaching (pp. 343-360). Norwell, MA: Springer.

Reyes, P. (1990). Organizational commitment of teachers. En P. Reyes (ed.), Teachers and their workplace: Commitment, performance, and productivity (pp.143-162). San Francisco: Sage.

Rosenholtz, S. J. (1989). Teachers’ workplace: The social organization of schools. Nueva York: Longman.

Rosenholtz, S. J. y Simpson, C. (1990). Workplace conditions and the rise and fall of teachers’commitment. Sociology of Education, 63, 241-257.

Rowan, B. (1990). Commitment and control: Alternative strategies for the organizational design of school. Review of Research in Education, 16, 353-389.

Sahlberg, P. (2009). Learning first: School accountability for a sustainable society. En K.D. Gasiepy, B.L. Spencer y J.-C. Couture (eds.), Educational Accountability (pp.1-22). Rotterdam: Sense Publishers.

Sahlberg, P. (2010). Rethinking accountability in a knowledge society. Journal of Educational Change, 11(1), 45-61.

Somech, A y R Bogler (2002). Antecedents and consequences of teacher organizational and professional commitment. Educational Administration Quarterly, 38, 555-577.

Stoll, L. y Louis, K.S. (Eds.) (2007). Professional Learning Communities: Divergence, Depth and Dilemmas. Maidenhead: Open University Press.

Tsui, K. T. y Cheng Y. C. (1999). School organizational health and teacher commitment: A contingency study with multi-level analysis. Educational Research and Evaluation, 5, 249-268.

Tyree, A. K. (1996). Conceptualising and measuring commitment to high school teaching. Journal of Educational Research, 89(5), 295-304.

Whitty, G., Power, S. y Halpin, D. (1999). La escuela, el Estado y el mercado: delegación de poderes y elección en educación. Madrid. Morata.

Zangaro, G.A. (2001). Organizational commitment: a concept analysis. Nursing Forum, 36(2), 14-23.