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CONSIDERACIONES ÉTICAS EN LA EVALUACIÓN EDUCATIVA

Las prácticas evaluadoras, como prácticas sociales y educativas que son, tienen importantes implicaciones éticas en la vida de los individuos, por ello el docente debe ser consciente de cómo mediante la evaluación puede estar ejerciendo el poder asumiendo el desequilibro de fuerzas que existe entre el evaluador y los evaluados. Al valorar el aprendizaje de un contenido disciplinar está otorgando o negando oportunidades en la escuela –que en definitiva se convierten en oportunidades en la vida-. Su actuación construye el éxito y el fracaso escolar (Perrenoud, 1996), porque al poner el énfasis en ciertos temas del programa educativo y descuidar otros (a los que concede menos tiempo y atención en la clase, y en la evaluación) puede estar privando a sus alumnos de experiencias de aprendizaje valiosas.

Al respecto se advierte que «los evaluadores no deben ignorar los desequilibrios de poder ni suponer que el diálogo sobre la evaluación sea abierto cuando no lo sea. Hacerlo significa aceptar de forma implícita el statu quo de las estructuras de poder. Creemos que la mejor solución para los evaluadores consiste en afrontar directamente las cuestiones de poder y adoptar una postura de deliberación democrática como ideal para juzgar las afirmaciones públicas de valor. En esta concepción, los evaluadores no son espectadores ni reyes filosóficos» (House y Howe, 2001:26).

La enseñanza y la evaluación no son tareas neutrales, se trata de procesos que tienen un fuerte componente político-ideológico y ético-moral, que inevitablemente afecta las vidas de las personas implicadas. No es verdad que los profesores en el aula podamos mantener cierta distancia intelectual mostrando una actitud aséptica e imparcial respecto al asunto de la evaluación (en realidad, de ningún asunto educativo) con el afán de ser objetivos e impedir contaminar el proceso con nuestros propios valores e ideología. Esta contaminación resulta inevitable, lo que exige permanecer alerta en todo momento contra los prejuicios, el etiquetaje y los juicios prematuros o poco fundamentados que puedan conducir a una evaluación sesgada. Subjetividad no significa arbitrariedad, ésta última, no puede tener cabida en una evaluación educativa que se precie de serlo.

Aunque se reconozca que en evaluación la «objetividad» absoluta no es posible y siempre se aspire a lograrla, ésta se sitúa en unas coordenadas muy alejadas de la versión positivista que aún permanece en amplios sectores educativos. En este artículo suscribimos el planteamiento de que «ser objetivo significa tratar de alcanzar unos enunciados no sesgados mediante los procedimientos de la disciplina, observando los cánones del razonamiento y la metodología adecuados, cultivando un sano escepticismo y manteniendo la atención para erradicar las causas de los sesgos. Negamos que el cometido del evaluador se limite a determinar las afirmaciones relativas a datos concretos, dejando para otros las afirmaciones de valor, como hacen algunos. Los evaluadores pueden determinar también las afirmaciones de valor. En realidad, es difícil que puedan evitar hacerlo» (House y Howe, 2001:38).

La profesión de enseñar se torna cada día más compleja y demanda de los docentes del siglo XXI sólidos conocimientos y el desarrollo de competencias profesionales (Barrón, 2009; Rueda, 2009; Moreno Olivos, 2009). Algunos de estos saberes y habilidades los adquieren durante su formación inicial, pero otros se fraguan paso a paso sobre el terreno, mediante el ejercicio de la práctica profesional y a través de experiencias de formación permanente. La evaluación de los alumnos no es una práctica ocasional o esporádica del profesorado sino que forma parte de las tareas habituales que tiene que cumplir. Así, en el aula el profesor lleva a cabo evaluaciones continuas (formales e informales) y emite constantes juicios de valor respecto a las actuaciones de sus alumnos, lo cual, en algunos casos, puede generar conflictos en sus relaciones interpersonales, llegando a causar fuertes controversias y dilemas morales no fáciles de resolver. Definitivamente, la evaluación es una de las tareas más arduas que el docente afronta en la cotidianidad de la escuela, lo cual se puede tornar aún más abrumador, si como ocurre con la formación de maestros en México, las instituciones que imparten licenciaturas en educación o afines, en sus planes de estudio conceden poco espacio a asignaturas referidas al campo de la evaluación (Díaz Barriga, 2008). Es necesario pues, prestar atención a la formación del docente como evaluador, formación durante tanto tiempo descuidada.

Desde el paradigma tecnológico racional se concibe a la enseñanza y a la evaluación como procesos meramente técnicos, con lo que se reduce su alcance y las posibilidades de transformación de los sujetos participantes. Desde esta perspectiva se coarta al evaluador su capacidad creativa, innovadora, exploradora de distintos caminos para acceder al siempre complejo, y a veces, insondable, proceso de aprendizaje del alumno. El anverso de la moneda es que el alumno -en una situación de evaluación- se limita a reproducir fielmente los datos e información adquiridos, ya sea a través de los apuntes tomados en clase o copiados de los libros. Con lo que se asegura y perpetúa un aprendizaje rutinario y memorístico, tan denostado desde una perspectiva constructivista actual, pero que en la práctica resulta difícil de reemplazar por un aprendizaje significativo y relevante.

No se puede negar que tanto la enseñanza como la evaluación tengan un componente técnico, pero reducir estos procesos sólo a su dimensión técnico-instrumental es despojarlos de su esencia humanista, cuya dimensión ético-moral les es inherente. Desde una óptica técnica, la problemática de la evaluación se ve constreñida a una preocupación que consiste en habilitar a los profesores con dispositivos, técnicas e instrumentos de medición del aprendizaje del alumno; esta postura es un legado del enfoque positivista en educación cuyos antecedentes datan del siglo XIX, «desde finales del siglo anterior, los supuestos conductistas y positivistas sobre la naturaleza del conocimiento dieron forma a la orientación metodológica predominante en las investigaciones educativas. El laboratorio, con su ámbito aséptico y controlado, y las prácticas de medición, con sus índices cuantitativos precisos, se consideraban elementos necesarios para una investigación significativa… En sus mejores expresiones, la investigación educativa se veía como un eco de la física» (Eisner, 2002:151).

En este escenario se considera, sea de forma ingenua o interesada, que si el profesor se apropia con pericia de metodologías de evaluación se tendrá resuelto el problema en este ámbito. Se ignora que la evaluación es un tema atravesado por múltiples dimensiones y que lo que está en juego es la formación y el desarrollo pleno de las personas. Por consiguiente, lo que el profesorado requiere es una amplia formación en evaluación que le permita analizar la problemática y complejidad de esta disciplina, lo que necesariamente conlleva considerar sus fundamentos teórico-epistemológicos, ético-filosóficos, y político-ideológicos; así como sus implicaciones personales, sociales, psicológicas, económicas, etc.

En este tenor, Elliot (2000:138) menciona: «la enseñanza lleva consigo influir sobre los estudiantes de manera que les facilite el aprendizaje. Por tanto, se experimenta como una actividad dirigida a un fin. Pero el encuentro con los estudiantes suscita concepciones de obligación moral hacia ellos en cuanto a su capacidad como aprendices. A partir de esos encuentros interpersonales, los profesores construyen el concepto de aprendizaje como el fin al que tienden y los conceptos de valor que orientan los medios que utilizan para realizarlo». 

La enseñanza es una tarea intencionada y profundamente moral en la que el docente pone en juego su propio sistema de creencias, concepciones y valores acerca de lo que significa una ‘buena vida’ y una ‘buena educación’. De lo que el docente haga o deje de hacer en la escuela, dependerá, en buena medida, las oportunidades que les brinde a sus alumnos para adquirir los saberes y desarrollar las capacidades que les permitan construir su proyecto de vida; estas decisiones y actuaciones comportan un fuerte compromiso ético con las nuevas generaciones que le son confiadas para su formación. Afrontar esta demanda de la sociedad con responsabilidad y decisión, requiere valor y empeño en la construcción de una sociedad más justa y democrática de la que tenemos en la actualidad (Guarro, 2007; González y López, 2007).

Pero en nuestro ambiente educativo sigue persistiendo una concepción de la evaluación que remite al paradigma tecnológico racional al que hemos aludido antes, pese a que ha habido avances importantes en la investigación educativa en este campo y el discurso de las reformas educativas contemporáneas apunta en otra dirección muy distinta. Es más, todo parece indicar que con el paso del tiempo lejos de superar esta visión, en algunos casos, se refuerza la idea de la evaluación como sinónimo de medición, que emplea instrumentos estandarizados supuestamente objetivos y confiables. No obstante, en ciertos sectores se acepta que la evaluación educativa es básicamente una actividad práctica, por tanto, es sobre todo un asunto ético nunca reductible a su dimensión académica, técnica o cognoscitiva. Los aspectos técnicos adquieren sentido sólo cuando son guiados y están sustentados en principios éticos. Si entre los elementos técnicos preocupa la objetividad, entre los éticos lo que interesa es la acción justa, ecuánime, equitativa. No se excluyen, pero tampoco se confunden, ni se identifican (Álvarez Méndez, 2005).

La importancia de la ética y los valores (componente imprescindible en cualquier proyecto formativo) ha sido puesta nuevamente en el centro del discurso de la agenda educativa internacional en las dos últimas décadas,  con lo que se deja claro que no es posible la formación de los individuos al margen de una formación ética, que los contenidos valorales no pueden seguir estando subsumidos en el currículum formal como si se tratase de algo accesorio o secundario. Por eso es que el enfoque de competencias en educación, promovido por la OCDE mediante el proyecto DeSeCo (2000, 2005) plantea que las competencias deben concebirse de forma integral, incluyendo: conocimientos, habilidades, hábitos, disposiciones, motivaciones, actitudes y valores. Refiriéndose al caso de la educación superior, Bolívar (2005) enfatiza que la profesionalidad comprende competencias tanto cognitivas como sociales, así como una conducta profesional ética, porque los tiempos actuales exigen que la educación forme ciudadanos responsables que asuman un compromiso con la atención y resolución de los múltiples problemas (cambio climático, injusticia, inequidad, pobreza extrema, analfabetismo, violencia de género, inseguridad, terrorismo, narcotráfico…) que aquejan a la sociedad contemporánea.

Toda evaluación encierra en sí misma una importante dimensión ética. El por qué evaluar en educación, es tanto o más importante que el qué o el cómo evaluar. Sin embargo, el por qué es una pregunta clave que raras veces se formula el profesorado, la finalidad de la evaluación es algo que se da por sentado, no se cuestiona. La preocupación se suele centrar en el contenido a evaluar, pero sobre todo, en el componente metodológico, es decir, cómo evaluarlo.  Al asumir esta postura el docente-evaluador renuncia a su papel como profesional reflexivo (Schön, 1987), que analiza y cuestiona su propia práctica, reduciendo las posibilidades de mejora de su quehacer. Tal vez por eso es que resulta tan difícil cambiar las prácticas de evaluación, porque la pervivencia hasta nuestros días del paradigma positivista en educación funciona como una especie de anteojeras que impide a los profesores ver más allá de lo inmediato y evidente.

La ingenuidad respecto a la ética es, en sí misma, inmoral. Existen diferentes ideas sobre qué principios éticos deben regir la evaluación, Eisner, por ejemplo, señala que los tres principios más importantes son el consentimiento informado, la confidencialidad y el derecho a abandonar la investigación en cualquier momento. Warwick piensa que los principios éticos se pueden subsumir en el principio único de conservar la libertad humana (Shaw, 2003).

Por su parte, House (1993) afirma que los tres principios éticos son el respeto mutuo, la no coerción y no manipulación, y el respeto y defensa de unos valores democráticos. Estos principios pueden ser útiles para guiar la deliberación ética para la evaluación educativa. En primer lugar, el respeto mutuo se refiere a una preocupación por los objetivos de los demás, los intereses y puntos de vista, lo que implica que éstos tendrían que ser descubiertos y examinados por los que participan en el proceso de evaluación.

En segundo lugar, la no coerción asume la ausencia de la fuerza o las amenazas para garantizar la participación, mientras que la no manipulación parece estar relacionada principalmente con la comprensión de que la participación en el proceso puede ser perjudicial. La participación en la evaluación educativa, sin embargo, rara vez es una opción. La institución escolar y sus profesores están en una posición de poder, lo que parece automáticamente garantizar el cumplimiento del estudiante en el proceso de evaluación, con independencia de los riesgos implicados.

El tercer principio pide el apoyo de los valores democráticos (por ejemplo, la igualdad, la libertad, la justicia) y de las instituciones, un área en la que diferentes concepciones de la justicia darán lugar a diferentes acciones éticas. Como Cronbach (1975) destacó, hace ya muchos años, la evaluación educativa ha trabajado sobre todo con una preocupación por la eficiencia, dentro de la estructura social existente y sin darse cuenta de las opciones filosóficas que esto representa. Una discusión de los ideales sociales hacia los cuales trabajamos sin duda sería una clave para la definición de importantes consideraciones éticas de la evaluación.

1. ÉTICA Y METODOLOGÍA

En toda investigación la ética debe ser un principio rector que guíe cada una de las fases del proceso investigativo. Si esto es verdad para la ciencia en general, lo es aún más para las ciencias sociales porque se trabaja con lo humano, los individuos deben ser tratados con respeto, cuidando que su dignidad y sus derechos humanos sean salvaguardados en todo momento. Los sujetos deben tener plena libertad para decidir voluntariamente si participan o no en la investigación y contar con información oportuna y fiable acerca de lo que implica su participación, que se espera de ellos y que pueden esperar del investigador y de los resultados de la investigación en la que han decidido colaborar. Al respecto, Fernández Sierra (1998:312) menciona que la recogida de datos no debe violentar el desarrollo de la actividad educativa ni la tranquilidad personal y profesional de los individuos. Debe respetar las peculiaridades y circunstancias específicas de las personas y velar por la confidencialidad de los datos, la imparcialidad de los juicios y la independencia de criterio y actuación. Sin olvidar el derecho de todos ellos a ser escuchados y tenidos en cuenta, no sólo en el momento de ofrecer la información, sino, especialmente, a la hora de su interpretación.

En esta línea, los evaluadores han de replantearse críticamente los sistemas de evaluación que ponen en marcha, los métodos empleados para recoger los datos y los instrumentos utilizados.  Han de preguntarse sobre si dichos instrumentos y métodos miden lo que se pretende medir y si tienen capacidad para ofrecer información de calidad que les permita, a ellos, emitir juicios razonados sobre la marcha de la vida escolar en ese momento y contexto peculiar y, a los agentes educativos y sociales, participar en el debate y reorientar la acción educativa. «La teoría y la práctica de la evaluación sirven de poco si no podemos contar con una conducta enérgica y basada en principios de parte de los evaluadores y evaluadoras» (Stake, 2006:355).

2. LA IMPORTANCIA DEL DIÁLOGO

Las propuestas más recientes de evaluación alternativa propugnan por una evaluación participativa, dialógica, incluyente, formativa, integral y sostenible (Black et al., 2004; Black y William, 1998; Boud, 2000; Stiggins, 2002; Morán, 2007; Moreno Olivos, 2011). Desde luego, esto significa un cambio profundo en la forma de concebir la enseñanza, el aprendizaje y la evaluación. Se trata de crear escuelas y aulas democráticas en las que la pedagogía frontal es sustituida por una pedagogía horizontal; el aula se convierte así en un espacio donde la experimentación, el error y la incertidumbre tienen cabida y son alentados por el profesorado. El clima en este tipo de establecimientos escolares es de apertura, confianza y comunicación entre todos los implicados. La evaluación requiere del diálogo y la negociación permanente para poder acceder tanto a los aprendizajes adquiridos como a las dificultades surgidas durante el proceso que impiden su logro, para conocer las experiencias y motivaciones que tienen los sujetos para aprender.

Sabemos que satisfacer las condiciones antes mencionadas no siempre resulta asequible, porque todavía existen rasgos de una cultura escolar convencional que concibe la evaluación como un mecanismo de control para imponer disciplina y contener las expresiones físicas y emocionales de los alumnos. Pero las escuelas no son sistemas perfectos de dominación, y nunca lo fueron. Su ética sigue siendo mixta, con una tendencia hacia un modelo de dominación. La autoridad tradicional está aún presente en las relaciones de poder que se establecen entre el profesor y los alumnos, así como en el clima generado en las escuelas (Elliot, 1993).

Por otro lado, según House y Howe (2001:25), las evaluaciones deben satisfacer tres requisitos explícitos: inclusión, diálogo y deliberación. En primer lugar, las evaluaciones deben incluir, de alguna forma, todos los intereses y concepciones principales de los afectados. En segundo lugar, deben permitir un diálogo extenso, de manera que las perspectivas e intereses de los afectados, tal como se representan en la evaluación, sean auténticas. En tercer lugar, deben facilitar una deliberación suficiente de modo que pueda llegarse a unas conclusiones válidas, una deliberación que utilice los conocimientos y destrezas de los evaluadores. Cuando la evaluación satisfaga esos requisitos, así como los relacionados en general con la recogida y análisis adecuados de la información, se dice que el estudio es democrático, imparcial y objetivo.

En la evaluación es fundamental promover el diálogo, pero si éste es insuficiente puede conducir al paternalismo y a hacerse una idea equivocada de las perspectivas y preferencias de los participantes. Este riesgo es mayor cuando están en juego políticas y programas en los que intervienen como interesados personas indefensas y sin voz. Una vez más, una democracia robusta requiere inclusión, diálogo y deliberación. Lo anterior revela que las obligaciones sociales del evaluador son complejas.

3. CONDICIONES PARA LA LEGITIMIDAD MORAL DE LA EVALUACIÓN

A partir de los conceptos de juicio sustituido y mejor interés, que han sido examinados ampliamente por los especialistas en ética, Curren (1995) concibe a la evaluación educativa como un conjunto de juicios impuestos por una persona sobre otra. Los maestros presumiblemente sustituyen el juicio de los propios estudiantes por juicios similares a aquellos que los estudiantes podrían haber hecho por mismos si hubieran sido competentes en una materia académica particular. Él argumenta que los juicios sustituidos capacitan a los estudiantes para tomar decisiones más informadas de lo que hubieran hecho con base en su propio juicio y, por tanto, en su mejor interés. Curren (1995:434-435) específica cinco condiciones que necesitan satisfacerse a fin de establecer la legitimidad moral de la evaluación:

Como hemos visto, un proceso de este tipo puede ser no sólo moralmente legítimo, sino absolutamente libre de cualquier violación de los derechos de la auto-determinación intelectual del estudiante, si:

  • Se basa en una presunción legítima de incompetencia o motivos específicos para tomar una determinación individual de competencia.
  • Se basa en un estándar aceptable de competencia.
  • El juicio que se sustituye por el del estudiante satisface los estándares apropiados.
  • La prospectiva de los derechos de la autodeterminación intelectual del estudiante se respeta adecuadamente.
  • Los juicios de competencia y los juicios sustituidos deben hacerse a la autoridad correcta y estar sujetos a la adecuación de las garantías institucionales.

4. ALGUNAS OMISIONES ÉTICAS DE LA EVALUACIÓN

Las cuestiones éticas en la evaluación educativa se han destinado, en primer lugar, a la competencia de los desarrolladores de las pruebas, a los procedimientos administrativos, al derecho a la privacidad y la confidencialidad de la persona evaluada. La moral, la coerción intelectual y la violación de los derechos de los estudiantes han sido debatidas por los partidarios y opositores de la educación libertaria y humanística (Gross y Gross, 1977; Swidler, 1979), pero estos asuntos no han sido ampliamente abordados en el contexto de la evaluación educativa, siendo éstos igualmente relevantes.

Con excepción de los estándares profesionales que orientan el desarrollo de las pruebas y la definición de los métodos aceptables para la construcción y la administración de pruebas, la práctica de evaluación ha ignorado muchas cuestiones éticas y morales relacionadas con las personas sometidas a la evaluación. Por ejemplo, ¿cuáles son las cuestiones morales y éticas implicadas en los informes de las puntuaciones de las pruebas individuales (por ejemplo, rango percentil) o en rechazar la admisión a un estudiante que aspira ingresar a la universidad por una serie de cuestiones omitidas en la prueba de selección? El poder y la autoridad de los evaluadores (el estado, la escuela, los profesores) y aquellos dados a la evaluación por los distintos agentes (asesores y evaluadores), son considerables en estos casos, y sin embargo no son a menudo objeto de debate.

La aplicación del razonamiento práctico a la enseñanza implica algo más que el mero cálculo de los medios para alcanzar un fin. El trabajo educativo se inmiscuye en la vida de otras personas, pudiendo influenciarlas a través de los medios elegidos para llevar a cabo tareas concretas. Por esto, todas las prácticas didácticas no son iguales frente a los valores que pretenden promover: establecer una situación-problema no es lo mismo que organizar cursos meramente informativos; la propuesta de grupos o de talleres diferenciados, no tiene el mismo alcance ético que la gestión distinta de un grupo de nivel; la práctica de un «consejo de alumnos», no tiene el mismo valor que la simple notificación de un reglamento. Lo queramos o no, existen prácticas didácticas, modos de funcionar de las instituciones educativas, de las que uno sólo puede apartarse prescindiendo de los demás e incluso, algunas veces, pisándolos (Meirieu, 2001:165-166).

Es por esta razón por lo que la idoneidad ética de los medios, tanto como la técnica se convierten en aspectos que hay que tener en cuenta. Por ejemplo, los profesores deciden cómo van a hablar a sus alumnos, qué acceso les van a permitir al conocimiento y qué criterios van a usar para evaluar o valorar sus actuaciones. Cada una de estas decisiones implica juicios técnicos y éticos. El razonamiento sobre las consecuencias éticas de las acciones es lo que Schaw  denomina una «ética práctica».

5. VALORES QUE DAN FUNDAMENTO MORAL A LA EVALUACIÓN

Por su parte, House (1994) propone cuatro valores como sustento moral de la evaluación: igualdad moral, autonomía moral, imparcialidad y reciprocidad. La noción fundamental de igualdad consiste en que hay que considerar a todas las personas como miembros del  mismo grupo de referencia y, en consecuencia, han de ser tratadas por igual.

  1. La igualdad moral indica que cualquier persona tiene el mismo derecho para procurar la satisfacción de sus propios intereses.
  2. La autonomía moral supone que nadie debe imponer su voluntad a los demás mediante la fuerza, la coerción u otros medios ilegítimos. Y a nadie debe imponérsele nada en contra de su voluntad.
  3. Los conflictos entre pretensiones e intereses han de zanjarse con imparcialidad, o sea estando representados todos los intereses y sin que ningún procedimiento de decisión que se emplee favorezca a ninguno. La imparcialidad propiamente dicha, es un valor moral. A veces, sobre todo en evaluación, se confunde imparcialidad con objetividad. La objetividad es más fácil de demostrar y puede ser una forma de indicar imparcialidad, pero un procedimiento objetivo puede ser muy parcial respecto a un interés particular. Es decir, podemos tener un procedimiento objetivo (reproducible) que demuestre un pronunciado sesgo. Un resultado reproducible no basta para demostrar la imparcialidad

El evaluador debe ser imparcial. Esto no es lo mismo que ser indiferente ante los intereses que se reflejen o estar fuera del mundo real. El evaluador está comprometido con el mundo. Su trabajo afecta de forma directa a lo que cada uno pueda conseguir. La evaluación debe ser imparcial en el sentido de que estén representados todos los intereses pertinentes. Esto debe constituir una preocupación permanente del evaluador, que no cumpliría con sus obligaciones morales si se aislara de los intereses externos.

  1. Del valor de reciprocidad depende el sentido de comunidad. Podemos afirmar que tanto la reciprocidad como la comunidad están y deben estar implícitas en las cosas humanas.

Siendo la educación una actividad moral no podemos desentendernos de los componentes éticos de la evaluación: «Lo moral y lo técnico comienzan a fusionarse, en vez de ser dos barcos que se cruzan en la noche» (Fullan, 2003:296). En consecuencia, «en la evaluación no se trata tanto o tan sólo de ser objetivos cuanto de ser justos. Confundir las dos categorías, identificándolas, simplifica las decisiones y administrativamente nos exime de responsabilidades, pero no aseguramos que, por medio de correcciones objetivas, actuemos simultáneamente con justicia. Incluso, conviene advertir, podemos ser objetivamente injustos, pero nunca estaremos seguros de actuar con justicia limitando nuestra responsabilidad a comportarnos de un modo objetivo; y nunca podremos ser justos obrando arbitrariamente» (Álvarez Méndez, 2005:51).

Como ya se ha mencionado, los fenómenos educativos no son de carácter exclusivamente técnico. Son más bien de naturaleza moral y política. La actividad educativa no sólo tiene carácter instrumental, sino que está impregnada de contenidos morales. En el caso de los alumnos no importa solamente aprobar sino qué naturaleza ética tienen los medios que para ello se utilizan (Santos y Moreno,  2004). No se trata sólo de adaptar los medios al fin, sino de cuestionar la legitimidad de los medios propios y de preguntarse si los demás están siendo utilizados, manipulados, incluso engañados, o bien si se les considera, se les reconoce y valora como verdaderos sujetos; si se actúa no sólo pensando el interés propio sino también en el interés de los demás.

Más allá del contexto escolar, es necesario considerar que los resultados en la escuela pueden marcar definitivamente el éxito o el fracaso en la vida de una persona. La obligación moral del docente es no dar por perdido ningún caso en cuanto desarrollo formativo de las personas desde la enseñanza comprometida con la mejora de la sociedad. También es obligación moral luchar por superar las situaciones en las que el fracaso escolar culmina en exclusión social. En este sentido, se afirma que «los evaluadores tienen la responsabilidad de hacerse acreedores a la confianza de los participantes en las evaluaciones y del público con el fin de poder utilizar sus conocimientos y destrezas en beneficio del interés público. A veces, tendrán que ser negociadores hábiles, dispuestos a llegar a acuerdos, pero también deben poner límites al alcance de esos compromisos y ser inflexibles ante peticiones moralmente objetables. Los evaluadores deben permanecer firmes en lo relativo a las exigencias de la democracia» (House y Howe, 2001:27).

6. EL PAPEL DE LA ÉTICA EN LA CONDUCTA PROFESIONAL EVALUADORA

Las consideraciones éticas surgen de situaciones complejas en las que hay demandas compitiendo por derechos personales y valores morales, prioridades y consecuencias. «El comportamiento ético acaba siendo más una cuestión de equilibrar principios contradictorios que de seguir sin más un conjunto de normas» (Stake, 2006:355). Como en otras actividades de la vida personal y profesional, las interacciones causadas por la evaluación inevitablemente resultan en conflictos y dilemas. Por ejemplo, los profesores tienen derecho de realizar su trabajo sin la interferencia de sus compañeros profesores. Sin embargo, los estudiantes también tienen derecho a ser enseñados con métodos buenos y efectivos por profesionales que emplean actividades y materiales apropiados al nivel educativo y de acuerdo al contexto de aprendizaje.

El problema no es que no haya guías éticas para la realización de la evaluación, sino que hay demasiadas. Más común que un evaluador buscando un escurridizo principio ético que arbitre en medio de un dilema es el evaluador luchando con dos impulsos éticos contrapuestos, ambos razonables, excluyente cada uno del otro. Los principios éticos establecen sus límites los unos a los otros recíprocamente; no existen en una relación jerárquica. Otro problema es que el mundo social se construye de tal manera que pone múltiples trampas éticas para el evaluador (Kushner, 2002).

La autorización para perturbar el sentido de equilibrio de las personas tiene un precio, y ese precio es mantener una ética pública aceptable. Esto se convierte en un asunto complicado en las situaciones en que las éticas se ofrecen ellas mismas como opciones. Cuando debe tomarse una decisión sobre la acción, cualquier decisión implica daño de algún tipo, pero cualquiera de las opciones sostenibles se puede justificar sin embargo apelando a un buen principio ético. Al respecto, se afirma: «Los principios éticos son abstractos y no siempre es obvio como se deberían aplicar en situaciones dadas… Algunos de los problemas éticos más insolubles derivan de conflictos entre principios y la necesidad de compensar al uno frente al otro. El equilibrio de estos principios en situaciones concretas es el acto ético fundamental»  (House, 1993:168).

7. PAUTAS ÉTICAS Y CÓDIGOS PARA MAESTROS

En cada profesión se elabora una ética específica que es revisada y puesta al día periódicamente. En nuestro momento histórico las distintas éticas profesionales han de respetar y apoyar el marco ético de la ética cívica, verdadero soporte moral de la convivencia en sociedades pluralistas, y desde ahí han de aportar sus propios valores correspondientes a la profesión de que se trate (Martínez, 2006). El pensar cuidadosamente acerca de cómo las personas han de tratar a otros se incluye en declaraciones de ética que guían la práctica profesional tanto en medicina, como en leyes o enseñanza. En educación, por ejemplo, la National Educational Association (1975) describió la ética del maestro en el aula. Strike y Bull (1981) analizaron problemas de justicia y legalidad en la evaluación del maestro y presentaron los «Derechos de Bill». Strike (1990) discutió la ética de evaluación educativa e incluyó problemas de igualdad de respeto, proceso conveniente, privacidad, humanismo, igualdad, beneficios del cliente, libertad académica y respeto por la autonomía como valores necesarios para el tratamiento ético. Sparks (2000:49) describió y defendió un código de ética personal en desarrollo y afirmó que «un código de ética articula y afirma los valores más altos, creencias, y propósitos de una profesión».

El Joint Committee on Standards for Educational Evaluation (1988) requirió pautas para la evaluación del personal de acuerdo con los códigos éticos. El propósito de un código o declaraciones de ética es dar una dirección sucinta, clara a la conducta del maestro. Las Normas de Evaluación del Personal (Joint Committee, 1988:21) incluyen «las Normas de conveniencia» que «…requiere que las evaluaciones sean legalmente conducidas, con ética y con debida consideración por el bienestar del evaluado…». Estas normas incluyen una orientación de servicio, previsiones de conflicto de intereses, acceso a los datos e informes, y las interacciones cuidadosas con los evaluados.

Aunque las siguientes normas se refieren a la coevaluación entre profesores, la mayoría de ellas bien pueden aplicarse para la evaluación de los alumnos (Peterson, Kelly y Caskey, 2002).

Actividades éticas en la evaluación, significa lo que los profesores HACEN:

  • Conocen las obligaciones, esfuerzos, intereses y necesidades de aprendizaje, actividades en el aula y otras expectativas del profesor.
  • Manejan la información, los datos y procedimientos de forma confidencial, a menos que requieran ser públicos.
  • Usan información, datos y descripciones de las actividades sólo para los propósitos requeridos.
  • Controlan cuidadosamente notas y reportes personales y destruyen información personal específica después de haberse utilizado.
  • Proporcionan atención independientemente de consideraciones de raza, color, creencia, genero, preferencia sexual, nacionalidad, estado civil, creencias políticas y religiosas.
  • Analizan, revelan y resuelven conflictos de intereses.
  • Cumplen con las pautas y la función de evaluador, acordadas.
  • Participan en la evaluación de su propia evaluación.

Siguiendo con Peterson, Kelly y Caskey (2002), ellos plantean que la actividad ética en la evaluación, significa que los profesores limitan su comportamiento, NO USANDO las actividades de la evaluación para:

  • Impulsar intereses propios, estatus social o político; grupos particulares de profesores a costa de otros; ciertos estilos, estrategias, o materiales en la instrucción; ciertas clases de organizaciones en el aula o en la escuela; su propia evaluación debido al acceso privilegiado; relacionarse con los evaluados directamente o relacionarse con otros involucrados en las evaluaciones docentes.
  • Perjudicar o tratar desfavorablemente a otros participantes del sistema educativo (estudiantes, administradores, padres, otros profesores) como resultado de la actividad evaluadora.
  • Limitar los juicios de la calidad de los profesores a su propio estilo, logro, e historia; preferir los valores comunes acordados por el sistema.
  • Incluir la información o las perspectivas de experiencias personales o las comunicaciones con otros que pudieran influir indebidamente en los juicios o las actividades de la evaluación.
  • Realizar deliberadamente declaraciones falsas o malévolas.
  • Aceptar gratificaciones, regalos o favores que puedan perjudicar o influir aparentemente en los juicios o actividades de evaluación.

Actividades éticas en la evaluación, significa que los profesores PUEDEN:

  • Usar ideas de otros profesores, aprender actividades y de sus propias prácticas.
  • Ser compensados por su participación en actividades de evaluación.

Sin embargo, la literatura recomienda no ceñirse sólo a un código ético sino a múltiples códigos, tomando en cuenta que las circunstancias varían. Confrontamos códigos entre sí no para que podamos racionalizar todo lo que hacemos, sino para que seamos capaces de reconocer diferentes manifestaciones de valor ético y podamos deliberar mejor sobre las implicaciones de cada una de ellas. Como en toda buena deliberación, se necesitan las aportaciones de diferentes puntos de vista. Pero, al final, el descubrimiento y la resolución del conflicto ético provienen principalmente de nuestro propio fuero interno (Stake, 2006).

Aunque existe una literatura especializada en evaluación que contiene códigos, normas y principios, no deberíamos recurrir exclusivamente a los enunciados formales, ya que siempre habrá situaciones en las que su traslado a la realidad resulte difícil o insuficiente. La diversidad y la particularidad de las cuestiones prácticas aseguran una limitada utilidad a los códigos éticos. En Estados Unidos, el National Council of Teachers of Mathematics (Consejo Nacional de Profesores de Matemáticas) (1989) dio un buen ejemplo de cómo tratar los  estándares más como visiones o proyectos que como niveles de corte. Los estándares forman parte de una visión panorámica de la ética, pero siempre es necesaria la interpretación personal y situacional (Stake, 2006).

En este artículo hemos revisado como desde la perspectiva técnica se busca obsesivamente evaluar con bases científicas para garantizar el rigor de los métodos racionalmente planificados que permiten la discriminación por vía matemática; pero también hemos señalado como preocupaciones sustantivas desde perspectivas éticas, el surgimiento de preguntas que expresan el interés por conocer al servicio de quién está la evaluación, qué fines persigue, y qué usos se va a hacer de la información y de los resultados de la evaluación.

En el currículum oficial, generalmente, se deja bien asentado y claro al profesorado qué, cuándo y cómo evaluar, se trata de preguntas técnicas que indagan sobre cuestiones comunes de alcance burocrático y administrativo. Pero las cuestiones de fondo comúnmente suelen estar ausentes o se soslayan. Las dimensiones éticas de la evaluación, intrínsecas al razonamiento práctico, se relacionan directamente con preguntas de otro orden, entre las cuales se encuentran: ¿Por qué evaluar? ¿Para qué evaluar? ¿Quiénes son los destinatarios y quiénes son los que se benefician de las prácticas de evaluación? ¿Qué uso hacemos los profesores de la evaluación? ¿Qué uso hacen los alumnos de la evaluación? ¿Para qué les sirve? ¿Qué funciones desempeña realmente? ¿Quién utiliza los resultados de la evaluación, más allá de la inmediatez del aula? ¿Asegura el sistema de evaluación vigente la calidad del aprendizaje y la calidad de la enseñanza? ¿Asegura también la evaluación justa y objetiva de los alumnos?

8. CONSIDERACIONES FINALES

A manera de colofón diremos que las implicaciones éticas que la evaluación tiene son de tal calibre que una postura crítica y racional del tema no puede dejar de abordarlas, tratar la evaluación ignorando éstas, es reducirla a mera técnica y esta es la mejor forma de perpetuar el statu quo de concepciones y prácticas evaluadoras que nos retrotraen al pasado e impiden la mejora de la educación (Moreno Olivos, 2007).

Es evidente que la investigación educativa ha tenido avances importantes en las últimas décadas, y por ende, también la evaluación educativa, desafortunadamente ese progreso no ha ido acompañado por igual en cuanto a su dimensión ética, que sigue ocupando un lugar secundario en el discurso y la práctica educativa. «En la actualidad es notable la importancia que ha ganado la investigación educativa, y con ella la necesidad de establecer nuevas maneras de gestionar la educación incorporando las condiciones específicas que requieren las instituciones para producir conocimiento útil y pertinente… Sin embargo, el indiscutible avance de la investigación como sustantiva a la educación ha generado nuevos modelos de gestión. En esos modelos un vacío relevante es la consideración de la ética» (Sañudo, 2006:83).

La investigación y evaluación cualitativas están repletas de tensiones éticas, controversias y dilemas. Existe un acuerdo unánime entre investigadores y evaluadores en que su trabajo y su conducta deberían ser éticos. Hay un acuerdo unánime en que hacer las cosas bien es mejor que hacerlas mal. La conducta no ética no tiene cabida en la investigación o evaluación cualitativas de ningún tipo. Tenemos que ser éticos durante todo el tiempo. Si el problema fuera tan simple, no habría necesidad de artículos como este, y las diversas publicaciones académicas sobre cuestiones éticas en la investigación social serían innecesarias. Si existieran simples reglas que aplicar, sería sólo cuestión de seguirlas y al hacerlo tendríamos la certeza de estar haciendo lo correcto todo el tiempo. Pero no existen tales reglas, sólo contamos con principios, conceptos, consideraciones (Eisner, 1998).

El hecho de que se soslaye el componente ético de  la evaluación, no impide que en la práctica esté siempre presente, como ya se ha mencionado antes, es inherente al proceso mismo. Su negación, en cambio, entraña el riesgo de que algunos profesores cuando evalúan a sus alumnos actúen con una buena dosis de cinismo y abuso de poder. Es evidente que cuando esto ocurre se está hurtando a la evaluación su potencial formativo, convirtiéndola en un mecanismo de control y en una fuente de aprendizajes no deseados, desafortunadamente, parece que todavía falta un largo camino que recorrer para superar este estado de cosas que forman parte del «paisaje natural» en buena parte de nuestras escuelas.

 

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