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CIENCIA, ÉTICA Y POLÍTICA ¿UN NUEVO ETHOS INSTITUCIONAL?

En las últimas dos décadas en México, el tema de la ética y la responsabilidad social se ha tornado significativo en el campo de la educación, ello sin lugar a dudas está asociado a los reclamos que surgen desde distintos lugares y con diferentes ópticas sobre los resultados obtenidos. Los sistemas contemporáneos de evaluación en un contexto globalizado, reiteran las dificultades que el sistema educativo enfrenta para lograr las competencias básicas, sobre todo en las zonas rurales y marginales, en particular con la población indígena, de tal manera que pareciera tener cierto grado de veracidad el afirmar que a mayor capital económico corresponde mayor calidad en la formación. En este contexto, dirigir la investigación hacia el campo{1}del cambio educativo se ha convertido en un camino posible para hacer de la educación, y en específico de la formación, una tarea éticamente responsable y compartida. Pero a este aspecto habrá que añadir uno de mayor envergadura y es el referente a lo que ha venido llamándose en el lenguaje cotidiano “crisis de valores”, acompañada de un incremento en los niveles de violencia en las escuelas y en la sociedad en general.

En este sentido, la problemática del sistema educativo se piensa en la actualidad no sólo en relación con la educación como vía para la formación de niños y de jóvenes respecto a saberes y prácticas delimitadas por planes y programas de estudio –que en un porcentaje significativamente alto se refieren a contenidos de orden cognitivo–, sino también en lo referente a la formación cívica y ética, pensando a las instituciones formadoras como espacios privilegiados para enseñar y aprender actitudes y, en particular, una conciencia razonada de la ética y la civilidad, tarea que se ha traducido con diferentes énfasis: educación para la democracia, enseñanza para la paz, enseñanza de los derechos humanos, formación cívica y ética, entre otros. Frente a esta mirada la investigación educativa se enfrenta con añejos desafíos, pero en un contexto diferente.

Un breve recorrido por internet en las bases de datos más importantes de la producción científica sobre el tema de la ética en la investigación educativa, permite contar con una primera visión sobre el campo. La diversidad de los enfoques, perspectivas y miradas hablan de la complejidad de este ámbito; se identifican trabajos en el campo de la enseñanza de la ética y valores en los distintos niveles formativos, el uso de la tecnología, aspectos relacionados con la intervención en las neurociencias, la rehabilitación y el apoyo psicopedagógico; resaltan aspectos como la inclusión y la resolución de conflictos morales; se hace énfasis en aspectos metodológicos sobre el papel de los informantes o de los sujetos de la intervención, así como de los impactos de diferentes entornos éticos; se identifican discusiones también respecto a la orientación de la investigación, los recursos que se destinan a temas prioritarios en el ámbito educativo versus las áreas de la defensa y el espacio; la evaluación y sus impactos, el plagio y uso de referencias, el carácter inédito de los trabajos, la veracidad o no de los datos recabados, etcétera. Por otra parte, Sañudo (2010) abre un conjunto de interrogantes y propone cuatro grupos de conflicto o tensión: la responsabilidad ética hacia la ciencia; la responsabilidad ética con la educación; la responsabilidad ética con los procesos de investigación y la responsabilidad ética con la sociedad, para ser considerados en el material que conforma este número de  la REICE.

En este contexto, opté por compartir algunas reflexiones en relación con la responsabilidad ética hacia los procesos de investigación. El argumento del que se parte se ubica en el reconocimiento de la existencia de una condición institucional que articula actualmente el hacer universitario y la conformación de comunidades en una lógica que construye una cultura institucional que, a su vez, tiende a ocultar cualquier interrogante en relación con la ética, con lo cual se da por sentado su presencia bajo la mirada de la eficacia, la transparencia y la “meritocracia”. Atendiendo a esta primera condición y sin desconocer el contexto en el cual se habrán de desarrollar las instituciones sociales en este siglo xxi, pretendo ubicar estrategias que permiten abrir las tensiones necesarias entre las reglas de conformación de las llamadas “tribus académicas” y de la evaluación de la investigación con la conformación de un ethos institucional que reconozca la necesaria articulación entre ética, política y educación.

1. EL CONTEXTO

Nos encontramos en una sociedad en la que las formas de construcción de la subjetividad y el ordenamiento simbólico se encuentran en transformación. La sociedad moderna se caracteriza, de acuerdo con Foucault (2010), por la construcción de una subjetividad enmarcada en la lógica de la vigilancia y el castigo, en la que la “disciplina” del sujeto constituye uno de sus componentes más importantes y coloca a toda desviación de este criterio en el campo de lo prohibido. En la sociedad contemporánea este orden simbólico, que estructura las reglas de lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer, se vincula con un proceso de reconfiguración del discurso vigente hacia nuevas reglas de ordenamiento social que parecen instaurar una reflexión ética que se construye en torno a lo posible y lo imposible, con lo cual se desplaza cada vez más el campo de lo permitido y lo prohibido. Siguiendo a Bauman (2002) y Ehrenberg (1998), nos encontramos hoy en día con un debilitamiento de los lazos sociales, la privatización de la existencia y una disminución de la vida pública. Se advierte un incremento “imaginario” de la libertad individual en donde la aversión por la autolimitación se constituye ya en un componente significativo del hacer social. La búsqueda de la sensación de libertad se asocia en forma directa con un aumento en la impotencia colectiva y una actitud que podría caracterizarse como “conformismo”, sobre todo cuando el hacer político ha transitado de la propuesta y puesta en marcha de programas a un debate abierto por el poder.

En más ocasiones de las que quisiéramos podemos advertir que las comunidades que van conformándose frente al aislamiento, la individualidad imperante y la experiencia de una vulnerabilidad extrema frente al otro, se sostienen en la necesidad de defensa frente al peligro exterior y vemos así que es el miedo, la sospecha e incluso el odio lo que crea un “lazo social”. Las utopías no son ya de la sociedad en su conjunto, sino que son de uno en uno, y se centran cada vez más en el tener, ser mejor, avanzar y, en este sentido, los modelos del bien general son cada vez menos acogidos y los individuos prefieren atenerse a aquel que han podido construir desde su propio lugar.

Podríamos hablar de tres grandes significantes que atraviesan la sociedad actual: la incertidumbre, la inseguridad y la desprotección. La incertidumbre se presenta en la medida en que resulta cada vez más difícil identificar la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto, el mercado es al parecer el único límite real, razón por la cual el lazo social se debilita y se vuelve muy frágil; la transparencia, el mundo sin secretos y la fragilidad frente al otro son aspectos que emergen con una fuerza inusitada rompiendo con cualquier expectativa de que la incertidumbre es una experiencia pasajera que tenderá a desaparecer. La incertidumbre está acompañada de una sensación de desprotección generalizada que puede caracterizarse bajo la idea de que, aun cuando uno se comporte de manera correcta, no hay seguridad de poder defenderse del peligro y el dilema moral central, ubicado entre  lo correcto o lo incorrecto, entre el bien y el mal, comienza a desvanecerse para dar lugar a una elección entre la indiferencia y la maldad, con lo que se advierte una tendencia a la banalización del mal. Se observa lo que podría identificarse como una indiferencia ética cotidiana: “La imagen sintética de la brutalidad auto infligida se deposita como un sedimento en la conciencia pública: una imagen de ‘calles violentas’ ‘tierras de nadie’, la presentación magnificada de una tierra de mafias, un mundo ajeno, subhumano, más allá de la ética y la salvación. Los intentos de salvar a ese mundo de las peores consecuencias de su propia brutalidad tienen efectos momentáneos y están condenados a fracasar en el largo plazo; todas las sogas arrojadas para salvarlo se convierten fácilmente en nuevos nudos corredizos” (Bauman, 2004, p. 101).

Ciertos cuestionamientos acompañan a las nuevas generaciones: ¿por qué estoy aquí, con qué propósito? Preguntas que no logran encontrar una respuesta, circunstancia que da lugar a la adhesión a lo mágico y al centramiento en el cuerpo como respuestas posibles. Finalmente la inseguridad aparece como significante que articula un nuevo orden social en construcción. Inseguridad que se asocia con un futuro sin horizonte, el desempleo se presenta como un problema estructural, el poder se aleja cada vez más de la política, la volatilidad es un aspecto que se hace cada vez más presente, lo que se tiene y se ha ganado se puede perder a pesar de lo hecho en cualquier momento, la identidad ansiada nueva es del todo alcanzada. En síntesis, podemos hablar de la conformación de un nuevo orden discursivo en el que la libertad ha tomado una dimensión negativa en tanto las elecciones están limitadas por el mercado, y el consumo y el placer se constituyen en sus motores más importantes; las comunidades se conforman por agentes “narcisistas” que han transitado del derecho a hacer a la preocupación por la capacidad para hacerlo.

El contrapeso entre lo permitido y lo prohibido decae en provecho de un desgarramiento entre lo posible y lo imposible. Se apela menos a la obediencia disciplinaria que a la decisión y la iniciativa personales. La norma ya no se funda en la culpabilidad y la disciplina, sino en la responsabilidad y la iniciativa. El individuo se enfrenta a una patología de la insuficiencia más que de la falta y la culpa correspondiente, al mundo de la disfunción más que al de la ley. La libertad de costumbres, a causa del debilitamiento de lo prohibido/lo permitido y la superación de los límites impuestos al hombre por los progresos de la ciencia y la tecnología, hacen que todo se convierta en concretamente posible. Nos encontramos con la llamada generación “x”, los “ninis{2}” (ya sean por opción, o por condición económica), nuevas cartografías en las aulas en las que se advierten formas alternas de distribución del saber, un uso cada vez más intensivo de las tecnologías y nuevos roles que modifican de manera sustancial los lugares tradiciones del que enseña y del que aprende.

En este nuevo orden en conformación, seguimos con una vieja asignatura pendiente que no hemos podido atender y que en más de un sentido es también una tarea de las instituciones educativas: coadyuvar a construir una sociedad justa basada en el conocimiento. Hablar de justicia aparece como un  tema reiterado, demanda del pasado, pero que no puede dejar de pensarse como una utopía en el sentido en que Castoriadis (1983) la concibe al señalar que siempre es posible aunque nunca del todo realizada. Para Mayorga (1999), el proceso de cambio en América Latina no ha podido resolver un tema crucial, el de pobreza extrema de una proporción altamente significativa de su población asociada a una distribución del ingreso sumamente inequitativa. Año con año se proponen acciones para mejorar esta circunstancia, pero año con año se puede observar que no se logra disminuir los índices de pobreza y el perfil distributivo tampoco mejora.

Por otra parte, puede decirse que la sociedad contemporánea depende cada vez más del conocimiento, la automatización de procesos y el desarrollo tecnológico, lo que obliga a una competitividad cuyo soporte fundamental es el conocimiento científico y a una formación a los que no todos tienen acceso.“Con el advenimiento de las biotecnologías y la próxima ‘era genética’ del siglo xxi, con la química fina, con los nuevos materiales y con tantas otras tecnologías revolucionarias, esta tendencia se agudizará sin duda en el futuro; la capacidad de producir y usar conocimiento será considerada crecientemente como el recurso de mayor importancia de las naciones y como el aspecto determinante de su productividad. El problema del desarrollo económico será un problema de dominio del conocimiento en expansión y de crecimiento de las capacidades de la población para emplearlo eficazmente, que ya se han convertido en los países desarrollados en un factor aún más dinamizador que la misma acumulación de capital” (Mayorga, 1999).

2. CONDICIONES DE LA PRODUCCIÓN CIENTÍFICA

En el contexto descrito, hablo del surgimiento de un nuevo ordenamiento discursivo acorde a lo que se ha llamado posmodernidad o modernidad tardía, que atraviesa en forma diferencial a las distintas instituciones sociales, con lo que se conforman culturas híbridas que ponen en juego de manera contradictoria componentes de la tradición, incluso propios a los momentos fundacionales de las mismas, con nuevos modos de ser de acuerdo con lo que Bauman ha llamado la sociedad líquida. Las instituciones educativas y de investigación no escapan a este entretejido de culturas divergentes que afecta de manera significativa los modos de ser y operar de sus comunidades.

Las condiciones institucionales en las universidades para la producción científica se han transformado de manera radical, sobre todo en el campo de las ciencias sociales y humanas en las últimas tres décadas. Hay, digámoslo así, una nueva forma de gestión que tomó lugar primero en las empresas, pero que se ha generalizado como un mecanismo ideal para lograr que las instituciones de servicio y “productivas” cumplan su cometido. Nicole Aubert y Vincent de Gaujelac (1993) exponen los resultados de una investigación llevada a cabo por el Laboratorio de Tranformación Social (Universidad París vii) dentro del programa “Tranformación y salud mental”, patrocinado por la mire, que atienden a indagar, entre otras cosas, el precio que se tiene que pagar por lograr la excelencia. Los datos obtenidos les llevan a plantear que se ha transitado de una filosofía del dar-dar a una filosofía de ganar-ganar que se acompaña de una mayor exigencia de cada día. Filosofía en la que “el individuo dedica toda su energía a mudar sus actuaciones a los parámetros por los que va a ser juzgado; los objetivos, los resultados. La capacidad para gestionar lo complejo (en el sentido de comprenderlo y asumirlo) depende de la capacidad para dejar de lado los objetivos de acción y reflexionar, algo obviamente difícil, y por ello se acude a las recetas o a los expertos para que nos resuelvan los problemas” (Aubert y Gaujelac 1993:47).

En este sistema, cuando se pretende lograr la excelencia, dicen los autores, se pide al individuo que haga cada día más y que se supere obteniendo siempre más de lo que se le ha exigido. La excelencia se constituye así en un significante que no tiene límite, la posibilidad de la “superación personal” no tiene final, “la exigencia de la calidad y la filosofía de ganar-ganar cambian totalmente los parámetros de la relación entre el individuo y la empresa. La calidad no permite que se pueda definir a priori lo que se ha de hacer y esto sume al trabajador en una incertidumbre constante, pues no conoce de antemano las consecuencias de sus actos; puede muy bien fracasar creyendo que está haciendo lo correcto o triunfar absteniéndose de actuar. En un entorno así queda claro que el fracaso no supone necesariamente un error ni el éxito un mayor y mejor rendimiento […] este sistema que empuja al hombre a superarse cada día y a descartar la posibilidad de fracasar provoca una tensión constante entre el Yo y el Ideal del yo al intentar el primero amoldarse a las exigencias del segundo”. (Aubert y Gaujelac 1993:52).

En este contexto, la excelencia toma un nuevo significado, ya no se trata de una calidad intrínseca a la persona sino de hacer las cosas siempre mejor que los demás, se trata de destacar, de ser capaz de hacer cada día más, mejor y más rápido. Ya no se trata de aquella calidad que remite a lo que dura por mucho tiempo, sino a una calidad que refiere a éxitos instantáneos y fugaces. Hoy puedo ser una estrella, mañana quién sabe. Puedo decir, con un poco de atrevimiento, que la excelencia se ha convertido en la expresión más acabada de la individualidad, se trata no de triunfar con base en ciertas reglas sino de lucirse, de reafirmar la excelencia individual. Subyace a esta noción una dimensión ética y cultural que para los autores se encuentra en la moral protestante, pero que ahora, en los nuevos contextos, deja de asirse al trabajo como medio para lograr la excelencia y coloca a la agresividad y la competencia como medios idóneos para triunfar, ello en tanto la búsqueda de la excelencia deja de ser colectiva para convertirse en una meta individual. Frente al decaimiento de la política, la ideología y la religión (en la que la idea de la salvación eterna y el más allá son su soporte central) toma lugar el presente, sin pasado ni futuro, y el éxito se presenta como el único sentido, la única forma de realización posible, se pueden identificar así sentidos múltiples, específicos y volátiles que llevan a los individuos a “adherirse” al principio de la excelencia como condición de vida.

Este “sistema managinario” (Aubert y Gaulejac, 1993) atraviesa también a las instituciones educativas. Los sistemas de estímulos, sobre todo en el mundo de la producción científica, han ido desplazando a los viejos estilos de las comunidades de investigación, lo que ha creado ahora a sujetos preocupados por las citas, las publicaciones que empiezan a pesar por la cantidad y no por la calidad, sujetos que buscan la excelencia con base en el modelo utilizado para homogeneizar los criterios de quien y como puede ser calificado como investigador. Becher (1989) realizó un estudio con el que buscó trazar “un mapa del multicolor territorio del conocimiento académico y poder explorar las características de quienes lo habitan y lo cultivan”.

En términos generales podríamos decir que puede demostrar que la estructura de mediciones de rendimiento, inspiradas más desde una dimensión burocrática y articuladas a preocupaciones descontextualizadas de eficacia y rendición de cuentas en la educación superior, conduce a una lucha marcada por la competencia que crea jerarquías, estigmas y atomización del trabajo, lo cual genera generando lógicas de agrupación y comparación inadecuadas e incluso injustas. “Todo intento de aplicar esos indicadores de rendimiento cuasi objetivos a una organización tan compleja y diversa como una universidad está destinado a tener limitaciones inherentes. La persistencia con la cual los cuerpos centrales de financiamiento, y a veces las mismas burocracias universitarias, apoyan esos mecanismos estandarizados puede surgir tanto de un deseo de parecer justo e imparcial como de un deseo menos escrupuloso de hacer la vida administrativa más fácil. Pero en cuanto se reconoce la necesidad de desagregar los elementos componentes de la organización y considerarlos en su particularidad, las reglas empíricas de este tipo deben, sin embargo, considerarse totalmente inadecuadas” (Becher, 1989:218). A esta circunstancia se añade el tema del financiamiento externo y los límites que ello implica, en tanto se impone también un esquema de dirección de la investigación. Dicho esquema tiende a negar la autoridad del experto y sofocar la discusión crítica, sobre todo en las áreas de las humanidades y ciencias sociales que “se prestan a desafiar la ortodoxia establecida”.

Para Barnett (citado por Becher, 1989) la fragmentación de la comunidad académica en sus diferentes subculturas disciplinares se contrapone con la construcción de un sentido interno de comunidad, fragmentación en algún sentido inevitable si podemos reconocer que el camino de la ciencia y la investigación abre de manera permanente senderos, fisuras y nuevos caminos a recorrer. Además de que, tal como Becher encuentra, las prácticas y los ideales de las comunidades académicas están ligados con la naturaleza del conocimiento que se produce, por lo que no se puede evitar la heterogeneidad. Bajo esta perspectiva los criterios que ahora rigen a la evaluación de la producción científica, derivados de los utilizados en la ciencia física, y predominantes en las comunidades norteamericanas, no pueden operar como “tabula rasa”. En la dimensión social, dice el autor, “si los valores extrínsecos de rendición de cuentas y de la relevancia se imponen forzadamente sobre los valores intrínsecos de la búsqueda de la reputación y del control de calidad por el juicio de pares, eso sólo puede llevar a la sumisión intelectual y, de allí, a la esterilidad académica” (Barnett citado por Becher, 1989:222) Con esta consideración, el autor reitera que una de las grandes prerrogativas de los centros de formación es la libertad para cuestionar los valores establecidos y que la libre indagación intelectual debe considerarse un “ingrediente esencial de toda sociedad que aspire a las virtudes de la democracia”.

Años más tarde, investigaciones en el campo dejan ver que las conclusiones  ofrecidas por Becher se reiteran pero cada vez con más exacerbación. Sylvie Didou (2007) señala que en diversos estudios realizados en el campo sobre este tema, en donde la evaluación de los desempeños está articulada también con oportunidades de mejores ingresos económicos, se puede identificar una condición de estrés, simulación y desvíos de los compromisos propios a las comunidades, de manera individual y colectiva, como respuesta a las exigencias verticales externas, problemas vinculados con los mecanismos de rendición de cuentas cada vez más profusos, con la segmentación institucional de los investigadores y con criterios de evaluación que no son necesariamente pertinentes en tanto son de carácter muy general o derivan de las ciencias duras tal como Becher había señalado anteriormente.

En otro tenor de críticas identifica que hay lideres de investigación que argumentan que los dispositivos de evaluación que se utilizan deben cuestionarse no porque impliquen altos niveles de exigencia, sino sobre todo porque han fortalecido la mediocridad al evitar la diferencia de las trayectorias individuales y fomentar la homogeneidad de recorridos en un territorio que exige la diversificación de los mismos. Concluye que: “En forma paradójica, las políticas gubernamentales contribuyeron simultáneamente a una normalización de los esquemas y de las pautas de la carrera científica y a la atomización de una profesión, tal y como fue constituida como tal en la región. De hecho, si bien se sabe cada vez con mayor detalle quiénes son los docentes del nivel superior y cuáles son los criterios de evaluación aplicados a los investigadores, no se conoce lo suficiente quiénes son esos últimos, sea que se considere las elites circulatorias o las locales, los pioneros o los marginados. Se desconoce cuáles son sus aportes y sus estrategias de promoción en sus espacios de profesionalización; se ignora cuáles son las reacciones institucionales en lo que concierne al mejoramiento de la credibilidad social y académica de la investigación aplicada” (Gil Antón, 2004:79).

Marginson y Ordorika, I. (2010) encuentran con una metodología diferente elementos compartidos a los ya expuestos, lo que no hace sino confirmar el conjunto de tensiones en los que hoy se encuentra la producción científica en las universidades latinoamericanas. Ellos analizan cómo en un ámbito globalizado predomina una lógica de ejercicio de poder en las que las universidades “elite”, fundamentalmente norteamericanas, operan como ejemplo a seguir al fortalecer la estratificación y la desigualdad, además de influir de manera significativa en el diseño de políticas y agendas en educación, hegemonía que se sostiene en esquemas de movilidad y flujos de investigadores, estudiantes, conocimiento, capital y tecnología asimétricos; además de darse un esquema de valoración que tiende a negar la diversidad generada por contextos y tradiciones culturales y científicas diferentes, lo que fomenta una jerarquización de carácter vertical entre  sistemas nacionales e internacionales.

En síntesis y para cerrar este apartado podría señalar que las instituciones de educación superior se ven atravesadas por la conformación de un nuevo modo de ser y hacer que se caracteriza por el predominio de un juego de jerarquizaciones en el que se puede identificar la presencia de valoraciones desiguales de las distintas actividades académicas, lo que produce un campo de batalla interno con luchas intestinas entre los distintos actores involucrados, además de generar un manejo simbólico de privilegios, distinciones y beneficios que conforman estamentos y comportamientos corporativos, que trae consigo también arreglos institucionales desequilibrados, tal como unesco-iesalc han destacado. Asimismo, puede advertirse una fuerte tendencia a la generación de estancos cerrados, a la escisión y a la exclusión, lo que dificulta la construcción de un ethos institucional compartido y fortalece la resistencia a la innovación.

3. UNA MIRADA A EXPERIENCIAS CONSTRUIDAS EN UNA DIRECCIÓN ÉTICA DISTINTA

Para pensar el campo de la ética en la investigación, parto del reconocimiento que no hay marcha atrás en relación con el nuevo orden discursivo en construcción y que, por lo tanto, no se trata de regresar y mitificar el pasado. No hay tampoco recetas evidentes que den salida a las aporías identificadas. No se trata de escapar de la excelencia y del sujeto de la responsabilidad, pero ello no es incompatible con poder imaginar, en el sentido de Castoriadis, formas de articulación y construcción de comunidades alternas. Como dicen Aubert y Gaujelac, se trata de buscar cómo liberar lo imaginario que actualmente está concentrado en los beneficios y las lógicas corporativas, y construir nuevas identidades vinculadas a una nueva construcción de sentido del hacer institucional que esté “por encima de los alardes de los winners y el rechazo de los losers”.

No se trata de rechazar la evaluación y la llamada “transparencia y reedición de cuentas”, pero como dice Becher, habrá que construir un sistema diferente centrado en los pares, sin desconocer las dificultades que ello supone, con un enfoque de caso por caso “similar al utilizado en el derecho consuetudinario inglés […] Esto equivale a decir que casi con seguridad la política más sabia sería conformarse con el familiar sistema de juicio de pares, cuyas insuficiencias se conocen bien, pero que tiene la abrumadora ventaja de la receptividad a la variedad y a la idiosincrasia de todo lo que cuenta como forma legítima de dedicación intelectual”(Aubert y Gaujelac, 1993:218). En este sentido, con Castoriadis (1993) y Paul Ricoeur (2009), asumo que el imaginario social tiene dos componentes que le permiten anclarse en el mundo real pero a su vez resulta factible encontrar una fuente subversiva que permita salir de lo dado y, con ello, construir una historia común, una identidad narrativa que, mediante la mirada utópica que busca nuevos modos posibles de habitar el mundo, pueda abrir otra manera de actuar en él.

En un artículo previo, escrito con Lucía Rodríguez McKeon (Elizondo y Rodríguez, 2009), se hizo una explicitación de la noción de ética que solemos asumir siguiendo a Paul Ricoeur (2009), para quien el fundamento de la moral lo constituye la intención ética, es decir, que reserva el término de ética para el cuestionamiento que precede a la entrada de la idea de ley moral y denomina moral a aquello que remite a normas, leyes e imperativos, dados en el orden del bien y del mal. La ética tiene como soporte la libertad y en este sentido ésta sólo puede atestiguarse a lo largo de la existencia en un “yo puedo”, que no puede entenderse desde la perspectiva individual aislada, sino como un yo puedo de un hacer en el hacer de los hombres, lo que hace posible la existencia de una comunidad que no puede existir sin el atributo de histórica. Dice Marie-France Begué comentando a Ricoeur, “Para probar el principio moral hay que pasar por la acción, que es la historia. La acción humana es la que muestra, una vez hecha, la validez o no de una determinada ética. […] El fracaso o no, la positividad o negatividad, de la acción son lo que demuestra la validez del principio moral. Hay un deber ser del cual no se puede tener evidencia sino solo creencia. El camino largo de la acción es lo que demuestra y atestigua. La acción da la evidencia, no absoluta, de la creencia del deber ser” (Ricoeur, 2009:13)

En este sentido, no haré aquí un decálogo de lo que hay que hacer, he preferido identificar algunas experiencias que podrían indicarnos el camino a seguir para fortalecer la construcción de un ethos institucional que pueda poner en juego la definición que nos propone Ricoeur (2001): el deseo de una vida realizada, con y para los otros, en instituciones justas. Caracterización que me parece pertinente si coincidimos con Zygmunt Bauman en que la educación de hoy enfrenta un cambio que no es “[…] como los cambios del pasado. En ningún otro punto de inflexión de la historia humana los educadores debieron afrontar un desafío estrictamente comparable con el que nos presenta la divisoria de aguas contemporánea. Sencillamente, nunca antes estuvimos en una situación semejante. Aún debemos aprender el arte de vivir en un mundo sobresaturado de información. Y también debemos aprender el aún más difícil arte de preparar a las próximas generaciones para vivir en semejante mundo” (Bauman, 2005:46).

Tal como vimos en la sección anterior, este mundo sobresaturado ha hecho del conocimiento una mercancía, cuyo valor no está dado por su duración e invariabilidad, sino por su inmediatez. El saber producido desde esta perspectiva debe ajustarse para un uso instantáneo y desecharse frente a las nuevas producciones. La “receta para el éxito es ‘ser uno mismo’, ser diferente y portador de la innovación, de la idea insólita, del proyecto excepcional, razón por la cual nadie debe saber lo que se hace hasta que se publica, el aislamiento es la mejor forma de alcanzar el logro deseado. A los jóvenes se les recomienda moverse permanentemente, evitar trabajos de larga duración y adherirse a lealtades institucionales” (recomendaciones del profesor John Kotter de la Harvard Business School, citado por Bauman, 2005).

Aún en este nuevo contexto, la educación sigue teniendo como uno de sus sentidos más importantes la socialización, que puede entenderse como “inscribir el proyecto de libertad de cada uno en una historia común de los valores”. De alguna u otra manera, se trata de pasar del individualismo a la construcción de una identidad colectiva, del conocimiento como mercancía al conocimiento con pertinencia social, pasar “de la historia personal a la comunión de libertades”; es decir, se trata de crear nuevos sentidos, conformar una cultura institucional diferente en la que hoy se encuentra subsumida la producción científica, sin dejar de reconocer que nadie comienza una institución y que sólo se puede actuar “a través de estructuras de interacciones que ya están ahí y que tienden a desplegar una historia propia, hecha de innovaciones. De inercias y de sedimentaciones” (Ricoeur, 2009:73).

La comunidad científica es una institución que forma parte de una comunidad organizada como Estado que presenta dos dimensiones, aquella que enfatiza la forma y que hace del Estado una síntesis de lo racional y de lo histórico, de lo eficaz y de lo justo, cuya virtud descansa en la prudencia y que se propone establecer las condiciones reales y la garantía de la igualdad de todos ante la ley, Estado educador por excelencia; la otra dimensión descansa en la noción de fuerza, de poder, todo Estado proviene de un acto de poder y de violencia, violencia presente en la representación desigual de las fuerzas sociales en su aparato. La vida política está así marcada por la lucha por conquistar, conservar y volver a tomar el poder; es una lucha por la dominación política. En este contexto, dice Ricoeur, la ética de lo político no consiste en otra cosa que en la creación de espacios de libertad, en donde no se trata de eliminar el conflicto sino generar los procedimientos que permiten expresar y entrar en un proceso de negociación, que permita la formación de una opinión pública libre en su expresión y en donde la distancia entre sujeto y soberano se ve disminuida por esquemas de participación cada vez más amplios. No puede desconocerse que la política quiebra la ética en dos, “por una parte, hay una moral de convicción, que se la podría definir por la excelencia de lo preferible, y, por otra parte, una moral de responsabilidad, que se define por lo realizable en un contexto histórico dado y, agregaba Weber, mediante un uso moderado de la violencia. La ética y la política constituyen dos esferas distintas, aunque estén en interacción, porque la moral de convicción y la moral de responsabilidad no pueden fusionarse por completo” (Ricoeur, 2005:107)

Hablar entonces de la ética responsable en los procesos de investigación implica, bajo estos considerandos, identificar acciones que nos hablen de un “yo puedo” entre más de uno que permita establecer un vínculo colectivo diferente al predominante entre la investigación, la ética y la política.

Con este contexto podemos hablar de distintas experiencias que muestran en acto la posibilidad de esta construcción alterna, Georgina Gutiérrez Serrano (2006) nos relata un conjunto de experiencias en el texto Comunidades especializadas en investigación educativa en México, en donde describe cómo por un interés transdiciplinar en torno a una temática particular se articulan actores diversos de la investigación, docentes, estudiantes, funcionarios, asesores y especialistas para trabajar de manera conjunta, comunidades que van incrementando en número. Gutiérrez Serrano señala que “Su razón de ser es profundizar en un conocimiento especializado, pero no se trata de colegios invisibles conformados por especialistas de alto nivel en el ramo […]: las comunidades que se identifican se acercan más a las formas sociales de redes de investigación que identifica Tony Becher como agrupamientos sociales amorfos en flujo constante. En este caso la heterogeneidad interna posibilita la circulación de recursos diversos para profundizar en sub-campos o sub-especialidades de la investigación educativa o, como lo identifica M. Gibbons, producir conocimiento de segundo tipo dentro del trabajo de redes de investigación de la  participación de distintos actores”. Señala que la producción científica que generan muestra un mayor compromiso social con el desarrollo científico contemporáneo y tienen como rasgos más notables la flexibilidad, relaciones horizontales de trabajo, líneas directas de comunicación, disposición a la escucha y a la aportación de ideas y colaboración en la organización y el trabajo académico.

No se trata de mitificar las experiencias que se describen pero sí de poder pensarlas y seguirlas con un reflexionar crítico, ya sea como integrante, ya sea como investigador externo, sin perder de vista que las comunidades de investigación que deseamos buscan promover “la curiosidad intelectual, el orgullo profesional y la ambición científica sin dejar de buscar esa extraña combinación entre la calidad de la producción científica y la conciencia de los valores sociales”, sobre todo en este campo, el de la educación, que está tan estrechamente vinculada con la construcción de la ciudadanía y en donde siempre ha mostrado ser fructífero el lazo que establece entre la ciencia, la práctica y la vida pública. La comunidad científica es una opción para hacer posible la construcción de una identidad narrativa que favorezca la afiliación en torno a la producción y a la reflexión crítica en relación a la desilusión y a la palabra no cumplida. Es tarea de todos hacernos cargo de esta utopía y de buscar que siempre mantenga la condición de ser realizada aunque nunca del todo lograda.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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{1} Para Eduardo Flores-Kastanis y Miguel de la Torre Gamboa ((2010, pp. 1013,1023), la investigación sobre los procesos de cambio educativo no es ya más un tema sino que corresponde al presente a un campo de investigación propio, “[…] que tiene poco tiempo, entre diez y treinta años, comparado con otro. Siendo sumamente puristas, podemos decir que hasta que no aparece una publicación arbitrada que se dedique exclusivamente al objeto de estudio, no se le puede considerar un campo. Siendo así el inicio del estudio formal del proceso de cambio educativo empieza en 2000, con la aparición del Journal of Educational Change […] Si adoptamos una postura menos formal y tomamos como fecha aquella que los investigadores dedicados a esos estudios consideran como la de inicio, serán 30 años, como se indica en la introducción del Second International Handbook of Educational Change, que publicará Springers a finales de este año […].

{2}Jóvenes que ni estudian ni trabajan.