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VALORES Y AUTONOMÍA DEL CENTRO DOCENTE {*}

Mercedes Muñoz-Repiso

 

En cierta ocasión le preguntaron a Andrew Carnegie, uno de los hombres más ricos del mundo: «Habrá habido algún momento en que usted podría haberse retirado ¿no es así?, porque siempre ha tenido mucho más de lo que necesitaba.» Y él respondió: «Si, es verdad. Pero no pude, había olvidado como hacerlo.»Muchos temen que si se paran a pensar y a preguntarse no van a ser capaces de volver a ponerse en marcha
Anthony de Mello

En este capítulo se va a hablar más de valores que de autonomía, ya que el tema de la autonomía ha sido tratado suficientemente en el resto del libro por plumas mucho más autorizadas que la mía. Podría escribirse un ensayo filosófico de la relación entre ambos términos, pero ¿qué sentido y que consecuencias prácticas tendría? Tampoco tiene sentido dedicarse a definir lo que se entiende por valor, o a discutir su carácter objetivo o subjetivo, según las distintas teorías que han tratado el tema a lo largo de la historia, desde Platón a Ortega, pasando por Max Scheller y Nietzsche.

Hay que tener en cuenta que este artículo está situado en el apartado de «Estrategias para el desarrollo de la autonomía de los centros » y eso condiciona su carácter: se supone que debe tener, de algún modo, una orientación más práctica. Lo cual no es difícil, porque los valores, aunque parecen algo abstracto y teórico, son los orientadores de toda la acción humana y por tanto algo profundamente enraizado en la práctica. En esta afirmación ya se atisba cuál va a ser la noción de valor subyacente a cuanto se diga en este texto. Sería, algo así como el ideal que actúa a modo de causa final, a la vez motor y meta de las acciones humanas (Actas del Seminario Educación y Valores en España). O, dicho con un lenguaje menos escolástico, aquello que es importante para las personas y los grupos humanos y da sentido a sus acciones y palabras, es decir las prioridades vitales expresadas por medio de las conductas (Hall, 1986).

La intención de estas páginas es trasmitir una sola idea: el tema de los valores es muy importante y todo profesional de la educación tiene la responsabilidad moral de dedicarle alguna atención desde su ámbito de competencia, sea éste teórico o práctico. Pero que algo sea importante no significa que haya que hablar mucho de ello, a veces, por el contrario, hablar de algo es un pretexto para dejar de hacerlo. Sobre los valores se ha escrito ya mucho, desde todos los puntos de vista, incluso parecen ser objeto de una especial preocupación en la encrucijada de este fin de siglo (Delors, 1992; UNESCO, 1986, 1987 y 1991, etc.) Por tanto no queremos teorizar ni repetir lo ya dicho en otros lugares, pero por otro lado no procede aquí entrar en cuestiones estrictamente prácticas, relativas al quehacer diario de las escuelas. Por eso este artículo se sitúa en un terreno intermedio, que podría definirse como de «teoría práctica». Tan sólo pretende dar algunas pinceladas que sirvan de reflexión y recordatorio o llamada de atención, situar estas reflexiones en el contexto español actual y echar un vistazo a algunas preocupaciones europeas sobre este tema.

 1. VALORES IMPLÍCITOS Y VALORES EXPLÍCITOS EN LOS PLANTEAMIENTOS EDUCATIVOS

Todo enfoque o acción educativa contiene valores implícitos o explícitos o ambas cosas a la vez (Bunes et al., 1993; Cidree, 1991, OCDE, 1993, etc.). Los anglosajones utilizan la expresión «value laden » que es muy expresiva porque tiene la connotación de carga, de peso, de algo que confiere una determinada densidad. Ha habido una época en que la «neutralidad» estaba de moda y era incluso requisito imprescindible para que la actividad científica o educativa fuera considerada rigurosa. Ahora, la visión de las cosas ha evolucionado considerablemente hacia la sensatez, como señalan Chapman y Aspin en su excelente informe para la OCDE: «El trabajo reciente en la epistemología y metodología de las ciencias naturales y sociales se ha apartado decisivamente del énfasis en la medida y en la descripción llamada “neutral o libre de valores”, que fue típica de una era anterior en investigación, cuando los trabajadores creían completamente en la validez académica del paradigma empiricista y tendían sólo a desarrollar y aplicar diseños de investigación basados exclusivamente en él. Los investigadores sociales modernos se mueven hacia una aproximación basada en los avances en metodología y epistemología que surge de los trabajos del postempirismo en la filosofía de la ciencia, tales como los de Quine, Popper, Lakatos y Winch.» (OCDE, 1993:3). Y más adelante: «Por tanto está claro que las cuestiones de valor en el conocimiento y en el curriculum no están restringidas únicamente a materias o áreas tales como las humanidades, las artes o la Religión. Las cuestiones de valor también subyacen y en verdad impregnan todo el programa de otras materias del curriculum tales como la ciencia y la tecnología» (ibid. p. 11).

Ni la ciencia ni la educación están nunca libres de valores, porque éstos subyacen, impregnan, la actividad humana, quiérase o no. Por eso parece más lógico y honesto afrontar la responsabilidad de hacer explícitas las bases, los fines, los valores desde los que se piensa o actúa. Además es imprescindible para saber lo que se está pretendiendo, en toda actividad y sobre todo en la educación. Hay cierta tendencia a eludir las cuestiones básicas, los «por qués». Se substituye con frecuencia la reflexión profesional y experta sobre los principios que subyacen a los ingredientes de la actividad educativa —desde los objetivos a la evaluación, pasando por el curriculum, la organización escolar y la metodología— por la «toma de medidas», o por los «criterios de mercado». Ambas prácticas resultan tranquilizadoras.

El escapismo de los investigadores suele inclinarse por la primera fórmula,(cuando no se sabe cómo resolver un problema se evalúa, se dan datos, antes de reflexionar sobre su correcto planteamiento) como si fuera posible medir algo sin saber lo que se pretende de partida, formular juicios en términos de «mejor y peor» sin explicitar el criterio de calidad —los valores—. En cambio, los que se dedican a la educación desde la práctica, sea ésta el aula o la administración, suelen eludir las cuestiones de base por el recurso a la demanda de la «clientela». A imitación del enfoque «consumerista» de la economía de mercado: lo valioso es lo que la mayoría busca. Se confunde entonces la democracia en la toma de decisiones con la abdicación de los profesionales a reflexionar en profundidad y hacer un planteamiento correcto de los problemas.

Pero el riesgo más grave que entraña abandonar la tarea de reflexión sobre los porqués y de explicitación de los valores está en su sustitución por el control, como advierte Wilson:

 

«En verdad, cuanto menos claros se tienen los objetivos y los valores, más angustiado se está por ejercer el control. Paradójicamente, la falta de claridad no lleva a descentralizar, a experimentar, a animar a los investigadores en educación o a los educadores en la práctica a ir a su aire, en la esperanza de lograr mayor claridad acerca de lo que es realmente importante. Por el contrario, se desperdician las energías, que debían emplearse en la discusión y en la experimentación, en prácticas burocráticas que incitan a la uniformidad y a la rendición de cuentas... En el vacío dejado por la ausencia de consenso sobre los valores brota una especie de miedo al caos o al desorden que se expresa a sí mismo en intentos desesperados de mantener las cosas bajo control» (Wilson, 1992:354).

Vemos, pues, que en la raíz misma de la posibilidad de autonomía está la clarificación —en sentido lato— de los valores.

 2. LA ESCUELA BASADA EN VALORES: UNA NUEVA PERSPECTIVA

Las reformas reales de la escuela requieren un nuevo enfoque (o la renovación radical de un viejo enfoque): tener claro que la escolarización no es un fin en sí misma sino que está al servicio de la vida, dentro y fuera de la escuela. La «buena vida» (en el sentido más profundo de la expresión) de cada persona individual y de la sociedad en su conjunto es el fin de la educación. Lo demás —incluida la asistencia de los alumnos a la escuela durante un período determinado de tiempo, la adquisición de todas las capacidades básicas, el logro de titulaciones etc.— son únicamente parte de los medios para lograrlo. Esta idea, aparentemente obvia, es de hecho la gran olvidada y así la perspectiva se distorsiona en la absolutización de lo que es sólo relativo y las reformas se convierten a veces más en cambio de orden de los elementos del proceso educativo que en búsqueda renovada del sentido coherente de todos ellos.

Empeñarse en una escuela basada en los valores no significa acumular más asignaturas, temas u objetivos, sino «permearlos» en una concepción mucho más global. Es un cambio radical de perspectiva hacia una concepción no acumulativa de la educación. Si la educación tiene que «jugar un papel dinámico y constructivo para preparar a los individuos y las sociedades para el siglo XXI» (Delors, 1992), requerirá un esfuerzo de imaginación para adoptar un nuevo enfoque, no retórica y medidas administrativas que remuevan la superficie de los sistemas educativos sin llegar al fondo.
La escuela basada en valores no es una utopía irrealizable, sino algo en lo que ya están empeñados muchos maestros, teóricos y administradores de la educación en el mundo entero. Además no se trata de algo idealista y, por así decir, de espaldas a las exigencias económicas. Todo lo contrario: la existencia de un «ethos» —de un conjunto de valores— propio de la escuela es uno de los factores de eficacia reconocido por la literatura y avalado por la evidencia empírica de múltiples estudios (U.S.A. Department of Education, 1986; Scheerens, 1990; O.C.D.E., 1991; Wilson, 1991; Riddell y Brown, 1991, etc.). Es decir, una escuela basada en un consenso de valores explícito de la comunidad educativa y que tiene como fin prioritario real conseguir esos valores es también una escuela más eficaz desde el punto de vista del rendimiento. Supone una especie de «ceguera» el no ver más allá de las finalidades prácticas inmediatas, porque el planteamiento de prioridades armónicas, elevadas, centradas en las personas, no va en contra de la eficacia, sino todo lo contrario. Hasta desde el punto de vista «empresarial» —totalmente aceptable en el sentido lato de la palabra «emprender»— el tener en cuenta, la cultura subyacente, o sea los valores, supone una visión mucho más moderna de la empresa.

La escuela basada en valores parte de unos principios que Beck (1990, p. ix) estructura del siguiente modo, en lo que él llama su «manifiesto»:

  1. La escuela y la sociedad están estrechamente relacionadas y si ambas quieren mejorar tienen que trabajar juntas.
  2. Como base para las reformas es necesaria una nueva visión del fin de la sociedad y de la escuela, a saber, promover el bienestar humano y hacerlo de forma equitativa a través de la sociedad y en todo el mundo.
  3. La escuela puede jugar mejor su parte en la consecución de este objetivo si pone más énfasis en la educación social y personal (sin descuidar, por supuesto las capacidades escolares básicas).
  4. En el enfoque de tales áreas la escuela no tiene que pretender ser neutral, sino promover ciertos puntos de vista y actitudes, pero con un método interactivo que permita a profesores y alumnos aprender unos de otros y de otras fuentes.
  5. La escuela ha de practicar lo que predica. Su organización y atmósfera deben encarnar los enfoques de la vida personal y social por los que aboga.
  6. Los estudiantes tienen que seguir un curriculum ampliamente común en escuelas no selectivas y en clases heterogéneas. Esto es necesario para promover el ideal de igualdad y construir un sentido de comunidad; y es factible porque, en una escuela que enfatiza las cuestiones personales y sociales, todos los estudiantes de diferentes orígenes sociales y de distintas capacidades pueden contribuir y beneficiarse.

Evidentemente estas bases pueden resultar discutibles y no hay por qué aceptarlas como dogma de fe, pero sí pueden servir de punto de partida para un enfoque coherente de escuela centrada en valores.

 3. LA AUTONOMÍA COMO VALOR Y LA AUTONOMÍA DE CIERTOS VALORES

En el mundo occidental hay actualmente un movimiento hacia la descentralización de poderes, hacia lo que en terminología anglosajona se llama «authority devolution» y que implica, como la otra cara de la moneda, la autonomía, en un sentido dinámico (algo así como la asunción de autonomía por parte de las instancias depositarias de la delegación). Se tiende a devolver a la sociedad su capacidad de iniciativa y la responsabilidad de la toma de decisiones, en una especie de proceso de reconocimiento de su mayoría de edad. En ese sentido caminan las reformas de todos los sistemas educativos occidentales y los que no van en esa dirección es porque empezaron el proceso mucho antes y están ajustando la autonomía de la que ya gozaban, en una búsqueda de equilibrio (no porque «estén de vuelta»). En todos los demás países —entre los que, por supuesto, se incluye España— es imparable tanto la descentralización territorial como la delegación de poderes a los centros docentes.

No es un movimiento indiscutido ni aceptado sin más en todos los medios. Existen ciertas polémicas acerca de si la autonomía en la toma de decisiones es o no un valor en sí y, naturalmente se aduce la posibilidad de hacer buen o mal uso de ella y la necesidad de acompañarla de la adecuada formación de sus quienes la asuman. Se argumenta con razón que la gestión basada en la escuela no garantiza la eficacia y el cumplimiento de los fines de ésta. No obstante, a estas alturas de siglo, parece incontestable, por un lado, que los afectados directamente por las decisiones tienen que tomar parte en ellas y, por otro, que las reformas sólo serán efectivas y duraderas si son llevadas a cabo por personas con un sentido de pertenencia, de implicación y de responsabilidad en el proceso de la educación.

La autonomía es el correlato institucional de la libertad personal y por tanto camino ineludible hacia la humanización. La adquisición y el ejercicio de la libertad del individuo o de la autonomía de los grupos humanos e instituciones es el único medio de llegar una vida auténticamente humana. Lo demás puede ser más ordenado, más práctico a corto plazo, más cómodo, más controlable... pero es menos humanizador. Por eso puede considerarse que la autonomía, con todos sus riesgos, es un valor en sí misma.

Además la autonomía es un medio educativo por excelencia, la asunción de responsabilidades por parte de todos los sectores de la comunidad educativa es la mejor manera de aprender a tomar decisiones, de vivir y no sólo teorizar. La escuela que tiene como fin primordial el bienestar de todas las personas no puede por menos de estar basada en la libertad y en su correlato institucional que es la autonomía. No puede renunciar al placer y a la obligación del autogobierno. Tiene la necesidad de reinventarlo todo desde abajo, de recorrer su propio camino en el proceso educativo, sin que lo recorran otros por ella, igual que cada hombre debe recorrer el de su propia libertad.

Pero que la escuela sea autónoma no significa que no esté sujeta a normas y principios. En especial hay una serie de valores que pueden considerarse autónomos y de algún modo «por encima» de la propia autonomía, dentro de la lógica de la perspectiva educativa que hemos adoptado estos valores que la escuela autónoma debe respetar están presididos por la equidad, por el sentido profundo e irrenunciable de la igual dignidad de todos los hombres. De la equidad se derivan otros valores básicos para el sistema educativo, que han de enmarcar toda la acción escolar, como son la son la comprensividad, la obligatoriedad y la ausencia de sesgos o discriminación (ideológicos, sexistas, raciales, clasistas etc.).

La comprensividad o escolarización común sin diferencias por clase social o niveles de rendimiento, es un valor en sí por varias razones. Clive Beck sintetiza bien: «colocar a todos los estudiantes en la misma escuela y grupo (o tronco común) supone la afirmación de que a) todos esos estudiantes tienen el mismo valor como seres humanos; b) todos tienen amplias capacidades innatas con la misma gama de capacidades dentro de cada grupo socio-económico; y c) todos se pueden beneficiar de una educación aproximadamente similar, son capaces de vivir “la buena vida” (que no difiere fundamentalmente de una clase a otra) y tienen el mismo derecho de hacerlo » (Beck, 1990:17).

La obligatoriedad aparentemente es contradictoria con la autonomía y la libertad, sin embargo la obligación (o cierto grado de coherción) es inherente a la vida humana, es requisito indispensable para la encarnación o concreción de la libertad. La obligación de que, en general, los niños asistan a la escuela durante unos cuantos años que la sociedad considera adecuados es una garantía para ellos y para la propia sociedad de que todos sus miembros tienen la oportunidad de aprender a «vivir bien». Pero en esto —como en todo— la regla general no se ve invalidada por las excepciones que, en bien de las personas, sea necesario hacer.

El que una escuela centrada en valores deba evitar todo sesgo es tan obvio que no merece comentario. Sólo aclarar que evitar sesgos o discriminaciones no significa ser neutral, no está en contra de una toma de postura racional, explícita y consensuada a favor de ciertos valores. Significa más bien optar por valores válidos para todas las personas que integran la escuela sea cual sea su sexo, edad, clase social, religión o raza.

 4. LOS VALORES COMO ELEMENTO FUNDAMIENTAL DE LA AUTONOMÍA: VALORES DE LA ESCUELA AUTÓNOMA

Si se parte del hecho de la autonomía de las escuelas, hay que plantear la posibilidad y la necesidad de que éstas empiecen por hacer un esfuerzo de reflexión en torno a los valores. Difícilmente habrá autonomía de todo lo demás si no la hay de valores, si los protagonistas del proceso educativo no saben para qué son autónomos y en qué quieren empeñar su libertad. Por otro lado, como ya se ha dicho, el trabajo en valores, aparentemente teórico, puede acrecentar la autonomía de los centros y mejorar su práctica educativa.

Hay bastante consenso en considerar como elementos importantes de la autonomía de las escuelas («school-based management») la capacidad de decisión en tres temas: profesorado recursos económicos y curriculum (Clune y White, 1988). Pero por, por supuesto, orientándolo todo, ha de estar la autonomía en fines o valores.

En este sentido la LOGSE ofrece a todas las escuelas una magnífica oportunidad de definir sus propios valores por medio del Proyecto Educativo de Centro. Es una oportunidad para los centros privados, algunos de los cuales tienen ya cierta tradición en definirse por su carácter propio, pero que pueden encontrar ahora el momento de revisar y redefinir desde la base sus valores y hacerlo de acuerdo con la mentalidad abierta y pluralista que les exige el servicio a la sociedad. Y lo es también para los centros públicos, que no tienen por qué ser uniformes ni pueden, en virtud de su supuesta «neutralidad», dejar de plantearse el sentido de su tarea, las peculiaridades de su comunidad educativa y los valores que juntos quieren construir.

Cabe preguntarse cuáles han de ser los valores de la escuela autónoma ¿quién los debe marcar? ¿De quién es la autonomía? Está claro que los valores propios del centro han de surgir de la comunidad educativa puesto que su sentido es lograr el bienestar de todos. En primer lugar es preciso tener en cuenta las necesidades, deseos, intereses e ideas de los alumnos, escucharles mucho más y hacer que ellos se escuchen más a sí mismos en profundidad. Lo primero que diferencia a una escuela de otra son sus alumnos, todos iguales como seres humanos, pero diferentes en cuanto individuos con sus características propias y su capacidad de iniciativa, y configurando grupos distintos por las interacciones que se establecen entre ellos. Los alumnos son, además, capaces de una gran lucidez y de tomar con acierto decisiones en los asuntos que les conciernen, no hay que minusvalorar esta capacidad sino ayudarles a potenciarla. También los padres tienen, evidentemente, algo que decir, aunque sin olvidar que los hijos no son de su propiedad y han de hacer un esfuerzo de desinterés al reflexionar sobre los valores que la escuela debe enseñarles a vivir. Por último, los profesores son los profesionales de la educación y por tanto los que asumen el mayor peso en la explicitación de valores. Ellos han de servir de catalizadores de los intereses de padres y alumnos, a la vez que introducen como tercer elemento los intereses de la sociedad y la visión más amplia que les proporciona su saber y su experiencia. Pero sin absolutizar su papel, ni dejar de ser ellos mismos también beneficiarios de los procesos educativos.

No vamos a descender a enumerar los posibles valores en los que cabría centrar la tarea educativa, previo consenso de la comunidad. Estos podrían ser desde valores humanos básicos como salud, autoestima, seguridad o curiosidad, hasta valores espirituales (en sentido religioso o no) del tipo de esperanza, generosidad o integración personal; pasando por valores sociales, morales, políticos, estéticos, culturales etc. En realidad las posibilidades de orientar el trabajo en valores en la dirección que se considere más conveniente son innumerables

 5. ¿DÓNDE Y CÓMO VIVIR LOS VALORES?

Todas las instancias o círculos que constituyen el contexto de la vida humana están impregnadas de algún tipo de valor y por tanto la transmisión de valores excede con mucho el ámbito de la educación institucionalizada. Sin embargo, es evidente que la institución escolar —entendiendo por tal desde el sistema educativo en su conjunto a la actividad concreta en el aula— tiene un papel de excepción en este terreno, que ejerce se lo proponga o no. No vale el argumento de que los niños adquieren sus valores en lugares distintos de la escuela y por tanto ésta no tiene nada que hacer, porque entonces también tendría que abdicar de su papel de transmisora del saber, ya que en la actualidad la mayoría de los conocimientos se adquieren en medios extraescolares. La escuela tiene la posibilidad y la obligación de servir de tamiz analítico de todos los demás impactos socializadores y, así como es el lugar donde los conocimientos dispersos se convierten en ciencia, debe ser el lugar donde los prejuicios y las tomas de postura no razonadas pasan a ser valores personales asumidos crítica y reflexivamente.

El primer nivel de influencia en la transmisión de valores por parte de la institución escolar es el sistema educativo considerado globalmente. Sus fines, su estructura, su organización, el énfasis puesto en cada uno de sus elementos...todo ello orienta y conforma de un modo general la socialización de los jóvenes, transmite de forma implícita unos valores. En el caso español los valores explícitos del sistema educativo son los contenidos en lo fines que se señalan en el Titulo Preliminar de la LODE y la LOGSE, entre los que destacan «Equidad», «Dignidad humana», «Trabajo», «Ciencia», «Autocompetencia», «Cooperación» y «Autorrealización». Los valores implícitos (Bunes et al., 1993), además de los anteriores, incluyen una gama mucho más amplia, como es natural y entre ellos se concede una altísima prioridad a los valores de «Competencia académica» (educación para la adquisición de títulos) y «Eficacia» como medios para llegar al valor meta prioritario que es «Trabajo». Están presentes pues en el sistema los valores que permitirían un enfoque de la educación centrado en el bienestar humano, pero ha de ser contrarrestada la omnipresencia de las finalidades académicas y la orientación excesiva hacia el mundo del trabajo. En un reciente estudio realizado por el CIDE para la OCDE se ha constatado también, a nivel empírico, que las comunidades educativas (padres y alumnos sobre todo) perciben como fin real del sistema la competencia académica y profesional y, muy en segundo lugar, la autorrealización y la cooperación social. Esos son los valores que se están transmitiendo, con el riesgo de que, al invertir el orden de prioridades, se absoluticen lo que sólo son medios.

Dentro de la estructura educativa que sirve de marco axiológico general, la escuela propiamente dicha (todo centro educativo del tipo que sea) supone un nivel más de concreción en la transmisión de valores.

La escuela entera con su organización, su proyecto curricular, su atmósfera, sus actividades, las relaciones interpersonales que en ella se viven... es transmisora de valores. De ella (de sus agentes) depende que esos valores sean ocultos, no reflexivos ni consensuados o que la educación en valores sea intencional y centre la actividad educativa toda. «Cuando educamos o enseñamos, comunicamos valores. La misma existencia de una escuela o de una estructura sistematizada es una afirmación de valor... Es importante por tanto, determinar, en la medida en que seamos capaces, qué valores adoptamos, comunicamos y promovemos y entonces decidir consciente y explícitamente que valores querríamos adoptar, comunicar y promover.» (CIDREE, 1991:9).

No nos referiremos al modo de llevar a cabo la educación en valores desde la escuela, tema que excede este artículo y del que ya se ha escrito bastante (Beck, 1990; Best, 1991; CIDRRE/UNESCO, 1993; Comisión Española de Cooperación con la UNESCO, 1992; Consejo de Europa, 1989: Fuente y Muñoz-Repiso, 1981; IEPS, 1979 y 1981, etc.). Tan sólo recordar algunos puntos importantes de consenso en todos los autores: la educación en valores nunca puede ser indoctrinamiento ni imposición, sino que está hecha de diálogo, tolerancia y realidad viva; los métodos y el contenido son todo uno en este tema y lo que se vive en la escuela es lo que se aprende; el propio ambiente escolar es el medio por excelencia de la adquisición de valores; y, sobre todo, no hay recetas, ni método maravilloso, ni nada que pueda suplir la creatividad y la iniciativa de las comunidades educativas. Las teorías, los métodos, las experiencias pueden ayudar, sugerir ideas, sistematizar las propias, servir de punto de partida, pero son los equipos de profesores quienes tienen que analizar la realidad de su propio centro, echarle imaginación y comprometer a la comunidad educativa en la tarea.

6. EDUCAR EN VALORES DESDE UNA PERSPECTIVA EUROPEA Y GLOBAL

El tema de los valores preocupa a las instituciones europeas dedicadas a la investigación y al desarrollo del curriculum, por eso uno de los primeros programas de colaboración del recién nacido Consorcio de Instituciones Europeas de Investigación y Desarrollo (CIDREE) ha sido el de «Valores en la Educación» (VEEP). En este programa están implicadas once instituciones (entre ellas el CIDE por parte de España) y pretende ser un marco en el que se compartan y discutan aspectos de la educación en valores, tales como lo que se entiende por valor, la posibilidad de valores consensuados, la legitimidad de que los educadores se adentren en este campo, los modos de adquisición de valores etc. Cada institución lleva a cabo uno o varios proyectos de investigación o actividades sobre este tema y se intercambian resultados y reflexión.

Lo más interesante de este proyecto es quizá lo que significa de preocupación porque la caída de fronteras en Europa sea algo más que unidad económica, similitud legal o equiparación de títulos. Significa interés por los temas educativos más de fondo, empezar a preguntarse qué tipo de hombre vamos a formar y aspirar, desde posturas y situaciones muy diversas, a un consenso en valores humanos. Pero algunos de los trabajos concretos son también de gran interés. Desde una perspectiva global, cabe mencionar el plan para la introducción de los valores en la educación del Ministerio de Educación Ciencia e Iglesia noruego (que se concreta en un documento base de posicionamiento y multitud de acciones de formación de profesores y de debates en las escuelas) y el trabajo de desarrollo curricular del SCREE (Scottish Consultative Council on the Curriculum) en Gran Bretaña. Desde un enfoque más concreto, son especialmente interesantes las dos experiencias alemanas de educación en valores en escuelas, dentro de un proceso de investigación-acción sobre la base de la teoría de Kohlberg (Dobbelstein-Osthoff, 1992 y Schrip, 1992).

Estos trabajos y otros podrán encontrarse como apéndices en el documento «Values for the Humanistic and Internacional Dimension of Education» —de próxima publicación— que contiene además conceptos, principios y estrategias de acción, producto de la reflexión y el consenso de los once miembros del VEEP sobre uno de los aspectos de la educación en valores. Por tanto es ya un trabajo con un enfoque pluralista y europeo y pretende, incluso, no perder de vista la perspectiva global. Porque hoy en día —y cada vez más— ya no podemos pensar locamente, somos ciudadanos del mundo y nos concierne todo lo que en él ocurre. Aunque parezca paradójico, a la vez que se da un movimiento hacia la autonomía, es cada vez más fuerte la interdependencia. Y la educación ha de preparar para la toma de decisiones personal y libre, pero en una perspectiva que tenga en cuenta al planeta entero.

Referencias bibliográficas

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{*} Referencia original: Muñoz-Repiso, M. (1994). Valores y autonomía del centro docente. En A. Villa (coord.), Autonomía institucional de los centros educativos: presupuestos, organización y estrategias (pp. 351-364). Bilbao: Universidad de Deusto.

{1} La palabra inglesa empleada por Beck es well being, que traducimos insatisfactoriamente como bienestar, pero tiene una connotación más profunda, de «bienser»; por ese motivo otras veces llamamos a este mismo concepto «buena vida».

{2} El CIDREE nació en 1990, con el propósito de contribuir a desarrollar y expandir el conocimiento más avanzado en el campo de la educación en Europa, para acelerar y profundizar la mejora de la calidad de la educación en los países representados. A él pertenecen 23 instituciones de 18 países.