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LA LÓGICA DEL COMPROMISO DEL PROFESORADO Y LA RESPONSABILIDAD
DEL CENTRO ESCOLAR. UNA REVISIÓN ACTUAL

 

Este artículo plantea la importancia de la investigación educativa para la mejora de la práctica, a la vez que se pregunta por la dificultad de establecer relaciones fructíferas entre ambas actividades. La evidencia de que el saber disponible en el campo de la educación no nos permite automáticamente mejorar la práctica educativa, en un sentido que implique mejora, me ha llevado a analizar, de forma no exhaustiva, tres grandes temas que considero implicados en esta dificultad. De este modo, tras referirme a  mi interés por la investigación, paso a discutir brevemente el papel que la propia forma de constitución del conocimiento científico, con sus promesas (in)cumplidas y la dimensión políticoideológica de la educación, junto con la falacia naturalista, han tenido en el aparente escepticismo y falta de expectativas sobre lo que  hoy puede ofrecer la investigación a la mejora de la práctica educativa. El artículo concluye que los problemas de la educación no sólo se solucionarían con más, sino, sobre todo, con mejor investigación.

1. UN INTERÉS COMPARTIDO

Durante mucho tiempo pensé que la educación era el único campo de intervención humana que actuaba sin ofrecer prácticamente ninguna consideración al conocimiento elaborado desde la práctica y, mucho menos, al aportado por la investigación. Fueron muchas las ocasiones en que hablé con Mercedes Muñoz-Repiso sobre este tema, que a ella tanto le preocupaba{1}. Más de una vez comentamos cómo nos gustaría enviar a cada nuevo responsable de Ministerios y Consejerías de Educación, una corta y seleccionada bibliografía sobre lo que se sabe que no funciona en la educación. Lo que se ha identificado, una y otra vez, como elementos que frenan o dificultan el aprendizaje de alumnado y profesado. Lo que explica el sentido constante de los resultados no deseados de la educación escolar.

Con un limitado margen de error, por una parte, tienen éxito (aprueban) quienes provienen de determinados sectores y grupos sociales y, de algún modo, vienen educados de sus casas. Es decir, con un bagaje que les permite entender mejor los códigos y las normas de la escuela (Bernstein, 1990). Que han logrado la razón de la que habla Postman (1999), ese estado de conciencia difícil de describir, pero que sin su presencia la enseñanza formal no funciona, porque quien no la tiene encuentra dificultades para hallar un motivo que le ayude a superar los obstáculos y, a menudo, el sin sentido de la rutina escolar. Y, por la otra, fracasan (suspenden) quienes pertenecen a sectores distantes de la cultura dominante, sin tradición escolar, que no alcanzan a valoran la educación impartida en la escuela ni a vislumbrar cómo puede ayudar a sus hijos e hijas a ganarse la vida. Que no ven ninguna razón para aguantar entre cinco y ocho horas sentados, viendo pasar un conjunto de personas e informaciones sin solución de continuidad ni contexto que les ayude a dar sentido a sí mismos y al mundo que les rodea.

Todo esto se sabe. Está escrito y evidenciado de muchas y diferentes maneras. Como también lo está la creciente sensación de no pertenencia a una escuela, cuya cultura analógica se les hace cada vez más extraña a las generaciones digitales,  expresada por muchos chicos y chicas, a pesar de sacar excelentes resultados en las pruebas PISA (OECD, 2003). Por lo que, en nuestras fantasías pedagógicas, pensábamos que si los responsables de las políticas educativas leyeran con detenimiento estos saberes y los tuviesen en consideración, quizás algo pudiese cambiar. Quizás pudiésemos cometer nuevos errores, porque si siempre cometemos los mismos no nos es imposible aprender.

También pensábamos que las personas que tienen el poder  de orientar lo que va a acabar siendo la práctica educativa, a través de legislar sobre las condiciones de trabajo del profesorado, su formación inicial y permanente, el contenido y la articulación del currículo, los sistemas de evaluación, los libros y materiales docentes, etc., quizás podrían actuar de otro modo si leyesen, si se convenciesen a través de la evidencia aportada por líneas tan potentes de investigación y práctica como, por ejemplo, las de la mejora y la eficacia escolar, el trabajo por proyectos y el currículo integrado o la enseñanza para la comprensión, de que hay otras formas posibles de hacer la escuela.

No éramos ningunas ingenuas. Sabíamos perfectamente que la vieja idea positivista que establecía una cadena de causa-efecto unidireccional y efectiva entre la investigación, la difusión, el desarrollo y la implantación, no funciona ni siquiera en los entornos más tecnológicos y orientados al mercado. El conocimiento, como han argumentado los filósofos, es una herida y conocer no necesariamente nos hace ser o actuar mejor. Y el conocimiento social, que desvela cómo nuestras propias creencias, acciones y omisiones configuran el mundo de formas insospechadas, hace que la herida pueda ser no sólo más profunda, sino que nos lleve a negar o incluso a censurar las evidencias. Pero además, saber, vislumbrar las causas de un fenómeno no deseado, como puede ser el hecho de que un alto porcentaje de chicos y chicas deje la escuela sin ninguna acreditación, no significa automáticamente que dispongamos de los recursos, los conocimientos, las habilidades y la predisposición para cambiar las condiciones que lo generan. En realidad es lo mismo que sucede en cualquier campo de investigación: una cosa es estudiar el funcionamiento de un determinado fenómeno natural o social y otra muy distinta es transformarlo a gusto de todos.

Con todo, estábamos convencidas de que la investigación en el campo de la educación –como en cualquier otro ámbito- representa un papel fundamental, a riesgo de estancarnos en un bucle sin horizonte y sin fin en el que la falta de perspectiva afecte nuestra capacidad para aprender. La facultad que más necesitamos para poder vivir y mantener la vida. Por eso, hoy más que nunca, sigo convencida de la importancia de la investigación educativa, a pesar de que cada vez parezca gozar de menos prestigio y contar con menos recursos{2} y sea difícil entender, a la luz del conocimiento acumulado por la investigación, el sentido de las decisiones políticas y las prácticas educativas.

De todo lo anterior el sentido que tiene para mí –y espero que para los lectores y lectoras- reflexionar sobre la dificultad y necesidad de tener en cuenta las aportaciones de la investigación a la hora de planificar y poner en práctica los procesos educativos. A pesar de que estemos viviendo en un momento particularmente escéptico y/o de negación más o menos interesada de los aportes de investigación a la toma de decisiones de carácter social.   Escribir este artículo, me ha dado la oportunidad de ordenar una serie de ideas a las que llevaba tiempo dando vueltas. Algunas de ellas las he ido vertiendo en escritos anteriores. Pero la finalidad de este texto y el momento en el que lo escribo me ha permitido situarlas en otra dimensión.

2. ENTRE LA DUDA RAZONABLE Y EL ENTRAMADO DE INTERESES DIFÍCIL DE DESENTRAÑAR

Como decía al comienzo del texto, durante mucho tiempo pensé que la educación era el único ámbito de intervención humana que parecía ser refractario al conocimiento elaborado por la investigación. Sin embargo, esta actitud parece afectar de forma creciente a ámbitos que hasta hoy parecían sagrados, piénsese en campos como el de la medicina, donde todo el saber de la investigación no logra atajar los problemas del tabaquismo, la obesidad, o las enfermedades infecciosas, por no hablar del SIDA,  la malaria o el cáncer; o de la desconfianza creciente ante los diagnósticos realizados por los médicos; o, en los intereses encontrados que se vislumbran en la investigación sobre el cambio climático escenificados en la penúltima ceremonia de la confusión política oficiada en Copenhagen, a propósito del controvertido tema del calentamiento global.

¿Qué quiero decir con esto? Lo que quiero decir es que hoy toda visión sobre cualquier fenómeno, basada o no en la evidencia empírica y elaborada con  más o menos rigor, no sólo está –como no cabría ser de otro modo tratándose de conocimiento científico-  sujeta a revisión, contraste y cuestionamiento sino que, si no nos gusta, si no nos conviene, la negamos, la minimizamos o le quitamos importancia sin más{3}.  Desde esta premisa, en este artículo no pretendo explicar de forma exhaustiva los factores, elementos o circunstancias que han contribuido al descrédito de la investigación, pero si contribuir a comprender que son diversos y se constituyen de formas muy diferentes. La finalidad principal de este trabajo es seguir argumentando la necesidad de contar con estudios que nos permitan entender el sentido de lo que hacemos en el campo de la educación. Pero sobre todo, elucidar si lo que hacemos y los resultados que obtenemos de ese hacer son realmente lo que pretendemos, para poder preguntarnos si no sería posible hacerlo de otro modo.

3. LA CIENCIA COMO SUSTITUTA DE LA RELIGIÓN

En primer lugar me pregunto hasta qué punto la propia forma de construir el conocimiento científico ha contribuido a generar la desconsideración de sus aportaciones y la falta de confianza, más allá de las aplicaciones técnicas que funcionan –aunque su uso produzca efectos no deseados e incluso peligrosos-.  El nacimiento de la ciencia moderna puso en cuestión, en ocasiones, las creencias religiosas basadas en la tradición, el temor y el castigo, pero su forma de concebir y divulgar la ciencia no hizo sino aumentar el respeto por un tipo de racionalidad y por la letra impresa.

“Científicos y filósofos de los siglos XVII y XVIII adoraban a una Naturaleza racional. Creían en la objetividad y la autoridad de la ciencia que abriría el corazón lleno de leyes de la Naturaleza a los investigadores. La época de Newton y Voltaire comenzó a reemplazar la reverencia por la autoridad del texto revelado o de la iglesia establecida con la reverencia por la autoridad de los hechos naturales objetivos y racionales (Cassier, 1955:3-15). Y a medida que  los hechos de la Filosofía Natural se iban descubriendo  se plasmaban  en los libros. En una época en la que los experimentos científicos estaban restringidos a una pequeñísima minoría que tenía el conocimiento, el tiempo y el dinero requerido, lo mejor que podía hacer el hombre culto era leer. Los materiales escritos de la ciencia se convirtieron en una nueva doctrina. Se estudiaban y recitaban como dogmas de fe, a menudo de manera tan estúpida como las viejas doctrinas. Las revoluciones de las ciencias modernas cambiaron de forma radical la concepción del saber, de cómo se obtenía, y dónde radicaba su autoridad. Pero las revoluciones hicieron poco por poner en entredicho la reverencia por la objetividad del hecho, o por la autoridad de los libros en los que residían los hechos (Cohen, 1987:160).

La idea de reemplazar la verdad de la religión  por la verdad de la ciencia, comenzó a vaciar a esta última de su propio sentido: cuestionar la realidad, buscar explicaciones que permitiesen comprender los fenómenos naturales y sociales, etc. Le impidió construirse desde la duda fructífera convirtiéndose en una nueva iglesia. Una nueva iglesia que no sólo no impulsaba sino que impedía el cuestionamiento constante de las propias visiones, considerando herejes (o no científicos) todos aquellos planteamientos que discutían la supremacía del objetivismo y la naturaleza racional.

A partir de 1960, en los grandes debates académicos, estas ideas profundamente arraigadas comenzaron a ser ampliamente cuestionadas. Thomas S. Khun (1962/1970) caracterizó la ciencia como una sucesión de periodos de ciencia normal, interrumpidos por breves episodios de revoluciones científicas, resueltas con cambios de paradigmas. Su aportación más significativa no sólo fue “una nueva terminología en historia y filosofía de la ciencia, sino también una concepción radicalmente nueva del estudio del producto de la actividad científica como fenómeno susceptible del análisis empírico. Ahora es la comunidad científica, y no la realidad, quien marca los criterios para juzgar y decidir sobre la aceptabilidad de las teorías”  (González y otros, 1996:38).

Las nuevas visiones de la ciencia desde la perspectiva de la postmodernidad, la complejidad, la teoría del caos, etc., se fueron abriendo paso. La noción más radical de que el propio conocimiento científico es una construcción y una representación de los fenómenos, y no un simple descubrimiento, comenzó a cobrar impulso (Ibáñez, 2001; Holstein y Gubrium,  2008).  Un impulso jalonado por construcciones psicológicas,  sociológicas y culturales  y, sobre todo, por mecanismos de poder fuertemente arraigados que lo hacen especialmente difícil. Del mismo modo,  la idea de que el individuo construye el conocimiento de forma activa en interacción con los demás, no cuenta con una larga tradición en el ámbito de la investigación psicológica y su  introducción y aceptación en el campo de la educación es algo relativamente nuevo con todavía pocas consecuencias prácticas.

Lecturas poco rigurosas o definitivamente interesadas sobre las nuevas formas de entender el conocimiento científico más que haber permitido instaurar la duda fructífera, como principio básico de elaboración de un conocimiento minucioso sobre fenómenos sociales extremadamente complejos, parecen haber propiciado un escepticismo estéril que dificulta ir más allá de la superficie de los hechos.

El cuestionamiento de las grandes narrativas y el carácter objetivo y neutral de la ciencia y la tecnología, que ha permitido cambiar de gafas a muchas personas y comenzar a ver aspectos y perspectivas insospechadas de las cosas, a hacer visibles fenómenos sistemáticamente velados y a formular preguntas imposibles desde la racionalidad de la modernidad, también ha propiciado que algunos argumenten que todo vale, que no hay unas verdades superiores a otras. Para mí, como para otros muchos estudiosos,  el problema estriba en hablar de verdad, como algo permanente e irrefutable, cuando de lo que se trata es de lograr describir e interpretar los fenómenos de la forma más rigurosa y precisa posible para –si así se considera conveniente- tratar de transformarlos, en principio, para mejorarlos. De aquí que, esas formas de describirlos e interpretarlos sí que pueden ser superiores unas a otras, en tanto sean capaces de hacer explícitas las posiciones que las sustentan, las evidencias sobre las que se basan y los procesos de análisis que utilizan.

Principios teóricos como el de la complejidad o la teoría del caos han puesto en cuestión la perversa simplicidad de las relaciones de causa efecto no sólo en las Ciencias Sociales y Humanas, sino también en las Naturales, Experimentales y Tecnológicas. Estos principios han puesto de manifiesto “la reducción ontológica” Searle (1992:113) que subyace a la visión positivista de la ciencia y la tecnología, que consiste en “la forma en que objetos de ciertos tipos se muestran como consistentes en nada más que objetos de otro tipo". Por ejemplo, si el aprendizaje sólo consiste en retener información,  todos los aspectos referidos a la intencionalidad, al contexto, al dar sentido,...  desaparecen o se rechazan por considerarse poco objetivables o medibles. Como este mismo autor señala, "en general en la historia de la ciencia las reducciones causales con éxito tienden a conllevar reducciones ontológicas" (p. 15) que posibilitan resultados inmediatos pero que también apartan a la investigación de la realidad y de los propios problemas que se pretende estudiar. Finalmente, estos principios también han evidenciado tanto la posibilidad de que microcausas pueden llegar a producir megaefectos, como la impredecibilidad del comportamiento de muchos sistemas, cuestionando la separación entre lo micro y lo macro (Ibáñez, 1982).

El cuestionamiento de la gran narrativa de la ciencia, como el de la religión, que ha dado lugar a debates fundamentales sobre las grandes construcciones política y socialmente naturalizadas, que privilegian una determinada forma de relación entre los individuos y con la naturaleza, ha posibilitado una relectura del propio concepto de conocimiento y desarrollo tecnológico y social. Sin embargo, una aproximación  superficial y de sentido común  a unas posiciones teóricas que sostienen que toda forma de concebir tanto la realidad como la manera de estudiarla está socialmente construida; a la vez que advierten de la dificultad de establecer relaciones simples de causa-efecto, ha llevado a pensar que como todo es tan complicado, vivimos en el caos, y nadie acaba de saber el efecto de las cosas, para qué complicarse la vida leyendo estudios que pueden parecer contradictorios o cambiando una práctica sin tener seguridad de que así obtendremos lo que deseamos. Un posicionamiento al que también puede contribuir la decepción producida por las aportaciones de la investigación, en general, y del campo de la educación  en particular.

4. LAS PROMESAS (IN)CUMPLIDAS

En segundo lugar me planteo, cómo la relación entre la ciencia, la tecnología y el desarrollo en el proceso de construcción del sistema capitalista basado en la revolución industrial –a pesar de la miseria social que acarreó y el impacto que supuso para el medio ambiente- contribuyó a la creación de un potente discurso sobre el progreso basado en la ciencia.

La ciencia, con sus consiguientes desarrollos tecnológicos, iba a solucionar todos los problemas de la humanidad en un contexto de desarrollo sin límites. Pero la década de 1960, no sólo se caracterizó por dar comienzo a los debates teóricos sobre los límites del positivismo y el objetivismo, sino por vislumbrar las barreras del crecimiento.

“El conocido como proyecto Manhattan y su aplicación en Hiroshima, así como otros casos de desarrollos tecnológicos vinculados con la guerra y los presupuestos militares, representaron el primer punto de inflexión de la concepción optimista del carácter benefactor de la ciencia-tecnología junto con la preocupación por los problemas medioambientales. […] Hasta este momento las tecnologías eran intrínsecamente beneficiosas (no hablemos ya de la ciencia), mientras que ahora su carácter positivo a negativo dependerá de su uso. […] En este contexto de fuerte movilización social, diversos colectivos sitúan la ciencia y la tecnología en su punto de mira”. (González y otros, 1996:53-54).

La “reducción ontológica” de la que hablaba en el apartado anterior y la aplicación estricta de los principios de causa-efecto desatendiendo a la multiplicidad de factores y circunstancias que generan o se generan en los fenómenos estudiados, conllevó la aparición de los efectos colaterales o las consecuencias no deseadas o no previstas, con impactos importantes para los individuos y su medio. Aquí podríamos ubicar no sólo las consecuencias de las bombas nucleares que se arrojaron sobre Hiroshima y Nagasaki, sino también los efectos de la organización taylorista del trabajo en la salud de los empleados, las secuelas de los pesticidas, de la contaminación producida por las distintas formas de combustión de energía, y un largo etcétera que llega hasta el día de hoy.

Pero, además, hay que tener en cuenta que el conocimiento no basta para que quienes están en condiciones de hacerlo, tomen uno u otro tipo de decisiones. Los estudios sobre la Ciencia, la Tecnología y la Sociedad han puesto repetidamente de manifiesto (Sanmartín y otros, 1992; González y otros, 1996), las profundas implicaciones que conlleva caracterizar las innovaciones tecnológicas –del tipo que sea- como decisiones dominadas administrativamente y no como un proceso técnico basado en el conocimiento. La primera de ellas consiste en situar responsabilidad de lo que sucede en las personas que detentan el poder y no en el imperativo tecnológico.

En los años sesenta Radir, un pensador marxista estadounidense, afirmaba que, desde un punto de vista puramente técnico, se  tenían suficientes conocimientos para producir alimentos para cada boca hambrienta y para eliminar los embotellamientos del tráfico, también aseguraba que era posible construir un sistema para fabricar coches prácticamente indestructibles y lavadoras, casas y muchos otros objetos capaces de durar cien o más años, además de estar en condiciones de construir ciudades enteras a prueba de inundaciones. Y se preguntaba por qué no se llevaban a cabo estas realizaciones.  Para él las razones de esta inhibición social eran sobre todo debidas a condicionantes de tipo económico (Aptheker, 1972). Cincuenta años más tarde, contamos con muchas más evidencias que fundamentan la línea argumental del este pensador y que tienen una implicación especial para el campo de la educación.

En el ámbito de la educación, la investigación y el desarrollo no cuenta con la larga tradición de los estudios científicos de otras áreas de conocimiento e intervención humana. Lo que sí cuenta es con una larga tradición de prescripción{4}, que curiosamente, o no, ha llevado a todos los países a organizar el sistema educativo básicamente del  mismo modo. Para autores como Sawyer (2008:2):

“Cuando este modelo emergió en los siglos XIX y XX, los científicos no sabían demasiado sobre cómo la gente aprende. Incluso en 1920, cuando las escuelas comenzaron a convertirse en las grandes instituciones burocráticas que hoy conocemos, todavía no existía un estudio prolongado sobre cómo la gente aprende. Como resultado, este modelo de escolaridad se basó en creencias de sentido común que nunca han sido científicamente probadas”.

Sin embargo, como he discutido en un trabajo anterior (Sancho, 1992), entre 1960 y 1970, en un momento de expansión económica y optimismo social, se produjo, en distintos países, una relativa eclosión (si tenemos en cuenta el presupuesto dedicado a otras áreas) en el campo de  la investigación educativa, con la creación de centros que, con apoyo gubernamental, se  dedicaban a planificarla y llevarla a la práctica. España fue uno de los últimos países en incorporarse a este movimiento con la creación del CENIDE en 1969.

En esta época se respiraba confianza en torno a la mejora de la calidad de la vida en general y se creía en papel de la educación y de la investigación educativa.  Se había depositado una gran esperanza en el poder del sistema escolar como mecanismo no sólo de igualación y compensación social, sino como motor de creación de riqueza. Esta visión de la escolaridad, unida a los éxitos experimentados en la esfera científico-tecnológica aplicada a los procesos productivos, avalaban la decisión de aumentar los fondos destinados a la investigación educativa como punto de partida para resolver, no sólo los problemas de la enseñanza, sino también los generados por las decisiones tomadas desde distintos centros de poder.

Los presupuestos en los que se basaba esta concepción con respecto al papel de la investigación en este campo de intervención social podrían resumirse como sigue:

  1. El incremento de los recursos dedicados a la educación tendría un efecto parecido al que estaba produciendo el aumento de la inversión industrial, es decir, mejoraría la eficacia, la efectividad y por tanto la rentabilidad.
  2. Se establecía una relación lineal entre investigación educativa y desarrollo educativo. Dado el carácter de "investigación y desarrollo" (I-D) que se le daba, se presuponía que los conocimientos elaborados por la investigación educativa guiarían de forma relativamente directa, la organización de los sistemas educativos, la planificación curricular, la financiación  y las prácticas educativas concretas. Es decir, se presuponía que el mecanismo racional de toma de decisiones que estaba siendo aplicando en el ámbito de la empresa también comportaría un importante avance en este campo.
  3. Los conocimientos elaborados por la investigación básica sobre los procesos de aprendizaje, llevada a cabo desde la Psicología, harían más eficaces los aprendizajes escolares. Del mismo modo, desde una visión tecnicista de la enseñanza, la utilización de medios audio-visuales, la enseñanza programada, la instrucción mediante programas de enseñanza asistida por ordenador,....  se presentaba como una solución a unas prácticas docentes consideradas pretécnicas e ineficaces.

En el fondo, como indica Husén (1988:44) "se partió del presupuesto de que la investigación educativa concertada y ampliamente financiada  lograría lo que había conquistado en la industria, es decir, un aumento de la eficacia y la productividad. Había grandes expectativas tanto entre los investigadores educativos como entre los elaboradores de la política gubernamental". Pocos años después, el desencanto producido por la crisis de estos presupuestos y el retroceso económico que se produjo en la primera mitad de los años setenta conllevaron un recorte considerable en las asignaciones a este campo.

En general, ninguno de los supuestos en los que se basaba esta forma de entender la enseñanza y la investigación sobre ella pudieron ser confirmados. La relación entre educación y desarrollo no es tan clara y lineal, ni la interacción entre investigación y práctica educativa tan directa y racional como se dio a entender en un principio.

"La investigación sobre educación no parece tener una influencia lineal, directa e inmediata sobre las prácticas y sistemas educativos, sino que más bien contribuye a la creación de una especie de 'atmósfera' que penetra lentamente en el mundo educativo, introduciendo en él conceptos y análisis más refinados, eficaces y articulados, que son los que modifican la educación de forma indirecta y a largo plazo" (Riviere, 1987:21). 

Esta situación, que se ha venido perpetuando con pocas excepciones, parece habernos colocado en una difícil encrucijada caracterizada por:

  1. Lo que Bruno Latour (1987:265) denomina  “el principio de la infradeterminación”, que constituye la base filosófica de la mayor parte de la historia social de la sociología de la ciencia.

    “El argumento de la infradeterminación afirma que dada cualquier teoría o hipótesis propuesta para explicar determinado fenómeno, siempre es posible es posible producir un número ilimitado de teorías o hipótesis que sean empíricamente equivalentes con la primera pero que propongan explicaciones causales incompatibles del fenómeno en cuestión. En términos de una visión antirrealista de la ciencia (entendida como mecanismo de resolución de problemas), este argumento afirmaría que la evidencia empírica es insuficiente para determinar la solución de un problema dado” (Gonzalez y otros, 1996:43-44).

  2. La discontinuidad de los propios programas de investigación educativa condicionados por las dotaciones claramente escasas y los objetivos políticos partidistas. La falta de inversiones prolongadas y suficientes en investigación educativa que posibilitasen los tiempos y las condiciones para que la práctica educativa se beneficiase de la investigación ha llevado a criticar a los estudios del campo de la educación por: (a) Su fragmentación. Ausencia de investigaciones interconectadas y complementarias que ofrezcan un amplio espectro de la problemática objeto de estudio. (b) Su irrelevancia, por centrarse a menudo en problemas que interesan sólo a los investigadores, pero que tienen poco que aportar para la mejora de las prácticas educativas, o la comprensión de los fenómenos relacionados con la educación. (c) Su baja calidad,  por observarse una falta de rigor en la relación entre aquello que se define como problema,  las tareas que se diseñan para recoger evidencias, el análisis de las mismas y las conclusiones, en sí, y en relación con la práctica que se derivan de muchos estudios. (d) Su baja eficacia y productividad, dado que, en buena medida, la investigación educativa se lleve a cabo de manera individual, o por grupos pequeños  y con escasa financiación, unido a la propia naturaleza compleja y cambiante de los fenómenos estudiados, hace que la realización de las investigaciones sea dilatada en el tiempo.  (e) Su baja utilidad. Buena parte de las publicaciones que dan cuenta de estudios en este campo sirve, sobre todo,  para que quienes la realizan reúnan los requisitos de productividad exigidos para la evaluación universitaria. Existe una crítica generalizada sobre la poca conexión con la mejora de la calidad de la enseñanza de buena parte de los estudios, así como del poco impacto que obtienen en la comunidad educativa y para las decisiones políticas.
  3. La demanda de soluciones rápidas, eficaces y baratas, por parte de unas administraciones y de una sociedad que, de forma paradójica, tampoco está dispuesta o preparada para introducirlas en los sistemas escolares. Y es que, como veremos en el siguiente apartado, la educación formal tiene mucho de decisión política e ideológica.

 

 5. LA DIMENSIÓN POLÍTICOIDEOLÓGICA DE LA EDUCACIÓN Y LA FALACIA NATURALISTA

En tercer lugar me pregunto por la dimensión partidista e ideológica de la toma de decisiones que configura los sistemas educativos. Para argumentar este extremo sólo hay que observar el sentido de las actuaciones de los gobiernos de los distintos países, que intentan conseguir los objetivos más variados a través de la educación.

"Desde la proliferación de la escolaridad de masas en todo el mundo, la enseñanza pública ha sido repetidamente cargada con la responsabilidad de que puede salvar a la sociedad. Se ha esperado que las escuelas y su profesorado salvasen a niños y niñas de la pobreza y privación; reconstruyesen el sentido de nación después de una guerra; consiguiesen la alfabetización universal como plataforma de la economía; creasen trabajadores cualificados incluso cuando existe poco empleo para personas cualificadas; desarrollasen la tolerancia entre los niños en naciones las que los adultos están divididos por conflictos étnicos y religiosos; cultivasen la sentimientos democráticos en sociedades que llevan las cicatrices del totalitarismo; mantuviesen económicamente competitivas a las naciones desarrolladas y ayudasen a las que están en proceso de desarrollo a serlo; y como la metas para la educación del 2000 de Estados Unidos proclaman, eliminasen las drogas, acabasen con la violencia y prácticamente hiciesen una reparación de todos los pecados de la presente generación mediante la preparación que educadores ofreciesen a la generación del futuro" (Hargreaves, 2000:58).

El carácter político y social de las decisiones sobre la educación queda bien patente en respuestas como las de Anthony Crosland,  un ministro de educación de Gran Bretaña, al ser preguntado por la emisión de una circular, en la que se solicitaba que las autoridades locales presentaran planes para la reorganización de la enseñanza media, sin haber llevado a cabo una investigación previa. Estábamos en la década de 1960 en la que se partía del supuesto de que la investigación educativa, ampliamente financiada, lograría lo mismo que había alcanzado en la industria: un aumento de la eficacia y la efectividad. Sin embargo, para el ministro, la investigación no podía determinar los objetivos de la educación. Su contribución la situaba en otros momentos del proceso.

"Nuestra confianza en la reorganización comprensiva no sólo fue producto de la educación, sino de juicios de valor fundamentales sobre la equidad, la igualdad de oportunidades y la división social. La investigación puede contribuir a lograr los objetivos y, de hecho, inicié un amplio proyecto de investigación para evaluar y comprobar el proceso de las escuelas comprensivas, en el que me encontré con la firme oposición de todo tipo de personas. Sin embargo la investigación no puede decirnos si debemos crear o no las escuelas comprensivas: ése es un juicio de valor básico" (Husén, 1988:46).

Es decir, la decisión de convertir a la escuela en un instrumento de justicia social, en un derecho y, a su vez, en un deber, para toda la población de una determinada edad, es algo que se sitúa por encima de las creencias y opiniones de los profesionales que tendrán que dar respuesta a las necesidades educativas del alumnado que llegue a los centros.

En la actualidad, el hecho de que países como Finlandia, hayan establecido pactos nacionales para la educación{5} que dejen fuera las disputas partidistas que se traducen en la introducción de cambios –a menudo contradictorios y poco fundamentados- en la planificación del sistema educativo en cuanto cambia el gobierno, sigue la misma línea argumental del Ministro británico.

El problema básico de la enseñanza escolar, o de cualquier planteamiento educativo-formativo, es decir, siempre que se quiera enseñar algo a alguien, se centra en la toma de decisiones que configuran desde el aspecto que tendrán los lugares en que esta acción tendrá lugar, hasta a qué tipo de conocimiento tendrá acceso el alumnado o su propio papel en el proceso de aprendizaje, pasando por todo lo relativo a la forma de organizar o impartir la enseñanza, la formación inicial y permanente del profesorado y de sus formadores, etc. Este proceso, en el que participan personas de muy distinta índole, con intereses y formación muy diferente, produce un fenómeno o conjunto de fenómenos, extremadamente complejos, cuyo estudio y transformación también requiere aproximaciones  contextuales, transdisciplinares y complejas.

En este sentido, como he discutido en un trabajo anterior (Sancho, 2009), la dificultad de delimitar la complejidad del propio fenómeno de la educación, ha llevado a la constitución de las ciencias de la educación, y a considerar que las decisiones educativas bebían de las fuentes o avances de la Psicología, la Sociología, la Antropología, la Filosofía, etc. Pero ¿cómo pasar de las aportaciones de estas disciplinas a las sugerencias, indicaciones o prescripciones sobre cómo hacer posible, y de la mejor manera, el proceso de enseñanza y aprendizaje? ¿Analizar, describir, explicar cómo aprenden niños, niñas y jóvenes en las estructuras familiares, sociales, escolares en las que se desenvuelven nos permite decidir cómo deberían  aprender?  Esta segunda cuestión está estrechamente relacionada con la tercera que consiste en dilucidar hasta qué punto las decisiones sobre lo que debería ser la educación, no dejan de ser una falacia naturalista que, como argumentaba George E. Moore, en sus Principia Ethica, se trata del error de pasar del es al debe, de lo que existe de hecho en la naturaleza (o hemos determinado que existe) a lo que debe existir por considerar que es lo mejor{6}.

6. A MODO DE CONCLUSIÓN Y PROPOSICIÓN

Lawrence Stenhouse (1984; 1987), centró su propuesta de transformación y mejora de la escuela en la noción de que los docentes eran pésimos para poner en la práctica las ideas de otros. Con esta afirmación ponía en cuestión las reformas educativas desarrolladas en la década de 1970 (y también todas las posteriores) basadas en propuestas curriculares, metodológicas y materiales de enseñanza más o menos elaborados por o bajo la asesoría de los expertos. La mayoría de estas reformas convertían los posibles es, las explicaciones aportadas por la investigación (como, por ejemplo, las visiones constructivistas del aprendizaje) en claros debe o sencillamente utilizaban, como en el caso de la reforma española de 1990, teorías prescriptivas como la de la elaboración (Reigeluth y otros, 1978).

En estos años, poco ha cambiado la mentalidad de los docentes, sus formadores, los investigadores y los responsables de la administración. Ninguno de nosotros somos buenos poniendo en práctica las ideas de otros. De ahí la dificultad de difundir los resultados de la investigación, de que nos sirvan para transformar nuestra práctica. Pero también la necesidad, hoy más que nunca, de seguir investigando y, sobre todo, de buscar formas de involucrar a los diferentes miembros de la comunidad educativa en la búsqueda, ya no de la verdad, sino de formas de explicación que nos ayuden a entender cómo se constituyen los fenómenos educativos y formas de acción que nos permitan conseguir los objetivos que consideremos más valiosos.

En este empeño no todos los caminos parecen válidos. Los más adecuados parecen situarse en aquellas posiciones que no desdeñan ni temen la complejidad, que no se dejan tentar por el reduccionismo ontológico,  que son capaces de dilucidar si la metodología será capaz de dar cuenta del problema de investigación, si como propugnan Gibbons y otros (1997) adoptan el Modo 2 de construcción del conocimiento y reinterpretan las normas, en función de la aparición de nuevos problemas vinculados a situaciones reales y asumen la colaboración entre la comunidad científica y los usuarios como guía de actuación. Una decisión que también afecta a las formas y los medios de hacer públicos el proceso y los resultados de la investigación.

Todo un reto para todos y cada uno de los que trabajamos o estamos relacionados con la educación. Pero quizás, también la única forma de atajar el “desconsuelo”  que evidenciaba Mercedes Muñoz-Repiso (2005: s/p) al ver:

“cómo se malgastan energías en ambos lados por la falta de diálogo, porque es evidente que muchos de los problemas que se plantean los profesores ya están resueltos a nivel teórico y que la investigación resultaría mucho más relevante si partiera de un acercamiento a quienes están en los centros escolares. Los docentes miran a los investigadores con recelo, como a teóricos que desconocen por completo la realidad de las aulas; los investigadores culpan del inmovilismo de la educación a los profesores, que no evolucionan en su práctica incorporando a ella los avances de la investigación, tal como hacen los profesionales de casi todos los demás ámbitos; y los políticos, con frecuencia, emprenden sus reformas sin tener apenas en cuenta el saber de unos y otros, dando más cabida a posiciones ideológicas y a imágenes mediáticas de la educación que a un conocimiento hecho de rigor científico y reflexión serena sobre la práctica”

Referencias bibliográficas

Aptheker y otros (1972). Marxismo y alienación. Barcelona: Península.

Bernstein, B. (1990). Class, codes and control, vol. 4: the structuring of pedagogic discourse. London: Routledge.

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{1} Aunque Mercedes Muñoz-Repiso dedicó toda su vida profesional a promover la investigación educativa como base para la mejora de la educación, sus escritos de 2004a; 2004b y 2005, reflejan de manera directa su preocupación por este tema.

{2} A título de ejemplo puedo hablar del caso de Cataluña que, tras sólo cuatro años de contar con una convocatoria reducida de proyectos de investigación e innovación educativa, por problemas económicos del Departamento de Educación, se ha quedado en el año 2009 sin ella. Con esta decisión se cercena la única vía institucional existente para que las universidades y los centros educativos se embarquen en proyectos conjuntos de investigación y mejora de la enseñanza.

{3} Mientras escribía este texto me encontré con un exmiembro de mi grupo de investigación que, tras realizar su tesis, trabaja en una agencia paragubernamental en Londres, que se ocupa de revisar todos los informes realizados sobre un determinado tema para que el gobierno laborista pueda basar sus decisiones en los resultados de estudios rigurosos y contrastados. Cuando se creó esta agencia, se presentó como una forma de garantizar que las decisiones políticas no dependerían de unos intereses partidistas. Sobre el papel la idea parecía fascinante. En la práctica, parece presentar distintos problemas.  El primero es que los estudios disponibles sobre los distintos temas no siempre presentan el rigor teórico y metodológico requerible. El segundo, que algunos de los informes generados por la agencia que conllevarían decisiones políticas que no le convienen al gobierno (por ser caras, difíciles, impopulares, etc.) se pierden misteriosamente en el entramado de la administración.

{4} Autores como Reigeluth (1983) habla de ciencia prescriptiva, al referirse al diseño instructivo.

{5} Algo que está intentando en estos momentos España.

{6} El campo de la educación, pero también muchos otros –prácticamente todos los de ámbito social-, se constituye de manera especial en este tipo de falacia.