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LA LÓGICA DEL COMPROMISO DEL PROFESORADO Y LA RESPONSABILIDAD DEL CENTRO ESCOLAR. UNA REVISIÓN ACTUAL

“Ya se ha visto que las grandes reformas ‘de arriba-abajo’ no dan los resultados que cabría esperar de ellas. [...] El logro de la calidad interna del sistema es algo que concierne a la sociedad entera y muy especialmente a los actores principales de la educación, que son los profesores”
(Muñoz-Repiso, 2000:87-88).

Todos los que hemos tenido la suerte de conocer a Mercedes y contar con su amistad hemos admirado en su persona y escritos su compromiso por el cambio, la eficacia y la mejora de la escuela, porque cada maestro pudiera ser un apasionado de su trabajo, dado que son los principales actores de la educación. En este artículo, dedicado a su memoria, voy a tratar una cuestión que también a ella le preocupó: ¿qué tipo de política educativa sobre el profesorado puede contribuir más decididamente a la mejora? Si las lógicas de control burocrático, de presión externa “de arriba-abajo”, han mostrado sus límites; tampoco basta confiar ingenuamente en el compromiso y autonomía profesional del profesorado. Nuevos modos postburocráticos de regulación, en una nueva “gobernanza” de la educación, están aportando nuevas formas –sin duda, discutibles– de responsabilizar al centro educativo.

Voy a hacer, una revisión actual de lo que la investigación nos dice al respecto. Mercedes, como Jefa de Área de Investigación del Centro de Investigación y Documentación Educativa (CIDE) del Ministerio español de Educación, solía quejarse (Muñoz-Repiso, 2004) de que, aún cuando la investigación educativa ha avanzado muchísimo en el último cuarto de siglo, permanece poco difundida y conexionada con la práctica, con los profesores y con los responsables de la política educativa. De ahí que, de continuo, abogara por estrategias para superar el divorcio existente entre la investigación educativa y la práctica docente (Muñoz-Repiso, 2005), pues la renovación no puede dejarse sólo a la propia práctica, su avance puede verse potenciado por la investigación educativa.

Las políticas de mejora de la educación, en las últimas décadas, han recorrido diversas “olas”, con incidencia y tiempos variables según los países (Bolívar, 2007). Desde una mirada de conjunto, después de la época gloriosa de los proyectos innovadores, propios del optimismo de los setenta, con los gobiernos conservadores de la década posterior las políticas educativas se recentralizan con estrategias de arriba-abajo, cuyo fracaso posterior motiva una “segunda ola” (reestructuración) dirigida a rediseñar la organización, delegando en la escuela y en la profesionalización docente la responsabilidad básica de mejora. Actualmente, en una cierta “tercera ola”, la mejora pone el foco en el aprendizaje de los alumnos y en el rendimiento de la escuela, sin la cual no cabe hablar de mejora o calidad. El dilema actual es si se debe acentuar la presión (por ejemplo, a través de la accountability) o, en su lugar, priorizar la innovación basada en la escuela como es la escuela como comunidad profesional de aprendizaje. Una salida postburocrática, cada vez más extendida, es dar una amplia autonomía, para controlar al final los resultados.

Es un tema que atraviesa su obra de los últimos quince años, aquellos en que pone en conjunción la tradición de “eficacia” de la escuela con “mejora” de la escuela, es qué impulsos de la política educativa pueden promover una acción educativa más eficaz, aún sabiendo que sin el compromiso y la acción conjunta se puede ir poco lejos. Así, señalaba (Muñoz-Repiso, 2002):

“Si hubiera que destacar dos características, muy conectadas entre sí, absolutamente nucleares para el inicio, desarrollo y consolidación de todos los procesos de mejora, éstas serían la actuación comprometida y coordinada del equipo de profesores y la existencia de una meta común, compartida y asumida por todos” (p. 166).

1. LA LÓGICA DEL COMPROMISO VERSUS LA LÓGICA DEL CONTROL

Hace ya años, Brian Rowan (1990) describió dos estrategias alternativas (“control” versus “compromiso”), correspondientes a dos orientaciones de la política educativa y, más particularmente, del diseño organizativo de las escuelas: incrementar el control burocrático del currículum y enseñanza; y –por contraposición– reivindicar la autonomía del profesorado en la toma de decisiones para posibilitar su compromiso en las tareas de enseñanza. Potenciar un mayor control o burocracia acentuaría una mayor descualificación / desprofesionalización e insatisfacción en el trabajo docente; promover –por el contrario– un compromiso en las metas de la organización y trabajo cooperativo entre profesores, puede ser una plataforma o puente para conseguir un desarrollo organizativo y profesional. Este compromiso, como patrón organizativo de una escuela, se expresa en un trabajo en colaboración y en equipo, más que jerárquico y aislado, y unos marcos estructurales de relaciones que posibiliten la autonomía profesional junto a la integración de los miembros en la organización. Dicho compromiso sustenta el trabajo diario y la agenda común de actividades, provee de un conjunto de valores compartidos y la integración de los profesores por las relaciones con sus colegas y alumnos, más allá del espacio privado del aula.

Los papeles que tengan los agentes educativos son dependientes de la racionalidad educativa o lógica de acción en que se inscribe. Bacharach y Mundell (1993) han aplicado el concepto weberiano “lógica de la acción” al análisis político de las organizaciones educativas. Lógica de la acción son las relaciones implícitas entre medios y objetivos que asumen los actores en una organización. De acuerdo con este dispositivo distinguen dos grandes lógicas: (a) una lógica burocrática de control o rendimiento de cuentas, y (b) una lógica profesional de autonomía. La primera entiende que la incertidumbre en la relación medios-fines puede ser racionalmente reducida, por lo que dicha relación puede ser especificada y controlada por medio de normas. Junto a lo anterior, vamos a emplear el concepto de “regulación”, común en la literatura francesa y anglosajona sobre el tema, como el proceso de articulación y producción de normas o reglas de juego en una organización, orientando la conducta de los actores (Maroy, 2008). Puede haber una regulación normativa (o reglamentación) por parte del Estado y una regulación del propio sistema, en muchos casos a partir de la primera. De este modo, puede servir para describir dos tipos de fenómenos diferenciados, pero interdependientes, como dice Barroso (2006: 12), tanto “los modos como son producidas y aplicadas las reglas que orientan la acción de los actores, como los modos como esos mismos actores se las apropian o las transforman”.

Por el contrario, la lógica del compromiso y la autonomía profesional asume que la incertidumbre es connatural con la organización, por lo que no puede ser eliminada por una definición racional o especificación de la relación entre medios y fines. El papel del profesorado en las organizaciones educativas, de este modo, es una manifestación del lugar otorgado por cada tipo de lógica de acción. De acuerdo con una lógica burocrática de control, acorde con una ideología de excelencia o calidad, el profesorado adquiere un papel instrumental al servicio de lo regulado normativamente. De otra parte, una lógica de compromiso y autonomía profesional es congruente con una ideología de la equidad, como igualdad de oportunidades, paralelamente apoyado por unos medios de participación de personas a las que se les reconoce una profesionalidad para tomar decisiones.

Desde la primera orientación, una cierta obsesión por la ordenación reglamentista, sobrelegislación del currículum, unido a un abuso de prescripciones sobre lo que hay que hacer y cómo hacerlo, por parte de los que tienen la función de promover el cambio sobre los que tienen que ejecutarlo, da lugar a una organización burocrática del cambio educativo, desprofesionalizador para los profesores. Los discursos que pretenden un control de la práctica docente mediante una intensificación del trabajo, desestabilizan la identidad profesional del profesorado, provocando una crisis de identidad (Bolívar, 2006). Actualmente, en el contexto de una política performativa, las políticas educativas, fuertemente orientadas a incrementar los resultados, tienen como efecto erosionar la implicación de los docentes y debilitar su compromiso.

En conjunto,  tras el fracaso de las estrategias impositivas de la década conservadora de los ochenta, una “nueva ola” se ha dirigido –por un lado– a  delegar parte de la toma de decisiones a las escuelas públicas para hacerlas más responsables, mediante el compromiso, colaboración y autorevisión reflexiva. Por otra parte, dentro de los nuevos modos de regulación (Maroy, 2009), el control se redefine de nuevos modos: otorgar autonomía en la gestión, en lugar de la presión normativa; y, en su lugar, situarlo al final por medio del incremento de resultados (Barroso, 2006). La responsabilidad se entiende ahora como rendimiento de cuentas (accountability) mediante el establecimiento de estándares, provocando –en contrapartida– una (re)centralización. La creciente presión por los resultados y la libre concurrencia entre las escuelas por conseguir alumnos, con la consiguiente competencia por la clientela, está llevando, en efecto, a que las escuelas se vean obligadas a mejorar de modo continuo. Si bien este rendimiento de cuentas se inscribe dentro de una “lógica del mercado”, cabe advertir que puede también responder, dependiendo de qué política educativa lo promueva, a una “lógica del servicio público”.

Nuevos modos de regulación en la gestión de los establecimientos escolares, en efecto, han ido apareciendo. Una vez que la planificación moderna del cambio y su posterior gestión han perdido credibilidad, se confía en movilizar la capacidad interna de cambio para regenerar desde la base la mejora de la educación. En lugar de estrategias burocráticas, verticales o racionales del cambio, se pretende favorecer la emergencia de dinámicas laterales y autónomas de mejora, que puedan devolver el protagonismo a los agentes y –por ello mismo– pudieran tener un mayor grado de sostenibilidad (Bolívar, 2008c).

La escuela, en las últimas décadas, ha ido acumulando un exceso de expectativas y misiones, como consecuencia de haber ido delegando todo aquello que la familia o sociedad no podían hacer o les preocupaba. En este contexto de incremento de demandas a la escuela, apelar al compromiso puede convertirse ser un dispositivo retórico para crear expectativas de su resolución, responsabilizando a la implicación del profesorado. Como dice en su investigación Crosswell (2006: 23 y 30), “el compromiso aparece como la capacidad del profesor para responder a las demandas cambiantes del actual contexto educativo. [...] El compromiso del profesor parece llegar a ser una de las principales características profesionales que influyen en éxito del profesor durante el tiempo de cambio”.

Los modos racionales o técnicos de llevar a cabo las reformas han entendido a los profesores como seres racionales que las gestionan e implementan fiel y, por tanto, exitosamente. Desengañados de que la mejora de la enseñanza provenga de cambios diseñados externamente, hemos vuelto a revalorizar las dimensiones de compromiso, vocación y profesionalidad del profesorado, poniendo en su lugar la dimensión emocional del oficio de enseñar. Al fin y al cabo, la buena enseñanza se juega en cómo cada día el profesor se apasiona con el saber que logra transmitir e imbuir a sus alumnos de dicha curiosidad. Y esto depende muy fundamentalmente del tipo de identidad que tiene en el trabajo y, en su caso, de la reconstrucción futura (Day, 2006).

En conjunto, actualmente pensamos – como decía Mercedes (Muñoz-Repiso, 2002) – que, más allá de lo que se pueda esperar de la política educativa, es el compromiso particular de una escuela por unos modos de trabajo y el compartir unas metas la única base firme para generar una cultura de colaboración. Frente a la imagen de la escuela como una estructura burocrática se trata de promover un cambio cultural para hacer de las escuelas organizaciones basadas en el compromiso y la colaboración de sus miembros, en que unos nuevos valores (solidaridad, coordinación, colaboración, autonomía, interdependencia, discusión y negociación, reflexión y crítica) configuren una cultura propicia al cambio educativo sostenible (Bolívar, 1994).

Si en un sentido tradicional, liderazgo y compromiso podían entenderse como dos fuerzas opuestas (de arriba-abajo el liderazgo, y de abajo-arriba el compromiso), actualmente, las nuevas formas de entender el liderazgo (Elmore, 2000; Leithwood y otros, 2006; Barzanò, 2008) lo sitúan como complementarias. Una dirección centrada en el aprendizaje (leadership for learning), que pretende un liderazgo distribuido (distributed leadership) entre todos los miembros, donde se abandona decididamente el control jerárquico, requiere el compromiso del profesorado de la escuela. Ha existido, como decía Muñoz-Repiso (2002) una oposición entre estrategias top-down y bottom-up:

“Hay una polémica planteada en los últimos años acerca de si las relaciones entre estos dos ámbitos deben ser top-down (de arriba-abajo) o bottom-up (de abajo-arriba); o sea, si son los centros los que deben promover la mejora del sistema o es la reforma la que hará mejorar a los centros. La práctica más generalizada ha venido siendo proceder de este último modo, porque da la sensación de control a quienes tienen que tomar las decisiones. Pero la constatación de las deficiencias y peligros de esta forma de actuar ha provocado la reacción contraria, fomentando el enfoque de abajo-arriba como único medio de mejorar el sistema. [...] Si bien está claro que las imposiciones legales por sí mismas logran modificar poco la práctica, la generalización de una educación de calidad requiere políticas educativas destinadas a fomentarla” (p. 175).

Justamente, esta última tesis es la que, en gran medida, vamos a defender en este trabajo, ambas lógicas se informan mutuamente. No obstante, en la modernidad tardía, una lógica de “gobernanza” postburocrática. En nuestra situación actual las regulaciones habituales se han transformado, complicándose con niveles cruzados de acción y con mecanismos postburocráticos de regulación. La regulación pública habitual (a nivel central, local, o intermedio) entra en conjunción con las nuevas fuentes (“cuasi-mercado” y regulación interna de las escuelas). De este modo el movimiento creciente de rendimiento de cuentas (accountability), al tiempo que otorga autonomía en la gestión, se ve contrarrestada por el incremento de los controles de resultados. La presión normativa se traslada ahora a presión por resultados (frecuentemente unida a presión por los clientes, en una lógica competitiva), que rompen con la lógica burocrática anterior, en función de una eficacia de los servicios públicos. Estos dos modelos postburocráticos podemos decir que, actualmente, son transnacionales, aún cuando sean contextualizados e hibridados según los factores políticos o culturales de cada país (Maroy, 2009).

2. EL COMPROMISO DEL PROFESORADO Y LA MEJORA DE LA ESCUELA

Hay un cierto consenso en que, “sin la voluntad de los profesores de asumir el protagonismo que les compete” (Muñoz-Repiso, 2002:176), poco pueden hacer las imposiciones externas o los incentivos económicos. Desde los estudios de Jennifer Nias (1981), el compromiso del profesorado ha sido considerado como un factor crítico para la mejora de la enseñanza. Suele distinguir a los enseñantes que tienen la enseñanza como un mero trabajo, de aquellos otros que se preocupan y apasionan con la labor que pueden desempeñar con los alumnos. En este sentido es un atributo definitorio del buen profesor. Refleja el punto donde se une lo racional y lo emocional.

Dado que la enseñanza es un profesión compleja, obligada a atender múltiples demandas, para mantener la energía y el entusiasmo en el trabajo, los profesores necesitan mantener el compromiso y la pasión por el trabajo (Day, 2006). Desempeña un papel de primer orden en conseguir los objetivos y misiones de la escuela, incrementar el profesionalismo docente y responder mejor a las demandas de los clientes (Park, 2005). Por su papel para mejorar la calidad de la educación, debe ser resueltamente reconocido y reforzado.

2.1.  El concepto de compromiso

El compromiso (commitment) es un vínculo psicológico o identificación con una organización, actividad o persona, que da lugar a determinadas acciones. Puede ser definido de diferentes modos: esfuerzo por comprometerse en el trabajo, atractivo psicológico hacia la profesión, preocupación por los demás, etc. Meyer y Herscovitch (2001) presentan un amplio conjunto de definiciones en general y, más particularmente, de las distintas dimensiones del concepto. En conjunto, como propuso el NCES (1997), es el “grado de ligazón positiva, afectiva entre el profesor y la escuela. “Estar comprometido”, como puso de manifiesto Nias (1989), en un término empleado por el profesorado para describir su propia relación con la docencia o la de otros compañeros (“está comprometido o no está comprometido”) y, como tal, como parte de su identidad profesional:

Se considera el compromiso como la cualidad que separa a quienes “quieren” o “se entregan” de “quienes no sienten preocupación por los niños” o “ponen por delante su comodidad”. Es también la característica que divide a “quienes toman en serio su trabajo” de quienes “no se preocupan por lo que puedan descender los niveles”, y a quienes “son leales a toda la escuela” de los “que sólo se preocupan por sus clases”. Es más, distingue a quienes se ven a sí mismos como “auténticos maestros” de quienes tienen sus principales intereses ocupacionales fuera de la escuela (Nias, 1989:30-31).

Como expresión denota, habitualmente, encontrarse motivado, implicado plenamente en las tareas educativas, creer que su labor es clave en la educación de los alumnos, etc. Tyree (1996) señala, en su investigación, cuatro dimensiones del compromiso: compromiso como cuidado (caring); compromiso como competencia ocupacional; compromiso como identidad; y compromiso como continuidad a lo largo de la carrera. Además, como vamos a destacar posteriormente, el compromiso tiene una dimensión emocional: requiere entusiasmo, pasión por la enseñanza, una fuerte implicación emocional.

Firestone y Pennell (1993) definen el compromiso como un estado voluntario en que la motivación intrínseca hacia los objetivos y valores de una institución (escuela) inspira esfuerzos más allá de las expectativas mínimas.  En esa medida es algo estable en el tiempo pues, como decía Becker (1960), es “el vínculo que establece el individuo con su organización, fruto de las pequeñas inversiones (side-bets) realizadas a lo largo del tiempo (p. 63). La persona permanece en la organización, porque cambiar su situación supondría sacrificar las inversiones realizadas, de acuerdo con una teoría de compromiso calculado, según el intercambio entre esfuerzo y recompensa.

Determinadas investigaciones (Huberman, 1989; Bolívar, 1999) sugieren que el compromiso va decreciendo a lo largo de la carrera profesional, desde el entusiasmo inicial hasta el progresivo desenganche y tendencia al conservadurismo. No obstante hay otros factores mediadores (acontecimientos y experiencias personales, liderazgo y cultura escolar) que harán que el compromiso se presente de una manera u otra.  Así, cuando los profesores sienten una falta de eficacia en su trabajo y un débil sentimiento de comunidad, el compromiso decrece (Joffres y Haugley, 2001).

Sin embargo, en otros estudios, dicho compromiso no decrece con los años de experiencia. Como dicen Day et al. (2006) en su investigación: “el análisis de las fases de la vida profesional demuestra que el compromiso puede declinar en algún período de las vidas de los profesores. Por estas razones, es esencial que el compromiso y la resiliencia sean apoyados dentro de un sistema educativo para que los profesores puedan mantener su efectividad” (p. 194). Los profesores investigados no han disminuido sus niveles de compromiso con determinadas posiciones ideológicas, aún cuando su implicación con determinadas prácticas pueda haber variado. En algunos casos, incluso, se han incrementado con el tiempo.

Diversos investigadores han destacado la “dimensión afectiva” del compromiso, dado que el apasionamiento es central en la enseñanza (Nias, 1996; Day, 2006; Meyer y Allen, 1997; Crosswell, 2006). Ser un profesor apasionado, que ama su trabajo, no es, pues, algo que tienen algunos profesores, sino aquello que forma parte esencial de un buen enseñante. Por eso, una enseñanza efectiva requiere una implicación intelectual y afectiva de los profesores, que deben poner en acción sus competencias profesionales. El compromiso es la apasionada determinación en la práctica de unos valores, propósitos morales y creencias que aportan significado y energía a la vida y que contribuye a la realización personal y profesional.

En una amplia investigación (Vitae: Variations in Teachers' Work, Lives and their Effects on Pupils) que ha dirigido Christopher Day (Day et al., 2006), posteriormente recogida en un libro (Day et al., 2007) se pone en relación el compromiso con la efectividad en la enseñanza, mostrando que los profesores comprometidos consiguen más de sus alumnos que aquellos que no lo están. Encuentran asociaciones estadísticamente significativas entre el compromiso del profesorado y progreso de los alumnos, en términos de valor añadido. Así señala (Day, 2007):

Los profesores que están comprometidos creen firmemente que pueden marcar una diferencia en el aprendizaje y resultados de sus alumnos, por lo que ellos son (su identidad), lo que ellos saben (el conocimiento, las estrategias, las habilidades) y cómo ellos enseñan (sus creencias, las actitudes, valores personales y profesionales implícitos y expresados en sus conductas en los contextos de su práctica). [...] El compromiso del profesorado es importante porque es un factor significativo en la calidad docente, en las capacidades del profesorado para adaptarse exitosamente a los cambios, en las actitudes que tengan los alumnos y en sus resultados de aprendizaje (pp. 254 y 258).

2.2.  Dimensiones del compromiso

El concepto de “compromiso” es multidimensional, dependiendo del contexto en que es analizado, por lo que no puede limitarse a la dimensión organizativa (una de la más investigada), como concluye Crosswell (2006) en su investigación. Diversos autores (Firestone y Rosemblum, 1988; Dannetta, 2002; Park, 2005) han distinguido tres dimensiones de compromiso, según los niveles a que se dirigen:

[1] Compromiso con los estudiantes, como cuidado y solicitud por sus alumnos: atender de modo personalizado, incrementar los aprendizajes, así como una responsabilidad por su aprendizaje, particularmente en aquellos casos más problemáticos. Este compromiso ha sido conceptualizado (y vivido) de doble modo: a) atender, de modo personalizado, las necesidades individuales de cada estudiante; y b) compromiso por conseguir los mejores aprendizajes de los estudiantes. En uno y otro caso el estudiante es considerada como la principal razón de ser de la carrera. Una relación emocional y cuidado personal con los estudiantes, con un fuerte interés en cómo van los alumnos en la escuela y fuera de ella. Especialmente se preocupa por los estudiantes con problemas, desarrollado otras tareas y actividades que contribuyan a superarlas

La investigación muestra (Firestone y Pennell, 1993; Dannetta, 2002) que altos niveles de compromiso del profesorado inciden en una mejora sustantiva de los resultados académicos de los alumnos. El verdadero compromiso surge de un conjunto de creencias y valores personales y profesionales, que van más allá del cuidado y dedicación sugerida por Nias, o mejor, estos últimos son expresión de dichos valores, señalan Day et al. (2005).

[2] Compromiso con la profesión, especial atractivo con la docencia: satisfacción e identificación con su trabajo cotidiano en su vida. Normalmente se expresa en un fuerte interés en los aprendizajes de los estudiantes, así como en mejorar sus habilidades y competencias profesionales. Muestra una satisfacción con su trabajo y se identifica primariamente como docente.
Firestone y Rosenblum (1988) destacan el sentimiento de satisfacción por el trabajo realizado. Altos niveles de compromiso son experienciados cuando dan un sentido de relevancia a su trabajo y se sienten satisfechos y realizados con el. El apoyo administrativo puede incrementar el compromiso con la enseñanza.

[3] Compromiso con la escuela, como organización y lugar de trabajo: identificación con valores de la escuela, sentido de comunidad, deseo de continuar permanencia en la escolar  de un individuo con una organización y el seguimiento de una línea particular de acción, coherente con los fines de dicha escuela. Supone, pues, acuerdo con los valores y objetivos, con un sentido de fuerte unidad entre el profesorado (Zangaro, 2001). Este compromiso organizativo se expresa en un acuerdo con los objetivos y valores de la organización; buena relaciones entre los docentes que se expresan en una especial lealtad individual con la escuela; tendencia a invertir un considerable esfuerzo en la escuela, más allá de lo legalmente establecido; y deseo de permanecer en la organización (Meyer y Allen, 1997).

El compromiso con la organización crea un sentido de comunidad y de trabajo en colaboración, posibilitando la integración de la vida personal y la ocupacional (Louis, 1998). A su vez, este compromiso con la organización está influenciado, normalmente, por las creencias y aceptación de los objetivos de la organización, el nivel de implicación en la toma de decisiones, el clima organizativo y los resultados conseguidos. Rosenholtz (1989) sugiere dos factores del contexto de trabajo que inciden en el compromiso del profesorado con la organización: recompensa psíquica y autonomía en las tareas. La primera, como feedback positivo que recibe de su trabajo y los resultados conseguidos, unido al reconocimiento por la organización; la segunda, normalmente, incrementa la motivación, responsabilidad y el compromiso. Estas tres dimensiones son relevantes, al tiempo que permiten entender el compromiso del profesorado en una perspectiva amplia (Razak, Darmawan, y Keeves, 2009).

2.3.  Factores que inciden en el compromiso del profesorado

Un conjunto amplio de investigaciones (ver revisión en Crosswell, 2006:53-61) han puesto de manifiesto los factores que inciden en el compromiso del profesorado. Así, diferentes investigaciones (Reyes, 1990) han mostrado cómo algunas características personales están relacionadas con el compromiso: femenino más que masculino, mayor experiencia supone mayor grado de compromiso, el nivel educativo en que trabajan está inversamente relacionado con el compromiso. De modo similar, las variables de la procedencia de los estudiantes afectan al compromiso del profesorado, y las relacionadas con la escuela. Así, por ejemplo, los profesores del sector privado están más comprometidos que los del sector público (Park, 2005). Las perspectivas de desarrollo profesional, a su vez, incrementan su compromiso. Precisamente, la presión creciente por los resultados está llevando a decrecer el compromiso, según los resultados de la investigación de Day et al. (2006).

El grado de satisfacción en el trabajo, a pesar de ser una variable subjetiva no del todo operativa, influye en el compromiso, manifiesto en el modo cómo se implican los profesores en su trabajo y viven su ejercicio profesional. Su relevancia, pues, en nuestro tema proviene de que, como también pone de manifiesto la Psicología del Trabajo, afecta a la moral e implicación en el trabajo, máxime en oficios –como el docente– donde lo personal no puede desligarse de lo profesional. Algunos estudios (Bolívar, 2006), dedicados al profesorado de Secundaria, han mostrado cómo ha disminuido dicho grado de satisfacción. Un profesor, desde su experiencia, manifiesta que “está rodeado de gente con muy baja autoestima, gente muy valiosa pero derrotados, quemados por la rutina. Entonces, gente que podía ser productiva a niveles impensables y que se automarginan, se autodestruyen, se coartan y se cohíben por su falta de fe”.

En la investigación conducida por Christopher Day (Day et al., 2005; Day et al., 2007) se analizan qué factores contribuyen a incrementar o, por el contrario, decrecer el compromiso.  Como aparece en el Cuadro (Day et al., 2006:201) hay factores profesionales, personales y contextuales (escolar o del sistema) que contribuyen a dicho compromiso.

CUADRO 1. FACTORES QUE AFECTAN AL COMPROMISO Y MOTIVACIÓN DOCENTE

 

Factores Negativos

Factores Positivos

Factores profesionales: - Contexto de trabajo
- Políticas que no apoyan,desmoralizan
- Contexto de trabajo
- Políticas que apoyan
Factores contextuales:

- Alumnos: desafectos, conducta problemática
- Familias: desmotivadas, escaso apoyo - Liderazgo: inconsistente

- Alumnos: relaciones positivas, pocos problemas de conducta
- Familias: interesadas,  apoyo
- Liderazgo: apoyo del director
Colegas: sentimiento de formar un equipo

Factores Personales - Salud
- Valores
- Salud
-
Valores

Así, entre los factores personales, está gozar de salud y tener una situación emocional estable, o tener un conjunto de valores, como marcar una diferencia en la vida de sus alumnos. Por su parte hay un conjunto de factores profesionales del contexto de trabajo, como tener amigos de similares intereses y necesidades, que lo incrementan o que lo disminuyen (iniciativas del departamento que aumentan la burocracia, reducción de la autonomía, etc.). Por su parte, los factores contextuales: organizativos (liderazgo, relaciones con los colegas), conducta de los alumnos, o apoyo de las familias. Los resultados de las investigaciones implican direcciones de acción para promover el compromiso del profesorado. Peterson y Martin (1990) proponen cuatro modos por los que los directores escolares pueden construir compromiso en el profesorado: a) Clarificar la misión; b) Construir cohesión cultural; c) Proveer un buen sistema de apoyo o recompensas; y d) Ejercer un liderazgo de alta calidad.

Por último, sobre el papel de los incentivos externos, como complementos salariales o ascenso en la carrera, en el compromiso,  Firestone y Pennell (1993) en una buena revisión señalan que la investigación indica que su impacto es limitado. Los aspectos competitivos que conllevan semejantes políticas de diferencias de incentivos salariales, a menudo contribuyen a aminorar el compromiso del profesorado. En el contexto de mejora escolar, los esfuerzos son más efectivos si se dirigen a las condiciones de trabajo, tales como incrementar las oportunidades de participación en la toma de decisiones, colaboración con los colegas para crear más oportunidades de aprendizaje, e incrementar el feedback sobre el trabajo de los profesores. En lugar de situar la competencia a nivel de individuos (incentivos individuales diferenciados), es mejor situarla a nivel de escuelas, promoviendo el trabajo en equipo para conseguir mejores resultados.

2.4.  El papel del compromiso en la mejora

Progresivamente y desde distintas coordenadas la investigación educativa ha ido reconociendo el compromiso como uno de las vías más prometedoras y efectivas para la mejora de la escuela.  La investigación ha puesto de manifiesto que el compromiso del profesorado es un predictor crítico del rendimiento en el trabajo y de la calidad de la educación (Rosenholtz, 1989; Reyes, 1990; Tsui y Cheng, 1999; Day et al., 2007).  Sin compromiso, los esfuerzos de cambio quedarán seriamente limitados en sus efectos. Los profesores con bajo compromiso con un menor grado de probabilidad mejorarán la calidad de su enseñanza y se identificarán con los objetivos y fines de la escuela.

Como señala Park (2005) hay dos razones para enfatizar el compromiso del profesorado: 1) es una fuerza interna que proviene de los mismos profesores que tienen necesidad de incrementar su responsabilidad, cambiar en su trabajo y en sus niveles de desarrollo. 2) Al tiempo, es una fuerza externa que viene del movimiento de reforma por estándares y rendimiento de cuentas, cuyo éxito es dependiente del compromiso e implicación del profesorado. Por su parte Day (2006) afirma que

“el compromiso del maestro está íntimamente relacionado con la satisfacción en el trabajo, la moral, la motivación y la identidad, y sirve para predecir el rendimiento del trabajo, el absentismo, la aparición del síndrome del quemado y los cambios de lugar de trabajo, además de tener una influencia importante en el rendimiento de los alumnos y sus actitudes con respecto a la escuela” (pp. 77-78).

Ya Rosenholtz (1989) encontró una asociación positiva entre rendimiento de los alumnos y compromiso de sus profesores, cuando se controla el estatus sociocultural de los primeros. Chan et al. (2008) han propuesto un modelo predictivo y de mediación del compromiso del profesor. En este modelo, la eficacia del profesor y su sentido de identificación con la escuela median las relaciones de un antecedente individual (experiencia del profesor) y dos organizativos (política organizativa percibida y diálogo reflexivo) con el compromiso del profesor. Otros estudios (Somech & Bogler, 2002) habían encontrado las relaciones positivas que tienen la eficacia del profesor y el compromiso.

En muchos casos, el compromiso es un buen indicador o criterio para una buena enseñanza (Firestone y Pennell, 1993). Está relacionado con el rendimiento en el trabajo, las bajas laborales, la actitud hacia la escuela así como con el rendimiento académico de los estudiantes. En el estudio de Park (2005), las variables organizativas son las más relevantes en el compromiso del profesorado que, a su vez, influyen en las otras dos dimensiones (compromiso profesional y con los estudiantes).

En un amplio Proyecto (Vitae), encabezado por Christopher Day (Day y otros, 2006; 2007), sobre la relación de un conjunto de variables personales y contextuales con la efectividad en el trabajo, en relación con nuestro tema, encuentran asociaciones estadísticamente significativas entre los niveles de logro de los alumnos y el grado de compromiso y resiliencia de los docentes. Este compromiso está moderado por fase de vida profesional y las identidades; y mediado, positiva o negativamente, por las interacciones entre 1) valores personales, acontecimientos y experiencias de vida (dimensión personal); 2) creencias y aspiraciones profesionales, y políticas externas (dimensión profesional); y 3) contexto socioeconómico de la escuela, composición de la población escolar, liderazgo y colegas (dimensión contextual). Además, estas interacciones que afectan al compromiso, resiliencia y efectividad de los profesores, varían entre los profesores de Primaria y Secundaria, según cada fase de la vida profesional, pero también, para un número significativo de profesores en escuelas secundarias, según el contexto socioeconómico en que se encuentra la escuela. La capacidad del profesorado para mantener el compromiso (es decir, la resiliencia) y la efectividad consecuente, está relacionada con los modos como las gestionan y los apoyos que reciben.

Hay, pues, una especial tensión entre medidas a nivel central, y en qué grado puedan potenciar o frenar el trabajo de los profesores.  Como decía Mercedes, el asunto es “¿cómo hacer para que la mejora de todo el sistema se produzca de “abajo-arriba”, por iniciativa de los centros, pero se generalice, sin reducirse a unos cuantos casos aislados?” (Muñoz-Repiso, 2002:176). No queremos, en efecto, sólo unas escuelas que funcionen bien, sino que todas ellas puedan proporcionar la mejor educación para toda la población. Prioritariamente promover una política basada en la escuela, mediante procesos de desarrollo y autoevaluación; por otro, a crear condiciones para que cada escuela pueda construir su capacidad de mejora (Bolívar, 1999, 2008c). Esto último, si bien debe ser potenciado por las instancias centrales, no puede ser presupuesto. Hay bases para pensar que, en determinados contextos, una lógica de colaboración debe verse impulsada por mecanismos de presión que lleven a los actores a asumir compromisos por la mejora. En momentos en que éstos se debilitan, siempre existe, como contrapartida, la intervención externa para aquellos casos en los que no se está alcanzando determinados niveles de calidad. Lograr un equilibrio, siempre inestable, es el problema. En cualquier caso, primero capacitar, sólo en segundo lugar, presionar.

3. UNA ESCUELA RESPONSABLE

Responsabilidad es la capacidad de responder de algo (acciones u omisiones), haciéndose cargo de las consecuencias y rindiendo cuentas de por qué se ha actuado de una determinada forma. En su uso jurídico, la responsabilidad es la obligación de reparar el daño o de aceptar la pena, si uno es imputado como responsable. Pero aquí nos importa su significado (más amplio) como valor moral, que –en primer lugar– presupone la libertad (no se es responsable de lo que no ha elegido o se ha visto obligado de modo necesario). Camps (1990) afirma que “sólo el ser libre es responsable. Sólo quien decide autónomamente prefiriendo una entre dos o más posibilidades está en condiciones de responder de lo que hace. La responsabilidad presupone la autonomía y la libertad son lo mismo”. Responder es dar razones, justificando ante uno mismo o los demás, lo que se ha hecho u omitido. En la medida que la escuela tiene su cargo la educación de la ciudadanía, debe responder de las acciones desarrolladas han sido las más adecuadas en un contexto determinado. La responsabilidad del profesor, además de individual, es también solidaria o general. De este modo, se es responsable de la educación de los alumnos ofrecida por una escuela y de los resultados obtenidos.

Camps y Giner (1998) prestan atención a los fenómenos sociológicos que conducen a la inhibición, la pasividad o la falta de responsabilidad. Cuando, como en nuestras sociedades, los compromisos se encuentran escasamente definidos o poco claros, es fácil diluir la responsabilidad en el anonimato, o “echársela” al Estado, sin considerarse nadie “corresponsable”. La ética, política y educación, señalan, han estado en las últimas décadas más preocupadas por los derechos que por los deberes. Por eso “aprender a responder de lo que uno hace o deja de hacer” ha estado, en gran medida, ausente; así como el sentido de responsabilidad del individuo con respecto a los bienes públicos. En caso de la educación, hacerse responsable es asumir públicamente un compromiso por el trabajo que se está realizando, contrastado con los resultados que está dando y sobre lo que se está logrando o no. De otro lado, si queremos la que la ciudadanía participe en educación al tiempo que conocimiento del funcionamiento de un servicio público, debe contar con datos aportados por las evaluaciones (Ravela, 2006). Se tienen, pues, que propiciar prácticas de responsabilización por los procesos y los resultados. Otro asunto es el modo en que se realice y a los intereses espúreos a cuyo servicio se puedan, que –justamente– podrá ser criticado (Bolívar, 2008c).

El cambio en el siglo XXI es crear escuelas que aseguren, a todos los estudiantes en todos los lugares, el genuino derecho a aprender. Esto implica una nueva política, informada por el conocimiento de cómo las escuelas mejoran y, a la vez, capaz de movilizar las energías de los centros y coordinar los distintos componentes del sistema. Como reclama Linda Darling-Hammond (2001) “a mi modo de ver, esta tarea nos exige un nuevo paradigma para enfocar la política educativa. Supondrá cambiar los afanes de los políticos y administradores, obsesionados en diseñar controles, por otros que se centren en desarrollar las capacidades de las escuelas y de los profesores para que sean responsables del aprendizaje y tomen en cuenta las necesidades de los estudiantes y las preocupaciones de la comunidad” (p. 42).

En el momento actual la responsabilidad se ha entendido en las políticas educativas como rendimiento de cuentas (accountability). Este término complejo reúne, al menos, tres dimensiones: evaluación, rendimiento de cuentas y responsabilización, con unas dimensiones de información, de justificación y de sanción (Afonso, 2009). Si bien ha predominado una orientación “mercantil” (market based accountability), como cuando se publican los rankings entre escuelas (Whitty, Power y Halpin, 1999); cabe defender una orientación democrática de responder ante comunidad de garantizar equitativamente a todos aquellos aprendizajes que se consideren imprescindibles (competencias básicas) para el ejercicio activo de la ciudadanía. Presión de clientes o presión por resultados rompen con la lógica burocrática, ahora –de acuerdo con una racionalidad instrumental– en función de una eficacia de los servicios públicos. En cualquier caso, en el contexto actual de economía del conocimiento y de competencia entre mercados, la mayor parte de los países están abandonando la regulación burocrática-profesional a favor de modelos postburocráticos (Maroy, 2009).

Entre los nuevos modos postburocráticos de gobernanza de la educación, como la otra cara de la autonomía escolar, está la regulación por rendimiento de cuentas. Tanto para las políticas educativas conservadoras como progresistas, el foco en la mejora de la calidad de la enseñanza, dentro de la presión por los resultados y por la consecución de determinados niveles fijados en estándares deseables (“benchmarking”) está llevando a poner en primer plano que dicha responsabilidad debe centrarse en el aprendizaje de los alumnos (Barzanò, 2009). Dentro del movimiento de evaluación de escuelas (por ejemplo, las tablas de clasificación en Inglaterra o Francia) o de reformas basadas en estándares (en Norteamérica e Inglaterra), la escuela (y no el aula) se constituye en la unidad base de evaluación. Como señala Elmore (2000: 4), “la unidad fundamental de rendimiento de cuentas debe ser la escuela, porque es esta la unidad organizativa donde el aprendizaje y la enseñanza actualmente ocurre”.

Las escuelas tienen autonomía para desarrollar el currículum, pero –mediante el rendimiento de cuentas (accountability)– deberán preocuparse por conseguir los estándares o competencias establecidas. Dentro de la presión por la mejora, entendida como incremento de los niveles de aprendizaje de los alumnos, el movimiento de reforma basado en estándares (standard-based Reform) está alcanzando el carácter de una nueva “ortodoxia” del cambio educativo. Paradójicamente son los sistemas más descentralizados los que están desarrollando un sentido de Estado evaluador más fuerte, como muestra ejemplarmente el caso inglés a partir de 1988. De este modo, además de informar a los padres (publicación de tablas comparativas de las escuelas), en un contexto descentralizado, el Estado puede ejercer una influencia sobre el control de los contenidos y niveles de consecución de los centros educativos. La creciente cultura o éthos gerencialista en el sector público está conduciendo a la creación de mecanismos de control por un lado o de autoresponsabilización por otro, importando mecanismos de gestión privada que ponen el énfasis en los resultados o productos del sistema educativo, al servicio de las demandas de los clientes. Se redefine la noción de “calidad” para incorporar en la evaluación la percepción de satisfacción de los clientes (orientación al mercado).

De este modo se pretende incidir en una dimensión clave. Dado que el funcionamiento de la escuela, como pusieron de manifiesto los análisis institucionales, es que su estructura está “débilmente acoplada”, funcionando cada profesor independientemente en el espacio sagrado de su aula, con al evaluación de estándares los profesores deben esforzarse en el aula para conseguir las metas fijadas en los alumnos, y dar cuenta de ello a nivel de escuela. Por ello declara Elmore (2000): “se quiera o no, la reforma basada en estándares representa un cambio fundamental en la relación entre política y práctica docente”(p. 4). Cada centro tiene autonomía para desarrollar el currículum, pero mediante el rendimiento de cuentas del centro (accountability), deberá preocuparse por conseguir los estándares establecidos. Es el nuevo modo (re)centralizador de presionar políticamente.

Y sin embargo, desde una lógica de responsabilidad en los servicios públicos, cabe defender –más progresistamente– que el sistema educativo no puede garantizar el derecho de aprender para todos o, lo que es lo mismo, una “educación democrática”, si no se fijan unas metas o estándares a alcanzar, y se evalúa su grado de consecución en los centros (Bolívar, 2008b). De hecho, puede ser un modo para que las cuestiones de la práctica y su mejora no queden recluidas al privatismo del aula, pues el rendimiento de cuentas por niveles de consecución requiere el desarrollo de una práctica de mejora escolar continua, un cuerpo de conocimientos acerca de cómo incrementar la calidad de la práctica docente y estimular el aprendizaje de los alumnos a gran escala en las diferentes aulas, escuelas, y el sistema escolar en su conjunto. El asunto, como siempre, dependerá de cómo se lleve a cabo dicho control y los recursos dispuestos para la mejora. Por eso, un factor crítico del éxito es la adecuada combinación de serias exigencias externas con dispositivos que desarrollan la capacidad interna.

Hay –no obstante– razonables dudas si la evaluación externa de los resultados (evaluación como producto) pueda comportar un proceso de mejora interna. Una política evaluadora de castigar a los fracasados, lleva poco lejos. Por su parte, Richard Elmore (2003) ha establecido el “principio de reciprocidad” en el rendimiento de cuentas, consistente en que las exigencias de consecución de estándares tienen, recíprocamente (quid pro quo), que corresponderse con la capacitación para lograrlos. Si se establece un control de niveles de consecución exige, recíprocamente, poner los medios, recursos e incentivos que hagan posible la mejora. Por eso, la presión actual por la evaluación de escuelas y del desempeño docente, situada en sus justos términos, como hace Elmore (2003), exige que el sistema educativo proporcione la capacidad necesaria para responde a dichas demandas:

A fin de que la gente en las escuelas pueda responder a las presiones externas para el rendimiento de cuentas, tienen que aprender a hacer su trabajo de un modo diferente y a reconstruir la organización de las escuelas sobre otros modos diferentes de hacer el trabajo. Si el público y los políticos quieren incrementar la atención por la calidad académica y resultados, el quid pro quo es invertir en el conocimiento y destrezas necesarias para producirlo. Si los educadores quieren legitimidad, propósitos y credibilidad para su trabajo, el quid pro quo es aprender a hacer su trabajo de modo diferente y aceptar un nuevo modelo de rendimiento de cuentas (pág.12).

Las presiones y apoyos de la política educativa desde arriba y las energías de abajo se necesitan mutuamente. Si es preciso crear visiones de las metas a alcanzar, y estándares que definan el progreso en su consecución, recíprocamente la política educativa se debe poner al servicio de asegurar los conocimientos y habilidades del profesorado para que los alumnos alcancen altos niveles de comprensión en el aprendizaje. En último extremo, cualquier propuesta de mejora será efectiva o no según el conocimiento, habilidades, compromiso y motivación de los que trabajan en las escuelas; y de los recursos con que cuentan para llevarlos a cabo. Por eso, una postura actual sería, como dice Sahlberg (2009):

En lugar de insistir en eliminar los sistemas de rendición de cuentas de la escuela, lo que necesitamos es un nuevo tipo de política de rendición de cuentas que equilibre las medidas cualitativas como cuantitativas, y que se basa en la responsabilidad mutua, la responsabilidad profesional y la confianza. Se le ha llamado con el término de rendimiento de cuentas ‘inteligente’. En suma, un marco que asegure que las escuelas trabajan efectiva y eficientemente para el bien público y para el desarrollo de los estudiantes [...] Combina evaluación interna, centrada en los procesos de la escuela, autoevaluación, reflexión critica e interacción con la comunidad, con niveles de rendimiento de cuentas externo con evaluaciones apropiadas al estado de desarrollo de cada escuela individual (p. 10).

Si bien las políticas de presión mediante estándares han mostrado sus límites, dando lugar a un reconocimiento creciente de que son los propios establecimientos los que han de liderar los procesos de innovación, esto no puede significar una vuelta ingenua  – mantiene Hopkins (2007) – a los felices setenta, en la política de que florezcan mil flores, al margen de los resultados que tengan en la mejora de la educación de los alumnos. Como señalaba Fullan (2002:36), en la lección sexta: “ni la centralización ni la descentralización funcionan”, se necesitan conjuntamente iniciativas locales y centrales, son necesarias estrategias de arriba abajo y de abajo arriba. La construcción de capacidad local tiene que ir unida recíprocamente al rendimiento de cuentas, como parte una política educativa coherente. Más que abogar por suprimir los sistemas de rendimiento de cuentas, como señala Barzanò (2008), es preciso reclamar un rendimiento de cuentas “inteligente” que, además de medidas cualitativas junto a las cualitativas, conjugue el rendimiento de cuentas mutuo, la responsabilidad profesional y la confianza. Esto se puede lograr combinando el rendimiento de cuentas interno o autoevaluación con los necesarios rendimientos de cuentas externos, es decir, la responsabilidad con la accountability. Los actuales formatos de medición de resultados, centrados en algunos contenidos o competencias, son insuficientes en la sociedad del conocimiento. Las políticas educativas deben promover formas de rendimiento de cuentas interno (autoevaluación) más inteligentes que encajen con las necesidades de rendimientos exigidos externamente.

Uno de los retos inmediatos que han de afrontar los centros educativos es hacer de cada escuela una buena escuela, lo que se concreta en garantizar a toda la ciudadanía las competencias básicas, entendidas como el conjunto de conocimientos, destrezas y actitudes esencial para que todos los individuos, especialmente aquello en riesgo de exclusión, puedan participar activamente e integrarse como miembros de la sociedad. Como expresión del principio de equidad que el sistema educativo debe proponerse para todos, al término de la escolaridad obligatoria, todo alumno deberá tener garantizado dicho bagaje común. A tal fin, habrá que hacer los cambios curriculares y organizativos oportunos, así como emplear medios extraordinarios o compensatorios en alumnos que estén en situación de dificultad para adquirirlo (Bolívar, 2008a). 

Una escuela responsable debe garantizar una igualdad de base en los resultados. En la escolaridad obligatoria, se requiere un modo de organizar el currículum, que no deje su acceso al arbitrio del esfuerzo de cada uno o de su capacidad de trabajo (es decir, mérito). Si tanto una igualdad formal de oportunidades como la carrera meritocrática engendran desigualdades, se puede proponer una igualdad de base, a garantizar para todos, independientemente de su mérito. Es decir, ningún ciudadano debe salir del sistema escolar privado de aquellos recursos básicos, bajo el pretexto de ser el culpable de su propio fracaso. Como señala Dubet (2008):

“Una escuela más justa no es solamente aquella que anula lo más netamente posible la reproducción de las desigualdades sociales y promueve el puro mérito, es sobre todo aquella que garantiza el más alto nivel escolar al mayor número de alumnos y, sobre todo, a los alumnos más débiles” (p. 227).

Como ha establecido John Rawls en la justicia como equidad, toda persona (muy especialmente, los alumnos en mayor grado de dificultad) tiene derecho a ese mínimo cultural común, suprimiendo la selección en este nivel, lo que no impide que posteriormente pueda ir más lejos en los diversas posibilidades de formación. La misión primera del sistema escolar es, en efecto, que todos los alumnos posean los conocimientos y competencias, juzgadas como indispensables o fundamentales, a conseguir en esta primera parte de la vida. Ese mínimo común denominador de la enseñanza obligatoria debe garantizar la “renta básica” de cualquier ciudadano, como –en analogía– representa el salario cultural mínimo.

De acuerdo con las lecciones aprendidas, la mejora de los resultados de los alumnos no puede mantenerse de modo continuo más que si está sostenido por un equipo y trabajo en colaboración a nivel de centro. Parece claro que, sin haber generado una capacidad interna de cambio, los esfuerzos innovadores de profesores están condenados a quedar marginalizados o a tornarse inefectivos. Expandir la visión del aula a la escuela como conjunto es un paso necesario, que suele ser facilitado configurando el centro escolar como una comunidad profesional de aprendizaje.

4. ¿QUÉ POLÍTICAS PARA PROMOVER LA RESPONSABILIDAD Y EL COMPROMISO?

De acuerdo con el conocimiento disponible sobre el cambio educativo, las políticas de mejora de la educación, en las últimas décadas, han recorrido diversas “olas”, con incidencia y tempo variables según los países, como he dado cuenta en otros lugares (Bolívar, 1999; 2007). Desde una mirada de conjunto, después de la época gloriosa de los proyectos innovadores, propios del optimismo de los setenta, con los gobiernos conservadores de la década posterior las políticas educativas se recentralizan con estrategias de arriba-abajo, cuyo fracaso posterior motiva una “segunda ola” (reestructuración) dirigida a rediseñar la organización, delegando en la escuela y en la profesionalización docente la responsabilidad básica de mejora. Actualmente, en una cierta “tercera ola”, se da un paso más en el rediseño organizativo, para poner el foco en el aprendizaje de los alumnos y en el rendimiento de la escuela, sin el cual no cabe hablar de mejora o calidad. Como hemos señalado antes, el dilema actual es si se debe acentuar la presión (por ejemplo, a través de la accountability) o, en su lugar, priorizar el compromiso con políticas de autonomía, colaboración y gestión basada en la escuela. En definitiva, si la presión externa quiere tener algún impacto deberá dirigirse a potenciar la capacidad interna de las escuelas para llevarlas a cabo, y ésta debe tener un impacto en los aprendizajes de los alumnos (Bolívar, 2008c).

Ahora bien, es evidente que abogar por una política de incremento de la responsabilidad y del compromiso de las escuelas y del profesorado supone, aprendiendo de las lecciones aprendidas, adoptar las medidas oportunas que puedan promoverlo. Al respecto, no partimos de cero, la investigación y las experiencias desarrolladas proporcionan algunas lecciones de lo que se deba hacer. De los resultados de la investigación conducida por Day et al. (2005:575) para políticos y líderes escolares se deduce que, si quieren incrementar el compromiso y la calidad del trabajo de sus profesores deben “crear contextos en que los profesores puedan establecer relaciones entre las prioridades de la escuela y su compromiso personal, profesional y colectivo”.

Así, desde hace años (Rosenholtz, 1989) sabemos que las culturas colaborativas incrementan la participación y contribuyen a mantener el compromiso. La gestión basada en la escuela, la toma de decisiones compartidas, estructuras de participación, incrementar y cambiar la participación de los padres y de la comunidad, liderazgo, construir relaciones de compañerismo, coaliciones y redes de trabajo, etc., desde hace tiempo, se han convertido en una avenida prometedora para proveer un contexto ecológico propicio que incremente el compromiso del profesorado por la mejora de su práctica docente. Cambios en la estructura organizativa del centro escolar y la capacitación  para el desarrollo profesional del profesor son claves en la mejora escolar.  Por eso, en lugar de limitarnos a declarar cómo el profesorado podría comprometerse, dentro de la actual organización de las escuelas y del trabajo docente, la verdadera cuestión sería –al revés– cómo reestructurar las escuelas para que promuevan los papeles y funciones que deseamos.  En este sentido, un nuevo modo de trabajar en equipo de los profesores exige cambios organizacionales. Como señalan al respecto Formosinho y Machado (2008):

La creación de “agrupamientos educativos” permite la creación de una estructura organizacional intermedia cuya principal ventaja es dar sustentabilidad a la búsqueda de nuevos modos de organizar el trabajo docente en la escuela. Al respecto, sería una importante contribución para el estudio de la organización del trabajo docente, el conocimiento de experiencias de autonomía, de gestión basada en la escuela y deempowerment de los profesores, así como sobre las consistencias entre los discursos, las decisiones y las acciones y de los aprendizajes organizacionales que las experiencias pedagógicas proporcionan (p. 13).

Rosenholtz (1989), en relación con la motivación y el compromiso en el trabajo, argumentaba que se trata más del diseño y gestión de la organización que de cualidades personales que posean los individuos.

El compromiso organizativo de una escuela, más allá de los deseos, comienza cuando sus miembros se sienten involucrados de forma personal y colectiva por mejorar la institución, aceptan consensudamente unos fines y metas de la organización, y gozan –como condición estructural– de una autonomía y organización por trabajo en equipos. Comenzar a estar “a gusto” con el trabajo, a compartir tareas y a sentirse afectivamente unido a los logros y problemas de su escuela, identificándose con su imagen social, son manifestaciones de este compromiso institucional. De acuerdo con el conocimiento actualmente disponible la generación de un compromiso organizativo no es fruto de cambios sólo estructurales ni un asunto de voluntad individual, tampoco es un suceso puntual, es resultado de un largo proceso en que el conjunto de sus miembros se van implicando en dinámicas de trabajo que capacitan a la escuela para autorenovarse, y, cuando logran institucionalizarse, llegan a formar parte –entonces– de la cultura organizativa de la escuela.

En un contexto de incertidumbre, de falta de estabilidad y entornos turbulentos, cuando la planificación moderna del cambio y su posterior gestión han perdido credibilidad, por un lado, se confía en movilizar la capacidad interna de cambio (de las escuelas como organizaciones, de los individuos y grupos) para regenerar internamente la mejora de la educación. En esta coyuntura postmoderna, se aduce, que las organizaciones con futuro serán aquellas que tengan capacidad para aprender (Bolívar, 2000). De este modo, se pretende –en lugar de estrategias burocráticas, verticales o racionales del cambio– favorecer la emergencia de dinámicas autónomas de cambio, que puedan devolver el protagonismo a los agentes y –por ello mismo– pudieran tener un mayor grado de permanencia. Por otro, no confiando en exceso en dicha mejora interna, el rendimiento de cuentas pretende presionar desde fuera para conseguir mejores resultados.

Un creciente cuerpo de investigación sobre el cambio educativo en las escuelas requiere el desarrollo de fuertes comunidades profesionales de aprendizajes (Stoll y Louis, 2007; Lieberman y Miller, 2008). Dos formas actuales, y complementarias, de la construcción de capacidad y de la capacitación de la escuela son por medio de la colaboración interna (Professional Learning Community), y la colaboración entre escuelas (Partnership y Networking). Además un liderazgo orientado al aprendizaje, como señalé en otro trabajo en esta revista (Bolivar, 2009) es un pilar básico. El aprendizaje profesional se sitúa en el centro de las relaciones entre redes entre escuelas y la comunidad.

4.1.  Las escuelas como comunidades de aprendizaje efectivas

Apoyar un desarrollo de las escuelas como organizaciones pasa, como línea prioritaria de acción, por su reconstrucción como lugares de formación e innovación no sólo para los alumnos, sino también para los propios profesores. Un profesionalismo ampliado se construye e incluye, como un componente básico, en interacción con otros colegas en el contexto de trabajo. En lugar de una organización burocrática se rediseñan contextos y modos de funcionar, que optimicen el potencial formativo de las situaciones de trabajo y la acerquen a una comunidad de aprendizaje.

La noción de la escuela como comunidad profesional representa un cambio fundamental en la comprensión de las escuelas y de la práctica profesional, dado que está basada en una perspectiva ecológica, orgánica de las organizaciones, en lugar de un punto de vista tradicional, fragmentado y mecanicista. Las comunidades profesionales de aprendizaje, como configuración práctica de las culturas de colaboración y de las organizaciones que aprenden, son uno de los mejores dispositivos para promover una mejora sostenida en el tiempo, así como para incrementar el aprendizaje de los alumnos. Como comunidad de práctica, y no un agregado de profesionales, comparten el conocimiento adquirido sobre buenos modos de enseñar, al tiempo que una acción común del centro que, además, configura una identidad a los participantes.

Pero las comunidades profesionales de aprendizaje no existen sólo para que los profesores trabajen más a gusto o para que haya un mejor ambiente en las escuelas, sino para incrementar la capacidad del profesorado como profesionales, en beneficio de lo que importa como misión de la escuela: la mejora del aprendizaje de todos los alumnos. Por eso queremos comunidades de aprendizaje efectivas. En una buena investigación sobre el tema (Bolam, McMahon, Stoll y otros, 2005), definen que

“una comunidad de aprendizaje efectiva tiene la capacidad de promover y mantener el aprendizaje de todos los profesionales en la comunidad escolar con el propósito colectivo de incrementar el aprendizaje de los alumnos”.

Una escuela configurada como una comunidad profesional de aprendizaje (Louis y Kruse, 1995; Bolam, McMahon, Stoll y otros, 2005) se estructura en torno a estas dimensiones:

– Valores y visión compartidos: conjunto de valores y visiones construidas y compartidas en torno a las metas de la escuela, comprometidas y focalizadas en el aprendizaje de los alumnos, donde predominan altas expectativas y hay una cultura de mejora.

– Responsabilidad colectiva por la mejora de la educación ofrecida: el personal está comprometido por el aprendizaje de todos los alumnos, existiendo una cierta presión entre compañeros para que todo el profesorado actúe en la misma dirección.

– Focalizada en el aprendizaje de los estudiantes y en el mejor saber hacer de los profesores: centrada en la misión de incrementar las oportunidades de aprender de los alumnos; lo que conlleva que los profesores se preocupan por aprender de modo continuo, mediante la planificación, trabajo y enseñanza en equipo.

Colaboración y desprivatización de la práctica: relaciones cooperativas que posibiliten tanto un apoyo mutuo como un aprendizaje de la organización. Hay una disposición a poner en común lo que cada uno sabe hacer, solicitar ayuda a otros y aportarla, dentro de unas relaciones profesionales, donde los colegas son fuente crítica de conocimiento y de retroalimentación.

– Aprendizaje profesional a nivel individual y de grupo: todo el personal, incluidos los asesores, están implicados y valoran la mejora del aprendizaje profesional, teniendo lugar un conjunto de actividades dirigidas a tal finalidad. Se desarrolla una práctica reflexiva mediante la indagación e investigación sobre la enseñanza y el aprendizaje (p.e. observación mutua, autoevaluación, investigación-acción), los datos se analizan y usan para la mejora.

– Apertura, redes y alianzas: las iniciativas externas son empleadas para analizar lo que sucede internamente, el personal está abierto al cambio y por establecer redes o alianzas con otras escuelas o instituciones, de modo que se apoyen conjuntamente en el aprendizaje.

– Comunidad inclusiva, confianza mutua, respeto y apoyo: las relaciones de trabajo están basadas en una confianza mutua, respeto y apoyo. Se cuida en extremo que todos los miembros se puedan sentir activamente implicados. Las diferencias individuales y la disensión son aceptadas dentro de una reflexión crítica que promuevan el desarrollo del grupo, no existiendo en principio dicotomía entre individuo y colectividad.

Una comunidad profesional no pretende alcanzar mayores niveles de colaboración entre los profesores como un fin en sí mismo, es un medio para la finalidad básica de la institución escolar: el núcleo del trabajo conjunto debe ser el currículum escolar, con el objetivo prioritario de mejorar el aprendizaje de todos los alumnos. Además, una comunidad profesional respeta el “derecho a la diferencia” de sus miembros, donde la individualidad no supone individualismo, sin que esto impida una acción común, pues la colegialidad es también una virtud profesional; por lo que, como pautas organizativas de las relaciones en un centro, el trabajo en colaboración y equipo se combinan con el ejercicio de la autonomía profesional.

El cuestión que tenemos delante es, pues, cómo las culturas escolares, dominadas por normas de privacidad, pueden ser transformadas en lugares en los que predominan las características anteriores. Esta cuestión ha sido la “piedra de toque” de numerosas propuestas de mejora que han recorrido los últimos tiempos. Reconstruir, rediseñar o reestructurar lugares y espacios atrapados por burocracia, trabajo individualista y toma de decisiones jerárquicas, por un trabajo en colaboración no es –en efecto– tarea fácil, como muestra el reciente libro editado por Stoll y Louis (2007). Y sin embargo, abre una amplia avenida para la mejora.

4.2.  Comunidades profesionales ampliadas: Networks y partnerships

Entre las nuevas fórmulas para generar y apoyar la capacidad de mejora se están desarrollando consorcios (partnerships) y redes (networks) entre escuelas y asociaciones sociales. Grupos de escuelas trabajando juntas permiten diseminar el conocimiento educativo y las buenas prácticas (Bolívar, 1999), son un medio para promover el aprendizaje profesional y para incrementar el capital social, intelectual y organizativo; al tiempo que son una estructura de apoyo a la innovación, rompiendo con el tradicional aislamiento entre escuelas. No hay oposición entre aprendizaje profesional interno y colaboración entre escuelas. Como dicen Jackson y Temperley (2007),

“ambas son necesarias para un rico aprendizaje profesional de los integrantes adultos de una comunidad escolar. Al respecto argumentamos que la escuela como unidad ha llegado a ser una escala demasiado pequeña y aislada para promover un ámbito suficiente para el aprendizaje profesional en una sociedad del conocimiento y mundo interconectado. Se requiere una nueva unidad de significado, pertenencia y compromiso, como las redes” (p. 44).

Desde esta perspectiva, se argumenta, que la noción de la escuela como la unidad primaria del cambio efectivo, es una noción demasiado simplista, que debe –en los tiempos actuales– ampliarse a las redes entre escuelas y otras instituciones y agentes sociales. Hopkins (2007) aporta una extensa definición que pretende, al tiempo, identificar un conjunto de condiciones necesarias, el papel de las redes en el apoyo de la innovación, y proponer una tipología comprensiva de redes. Es la siguiente:

Redes son entidades sociales con metas comunes caracterizadas por un compromiso por la calidad, rigor y con un foco en los estándares y aprendizajes de los alumnos. Son también un medio efectivo para apoyar la innovación en tiempos de cambio. En educación, las redes promueven la diseminación de buenas prácticas, incrementan el desarrollo profesional del profesorado, apoyan la construcción de capacidades en la escuela, median entre estructuras centralizadas y descentralizadas, y acompañan el proceso de reestructuración y reculturación de las organizaciones y sistemas educativos (p. 131)

Establecer redes y consorcios entre escuelas son nuevos dispositivos organizativos para la mejora escolar y emprender un proceso conjunto de cambio que, como dice Hopkins (2007), “reinventa” el apoyo local a las escuelas al promover diferentes formas de colaboración, enlaces y consorcios multifuncionales. Proveen, además, un punto focal para diseminar buenas prácticas e incrementa la capacidad de mejora, en particular mediante la creación de comunidades profesionales. Bien establecidas y conducidas tienen impactos profesionales en los participantes: articular y compartir el conocimiento tácito que han desarrollado en su experiencia profesional, organizar actividades y estructuras que promuevan la mejora profesional y organizativa, promover la colaboración enriquecedora entre profesionales, generar un sentido de comunidad  para su propio desarrollo como organización, modos de aprendizaje no escolarizados, etc.

Podemos distinguir una tipología de redes. Así, al nivel más básico, facilitan compartir buenas prácticas entre grupos de profesores que trabajan juntos; mientras que en el nivel más alto pueden desempeñar el papel de agentes de renovación del sistema. Una red, a este nivel básico, puede ser un grupo de profesores que trabajan juntos para desarrollar mejor el currículum y compartir sus buenas prácticas. A un nivel superior, varios grupos de profesores y escuelas trabajan juntos para la mejora escolar. Pueden también establecerse tales redes para implementar determinadas políticas educativas a nivel local o autonómico. En otros casos las redes se constituyen explícitamente como un medio de lucha contra la exclusión y para promover la justicia social, o para una renovación del propio sistema escolar. Normalmente, en un nivel intermedio, implican grupos de escuelas y profesores que se juntan con el propósito explícito de compartir la práctica para mejorar los procesos de enseñanza-aprendizaje.

De este modo, se puede superar uno de los déficits estructurales de nuestro sistema educativo, como es la inexistencia de mecanismos y dispositivos, que articulen explícitamente los procesos de transferencia de los conocimientos pedagógicos disponibles, así como condiciones y contextos para su intercambio y utilización, que pudieran potenciar la capacidad de mejora de las escuelas y profesorado. Esto supone reconsiderar seriamente prácticas asentadas y modos de funcionar, que no es sólo el aislamiento del ejercicio profesional, sino –más grave– entre instituciones dedicadas al mismo objetivo. Son muy relevantes para que prosperen, las condiciones (tiempo, espacio, clima y agentes) que ofrecen a los profesores y escuelas asociadas, los dispositivos y recursos puestos en juego para el intercambio del conocimiento, con una metodología para la solución de problemas, para el desarrollo profesional y la mejora escolar.

En las actuales condiciones, las escuelas solas no pueden, sino hay una relación fuerte y apoyo mutuo de la comunidad. Se trata de vertebrar las escuelas con otros espacios (familias, municipio), además de la acción conjunta o institucional a nivel de escuela. Es preciso crear capital social al servicio de la mejora de la educación y las vidas de los estudiantes. Constituir –como dice Antonio Nóvoa– un “nuevo espacio público educativo”, por medio de redes (culturales, familiares, sociales) que construyan nuevos compromisos en torno a la educación conjunta como ciudadanos de nuestros jóvenes, superando la fragmentación de los espacios y tiempos educativos:

“La defensa de un espacio público de educación sólo tiene sentido si este es ‘deliberativo’, según la acepción que Jürgen Habermas le ha dado a este concepto. No basta con atribuir responsabilidades a diversas entidades. Es necesario que estas tengan voz y capacidad de decisión sobre los asuntos educativos. La puesta en práctica de esta idea obligará a encontrar formas de organización de los ciudadanos para el ejercicio de estas tareas, sobre todo a través de los órganos locales de gobierno. Desde esta perspectiva, la propuesta adquiere todo su sentido, abriéndose a la posibilidad de un nuevo contrato educativo con responsabilidad compartida entre el conjunto de actores y de instancias sociales, no solamente en manos de educadores profesionales” (Nóvoa, 2009:197).

Quiero finalizar este trabajo, como empecé, con unas palabras de Mercedes, que vienen a compartir lo que he desarrollado en él:

“La certeza de que los profesores son los responsables de los procesos educativos de los centros y de que, por tanto, es preciso apelar a su ‘creatividad pedagógica’, es lo único que puede devolver a la profesión docente su dignidad y su interés, y a las escuelas, su capacidad para llevar a cabo su misión.
En fin, la conclusión más importante es que las escuelas pueden mejorar. Cuando los profesores se erigen en protagonistas, recuperan su profesionalidad y su ilusión y se unen para trabajar, los problemas no desaparecen, pero se afrontan de otro modo y se produce un cambio”. (Muñoz Repiso, 2001:72).

 

Referencias bibliográficas

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