EDUCACIÓN DE LA LIBERTAD. UN NUEVO ACERCAMIENTO PARA COMPRENDER LA RELACIÓN VALORES-EDUCACIÓN EN EL CONTEXTO DE PLURALIDAD E
INCERTIDUMBRE DEL MUNDO ACTUAL


A partir de un trabajo de “investigación reflexiva” o “filosófica” que persigue “repensar” el fenómeno educativo en sus diversas dimensiones a partir de preguntas de “segundo nivel” —transdisciplinares, holísticas, con visión de largo aliento e integradoras del aporte de las “ciencias de la educación” y la “filosofía de la educación”— y apoyándose en las perspectivas teóricas de Bernard Lonergan —humanización— y Edgar Morin —complejidad—, este trabajo propone, a partir de la distinción de “moral como contenido” y “moral como estructura” y priorizando la segunda como elemento fundante de lo moral, desde el cual se puede construir una nueva visión ética de la educación, la noción de “educación de la libertad” como nueva perspectiva para comprender y construir de manera práxica una educación moral “a la altura de nuestros tiempos”.

Se hace al inicio una reflexión sobre la relación valores-educación en el mundo de hoy, se presenta después una contextualización del cambio de época que vive el mundo destacando como rasgos fundamentales la pluralidad y la incertidumbre para pasar a la distinción entre “moral como contenido” y “moral como estructura” —siguiendo a Zubiri y Aranguren—, desde la cual se justifica la educación moral actual como una “educación de la libertad” compleja pero claramente fundada en la “moral como estructura”.

En la cuarta parte se describen sintéticamente las aportaciones de Lonergan y Morin para la construcción de esta propuesta, que se desarrolla en el quinto apartado, terminando con un planteamiento acerca de la necesidad de una transformación profunda de los docentes y sus prácticas, de las estructuras institucionales de lo educativo y de la cultura educativa imperante.

1. VALORES Y EDUCACIÓN: UNA RELACIÓN RELEVANTE EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO

El horizonte de crisis-cambio-globalización en que se encuentra el mundo al inicio del siglo XXI hace que el tema de los valores en la educación y sus concreciones metodológicas en la llamada “educación en valores” o “educación moral” adquieran cada vez mayor relevancia. Desde hace algunos años, las investigaciones relacionadas con los valores en la educación y los programas de formación valoral han ido creciendo en número y en importancia dentro del sistema educativo nacional y en la literatura internacional del campo educativo. De esta relevancia creciente dan cuenta las memorias de los últimos congresos nacionales de investigación educativa (el tema ha estado en las mesas de trabajo al menos desde el congreso de Aguascalientes en 1999 y se ha consolidado como uno de los campos temáticos del COMIE), la creación, crecimiento y constitución formal reciente de la “Red nacional de investigadores en educación y valores” (Reduval), la reinserción en el currículo de la educación básica de asignaturas de “Formación cívica y ética”, Civismo u Orientación educativa con contenidos relativos a los valores y los programas de formación valoral que se han venido trabajando en las instituciones educativas y en las secretarías de Educación Pública estatales de unos años a la fecha.

Una revisión general de la investigación realizada en el campo de educación y valores (cfr. Hirsch, 2001, 2003 y 2006) nos revela que la gran mayoría de los proyectos se enfocan a buscar cuáles son los valores que declaran como importantes los estudiantes o profesores de distintos niveles educativos, qué valores profesionales consideran los estudiantes o académicos de las distintas disciplinas que se tienen que formar o se están formando en los egresados de las distintas licenciaturas o posgrados, qué valores están fundamentando los currículos de diferentes áreas o niveles educativos o qué importancia le conceden a los valores estos planteamientos curriculares. Esto quiere decir que la investigación educativa en el tema, se orienta hacia la búsqueda de qué valores son deseables o cuáles valores están siendo priorizados por los actores o los  currículos dentro del sistema educativo actual.

Por otra parte, desde el ángulo de la intervención o las prácticas educativas vigentes, una mirada a los programas de las asignaturas diseñadas para la formación valoral de los educandos o a los planes y estrategias de educación valoral en las distintas instituciones o Secretaría de Educación (cfr. Barba en Hirsch, 2006; López Calva en Hirsch, 2006; Araujo, Yurén et. al. 2005; Romo, 2005; Barba y Romo, 2005; Secretaría de Educación Jalisco, 2003;  SEP-Dir. gral de bachillerato, 2004-2005) nos indican que el enfoque dominante de estos programas es el de la inculcación o enseñanza de valores o en algunos casos el de la “formación del carácter moral”  (Escámez,  s/f; Payá, 2000; Lickona, 1993) y en mucho menor medida el de “razonamiento moral” de Kohlberg (Hersch, 1997). Lo anterior quiere decir que en el campo de las estrategias concretas para la educación moral de los estudiantes, la realidad se enfoca también, de manera predominante, desde la perspectiva de definir cuáles son los valores que es deseable que aprendan las nuevas generaciones y cuáles son los medios o estrategias metodológicas más eficaces para lograr que aprendan estos valores predefinidos.

2. EL CONTEXTO: INCERTIDUMBRE Y PLURALIDAD

El contexto del cambio de época en que vive la humanidad en este cambio de milenio justifica sin duda esta creciente preocupación y trabajo en el campo de la educación en valores, tanto en la investigación como en la búsqueda de estrategias didácticas para la formación valoral. El contexto de crisis-cambio-globalización está marcado por una crisis en el terreno moral, que no se puede soslayar o evadir socialmente y por ello es creciente la demanda  que exige a las instituciones educativas y a los educadores ocuparse eficazmente de la formación moral que promueva un cambio hacia el mejoramiento de la convivencia social que requiere orientarse hacia la humanización individual y colectiva y no solamente, como parece orientarse hoy en día, hacia la maximización de las ganancias económicas.

Pero este contexto de cambio acelerado del mundo global está marcado por dos características que hacen que el reto de la educación en relación a los valores sea doblemente complicado. Por una parte, se trata de un mundo marcado por la pluralidad. Por otra parte, vivimos en un mundo caracterizado por la incertidumbre.

En efecto, la emergencia de la “aldea global” ha hecho que las sociedades sean cada vez más plurales al crecer la movilidad de mercancías y productos, pero con ello también el intercambio y la coexistencia de elementos culturales muy diversos en todos los rincones del planeta. La velocidad con que viaja la información y con que se desplazan también las personas por el territorio global, ha significado la constatación creciente de que el mundo está constituido por una enorme diversidad de costumbres, signficados, lenguajes, modos de vivir y por supuesto, valores sobre los que se edifica la existencia personal y social.

La globalización de las mercancías ha significado también la globalización de la comunicación de significados y valores con la consiguiente constatación de que, a pesar de que somos miembros de una misma especie humana y compartimos elementos fundamentales que nos identifican, un rasgo básico de lo humano es la pluralidad, la multiplicidad de modos de ser humano y de maneras concretas de entender y vivir la vida.

Por otra parte, es cada vez más evidente en este mundo en cambio que como afirma Morin: “El futuro se llama incertidumbre”. El contexto de crisis-cambio-globalización y la emergencia y consolidación de la cultura posmoderna, conlleva un derrumbe o debilitamiento de las certezas sobre las que se edificaba el conocimiento científico, el mundo religioso, la cohesión social y el comportamiento considerado como “moralmente bueno” o válido. El horizonte actual es un horizonte de creciente incertidumbre en el ámbito moral, dado que ya no existen valores universalmente aceptados y asumidos como inmutables y eternos. El mundo de los valores pasa por una crisis de incertidumbre, el ser humano actual parece estar cruzado por preguntas como estas:

¿Qué es lo que vale realmente la pena como humanos en medio de ofertas valorales tan diversas? ¿Es válido asumir que “cada quien tiene sus valores” tanto en lo personal como en lo cultural? ¿Todos estos valores, son igualmente valiosos? ¿Cómo construir una vida personal y colectiva que haga más humana la vida actual y la de las generaciones que vienen? Puesto que como afirmaba Valéry: “el futuro ya no es como era antes”, dado que no hay elementos que  permitan predecir en alguna medida el mañana, ni tener la certeza de cuáles son los valores que podrían hacerlo más probable y humanizante.

La incertidumbre del futuro llega incluso al nivel de la conciencia sobre el riesgo de supervivencia de la especie humana en el planeta. La crisis global que se manifiesta en la pobreza y exclusión de millones de personas, la fragilidad de la democracia, la creciente fragmentación social, la problemática ecológica marcada sobre todo por el “calentamiento global”, la crisis moral en que viven nuestras sociedades y otras muchas dimensiones de la convivencia cotidiana, hacen que sea incierta incluso la permanencia de la humanidad en la tierra.

Es por ello que Bauman (2007) habla de “Miedo líquido” para definir el estado en que actualmente vive la humanidad en el mundo posmoderno o hipermoderno (Lipovetsky, 2007)

Incertidumbre y pluralidad podrían ser las dos palabras que definieran sintéticamente y con mayor precisión, la situación actual de los valores en el mundo. Si bien este problema no es nuevo,  sí es cierto que se ha venido acrecentando en el cambio de siglo y milenio que vivimos hace menos de una década y que las respuestas tradicionales que se han dado desde la educación, no han sido realmente pertinentes para hacer que la educación sea parte de la solución y no, parte del problema (Gorostiaga, 2000; Muñoz Izquierdo, Rubio, Palomar y Márquez, 2005 y Muñoz Izquierdo y Rubio, 1993).

En este mundo de incertidumbre y pluralidad resulta muy complicado establecer cuáles son los valores que deberían orientar la formación de un estudiante o sobre qué valores debe sustentarse la formación de un futuro ciudadano. Nos encontarmos hoy en una encrucijada en la que la indiferenciación y la confusión hacen prácticamente imposible un consenso para construir una moral aceptable por la mayoría de los habitantes del planeta, o incluso, por la mayoría de los miembros de una sociedad concreta.

¿Cuál puede ser entonces la manera de aproximarse al asunto de los valores o de la moral en el mundo actual? ¿Cómo entender y trabajar hoy la dimensión valoral en el sistema educativo? ¿Cómo responder educativamente a los desafíos de esta sociedad plural e incierta?

3.  MORAL COMO ESTRUCTURA Y MORAL COMO CONTENIDO: UNA DISTINCIÓN INDISPENSABLE

"La realidad moral es constitutivamente humana; no se trata de un ideal, sino de una necesidad, de una forzosidad exigida por la propia naturaleza, por las propias estructuras psicobiológicas…” dice Aranguren en su “Ética” (1985:47). Pero en esa misma obra, el autor distingue siguiendo a Xabier Zubiri, la “moral como estructura” de la “moral como contenido”.

La moral como estructura corresponde a la naturaleza radical del comportamiento humano que tiene que tener un “ajustamiento” a la realidad. Todo acto para ser verdaderamente humano, tiene que ser “justificado”, “justo”, es decir, ajustado a la realidad y respondiente a ella. La moral como estructura es común a todos los seres humanos e independiente de las culturas o momentos históricos en que se viva.

La moral como contenido consiste en que el acto humano se ajuste, ya no a la realidad sino a la norma ética. Esta norma ética puede ser variable de acuerdo a las culturas o momentos históricos puesto que es un producto histórico y concreto del ser estructuralmente moral de la especie humana. Cada sociedad va construyendo, a partir de su ser estructuralmente moral, distintos modos de entender la moral como contenido, es decir, distintas normas éticas a las cuales se tendrán que ajustar los actos humanos.

Desde la perspectiva de la moral como estructura, el ser humano es constitutivamente moral y no puede quedar al margen de lo moral. No puede haber entonces, seres humanos o instituciones humanas que sean amorales, es decir, que estén más allá del bien y el mal, o que no tengan que ver con el bien o el mal humanos. Toda persona o institución es siempre, más o menos moral, más o menos inmoral.

En el ámbito de lo moral, “podemos vivir con las respuestas correctas pero las preguntas equivocadas” afirma Melchin (1993). Para este autor, todas las normas morales son respuestas que se dan a determinadas preguntas o problemas sobre el vivir humanamente en el mundo. Estas respuestas van siendo transmitidas de generación en generación, no así las preguntas que las originaron. Es por ello que podemos vivir en lo moral aplicando estas respuestas aprendidas de manera más o menos conciente      —desde una “moral vista como contenido”—, pero lo esencial es que en cada situación que enfrentemos en la vida podamos generar las preguntas adecuadas para dar solución a los conflictos morales en que vivimos —ejercitar la estructura moral que todo ser humano posee o es. La moral como contenido correspondería en la perspectiva de Melchin a las “respuestas correctas” y la moral como estructura —esencial también en esta postura- a la capacidad de preguntar sobre lo moral. La visión de la moral como contenido centra su atención en las  “respuestas correctas”, es decir, en las valoraciones y decisiones que se hacen, mientras que la moral como estructura lo hace fijándose fundamentalmente en las operaciones que realiza el sujeto moral para valorar y decidir.

Desde esta perspectiva, la moral es compleja porque está compuesta siempre de ciertos contenidos —lo que se valora o decide— y de ciertas operaciones —el ejercicio de la estructura moral de quien valora o decide. Ambos elementos son importantes e inseparables, pero desde la perspectiva de la “educación de la libertad” que aquí se propone, el criterio fundamental o fundante de lo moral —lo que hay que educar por esta misma razón— es la estructura de operaciones de quien valora y decide (la “moral como estructura”).

En un mundo marcado por la incertidumbre y la pluralidad, o sea, en un mundo en que existe una confusión y una multiplicidad en la moral como contenido, es prácticamente imposible establecer una propuesta de educación moral o de investigación en valores desde esta dimensión, es decir, en un mundo como el actual, resulta poco pertinente fundar las propuestas de educación moral o de investigación en el campo de los valores, desde la visión de la moral como contenido, pues esta visión es ambigua, presenta múltiples facetas y discursos y no tiene criterios comunes para ajustar la visión de los actos morales a determinada norma ética.

De esta manera, la tesis central de este trabajo consiste en el planteamiento de que las propuestas de formación valoral y de investigación en la educación en valores, si pretenden estar “a la altura de nuestros tiempos”, tienen que fundamentarse en la moral como estructura, que es la moral común, la realidad moral a la que ningún ser humano o institución humana puede escapar. En este sentido, “educación de la libertad” es el nombre que aquí se asigna a una propuesta de formación moral que centra su atención en el sujeto que valora y decide, promoviendo el ejercicio de las operaciones de su ser “estructuralmente moral” conforme a las exigencias inmanentes de esta misma estructura, tomando en cuenta, pero dejando como no fundantes ni esenciales los contenidos morales de las sociedades y culturas a las que cada educando pertenece y que sin duda alguna ejercen una influencia, proporcionan un “imprinting” (Morin, 2005) al sujeto que valora y decide.

El planteamiento que aquí se sostiene, afirma que es necesario dar el paso fundamental en nuestra visión de la educación moral y de la investigación en educación y valores, que va de la llamada “educación en valores” a la “educación de la libertad”.
                       
4. DOS VISIONES PARA CONSTRUIR UNA PROPUESTA DESDE LA MORAL COMO ESTRUCTURA

De los autores contemporáneos que pueden aportar elementos para la construcción de una educación moral basada en la moral como estructura, es decir, de una educación de la libertad que trascienda la visión dominante de educación en valores,  existen dos que plantean elementos fundamentales para esta construcción. Bernard Lonergan, filósofo canadiense (1904-1984) y Edgar Morin, intelectual francés (1921-   ) nos brindan algunos planteamientos que pueden orientarnos adecuadamente en esta construcción.

Destacan en la obra de Morin tres ideas centrales para los fines de este trabajo: la idea de que el sustento de la ética es un imperativo de religación del ser humano, la idea de que en el ámbito moral el ser humano enfrenta siempre conflictos entre diversos valores y la idea de que existen cuatro deberes fundamentales que deben sustentar el comportamiento ético y que son muchas veces fuente de estos conflictos morales.

La propuesta de educación de la libertad, que trasciende la educación en valores tradicional debe sustentarse en la visión de que la ética parte de un compromiso de religación del ser humano individual consigo mismo, con los otros seres humanos en una comunidad, con la sociedad en la que vive y con la especie humana ligada al destino del universo. De esta manera, más que enseñar valores determinados, lo que la educación moral debe hacer es promover el descubrimiento y la vivencia comprometida de este espíritu de religación interna que lleve a los educandos a buscar lo que los une consigo mismos, con los demás, con la naturaleza, con su comunidad y sociedad, con la especie humana.

Esta propuesta trasciende entonces claramente la visión de que la educación moral consiste en enseñar a los estudiantes a optar siempre por los valores en contraposición a los “antivalores”, por el bien en contraposición al mal. Porque en la realidad humana concreta, la vida no presenta dilemas simples en los que haya que elegir entre bien y mal o entre “valor y antivalor” sino situaciones complejas en las que existen diversos valores que entran en conflicto y entre los cuales hay que hacer una elección responsable.

Por otra parte, Morin plantea que la ética se sustenta en cuatro deberes fundamentales: el deber egocéntrico —el deber de todo sujeto humano consigo mismo, el deber que lo impulsa a buscar lo que lo haga “permanecer en la vida”—, el deber genocéntrico —el deber de todo ser humano hacia sus antepasados, que se refleja en su propio código genético: el deber con la propia herencia—, el deber sociocéntrico —el deber que tiene toda persona respecto a la sociedad en la que vive, el deber de contribuir a la humanización de la sociedad a la que se pertenece— y  finalmente, el deber antropocéntrico —el deber que tiene todo ser humano hacia la especie humana, el deber que surge de la pertenencia a la especie. Estos cuatro deberes están articulados, se influyen y causan mutuamente y en muchas ocasiones no coinciden y entran en conflicto, o hacen entrar en conflicto al sujeto humano que tiene que elegir.

Es necesario tener cuidado al tratar de comprender estos cuatro deberes básicos que plantea Morin, puesto que desde la lógica imperante que privilegia la “moral como contenido” puede fácilmente entenderse que estos cuatro “deberes” son contenidos morales o normas morales que hay que seguir. Sin embargo una lectura cuidadosa y más completa de la visión de “El método” y específicamente del volumen sexto relativo a “La ética”, nos deja en claro que no se trata de deberes como algo acabado y rígido sino de la necesidad de que cada sujeto humano vaya buscando y preguntándose en cada situación concreta de su vida qué es lo humanamente más valioso para preservar y desarrollar su propia vida, para preservar y enriquecer su herencia, para contribuir al mejoramiento de su sociedad y para mantener y contribuir a humanizar a la especie.

De este modo, una educación de la libertad debe formar a los estudiantes, más que en ciertos valores socialmente definidos —moral como contenido— en la reflexión permanente acerca del comportamiento individual que necesita responder a estos cuatro deberes y buscar todo aquello que haga posible simultáneamente y de la manera más armónica posible,  el mantenimiento y desarrollo de la propia vida, el cultivo y preservación de la propia herencia, el mantenimiento y desarrollo humanizante de la sociedad en la que vive y el mantenimiento y desarrollo de la especie humana en el planeta.

Del cumplimiento de estos cuatro deberes se desprenderá la construcción progresiva de una antropoética, una socioética y una ética del género humano, una ética planetaria sustentada en la moral como estructura y no en valores generados por la moral como contenido. En la medida en que la educación moral se conciba como educación de la libertad más que como enseñanza de valores o clarificación valoral, es decir, en la medida en que trabaje desde la moral como estructura más que desde la moral como contenido,  estará contribuyendo a la construcción de esta ética planetaria o del género humano.

En este sentido, la educación de la libertad parte de la incertidumbre y la complejidad de la vida humana y busca capacitar a los educandos para poder afrontar con responsabilidad y creatividad el reto de vivir en la dialógica “riesgo-precaución” que conforma el reto de intentar vivir una “buena vida humana”, es decir, una vida éticamente válida.

Por su parte Lonergan (1988, 1999) plantea una muy sugerente y detallada explicación de la estructura de la dimensión moral humana, de la estructura de la toma de decisiones humanas. Esta estructura está centrada en el acto de comprensión existencial o deliberativa, es decir, en la aprehensión de lo que es humanamente bueno o humanamente constructivo en cada circunstancia que se presenta en la vida de un ser humano o de una sociedad.

El dinamismo de la estructura moral humana, dice Lonergan (1988, cap. 1),  parte de la experiencia sensible, de la captación de datos suficientes y relevantes del exterior y de la propia consciencia del sujeto, continúa en la adecuada idea que se forma  a partir de la relación entre los distintos datos que conforman la realidad que se está viviendo, se hace más crítica al cuestionar, reflexionar, buscar pruebas y evidencias de la realidad de esa idea formada a partir de los datos y se realiza existencialmente al hacerse preguntas para la deliberación (¿Es bueno o malo? ¿Construye o destruye? ¿Es justo o injusto? ¿Es pertinente hacerlo o no?), al deliberar, valorar, abrirse a la aprehensión de valor y llegar a establecer juicios de valor y decisiones que se sustenten en argumentos sólidos, se conviertan en estrategias o planes de acción y de concreten en operación eficiente y transformadora.

En todo este proceso, el acto central es el acto de comprensión existencial o deliberativo (insight deliberativo) que constituye el momento de iluminación que vive la consciencia de todo ser humano al aprehender el valor. Este acto de comprensión existencial, afirma Vertin (1995) es un “acto de cognición afectiva”, es decir, opera predominantemente en la dimensión afectiva de la persona y no en el nivel cognitivo, aunque para realizarse requiere de una o varias intelecciones y de uno o varios actos de juzgar que son ambos, actos esencialmente cognitivos.

Es importante destacar que en esta perspectiva existe una nueva noción de valor, ententido como noción trascendental. “Valor es lo que se tiende a alcanzar en las preguntas para la deliberación que nos planteamos”, afirma Lonergan (1988: p.40),  es decir, el valor es un “desconocido conocido”, es una permanente meta en la búsqueda humana de una “vida buena”. Esta nueva perspectiva de lo que es el valor, es mucho más heurística y dinámica que las definiciones tradicionales e implica concebir la vida moral como una búsqueda permanente en la que el sujeto humano tiene que ajustar sus decisiones y acciones a las exigencias de autenticidad de su propio dinamismo humano (moral como estructura) más que a las normas establecidas por la sociedad en la que vive (moral como contenido),  aunque nunca en contra de ellas o prescindiendo de ellas, puesto que todo sujeto humano está inmerso en una sociedad y cultura que le presentan valores y significados. No se trata pues de una dinámica simplificadora —el sujeto contra la sociedad— sino de una dinámica compleja de conjunción que implica el reto de autoconstruirse de manera atenta, inteligente, razonable y responsable dentro de una sociedad, pero a veces también más allá de la sociedad o incluso en contra de, lo que la sociedad va presentando como valioso.

Este continuo ajuste a las normas inmanentes en la propia consciencia es el esfuerzo por lograr la autenticidad humana en cada valoración y decisión que se realizan. Ser atento a los datos, ser inteligente al procesar la información, ser razonable al afirmar la realidad de las cosas y ser responsable al valorar y decidir, son las normas básicas, los preceptos que llevan hacia esta autenticidad y hacen que una valoración o decisión moral sea objetiva.

La búsqueda de autenticidad lleva al sujeto humano a un camino de crecimiento progresivo en la autonomía, a una permanente construcción de su “libertad efectiva”, es decir, de su capacidad de autodeterminación en medio de los condicionamientos propios de toda vida humana (personales, sociales, culturales, históricos, económicos, etc.).

La libertad es entonces también un dinamismo, algo que se construye o se destruye, se amplía o se reduce, se conquista o se desdeña en cada contexto auto-eco-socio-político-cultural y con cada elección existencial concreta. En este sentido, la libertad es educable, es decir, puede ser formada para crecer en profundidad y autenticidad, para pasar de un proceso meramente empírico espontáneo, a un proceso atento, inteligente, razonable y responsable, de un proceso que se guía por los sentimientos que son simples respuestas empíricas a lo agradable o desagradable a una toma de decisiones orientada por procesos inteligentes, críticos y existenciales en los que los sentimientos que son “respuestas intencionales al valor” son los que guían las elecciones personales y de grupo.

5. EDUCACIÓN DE LA LIBERTAD

Desde estos planteamientos, podemos derivar la propuesta de educación de la libertad, entendiéndola como un desarrollo progresivo de la estructura moral de todo ser humano a partir de su ejercicio cada vez más consciente, para llevar a una cada vez mejor toma de decisiones. Este camino parte de un proceso simplificado, orientado por lo que nos agrada o desagrada, hacia un proceso complejo en el que la elección humana auténtica es una elección que se realiza después de todo un conjunto de operaciones “interrelacionadas y recurrentes que producen resultados acumulativos y progresivos” (Lonergan, 1988), que parte de las sensaciones de agrado o desagrado pero que pasa por la inteligencia que comprende, la reflexión que cuestiona críticamente y verifica con pruebas o evidencias, hasta llegar a la deliberación y la aprehensión de valor para tomar mejores decisiones. Todo este proceso complejo debe regirse por las exigencias de autenticidad humana, implícitas en estos niveles de decisiones y que son: atención, inteligencia, razonabilidad y responsabilidad.

La educación moral inmersa en la “moral como contenido” pero sustentada en la “moral como estructura” responde al contexto de pluralidad e incertidumbre pues no enseña o presenta valores sino que forma o capacita para moverse humanamente en la incertidumbre a partir de la “brújula” que constituye la estructura dinámica de la consciencia humana con sus exigencias de autenticidad permanentes, no forma en valores sino que educa la libertad, humaniza la libertad al volverla más atenta, inteligente, razonable y responsable, construyendo autodeterminación, es decir, libertad efectiva de los seres humanos y de su sociedad. Es necesario insistir en que atención, inteligencia, razonabilidad y responsabilidad no son contenidos de la consciencia sino condiciones o exigencias de su operación intencional y al mismo tiempo conciente.

Algunos elementos centrales de la educación de la libertad son:

  1. Transversalidad: No es una propuesta que tenga que trabajarse en asignaturas especiales y específicas de contenido moral, es una propuesta transversal porque se puede y debe trabajar en todas las asignaturas del currículo. Todas las asignaturas pueden encaminarse a educar la libertad desde la forma distinta en que se manejen sus propios contenidos.
  2. Integralidad: Es una propuesta que se fundamenta en una concepción integral del ser humano y que concibe lo moral como un proceso complejo en el que intervienen todas las dimensiones humanas.
  3. Afectividad: Al ser la aprehensión de valor un acto de cognición afectiva, la educación de la libertad requiere de una permanente y progresiva educación emocional, para que, como dice Goleman (1997): “las emociones se vayan volviendo inteligentes”.
  4. Centralidad de las preguntas: La educación moral dominante enseña respuestas humanas desde la moral como contenido, la educación de la libertad debe plantearse la meta de educar para que los estudiantes sean capaces de irse haciendo cada vez mejores preguntas para la deliberación, pues si no se hace así, podríamos vivir, como ya se afirmó que dice Melchin (1993): en una moral que se basa en “las respuestas correctas pero las preguntas equivocadas”.
  5. Responsabilidad: La exigencia de autenticidad del nivel moral es la responsabilidad. La educación de la libertad debe ir formando en la responsabilidad que trasciende la mera responsividad. La responsabilidad debe entenderse, como a menudo se hace, como la “capacidad para responder por las consecuencias de los propios actos”, es decir, en una dimensión “a posteriori” de la acción. Pero también debe comprenderse en su dimensión “a priori” como la capacidad y el hábito de preguntarse antes de actuar: “Esto que quiero hacer: ¿Es humanamente respondible?, es decir, si respondiera por sus consecuencias ¿Esto me haría más humano? ¿Ampliaría mi capacidad de autodeterminación o la restringiría? ¿Ampliaría la capacidad de autodeterminación social y de la especie o la restringiría? ¿Haría más humana a la humanidad o menos humana?
  6. Complejidad: La educación de la libertad debe educar no solamente para la adecuada elección de “bienes particulares” (Lonergan, 1988) —con la elección adecuada y equilibrada de elementos que satisfagan las distintas necesidades de vida humana de cada persona—, sino para el compromiso de construcción del “bien de orden”, de la organización social –reflejada en instituciones, normas, políticas, etc.- que debe garantizar la recurrencia constante de los bienes particulares necesarios para todos los ciudadanos y también para la reflexión constante sobre lo que es verdaderamente bueno para todos (nivel del valor), para estar en una vigilancia constante que evite la “aberración de la cultura”, es decir, la construcción de modos de valorar que priorizan elementos deshumanizantes y los ponen como elementos esenciales para la “buena vida humana”.
  7. Historicidad: La educación de la libertad debe partir de la convicción de que, como afirma Lonergan (1988): “El bien humano es una historia”, una historia que se está construyendo a partir del conjunto de las decisiones humanas más o menos auténticas, más o menos responsables, más o menos informadas e instruidas por la inteligencia. Desde esta perspectiva, los valores no pueden ser vistos como estáticos, fijos, predefinidos y por tanto, la ética que se promueve en las escuelas debe dejar de ser una “ética de la ley” —un conjunto de “debes hacer esto, no debes hacer aquello”— para volverse una ética de la realización humana personal y colectiva, una ética de la autenticidad humana, es decir, de la operación atenta, inteligente, razonable y responsable de las personas y los grupos en las realidades complejas y dinámicas en que les toca vivir.
  8. Realismo: Finalmente, la educación de la libertad debe sustentarse no en la utopía de construcción de un mundo ideal e inalcanzable sino en la idea realista de que cada ser humano puede aportar algún elemento pequeño pero pertinente para el mejoramiento y la humanización gradual del mundo, desde la idea de Morin (2000; p. 89) que dice que: “La renuncia a la construcción del mejor de los mundos, no implica de ninguna manera la renuncia a la construcción de un mundo mejor”.

6. La transformación educativa necesaria

“Es necesario que el cuerpo docente se sitúe en los lugares más avanzados dentro del peligro
 que constituye la incertidumbre permanente del mundo”. Martin Heidegger. (En Morin, 2000:71)

El cambio de perspectiva en la educación moral que se ha planteado, tiene que traducirse a partir de una adecuada y renovada trans-formación de los educadores, en prácticas educativas totalmente nuevas y distintas que respondan a las exigencias de la reforma del espíritu y de la reforma del pensamiento que piden los tiempos.

Porque más que plantear la enseñanza de contenidos, se está planteando la necesidad de que las prácticas educativas capaciten a los educandos para comprender la incertidumbre del mundo y saber moverse en ella, arraigarse críticamente en su propia herencia histórica y cultural, ser capaces de vivir una ciudadanía planetaria y de comprender a los seres humanos empezando por comprender su propio misterio como seres humanos.

Lo anterior conduce a visualizar prácticas educativas que deben centrarse más que en contenidos, en procesos, operaciones estructuradas, métodos de trabajo, de pensamiento y de toma de decisiones. Esto requiere una preparación totalmente distinta de los docentes que se forman para transmitir conocimientos pero no para lograr generar estos procesos humanos complejos. Pero esta formación no puede consistir en la mera enseñanza de métodos didácticos para la incertidumbre, métodos de pensamiento complejo, etc. Carley (1989, p. 117) dice bien que cuando sucede que la formación docente se convierte en enseñanza de métodos, se produce una “apropiación acrítica de métodos de enseñanza” como resultado de la falla en los procesos de reflexión crítica de los profesores que no tienen el hábito de preguntar siempre ¿por qué? ¿Realmente es así? ¿Es bueno que así se enseñe?  y  terminan aprendiendo métodos como recetas de cocina que se aplican tajantemente y generalmente sin buenos resultados. Un profesor que tiene un horizonte limitado a partir de una experiencia no reflexionada, seguramente va a generar un horizonte igualmente limitado en los estudiantes. Se requiere entonces que el profesor viva una experiencia de auto-reflexión, de autoanálisis, que se capacite en el hábito de la introspección y en la toma de decisiones, pues como dice Shavelson (1973, p. 18): “Todo acto de docencia es el resultado de una decisión, sea consciente o inconsciente…” por tanto “la habilidad docente básica es la toma de decisiones”.

A partir de esta capacitación en la toma de decisiones y en el hábito de introspección, los docentes tendrían que vivir un proceso de auténtica trasnsformación intelectual y moral que los llevara a reconceptualizar su misión y a replantear todas las estrategias que utilizan para llevarla a cabo, con la consecuente ampliación de su horizonte.

Desde esta nueva visión, las sesiones de clase serían replanteadas como espacios para vivir experiencias de aprendizaje conjunto e integrado en el que se plantearan los contenidos estructurados como problemas complejos que requirieran del concurso de conocimientos de distintas disciplinas puestos en juego en torno a preguntas generadas en el mismo proceso. Estos problemas tendrían que contemplar, tanto la parte cognoscitiva en la que los estudiantes llegaran a la comprensión y la reflexión crítica que los llevara a afirmar como juicios de hecho los conocimientos básicos del curso, pero también tendrían que incorporar cuestiones sobre las implicaciones éticas, humanas, sociales y ambientales que tendría cada solución posible del problema para orillar al grupo a la deliberación y al planteamiento de jucios de valor y a la toma de decisiones —reales o hipotéticas— respecto al problema estudiado.

Estos elementos serían concebidos ya no como intercambios exclusivamente intelectuales, sino como procesos humanos en los que la dimensión afectiva está integrada al proceso de aprendizaje. Una educación emocional adecuada, el cultivo de una cultura psíquica, es indispensable para que exista un proceso de desarrollo ético pertinente (Morin, 2005).

En la deliberación ética tendría que existir siempre la presencia de los deberes egocéntrico, genocéntrico, sociocéntrico, antropocéntrico, de manera que en cada planteamiento de solución de algún problema se considerara tanto lo que más convendria a la persona que lo está resolviendo como a su grupo cercano, el respeto a su herencia cultural, la consideración del impacto social que tendría X solución del problema y el del impacto humano general que podría desprenderse de esta solución.

En el nivel de la organización institucional, el paso de una visión ética simplificadora a una visión compleja, tendría que reflejarse en el paso de una organización de baja complejidad a una organización de alta complejidad. Lo anterior implica el paso de una organización estrictamente vertical, centralizada, controladora a una organización más horizontal —con estructuras más planas—, con alternancia de centralización, policentrismo y acentrismo, y basada en la responsabilidad compartida y en el compromiso comunitario. Esto significa escuelas y universidades con organizaciones flexibles en las que ciertos procesos básicos tienen una planeación, coordinación y evaluación centralizada, otros procesos están distribuidos en su planeación, coordinación y evaluación en diversas instancias y niveles de la estructura organizacional y algunos más dependen de la creatividad y la iniciativa de todos los individuos y grupos que tengan la capacidad de innovación para proponerlos y realizarlos.  Significa también la ruptura con la quasi-sagrada estructura jerárquica del sistema educativo tradicional en la que cada nivel o responsabilidad educativa o administrativa adquiere la connotación de un título nobiliario y exige un aislamiento de los demás niveles y un ejercicio de la autoridad vertical, visto como ejercicio del poder que autoafirma a quien lo ejerce, en lugar de ser visto como una oportunidad de servicio para el crecimiento de todos los miembros de la organización.

Las organizaciones de baja complejidad se sustentan en una ética del “ajusticiamiento”, del castigo y la condena a todo aquel que comete un error o se llega a desviar de la norma establecida, aunque esta no tenga sentido. El cambio en la organización tendrá que ir hacia una institucionalidad que se base en la justicia entendida como proceso para “ajustar” lo que se ha desajustado en la operación conjunta,  para contrarrestar o corregir lo que evita la cooperación o la bloquea. Este cambio implicará necesariamente un sustento en la confianza en la responsabilidad de cada individuo y un espíritu de colaboración y compromiso ante una misión común, lo que implica la construcción progresiva de significados y valores comunes a la organización, es decir, la preocupación central de la autoridad por la edificación progresiva de comunidad educativa que sustente la organización de alta complejidad.

Este sustento en la confianza genera el rompimiento de la dinámica deber-indiferencia y el surgimiento de la dinámica querer-compromiso que caracteriza a las organizaciones creativas y en proceso de desarrollo hacia el bien humano general.

En lo relativo a la organización curricular, el cambio de visión ética tendrá que generar reformas también muy profundas. En principio, volvería a poner el asunto ético en el centro de las preocupaciones que definen la finalidad de la educación, lo cual quiere decir que desde la raíz de la concepción curricular, el planteamiento de los objetivos, los perfiles, los ejes curriculares y la organización de los planes y programas, tendría que contemplar la dimensión ética de la educación.
Como ya se mencionó, el asunto de la ética en la educación no se remedia solamente incluyendo materias de ética profesional o de formación valoral como elementos adicionales y accesorios al currículo. El problema es complejo y tiene que se abordado de manera compleja. La cuestión de la ética tiene que plantearse con un sustento, como un pronunciamiento que se distinga explícitamente desde la concepción curricular misma y se refleje como un horizonte de todo el currículo.

Lo anterior implicará que la organización de los contenidos tenga que hacerse desde una perspectiva distinta, más enfocada por problemas humanos, sociales y ambientales que por contenidos disciplinares independientes. Estos problemas tendrán que ser abordados de manera interdisciplinar y contemplar una dimensión de reflexión filosófica que integre el diálogo de todas las ciencias.

Queda por abordar el aspecto de la normatividad dentro del sistema educativo. Este es otro aspecto que a partir de una visión ética reformada hacia la construcción de una auténtica educación de la libertad, tendría que cambiar profundamente. El cambio en la visión de la normatividad tendría que ir de la actual visión de la norma como medio para el “ajusticiamiento” y el ejercicio de la condena de los educandos —y de los educadores— a partir de la desconfianza en su responsabilidad y en sus intenciones hacia una visión de la norma como medio para regular la convivencia y la búsqueda de “bien de orden educativo” Lonergan, 1998).

En el campo de la cultura educativa, el cambio de perspectiva de la educación ética hacia una concepción de educación de la libertad, tendría que haber también un proceso profundo de transformaciones radicales.

Como fruto de la visión ética tradicional, la cultura educativa está sustentada en lo inmutable y abstracto. El primer cambio fundamental en la cultura escolar debe ser el cambio de una cultura escolar sustentada en lo inmutable a una cultura escolar que se sustenta en el dinamismo del ser humano en la historia. Esto cambiará radicalmente la mirada y hará que toda la vida educativa se “descongele” y adquiera de pronto el dinamismo que está perdido.

Este cambio básico de lo inmutable a lo cambiante, conlleva el cambio de una cultura educativa sustentada en la norma hacia una cultura sustentada en los sujetos actores de la educación. Los educadores y los educandos son los protagonistas de la educación y deben ser el centro de atención de la cultura educativa que ha absolutizado la norma como eje rector.

Por otra parte, la cultura educativa está también sustentada en el poder.  La trans-formación de la cultura desde el cambio en la visión ética tiene que dar el salto desde una cultura educativa centrada en el poder hacia una cultura educativa centrada en el convencimiento de todos para emprender juntos la búsqueda de una mejora como seres humanos y de una mejora en la sociedad humana.

La trans-formación ética tiene que aterrizar en un cambio radical en los ambientes educativos, en los discursos, en el arte, en los símbolos y en las personas, que son los “vehículos de significación” que van configurando la cultura (Lonergan, 1988).

Los ambientes educativos tradicionales son ambientes de control, ambientes donde todo el comportamiento tiene que ser racional, lo cual indica que está prácticamente prohibido que en ellos se muestre la debilidad humana, la búsqueda o la confusión humanas. El cambio en este sentido tiene que ir hacia ambientes de convivencia humana que partirán de la aceptación de cada sujeto tal como es, con toda su historia y sus emociones, con sus aciertos y errores, con su posibilidad de confusión y de lucidez. Ambientes constructivos sustentados en la aceptación humana auténtica darán como resultado comportamientos más naturales y abiertos a la corresponsabilidad.

De igual manera, “la ética de la ley” imperante en el sistema educativo, conduce a discursos prescriptivos y de juicios a priori, más que a discursos que expresen la contradicción a la que está sujeto todo ser humano en el ámbito moral. Discursos que hablan de valores y de ideales de comportamiento humano que son tan lejanos a los educandos —y a los mismos educadores— como abstractos.

Los discursos educativos tendrían que cambiar y orientarse hacia la expresión —en modos nuevos, como los que las nuevas generaciones comprenden y usan- de la riqueza, la ambigüedad, la contradicción y la incertidumbre del mundo y del ser humano, convirtiéndose así en invitaciones a la búsqueda de autenticidad y de corrección mutua.

De la misma manera, el arte que está presente —de manera escasa- en la vida escolar y universitaria, se considera desde la perspectiva de “la moral como contenido” como un medio que tiene que enviar mensajes moralizantes a los educandos, que tiene que “enseñar valores”. Este tipo de arte acaba por convertirse en acartonamiento, pobreza expresiva, priorización del mensaje valoral o moral sobre la creatividad, vacío de significación. Es necesaria toda una “revolución artística” en el ámbito educativo, que inicie con la revaloración del arte como un medio didáctico privilegiado porque comunica una multiplicidad de valores y significados compactos en un producto expresivo, porque implica un mensaje intelectual pero sobre todo una carga afectiva y porque habla de la dimensión poética de la vida humana, de la búsqueda humana de plenitud.

Los símbolos son también vehículos privilegiados de educación moral puesto que en sí mismos son objetos que “evocan o son evocados” por sentimientos. Si la educación moral es en buena medida educación afectiva, los símbolos son un medio excelente para realizarla. Sin embargo, la fijación en lo inmutable y la rigidización de los símbolos en la educación los han ido vaciando de significado y produciendo incluso resultados contrarios a los buscados con ellos. La necesidad de flexibilizar, refrescar y recrear los símbolos que son parte de nuestra educación cotidiana es algo impostergable si se quiere emprender la reforma espiritual que se necesita hoy en día. 

Finalmente tenemos el tema de las personas. Los sujetos humanos dice Lonergan (1988), “pueden volverse significado personificado” para los demás. En este sentido, los educadores tendrían que ser significativos para los estudiantes por la coherencia de su misma persona. Sin embargo, la ética de lo inmutable y lo perfecto, convierte a los educadores en personas que tienen que esforzarse por presentar una imagen de perfección moral, de encarnación de todos los valores “universales”, que es prácticamente imposible de vivir.

Asumirse como personas imperfectas, con algo más de experiencia humana que los educandos pero en camino, en búsqueda y necesitados de esfuerzo para lograr la autenticidad moral, es lo más educativo en el terreno moral y es lo que convertiría a los educadores en verdaderos testimonios para sus alumnos, en “significado personificado” sobre cómo se debe intentar buscar la humanización, en “educadores de la libertad”, tan necesarios en este contexto de pluralidad e incertidumbre en que hoy vive nuestra sociedad.

De este modo, la construcción de una nueva aproximación a la relación educación-valores —de una aproximación que se sustente en la visión de una “moral compleja” cuyo criterio último de decisión es la “moral como estructura” más que la “moral como contenido” y que emprenda la construcción de una “educación de la libertad” en las instituciones escolares—, requiere de cambios en nuestras prácticas educativas concretas, en nuestras estructuras organizativas y normativas y en nuestra cultura educativa. Cambios profundos que nos lleven hacia esa radical “reforma del espíritu” que debe ser el fruto concreto de una verdadera “reforma de la educación”.

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