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Investigación, Política y Práctica Educativas {*}

Mercedes Muñoz-Repiso

 

«Hay que vincular la educación a la innovación y la investigación. Son la base fundamental de un país diferente» (Ángel Gabilondo, Rector de la Universidad Autónoma de Madrid, 2004).

Empezaré este capítulo con un apunte autobiográfico, porque es una referencia obligada de gratitud y reconocimiento. Hace treinta años, me incorporé como becaria al Instituto Nacional de Ciencias de la Educación (INCIE). Era un centro pionero en su enfoque y estructura, absolutamente innovador en el mundo educativo español, con un flamante edificio de paredes de colores, muebles modulares, circuito cerrado de televisión y hasta un gran ordenador. Sin embargo para mí el sentido del centro, e incluso mis propias motivaciones para estar en él, eran aún una nebulosa. Al poco tiempo, se organizó un seminario para profesores sobre investigación en el aula. Pedro Morales nos transmitió con el rigor y claridad que le caracterizan, junto con sencillas técnicas para llevar a cabo estudios en el entorno escolar, una visión novedosa del profesor-investigador y una convicción firme del potencial encerrado en el binomio investigación-docencia. Entonces empezó a nacerme la conciencia de que mi lugar en el mundo profesional era el «intercambiador» entre la generación de conocimiento y la práctica educativa.

Ahora sí, ahora podemos empezar el capítulo de verdad y hacer el recorrido que, después de varias décadas, nos lleve al comienzo, es decir, al futuro vislumbrado con perspicacia por un soñador experto en métodos de investigación.

 INTRODUCCIÓN

Hoy, a comienzos del siglo XXI, sabemos mucho de educación. Hace ya varias decenas de años que en el mundo entero se investiga con rigor sobre procesos de enseñanza y aprendizaje, psicología evolutiva y diferencial, socialización infantil, política educativa, organización escolar, desarrollo del currículo, didáctica, impacto del uso de las tecnologías en la enseñanza, eficacia de la escuela, procesos de mejora escolar, interacción en el aula, formación, actitudes y conducta del profesorado, liderazgo de las organizaciones educativas, papel de las familias en la educación, técnicas de evaluación... y un largo etcétera. Sabemos también cuánto ha cambiado la sociedad en su conjunto: los modos de vida, los valores y sobre todo, las comunicaciones y la trasmisión de la información han dado un gran vuelco en pocos años. Y, sin embargo, la mayoría de las instituciones escolares de hoy en día se parecen muchísimo en lo esencial a las de hace medio siglo: han mejorado en ciertos aspectos, tienen aulas luminosas y con calefacción, jardines y campos de deportes, disponen de material didáctico abundante y de unos cuantas herramientas tecnológicas. Pero, en el fondo, la enseñanza ha cambiado poco y se ha adaptado mal a las nuevas necesidades personales y sociales.

¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué los avances de la investigación no llegan apenas al aula ni a los despachos donde se toman las decisiones sobre los sistemas educativos? ¿Por qué en educación se considera, como en ningún otro campo profesional, que «cualquier tiempo pasado fue mejor»?

Las relaciones entre investigación, política educativa y práctica han sido desde siempre complejas y poco amigables, dando lugar a toda clase de incomprensiones y reproches mutuos. Los docentes miran a los investigadores con recelo, como a teóricos que desconocen por completo la realidad de las aulas, y menosprecian todo lo que proviene de ellos. Los investigadores culpan del inmovilismo de la educación a los profesores, que no evolucionan en su práctica incorporando a ella los avances de la investigación, tal como hacen los profesionales de casi todos los demás ámbitos. Por último, los políticos, con frecuencia, emprenden sus reformas sin tener apenas en cuenta el saber de unos y otros, dando más cabida a presiones corporativas y a imágenes mediáticas de la educación que a un conocimiento hecho de rigor científico y reflexión serena sobre la práctica.

Desde la perspectiva de la mediación entre investigación y práctica, se ve con cierto desconsuelo cómo se malgastan energías en ambos lados por la falta de diálogo. Nos preguntamos incluso, en muchas ocasiones, si la investigación educativa tiene algún impacto en la realidad y si puede hacerse algo para que las relaciones entre una y otra mejoren. A la primera pregunta, por fuerza, le damos una respuesta afirmativa, casi como principio incuestionable, a la segunda intentamos ir respondiendo mediante diversas fórmulas de solución, con más tesón que éxito. Sabemos que es difícil encontrar un equilibrio entre los distintos polos implicados. Existe la tentación de adoptar una postura simplista y algo maniquea, poniéndose de uno u otro lado, sin tener en cuenta la otra cara de la realidad. Tentación especialmente peligrosa cuando este enfoque es adoptado por quienes tienen poder para inclinar la balanza en algún sentido, porque, sin duda, las soluciones maniqueas tienen algo de injusto y de empobrecedor. Nunca está toda la verdad en una sola orilla del problema. La buenas respuestas requieren cooperación, suma de esfuerzos, nunca exclusión.

En España apenas existe reflexión y debate público sobre este tema. La investigación educativa ha avanzado también aquí muchísimo en las últimas décadas, pero la cuestión de su difusión y conexión con la práctica ha sido escasamente abordada, tanto por los propios investigadores como por los docentes y los responsables de la política de educación. Es más, en los últimos años, entre el profesorado no universitario ha disminuido significativamente el respeto hacia la investigación educativa y su sentido para la mejora de la enseñanza. En gran medida esta involución ha venido asociada a un movimiento «anti-pedagogía» alentado desde ciertos medios oficiales. Pero los propios investigadores, sin duda, han tenido también su parte de responsabilidad en esta desafección, al inclinarse con más frecuencia por el «Olimpo» de la ciencia pura sin contaminación de la práctica, que por el «Ágora» de una investigación hecha desde y para la escuela real (OCDE, 1995).

En los años 70 se generó una expectativa excesiva hacia la investigación, de la que se esperaban beneficios inmediatos para el logro de una mejora educativa. Luego, tras un período de decepción, se pasó a otro de búsqueda realista de la articulación entre ambas actividades, pero desafortunadamente marcado por la insuficiencia de recursos y la indefinición estructural. De ahí, se ha llegado a una época de menosprecio respecto a lo que la investigación puede aportar a la educación, muy en consonancia con la actual infravaloración del pensamiento en ciertos ámbitos de nuestra sociedad, en los que sólo la experiencia práctica parece gozar de carta de ciudadanía. Quizá por todo esto, entre otras razones más generales, en España no hay debate sobre este tema. Se exceptúan algunas voces aisladas (Sancho y Hernández, 1997; De la Orden y Mafokozi, 1999; Fernández Cano, 2001, etc.) que no han llegado a suscitar reacción alguna ni en la comunidad académica, ni en el mundo de la práctica escolar, ni entre los responsables de la política de educación e investigación. Los investigadores siguen trabajando, desde luego, pero el sistema educativo no parece beneficiarse gran cosa de ello, ni los diversos actores preocuparse de que así sea.

Una vez mencionada brevemente la situación en España, este capítulo se centrará en el ámbito internacional, donde el tema de las relaciones de la investigación con la política educativa, por un lado, y con la práctica docente, por otro, es objeto de una polémica viva, planteada desde diversos ámbitos, que ha dado lugar a importantes contribuciones teóricas y a acciones de envergadura. Desde luego algunas de las reflexiones generales que se harán son perfectamente aplicables también al contexto español. Intentaremos, en la medida de lo posible y ajustándonos a las restricciones de espacio lógicas en una obra colectiva, plantear las líneas fundamentales de este debate y las perspectivas actuales de avance en la colaboración entre investigación y práctica educativa.

Comenzaremos por tratar el tema de la repercusión (o la falta de ella) de la investigación educativa en la práctica escolar, para después abordar el de las relaciones entre investigación y política educativa. Somos conscientes de que no son dos temas separados, pues, como señala Louis (1996), «toda utilización del conocimiento es política», pero los tratamos en dos apartados por la necesidad de sistematizar de algún modo la exposición. Finalmente, esbozaremos las líneas por las que parece vislumbrarse un camino de mejora de la cooperación entre la investigación, la educación y la toma de decisiones respecto al sistema educativo.

 1. INVESTIGACIÓN EDUCATIVA Y PRÁCTICA DOCENTE

Las relaciones entre la investigación educativa y la práctica docente se han planteado habitualmente desde modelos explicativos clásicos, basados en el esquema simplista investigación-difusión-desarrollo-implantación. Este planteamiento ha ejercido sobre investigadores y profesores mucha presión y ha generado, en algunos momentos, una fuerte polémica acerca de la utilidad y sentido de la investigación educativa, por un lado, y de la falta de fundamentación científica de la enseñanza, por otro. De unos años a esta parte se ha vuelto a suscitar internacionalmente este debate, propiciado por diversas circunstancias. En primer lugar, la necesidad acuciante de una renovación creativa de la educación para dar respuesta a los enormes cambios sociales de los últimos tiempos, está pidiendo a gritos el apoyo de la investigación, aunque, curiosamente, ha provocado una reacción inmovilista en no pocos sectores educativos (Muñoz-Repiso, 1999). En segundo lugar, la colaboración entre investigación y enseñanza resulta indispensable, ya que tanto la una como la otra maximizarían sus resultados mediante una buena retroalimentación, en el momento actual, marcado por la exigencia de rendición de cuentas (accountability) en todos los campos en los que se invierte dinero público y, consiguientemente, por la preocupación del máximo rendimiento.

En este terreno abonado, David Hargreaves (1996) puso la semilla, que germinó en un intenso debate, con su ya célebre conferencia en la Asamblea anual de la Agencia para la Formación de Profesorado el Reino Unido (TTA). Su intervención tuvo el efecto de provocar una toma de conciencia de la envergadura del tema y suscitar una gran cantidad de respuestas, foros de discusión y acciones de diversa índole, que duran hasta nuestros días. La postura del prestigioso inspector y profesor de Cambridge puede resumirse, por fuerza simplificando la argumentación, del modo siguiente:

  • la enseñanza, al contrario de lo que ocurre en el campo de la medicina, donde la sinergia entre investigación y práctica ha producido avances significativos, no es una profesión basada en evidencias científicas (research-based o evidence-based profession);
  • la culpa de esta situación la tiene sobre todo la investigación educativa, que no ha sabido ser útil para la fundamentación de la práctica docente, ni crear un cuerpo de conocimientos sólidos e indiscutibles con sentido acumulativo, ni difundir adecuadamente sus resultados;
  • como, hoy más que nunca, la mejora de la educación requiere que ésta se base en el saber generado científicamente, la mejor solución es que los profesores, que conocen las necesidades de la práctica, hagan un tipo de investigación libre del academismo estéril de la llevada a cabo por los investigadores ajenos a la escuela, y
  • consecuentemente, gran parte de los fondos destinados a investigación educativa deben ser redirigidos, por un lado, a financiar los estudios hechos por los propios profesores sobre el terreno, y por otro, a la Oficina para los Estándar-es en Educación (OFSTED) para que los inspectores hagan estudios sobre los informes que ellos mismos realizan a partir de la inspección a las escuelas.

La conferencia de Hargreaves tuvo un enorme impacto en el Reino Unido. Provocó por parte de la TTA acciones encaminadas al fomento de la investigación en las aulas y a la promoción de la «enseñanza como profesión basada en evidencias». También dio lugar a dos informes nacionales sobre la investigación educativa, en los que se basaron algunas decisiones políticas que afectan a la organización y financiación de la misma. Pero, sobre todo, suscitó numerosas respuestas por parte de expertos, profesores e investigadores, en uno y otro sentido, es decir, unas en apoyo de la postura de Hargreaves y otras, si no en contra, bastante críticas con ella, aunque siempre aceptando gran parte de sus argumentos.

Los dos informes sobre la investigación educativa fueron llevados a cabo por el OFSTED y por el Departamento o Ministerio de Educación respectivamente y ambos fueron muy críticos acerca de la calidad y utilidad de la investigación educativa. Como respuesta a estos informes, el gobierno creó, por una parte, en la Escuela de Educación de la Universidad de Londres, un Centro de Información y Coordinación, llamado EPPI-Centre (Evidence for Policy and Practice) encargado de llevar a cabo revisiones sistemáticas de los resultados de la investigación educativa, para hacerlos más accesibles a políticos y profesores, y por otra, un Foro Nacional de la Investigación Educativa (National Education Research Forum, NERF) que estableciera prioridades de financiación más acordes con las necesidades de los usuarios. En 2001 el NERF publicó un documento destinado a generar una estrategia nacional para coordinar la investigación educativa, con la finalidad de que sirva de forma más eficaz a la práctica y a la toma de decisiones. La estrategia está basada en tres pilares: crear un sistema para resumir y difundir adecuadamente los resultados de la investigación; establecer prioridades para la investigación y el desarrollo en educación; y coordinar las evaluaciones de propuestas y productos de investigación según un conjunto de criterios de calidad.

De las numerosas e interesantes reacciones suscitadas por la provocadora intervención de Hargreaves en el mundo académico (Goldstein, 1996; Edwards, 1996; Hallam, 1998; Shkedi, 1998; Wikely, 1998; Foster, 1999; Ratcliffe, Bartholomew, Hames, Hind, Leach, Millar y Osborne, 2001; Hulme, 2001; Black, 2003, etc. ) solo nos referiremos brevemente a tres de ellas, la de Hancock (1997), la de Hammersley (2002) y la de Hemsley-Brown y Sharp (2002). Las dos primeras sintetizan bien los puntos débiles del planteamiento de la famosa conferencia en la TTA, una desde la perspectiva del profesorado y otra desde la de la investigación educativa. La tercera tiene la peculiaridad de estar escrita desde un organismo no universitario de investigación, el NFER, que juega un papel de intermediario entre la investigación y la práctica educativa, y por tanto se sitúa a priori en una buena perspectiva neutral. Todas ellas admiten la mayoría de los argumentos expuestos por Hargreaves, pero añaden nuevos ángulos de enfoque y matices, que les llevan a conclusiones diferentes, más o menos críticas, con la postura de Hargreaves.

Hancock (profesor de la Universidad de Greenwich) responde a la pregunta, enunciada en el título de su artículo, de por qué los profesores son reacios a hacer investigación con cuatro razones explicativas, basadas en su propia reflexión y avaladas por las opiniones de otros académicos. Las causas aducidas, que, sin duda, reflejan una realidad que suscribiríamos desde otras latitudes, son las siguientes:

  • La primera de ellas es la falta de expectativa social de que los docentes no universitarios hagan investigación y teoricen sobre su práctica, lo que les lleva a no sentirse llamados a este tipo de actividad.
  • La segunda se refiere a las propias condiciones y características de su trabajo, muy centrado en el «hacer», con fuertes implicaciones emocionales y de relación interpersonal, que conduce a los profesores a rechazar lo que no se considera útil para resolver los problemas inmediatos.
  • La tercera es la falta de confianza en sí mismos de los profe¬sores como profesionales que tienen algo que decir, debido a su falta de participación en el diseño de las políticas de cambio educativo.
  • La cuarta razón es el desencuentro entre las metodologías más consolidadas en la investigación educativa y los modos de trabajar de los docentes.

Este conjunto de razones parece apuntar a que la docencia y la investigación son actividades muy diferentes, que exigen formación, tiempos, capacidades y motivaciones distintas y que, por tanto, difícilmente pueden ser compatibles para que las realice un mismo profesional. Concluye el artículo sugiriendo algunos modos creativos de apoyo a los profesores, para que puedan llevar a cabo actividades de investigación incardinadas en la docencia.

El trabajo de Hammersley y de sus colaboradores (todos ellos profesores de la Facultad de Educación de la Open University) va más allá de la reacción a la conferencia de la TTA y hace un planteamiento en profundidad de las relaciones entre investigación y práctica educativa, sobre el que volveremos más adelante. En este momento sólo nos interesa señalar muy brevemente los puntos críticos respecto a la postura de Hargreaves y su posicionamiento en la polémica suscitada. El primer capítulo del libro se dedica íntegramente a hacer una evaluación punto por punto de la conferencia de la TTA y de sus consecuencias. Se centra en desmontar lo que llama falacias subyacentes a los dos principales argumentos de Hargreaves: que la investigación educativa ha fracasado en la producción de un corpus consistente de conocimientos y que sus resultados son de poca utilidad para los profesores.

Aun admitiendo la parte de verdad que hay en ambas afirmaciones, considera Hammersley que la primera olvida las dificultades metodológicas intrínsecas a la investigación en un campo como la educación, semejante en ciertos aspectos al de la medicina, pero en absoluto idéntico a él, entre otras cosas porque un médico trata a los pacientes individualmente y el profesor ha de hacerlo en grupo, lo que es fuente de muchas de las dificultades de la enseñanza. La segunda afirmación parte de una concepción simplista y lineal de las relaciones entre investigación y práctica educativa y de una noción demasiado instrumental de lo que es la relevancia práctica, que, de ningún modo puede reducirse a la repercusión inmediata y visible. Concluye su crítica afirmando que la propuesta de Hargreaves de reformar radicalmente la investigación educativa se parece más al discurso «anti-profesionales» de algunos políticos que a una intervención académica y que las políticas derivadas de esta propuesta están resultando contraproducentes y lejos de mejorar la calidad de la investigación, la están dañando.

Las investigadoras del NFER, Hemsley-Brown y Sharp, toman como punto de partida de su estudio la comparación efectuada por Hargreaves entre la medicina y la educación en cuanto al uso de la investigación para mejorar la práctica. En medicina las decisiones profesionales, como el tratamiento que se ha de prescribir en unas condiciones determinadas, están basadas en los resultados de investigación disponibles; por el contrario los profesores rara vez acuden a investigaciones para tomar decisiones respecto a sus alumnos. El estudio consiste en analizar si, en efecto, los médicos y enfermeras utilizan más la investigación que los profesores y directores de centros, y qué factores condicionan el mayor o menor uso.

Tras la revisión de 183 artículos e informes e investigación, llegan a la conclusión de que los profesores no suelen estar interesados o implicados en investigación educativa ni son usuarios asiduos de revistas profesionales, mientras entre los médicos esta es una práctica habitual. Los principales factores negativos que parecen motivar este desinterés de los profesores son la escasez de tiempo, la falta de confianza en los resultados de la investigación, que se consideran irrelevantes o teóricos, la dificultad de entender el lenguaje de los investigadores, la mala difusión de los estudios, la mayor relevancia concedida a otras fuentes de información y la falta de incentivos. En cambio, como factores positivos para que exista «consumo» habitual de investigación por parte del profesorado, se señalan las buenas relaciones entre investigadores y docentes, el que los estudios se centren en la escuela, la participación de los profesores en estudios de postgrado y la implicación de éstos en trabajos de investigación. El porqué de las diferencias entre el colectivo docente y el sanitario parece residir no tanto en resistencias individuales como en la cultura institucional de cada uno de ellos, que incita más o menos a la adquisición de conocimientos para realimentar la práctica. De modo que modificar el grado de uso de la investigación por parte de los profesionales de la enseñanza implica sobre todo un cambio cultural.

Se aprecia que el debate suscitado en el Reino Unido (y extendido después al ámbito internacional), en el que no hemos hecho más que una pequeña incursión, es apasionante y de gran trascendencia para el futuro inmediato de la investigación educativa y de la propia educación. Las cuestiones planteadas son de gran calado, de las que no se resuelven con medidas puntuales, sino que suponen perspectivas nuevas y globales. A este debate se han unido voces académicas de todo el mundo y ha dado lugar a varias acciones de la OCDE sobre el tema de la generación y utilización del conocimiento en educación entre las que destaca la publicación (OCDE, 2000) de una serie de aportaciones de expertos de gran prestigio (entre ellos el propio Hargreaves, además de Saussois de Francia, Lundvall de Dinamarca, Bauer y Carnoy, de Estados Unidos, Kogan del Reino Unido, etc.). Más adelante se recogen los principales aspectos relativos a replanteamientos de base v líneas de avance tratados en esta publicación.

 2. RELACIONES ENTRE INVESTIGACIÓN Y POLÍTICA EDUCATIVA

La interacción entre la investigación educativa y la política se caracteriza en general por la ignorancia mutua y el continuo desencuentro. Es cierto que, de vez en cuando, hay bienintencionados intentos de entendimiento y apoyo por parte de los políticos, que dan lugar a algunos logros importantes. Las relaciones entre estas dos esferas de acción son de suyo difíciles, dadas, sobre todo, las divergencias de intereses, planos de conocimiento y tiempos en que se mueve cada una de ellas (Muñoz-Repiso, 2000). Es más, a menudo son incluso peores de lo que cabría esperar, a causa de la incomprensión de algunos políticos y del alejamiento de la realidad por parte de ciertos investigadores.

Empezaremos por la visión más positiva de esta cuestión. Robert Slavin (2002), que posee un largo bagaje de reflexión y contribuciones en este terreno, pone de relieve los beneficios para la educación de una política basada en la investigación (evidence-based policy). Señala como un hito en Estados Unidos la decisión, tomada por la administración Clinton en 1999 y continuada hasta el momento por la administración Bush, de promover y financiar a las escuelas la adopción de reformas basadas en investigaciones rigurosas. Esta iniciativa, denominada No Child Left Behind está destinada a las escuelas más pobres y financiada con un enorme presupuesto. En ella colaboran estrechamente el Departamento de Educación y la Oficina de Investigación Educativa (OERI).

Indica Slavin que esta experiencia de cooperación y otras similares no han contribuido aún a la necesaria transformación de la educación, tal como ha ocurrido en cambio en la medicina, la agricultura y la tecnología del siglo XX, pero, al menos, sirven para construir unas bases de mayor confianza entre investigadores, políticos y prácticos. Este tipo de procesos puede dar lugar a largo plazo a las mejoras progresivas y sistemáticas que caracterizan los campos más avanzados de actividad en la sociedad actual. Hasta ahora la educación no había adoptado dinámicas semejantes a las de los campos más nutridos por la ciencia y, por eso, sus cambios son más pendulares que progresivos. En gran medida esto se debe a que las aplicaciones de la investigación son ocasionales y sus resultados sólo se respetan si se corresponden con las modas pedagógicas o con los intereses políticos.

Es de esperar que la estrategia de aplicar el conocimiento de la investigación a la política educativa tenga un efecto espiral, de tal modo que la investigación, al ser valorada para el diseño de políticas con repercusión en el cambio escolar, se vea reforzada en prestigio social y recursos; entonces se esforzará en producir y difundir resultados aplicables, que darán lugar a mejoras en las escuelas y servirán para la adopción de nuevas políticas educativas basadas en evidencias sólidas, de las que se beneficiarán millones de niños. El progreso ha de producirse a base de pequeños avances acumulativos, no de grandes éxitos rápidos. Por tanto requiere continuidad y paciencia, cualidades que han estado ausentes en la mayoría de los intentos de establecer unas relaciones sólidas y fructíferas entre la investigación y la política educativa. Slavin está convencido de que es el momento idóneo para que esto suceda y la educación pase a formar parte de las actividades que, de forma natural, se alimentan de los avances de la investigación, tal como lo hacen otras profesiones.

Sin embargo, son muchos los indicios de que esta situación idílica está lejos de producirse de forma generalizada, a pesar de la lógica aplastante del planteamiento. Como decíamos, los intereses, enfoques, lenguajes y plazos de la actividad política y la investigadora son muy diferentes, a veces irreconciliables. El objetivo del investigador es generar conocimiento y el del político actuar sobre la realidad. Como consecuencia, ambos hablan lenguajes diferentes, porque el uno considera un éxito cualquier avance en el des¬cubrimiento de los factores que contribuyen a mejorar la educación y el otro, en cambio, quiere resultados tangibles. Y se mueven en tiempos casi imposibles de conciliar, porque el político necesita la información de forma inmediata y la investigación es un proceso lento. Pero esto no debería ser un obstáculo insalvable para el diálogo y la colaboración, si no se mezclaran otros elementos que hacen las relaciones mucho más difíciles en el campo de la educación que en otros, como pueden ser la ingeniería o la medicina. Nos referimos a los aspectos ideológicos.

La educación es un terreno muy cargado de ideología, en el que las dimensiones políticas, las opiniones de los ciudadanos y lo profesional se mezclan continuamente. Por eso tanto los profesores como los investigadores en educación tienen grandes dificultades de que se respete su saber. A ningún político o persona de la calle se le ocurre opinar acerca de cómo debe hacerse un puente, repoblar un bosque o realizar un trasplante de corazón. Podrán discutir (incluso decidir, si es de su competencia) sobre la oportunidad de hacer un determinado puente, las ventajas de la repoblación forestal o la conveniencia y legitimidad de llevar a cabo trasplantes de órganos. Eso quiere decir que en ingeniería y en medicina los aspectos políticos o sociales están bien deslindados de los científicos o profesionales. Sin embargo, en educación, cualquiera sienta cátedra en temas tan dispares como la conveniencia de subvencionar la enseñanza privada o los efectos de la enseñanza comprensiva sobre los resultados de los alumnos (por poner algunos ejemplos) cuando está claro que pertenecen a dos planos muy diferentes. Lo primero pertenece al terreno de lo valorativo e ideológico y por tanto la sociedad, y los políticos en su nombre, tienen plena legitimidad para opinar y decidir al respecto. En cambio, sobre el segundo tema sólo es posible pronunciarse con seriedad sobre una base de evidencias empíricas y no tendría ningún sentido tomar decisiones sin conocer los datos que avalen la opción elegida. Pero ocurre que también esta cuestión, aunque debería ser puramente técnica, está contaminada de ideología.

Aunque la finalidad manifiesta de los sistemas educativos es el logro de una serie de resultados para todos los alumnos, existen intereses tácitos de diversos colectivos y prejuicios muy arraigados socialmente que interfieren de forma considerable en la búsqueda imparcial y objetiva de soluciones por parte de los profesionales (hasta donde es posible la objetividad en cualquier campo, y más aun en ciencias sociales). Todas estas razones, aparte de las responsabilidades achacables a los propios investigadores, que también las hay, contribuyen a que la investigación educativa sea mirada con poco interés y con cierto recelo por parte de los responsables políticos. Por eso no podemos por menos de mirar con escepticismo la postura optimista de Slavin.

Según Martín Carnoy (2000), los resultados de la investigación educativa solo son tenidos en cuenta cuando coinciden con el «saber ordinario», es decir, con las convicciones de la gente adquiridas mediante sus experiencias de la vida cotidiana, y/o cuando son útiles, en un sentido amplio, para la política educativa. Ilustra esta afirmación con ejemplos extraídos de la realidad de Estados Unidos o del ámbito internacional. El más llamativo de estos ejemplos es el de la influencia del tamaño de la clase en el rendimiento de los alumnos, utilizado de forma contraria en los países desarrollados y en los pobres. La evidencia, contrastada por numerosas investigaciones, de la escasa o nula relación entre estas dos variables, es rechazada en los países desarrollados por ir en contra de la creencia generalizada y de los intereses de potentes colectivos (padres y profesores) y, por tanto, ser políticamente inoportuna (salvo en las ocasiones en que se quiere justificar un recorte presupuestario). En cambio en el Banco Mundial estos resultados se han convertido en «artículo de fe» para imponer a los países en vías de desarrollo ratios alumnos/profesor altísimas y así reducir drásticamente los gastos en educación.

En España podríamos citar como ejemplo paradigmático el de la selectividad, que desaparece del panorama educativo con una mala fama de «lotería» en absoluto justificada por los datos empíricos. Los resultados en sentido contrario de las muchas investigaciones realizadas durante una década (De Miguel, 1993; Muñoz-Repiso et al., 1997) no han logrado modificar la opinión del gran público y, por tanto, tampoco han sido de interés político. En parte, quizá, porque no fueron difundidos adecuadamente y en parte porque resulta muy cómodo para todos tener un «chivo expiatorio» al que cargar las contradicciones del sistema. Otro ejemplo, de signo contrario, es el de la profusa utilización de la parte de los resultados del Informe PISA (OCDE, 2001), que iban en el sentido de la corriente de opinión dominante y de los intereses de la política del momento, silenciando en cambio aquellos que la contradicen.

Estos ejemplos de temas educativos difundidos de forma superficial o sesgada por la prensa, ponen también de relieve otro elemento importante de las relaciones entre la investigación y la política educativas: el papel de los medios de comunicación. A éstos, como dice Carnoy, les gustan, por un lado, los resultados bien definidos, sin matizaciones ni complejidades, porque es lo fácilmente trasmisible, y por otro, la polémica, porque es lo que vende. La presión mediática lleva en ocasiones a los comunicadores, e incluso a los propios investigadores, a transformar en blanco y negro aquello que era una gama de grises, a simplificar, a extremar posiciones y algunas veces, hasta a deformar la realidad.

Existe el riesgo grave de que los propios investigadores, en su deseo bienintencionado de hacer los resultados comprensibles y útiles para la toma de decisiones, o en su no tan bienintencionado interés de ser gratos al poder, seleccionen los resultados más llamativos o más acordes con lo que se espera de ellos, traicionando así su cometido. En el otro extremo está la opción de realizar investigaciones de alto rigor científico que sólo tienen repercusión en el terreno académico, que no se divulgan ni trascienden a la sociedad y no producen más beneficios que engrosar el curriculum de sus autores, sin interferir ni para bien ni para mal en la política educativa. Consideramos que éste es otro modo de traicionar la misión social del investigador, tan pernicioso como el anterior.

Ciertamente, no resulta fácil encontrar el equilibrio entre los dos polos y por eso, son loables todos los intentos de conciliarlos, sea cual sea el éxito de la iniciativa. Se puede trazar un camino intermedio por el que avancen las relaciones entre política e investigación educativa con provecho mutuo y sobre todo, con consecuencias positivas para la propia educación. En el apartado siguiente vamos a esbozar, de forma sintética, por dónde parecen ir las perspectivas de solución de esta aporía, así como de la no menos problemática cuestión de la enseñanza basada en investigación y de la investigación ligada a la práctica docente.

 3. PERSPECTIVAS DE FUTURO EN LA COLABORACIÓN ENTRE INVESTIGACIÓN Y PRÁCTICA EDUCATIVAS

Para avanzar en la mejora de relaciones y en la realimentación recíproca de estos ámbitos de actividad, es necesario modificar los planteamientos de base. El exceso de optimismo de los años 60 y 70 acerca de los efectos de la investigación para la modificación de la práctica no fue beneficioso para ninguna de ellas. Partía de una concepción simplista y lineal, basada en un modelo industrial de funcionamiento (producción de saber => mediación/difusión => aplicación) según el cual, la investigación debería producir de forma inmediata resultados, que se convertirían en pautas de actuación para docentes y responsables políticos. La consecuencia natural de este planteamiento erróneo fue el pesimismo de los años 80 y 90, al comprobar lo poco que ha servido la investigación educativa para la mejora de la enseñanza. Las posibles razones de la falta de frutos esperados giran en torno a cuatro hipótesis (Kennedy, 1997, citado en OCDE, 2000): la investigación no es convincente porque sus productos no son de calidad; los docentes no son unos profesionales acostumbrados a nutrirse de los avances de la investigación; las ideas procedentes de los estudios no son fácilmente accesibles a los docentes; el sistema educativo en sí mismo es incapaz de introducir cambios.

Actualmente los planteamientos de esta cuestión son mucho más realistas, complejos y a la vez, modestos en sus pretensiones. Ya no se supone que la investigación vaya a resolver todos los problemas de la educación ni a tener repercusiones en la práctica de forma in-mediata. Pero eso no significa que no quepa esperar nada de ella, sino que es preciso ajustar las expectativas por medio de un cambio de enfoque. Los modelos no lineales se han impuesto como única forma de abordar la cuestión en sus justos términos. Las complejas relaciones entre producción y utilización del saber se pueden explicar mediante «modelos interactivos» (OCDE, 2000) modelos de «ilustración moderada» (moderate enlightenment) (Hammersley, 2002), o modelos «epidemiológicos» (Cros, 1999), entre otros.

El «modelo interactivo» se caracteriza por enfatizar la interdependencia entre los elementos del sistema, de manera que los tres procesos fundamentales (producción, mediación y utilización) se influyen mutuamente y los diferentes actores pueden adoptar uno u otro papel según el momento. Al hablar de «ilustración moderada» (frente al modelo industrial o al de ilustración fuerte), Hammersley se refiere a que la práctica no puede fundarse de forma di-recta en lo que la investigación produce, ni ésta orientarse sólo a la generación de resultados inmediatamente útiles.

Los procesos de retroalimentación entre una y otra son contingentes, pasan por la mente de los docentes y administradores de la educación «ilustrados», que, entre otros conocimientos, manejan resultados de investigación para tomar sus decisiones. Por su parte, la expresión «modelo epidemiológico» se refiere a un modo de expansión del conocimiento que recuerda más al contagio que a la imposición o la utilización mecánica. Los primeros «afectados» por las perspectivas innovadoras abiertas por la investigación serían algunos profesores pioneros, para irse después expandiendo hasta institucionalizarse de forma generalizada.

Todos estos modos de interpretar las relaciones entre práctica e investigación tienen en común tres aspectos: por un lado, el haber rebajado sustancialmente las expectativas acerca de la capacidad de la investigación educativa para provocar cambios en la práctica; por otro, el considerar que las fronteras entre productores y usuarios del saber no son en absoluto nítidas; y, por último, el afirmar que entre ellos se dan relaciones en red, no lineales. El papel de la investigación educativa en este enfoque es mucho más limitado de lo que se pretendió en una concepción maximalista. Pero es un papel necesario, consistente en «iluminar» conceptos y relaciones, de forma indirecta y lenta, basado en la construcción acumulativa de conocimiento contrastado, no en la provisión de recetas de uso inmediato, ni en la justificación de decisiones tomadas de antemano.

La creación, transferencia e integración del saber en la práctica se daría en un «sistema que aprende», cuyas actitudes motoras son la innovación, el trabajo en equipo y la renovación, mediante relaciones triangulares que se alimentan mutuamente. Supone un cambio sustancial de perspectiva. Los docentes son profesionales innovadores y generan un saber desde la acción y la reflexión, que se trasfiere a los investigadores y a los responsables políticos; a su vez los investigadores producen conocimiento mediante la realización de estudios, incorporando los saberes y/o los cuestionamientos provenientes de la práctica y lo trasmiten a docentes y políticos; éstos por su parte recogen el saber generado desde la investigación y la práctica para tomar decisiones que sirvan de apoyo y marco a la investigación y a la actividad educativa, a la innovación y al desarrollo de la profesión docente. Los tres vértices del triangulo, así como todos los actores y tareas implicadas, están al servicio de la mejora de la educación que es la razón de ser de todos ellos.

La «escuela del mañana» (OCDE, 2001) implica la creación de redes de gestión del saber que permitan relaciones fluidas entre los propios docentes y de éstos con los investigadores y con los responsables políticos. Es un auténtico cambio de mirada sobre el problema. La investigación no será la «panacea universal» para resolver todos los problemas que la escuela tiene planteados, pero sí un pilar importante para realizar pequeños avances sobre premisas sólidas, para desarrollar la profesión docente al mismo nivel que otras profesiones de alta cualificación, como la medicina o la ingeniería. No tendrá nunca un papel prescriptivo respecto a la enseñanza, porque ésta es una profesión que requiere la construcción de un saber propio, en diálogo con la realidad escolar y social y mediante la cooperación entre docentes.

El conocimiento proveniente de la investigación y el que se deriva de la práctica no tienen por qué excluirse, sino más bien articularse, respetarse, dialogar entre sí, ser «mucho más que dos», como diría Benedetti, al apoyarse recíprocamente. El punto crucial es romper la frontera, provocar el cambio de cultura, suscitar la motivación para que los profesores utilicen la investigación educativa, la valoren, la incorporen a su vida profesional como usuarios-productores; y los investigadores reconozcan el saber generado a partir de la práctica y se apoyen en él.

El movimiento de investigación de Mejora de la Eficacia de la Escuela (Reynolds, Bollen, Creemers, Hopkins, Stoll y Langeweij, 1997) es un buen ejemplo de intento de colaboración, en pie de igualdad, entre docentes que llevan a cabo un proceso de cambio en su centro escolar e investigadores que intentan iluminarlo con el conocimiento adquirido a partir de los estudios sobre Eficacia escolar, aprendiendo a su vez del modo de hacer de los docentes implicados. Al menos esa es la intencionalidad. En la realidad todavía está demasiado dirigido por los investigadores académicos y, hoy en día, resulta difícil pensar que pueda ser de otro modo, dado como se plantean en el mundo de la investigación los requisitos para la recepción de fondos, la formalización de informes, la rigidez de las publicaciones, etc. Falta aún mucho para potenciar el movimiento de retroalimentación por el que los prácticos digan su palabra y los teóricos la escuchen como parte sustancial de su trabajo. Unos y otros, investigadores y profesores necesitan un mayor reconocimiento mutuo y por parte de la sociedad de su status profesional. Pero al menos el proceso está en marcha.

El «cómo» se puede llegar a hacer del sistema educativo una organización que aprende daría para otro capítulo, porque es una cuestión de fondo, que afecta tanto a la política en su globalidad como a los diferentes actores que hacen realidad la educación. Aquí nos contentaremos con unos apuntes iniciales sobre algunos pasos que podrían comenzar a darse en lo que a relaciones entre saber y práctica educativa se refiere:

  • Partir de un enunciado explícito de la cuestión de la gestión del conocimiento como algo nuclear, haciendo una reflexión sobre las fuentes de acceso y los modos de producción del saber, para llegar al diseño de un modelo en el que se visualicen los cauces de comunicación y las relaciones que se pretende establecer.
  • Hacer un trabajo de integración del saber disponible, mediante revisiones de investigación, meta-análisis, resúmenes temáticos, bases de datos organizadas mediante descriptores, etc., que por un lado, contribuya a consolidar la investigación educativa, a hacer sus resultados más acumulativos y promueva su avance, y, por otro, facilite el acceso a los hallazgos de la investigación a un público más amplio.
  • Realizar un esfuerzo de acercamiento de lenguajes, de adaptación del saber abstracto y general a contextos concretos; para lo que es imprescindible el intercambio, el trabajo en equipo de los docentes entre sí y de éstos con los investigadores, la creación de grupos mixtos pioneros en esta tarea.
  • Revalorizar las buenas prácticas de las escuelas propiciando su difusión y llevándolas a una «meta-reflexión» que contribuya a rebasar sus paredes concretas y sirva al aprendizaje común; para ello los investigadores externos pueden jugar un importante papel de animadores y puente con el mundo académico.
  • Trabajar en red, sin ninguna clase de vertical ismo, con vértices diversos que lideran alternativamente diferentes procesos; crear redes vivas de profesores, redes de escuelas, redes de investigadores, redes mixtas de investigadores y docentes, etc., utilizando todo el potencial de las tecnologías de la información y la comunicación.

El peor enemigo de este planteamiento, atractivo de suyo, son las resistencias por parte de todos: la resistencia de muchos profesores al cambio de cultura y a la ampliación de su mirada; la resistencia a implicarse en la problemática concreta de las escuelas por parte investigadores demasiado cómodos en su aséptico mundo académico; la resistencia de los políticos a dejar hablar a la realidad más alto que a sus propios criterios o a los intereses de su partido. Los responsables de la política educativa juegan un papel decisivo en el diseño de reformas institucionales que faciliten una visión del sistema educativo del tipo «organización que aprende», en la que todos los actores tengan un lugar de similar importancia y todos adopten un papel creativo de aprendices y maestros a la vez, pero sin que esto suponga una confusión de las respectivas funciones.

En el proceso de trasformación de los sistemas educativos en organizaciones que aprenden pueden jugar un papel importante las estructuras mediadoras entre la generación de conocimiento y la acción, tanto en los ámbitos nacionales como en los internacionales. Es fundamental poner en contacto a las tres comunidades interesadas (profesores, investigadores y responsables de las políticas educativas) para reforzar sus capacidades de utilización provechosa de la información. Varios países han puesto en marcha recientemente redes y organismos para realizar esta función y, por su parte, en las últimas décadas, algunos organismos o instituciones internacionales están jugando un papel importante en este sentido, con diversas estrategias de apoyo a los responsables políticos.

Dos ejemplos nacionales interesantes son el EPPI Center -ya mencionado anteriormente- en el Reino Unido y la What Works Claringhouse (WWC) en Estados Unidos (OCDE, 2003a). El EPPI, como se dijo, tiene por misión aportar su ayuda a quienes quieren hacer balance de lo que ya se sabe sobre una serie de problemas de la práctica y política educativa, con el objeto de capitalizar el saber sobre educación. El programa WWC (http://www.w-w-c.org) es una iniciativa del centro de investigación educativa del Ministerio de Educación norteamericano en la que colaboran institutos de investigación de diversas universidades, seguramente heredera de la trayectoria generada hace una veintena de años a partir del informe A nation at Risk y la subsiguiente publicación por el Departamento de Educación de USA (1994) del excelente documento What works? Research about teaching and learning. Su misión es triple: favorecer el uso de metodologías rigurosas en la investigación educativa; propiciar el aprovechamiento del conocimiento generado en educación para la toma de decisiones políticas; y facilitar al gran público los resultados de las investigaciones de interés. Todo ello se lleva a cabo mediante un proceso de síntesis que culmina con la colocación en Internet de informes temáticos.

Aunque dije que no me referiría más a España, no puedo dejar de comentar que esta función mediadora ha venido siendo desempeñada aquí institucionalmente, desde la administración pública, primero por el INCIE y luego por su sucesor el CIDE, durante más de treinta años, con más o menos medios y fortuna (últimamente con poco de ambas cosas). Quizá el problema ha sido que el carácter demasiado pionero de este organismo no ha ido en consonancia con la situación social de la educación. Se generó la estructura antes de que se hiciera sentir la necesidad de ella y no se ha sabido apreciar su potencial por parte de ninguna de las tres comunidades implicadas antes mencionadas, aunque quizá de ellas son los investigadores quienes más han valorado este centro.

En cuanto a los organismos internacionales, nos referiremos brevemente a tres de ellos, que consideramos emblemáticos en cuanto a mediación entre conocimiento y política educativa, por distintas razones. La OCDE, por ser una potente organización, que cubre un ámbito geográfico amplio, con gran prestigio y fuerte influencia en los Estados miembros; Eurydice, en el ámbito europeo, entidad más modesta, pero con una misión mediadora explícita; y, por último, el Programa para la Promoción de la Reforma en América Latina y el Caribe (PREAL) organización aún incipiente y con escasos avances, pero que, además de referirse a una región importante para nosotros, tiene la peculiaridad de un enfoque coincidente con el que se ha expuesto al comienzo de este apartado. En el caso de Iberoamérica hubiéramos podido también mencionar las acciones de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI), que realiza también una función de apoyo a la toma de decisiones mediante la generación de conocimiento.

Hemos visto como la OCDE (http://www.oecd.org) se ha ocupado con pertinencia del tema específico de las relaciones entre investigación, práctica y toma de decisiones en educación. Además, de manera continua y sistemática, realiza, fundamentalmente a través del Centro para la Investigación e Innovación en Educación (CERI), informes de expertos, evaluaciones y estudios que tienen por objetivo proporcionar elementos para una toma de decisiones informada a los responsables políticos de los Estados miembros. En esta línea se enmarcan, por ejemplo, las actividades del proyecto sobre Indicadores Internacionales de los Sistemas Educativos (INES), las publicaciones del proyecto La escuela del mañana, o las evaluaciones llevadas a cabo dentro del Programa internacional para la evaluación de los estudiantes (PISA).

Eurydice (http://www.eurydice.org) es una red institucional, cuya misión es la recogida, análisis, producción y difusión de conocimiento referente a los sistemas educativos europeos. Está integrada en el Programa Sócrates y compuesta de unidades nacionales coordinadas por una unidad europea. Fue creada hace más de veinte años con la finalidad expresa de realizar una función mediadora entre la información y la toma de decisiones. Tiene por tanto una característica específica muy en consonancia con los planteamientos innovadores respecto a la educación del futuro: ser una red. Las redes se consideran los «componentes críticos de los sistemas de transferencia de saberes» (OCDE, 2003b). Para cumplir su misión, lleva a cabo diversas actividades, como son la creación y manteni¬miento de bases de datos sobre los sistemas educativos, la elaboración de indicadores sobre la educación europea y la realización de estudios comparados sobre temas de interés comunitario. Todo ello pretende proporcionar conocimientos a las administraciones edu-cativas de los Estados de Europa, sobre diversos aspectos de la educación. La red trabaja sin descanso para hacer sus productos cada vez más pertinentes, para identificar a sus usuarios prioritarios y para dar la máxima difusión a los conocimientos generados.

El Programa para la Promoción de la Reforma en América Latina y el Caribe, PREAL (http://www.preal.cl) tiene como misión «promover un diálogo regional informado sobre reforma y política educativa». Incluye entre sus acciones, de modo prioritario, el aprovechamiento de la información generada por evaluaciones y estudios para el apoyo de la toma de decisiones. Quizá lo más interesante de este organismo es haber adoptado la nueva perspectiva de considerar la política como resultado de un aprendizaje organizativo, de tal modo que se ha producido ya «un cambio de la unidad de análisis» (Reimers y McGinn, 1997). Es la propia organización, en este caso el propio sistema educativo en su conjunto, con su complejo entramado de agentes que toman decisiones de diversos tipos dentro de él, el que aprende y, por tanto, quien debe ser informado.

Sabemos que el cambio de enfoque no es tarea de un día, que no son pequeñas las dificultades para encontrar un camino a la vez equilibrado y audaz, que permita el intercambio fructífero entre la práctica y la investigación educativa. Pero también es alentador comprobar que ya hay muchas personas trabajando en esta línea, en equipos pequeños y anónimos, en escuelas diseminadas por todo el mundo, y también desde marcos institucionales amplios nacionales o internacionales. Docentes, investigadores y administradores de la educación tenemos de cara al futuro una tarea ardua pero apasionante de cooperación. Nos alienta la convicción de que el mundo pertenece a los que «se atreven a encarnar la utopía» (Sábato, 1999) y cualquier pequeña contribución en este camino nos acerca un paso más a la meta.

 

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{*} Referencia original: Muñoz-Repiso, M. (2004). Investigación, política y práctica educativas. En J. C Torre Puente y E. Gil Coria (Eds.), Hacia una enseñanza universitaria centrada en el aprendizaje: libro homenaje a Pedro Morales Vallejo (pp. 405-430). Madrid: Universidad Pontificia de Comillas de Madrid.