.2008 - Volumen 1, Número 2
 
       
       
   
Evaluación de la Práctica Docente. Una Revisión desde España
 
       
    Antonio Bolívar  
       
   

Quiero plantear cómo se ha de entender, en nuestro contexto, la evaluación de la práctica docente para provocar la mejora y, sobre todo, para asegurar con equidad el derecho a la educación de la ciudadanía. Una larga tradición del pensamiento progresista en educación, con razones fundadas por los modos y usos a que ha dado lugar, se ha opuesto a cualquier forma de control sobre los centros escolares y el profesorado. Sin embargo, actualmente, hemos de repensar cómo se puede garantizar el derecho a una buena educación para todos si no hay arbitrados dispositivos para que escuelas y profesorado den cuentas (a sí mismos, a la comunidad o a la administración) de la educación ofrecida. Como argumenta Linda Darling-Hammond (2001),

“si se aspira a que los alumnos alcancen unos estándares de mayor calidad educativa hay que suponer que también los profesores han de satisfacer ciertos estándares o criterios de calidad en su trabajo. Unos estándares de enseñanza elevados y rigurosos constituyen la piedra angular de un sistema de control que concentre su atención en el aprendizaje de los alumnos” (p. 314).

Es preciso contar, pues, con algún tipo de dispositivo (externos, además de internos) que garanticen la equidad de “todos” los alumnos en su derecho a la educación. La cuestión es cómo hacerlo en formas que motiven a los que ya lo hacen bien y, a la vez, contribuyan a mejorar a aquellos establecimientos de enseñanza y profesorado que consiguen bajos niveles en su alumnado, como actualmente se plantea en la “nueva” responsabilidad por los resultados (Carnoy, Elmore y Siskin, 2003; Gunzenhauser y Hyde, 2007) o de los estándares (Ferrer, 2007). Asegurar que todo ciudadano está recibiendo la educación que desarrolla sus posibilidades no puede hacerse dejando el asunto al arbitrio (y suerte) contingente de cada centro escolar y su profesorado. En conjunto, como objetivo último, dicen Ravela, Arregui y otros (2008: 62), lejos de culpabilizar al profesorado, “la evaluación debe estar al servicio del desarrollo de un sentido de responsabilidad compartida por la educación como bien público. Debe promover el compromiso con la educación de todos los actores, cada uno según su lugar y ámbito de acción”.

En el fondo, para lograr hacer de cada escuela una buena escuela, meta irrenunciable de cualquier sistema educativo, nos encontramos con el dilema de actuar por presión externa (control de resultados) o promover el compromiso e implicación interna (autoevaluación). Si bien sabemos que una política intensificadora puede inhibir los esfuerzos de mejora del profesorado y del centro escolar, perdiendo el potencial de sinergia que debía tener; tampoco cabe confiar sin más en los procesos iniciados por todo el profesorado. Esto último, si bien debe ser potenciado por las instancias centrales, no puede ser presupuesto. Hay bases para pensar que, en determinados contextos, una lógica de colaboración debe verse impulsada por mecanismos de presión que lleven a los actores a asumir compromisos por la mejora. En momentos en que éstos se debilitan, siempre existe, como contrapartida, la intervención externa para aquellos casos en los que no se está alcanzando determinados niveles de calidad. Lograr un equilibrio, siempre inestable, es el problema. En cualquier caso, primero capacitar, sólo en segundo lugar, presionar.

1. LA EVALUACIÓN DOCENTE EN LA AGENDA ACTUAL DE REFORMAS

La evaluación del desempeño docente y de los resultados obtenidos por los establecimientos escolares se ha ido convirtiendo en los últimos años en una cuestión estrella, ya sea con propósitos de mejora interna, para transferir responsabilidades o para dar criterios de elección a los clientes. En paralelo a la evaluación de centros escolares, la evaluación del desempeño docente, a partir de los ochenta, adquiere un creciente interés en las políticas educativas, en una especie de “estado evaluador”, por lo demás ahora globalizado (Kellaghan y Greaney, 2001) con una comparación de resultados interpaíses (TIMSS, PIRLS o PISA, son los ejemplos más recientes). El auténtico reto actual es que lo que comenzó siendo un medio de mejora institucional no acabe siendo atrapado o colonizado por la lógica mercantil, común –por lo demás– para los gobiernos conservadores y los de la izquierda neoliberal de la “tercera vía”.

La política de reforma está ahora basada en estándares (“standards-based reform”) que, en el contexto anglosajón, define niveles de consecución deseables con una evaluación periódica. Junto a algunos Estados de USA, Nueva Zelanda y Australia, el Reino Unido ha sido uno de los países que ha instaurado en los últimos años un sistema de “pago por rendimiento”, como estrategia para incentivar la mejora vinculada al rendimiento obtenido por los alumnos. En este caso, los alumnos han de mostrar un progreso en sus resultados académicos al menos tan bueno como el de la media nacional, de acuerdo con los estándares fijados. A partir del curso 2000-2001 se ha instaurado en todos los centros escolares un sistema anual del ciclo de planificación, seguimiento y actuación del profesor. El sistema (“performance management”), además del carácter sumativo de la evaluación con consecuencias económicas, quiere tener una función formativa, orientando al profesorado a las correspondientes actividades de desarrollo profesional para la mejora en los próximos años (Reynolds, Muijs y Treharne, 2003).

En la actualidad, contamos con una pluralidad de formas y sistemas de evaluación docente y carrera profesional, tanto en la América Latina (Murillo, 2006), como en los países de la OCDE (2005; Eurydice, 2004). El asunto principal es cómo evitar que una evaluación de la práctica docente no caiga en un control burocrático, como frecuentemente ha sucedido; para –en su lugar– convertirse en una de las principales plataformas para promover el desarrollo profesional y, a la vez, una mejora de las prácticas docentes, lo que redundará –como consecuencia– en una mejora de los resultados de la escuela (Paquay, 2008: 30). De este modo, la evaluación del desempeño docente y la propia carrera profesional no es sólo una cuestión de gestión de recursos humanos, sino que deben inscribirse, de modo congruente, en una política educativa amplia de mejora. Como tantas cosas en educación, por sí misma y de modo aislado, suele tener escasos efectos para movilizar al personal docente por la mejora; en ocasiones, cuando está mal planteada, justo tiene los efectos contrarios.

El título que le he dado al artículo (“la evaluación de la práctica docente) es, deliberadamente, amplio y con una cierta ambigüedad, pudiendo referirse, conjuntamente a:

  1. la evaluación que el propio profesorado, a título individual, hace de su desarrollo del currículum, a través de la evaluación de los alumnos;
  2. autoevaluaciones que el profesorado, de modo colectivo (a nivel de grupo, Ciclos, Departamentos o escuela) en conjunción con sus colegas, hace de su práctica docente.
  3. las evaluaciones externas del desempeño docente, por medio de estándares, niveles o competencias, referidas al aula o  –sobre todo– al centro escolar.

Los tres sentidos están relacionados y deben complementarse. De hecho, en escala decreciente, si pudiera funcionar bien el primero, se solaparía con el segundo y, si la autoevaluación fuera una práctica extendida, no se requerirían evaluaciones externas. No obstante, me cifraré más ampliamente, por ser un punto álgido y de actualidad en las agendas políticas de mejora (Murillo, 2006), en la evaluación (externa) del profesorado. En el fondo, como señala Montero (2004), evaluar al profesorado equivale a evaluar la enseñanza, como su actividad profesional. En cualquiera de sus tres variantes, el objetivo final es asegurar una calidad de la educación. Los demás dispositivos (complementos, incentivos, carrera profesional, etc.) deben ser juzgados en función de dicho objetivo. La evaluación, por tanto, es el punto de partida para tomar medidas que contribuyan, según los déficits detectados, a incrementar dicha calidad.

A nivel internacional, como he dado cuenta en un trabajo (Bolívar, 2005), la práctica docente en el aula, tras permanecer en la penumbra u olvido con otros intereses, ha pasado a un primer plano. La preocupación actual por los resultados y la libre elección de centro escolar, enmarcadas en el neoliberalismo imperante, también han contribuido a ello. Al fin y al cabo, la calidad de la educación se juega en los procesos de enseñanza y aprendizaje vividos en el aula, aún cuando, para que estos sucedan, se deban ver acompañados de otros factores a nivel de escuela, política educativa y familias. En una cierta “tercera ola” (la primera sería por prescripciones externas y la segunda, por el trabajo conjunto a nivel del centro escolar) es preciso centrarse en la práctica docente en el aula que marcará, más que otras variables distantes, la diferencia en los resultados del aprendizaje de los alumnos (Hopkins y Reynolds, 2001). Por eso, el profesorado importa y mucho. De ahí la responsabilidad por hacer atractiva la profesión y configurar los lugares de trabajo como contextos estimulantes del aprendizaje, pues contar con buenos docentes es garantía de buenas experiencias de aprendizaje, como ha puesto de manifiesto un relevante informe de la OCDE (2005). Si la evaluación de la práctica docente puede contribuir a ello y cómo podría hacerlo, es el objeto de esta contribución.

La propia formación del profesorado ha de ser juzgada (Guskey, 2000) por su impacto en la mejora del aprendizaje de los alumnos, lo que requiere que incida primero en conocimientos, habilidades y actitudes del propio profesorado. Las demás variables (satisfacción de los participantes, cambios en modos de enseñar, en actitudes y creencias), para que sean efectivas, en último extremo tendrán que incidir en la mejora de la práctica docente. Como dice Elmore (2003a: 15), “el desarrollo profesional exitoso –porque está específicamente diseñado para mejorar el aprendizaje de los estudiantes– debería ser evaluado de forma continua y fundamentalmente sobre la base de los efectos que tiene en los logros de los estudiantes”. Por eso, uno de los parámetros para juzgar la formación (inicial y permanente) del profesorado es cómo contribuye a mejorar el propio aprendizaje de los profesores y, en último extremo, el aprendizaje de los alumnos.

Factores variados y confluyentes han contribuido, en la segunda modernidad, a situar la evaluación de la práctica docente en la agenda de las reformas, dentro de una era de la responsabilidad por los resultados (“accountability”). Por un lado, desde una lógica de política educativa, tanto desde políticas neoliberales como del “nuevo” laborismo, se ha incrementado la presión externa (descentralización y responsabilización de la escuelas, evaluaciones externas, elaboración de “ranking” y competencia para conseguir alumnos, etc.). Por otro, desde una lógica pedagógica, crecientemente se ha reconocido que las escuelas y su profesorado tienen un grado de responsabilidad en el aprendizaje de los alumnos, aún cuando haya otros factores asociados (gasto en educación, recursos disponibles, contexto sociocultural).

La creciente cultura o éthos gerencialista en el sector público está conduciendo a la creación de mecanismos de control, por un lado; o de autoresponsabilización, por otro, importando mecanismos de gestión privada que ponen el énfasis en los resultados o productos del sistema educativo, al servicio de las demandas de los clientes (Afonso, 1998). En este sentido se ha hablado de sociedad “performativa”, en la que –en último extremo– lo que importa es la evaluación de los resultados conseguidos por los alumnos. En una comunidad discursiva de la calidad, que empieza a ser dominante en los países anglosajones, se redefine la misma noción de “calidad” para incorporar en la evaluación, como es propio de una orientación al mercado, la percepción de satisfacción de los clientes. También, a medida que se delega mayor autonomía a los centros educativos, dentro de los nuevos modos de “gobernación” de la educación, como contrapartida se incrementa la necesidad de una evaluación periódica de los resultados obtenidos por las escuelas, aún cuando se tengan en cuenta las características del contexto. Que todo esto se oriente a garantizar una educación equitativa para todos o, en una perspectiva mercantil, a diferenciar escuelas y profesorado para elección de clientes, es la cuestión preocupante.

2. SIGNIFICADOS, DIMENSIONES Y SENTIDOS

La evaluación de la práctica docente se debe realizar en relación con lo que es propio de dicho ejercicio profesional y se espera de él, con el objetivo de mejorar su actuación, promover la motivación o reconocerle social y económicamente su trabajo, ya sea mediante dispositivos de promoción horizontal o vertical en su carrera o mediante determinados incentivos económicos (Murillo, 2006). Entrar en esta dimensión en España es un asunto esencialmente conflicto, pero eludirlo no llevaría a dar por bueno el individualismo y privacidad dominantes. Como nos comentaba un director:

... porque el profesor está encantado de ser autónomo en su clase, porque la mentalidad, la cultura profesional que tenemos los docentes, es muy individualista, y esto está muy ligado a las tradiciones, la gente viene a decir ‘bueno, en mi clase mando yo y hago lo que me da la gana’, y eso está hasta bien visto”.

La cuestión primera en la evaluación externa de la práctica docente es su finalidad o para qué la queremos. Esta no puede ser otra que mejorar la calidad de la enseñanza y, consecuentemente, asegurar el derecho de aprender de todos los alumnos y servir para apoyar y promover el desarrollo profesional del profesorado. En segundo lugar, en cuanto a los  supuestos de partida, como hemos señalado, no se puede responsabilizar exclusivamente al profesorado del rendimiento de los alumnos, cuando es sólo uno de los factores; pero, al tiempo, es una actividad relevante que tiene efectos en la calidad de la educación ofrecida. Por último, en cuanto a los efectos se sitúan entre el control del rendimiento y la mejora profesional, con posibles incentivos para el desarrollo profesional y/o económicos.

La evaluación del profesorado se presenta encallada entre dos lógicas: una orientación a la mejora interna y desarrollo profesional, y otra dirigida al control de resultados, que –estableciendo diferencias entre el profesorado– pretende incrementar la calidad y la motivación por la mejora. Esta doble orientación responde, en último extremo, a una perspectiva dirigida a la mejora interna y, otra, para diagnosticar-evaluar resultados. En la primera, la evaluación se dirige a promover el desarrollo organizativo y profesional, por lo que requiere el compromiso de los propios implicados para iniciar un proceso evaluativo como estrategia para incidir sobre la calidad de los procesos y resultados. Esto último supone procesos de autoevaluación institucional o, en cualquier caso, contextualizada, de naturaleza contractual, no impositiva, entre evaluador y evaluados, exigiendo la participación de los últimos. Por su parte, la segunda, se ha traducido como prestación/rendimiento de cuentas o responsabilización y, como tal, de naturaleza sumativa, orientada a medir la competencia, el desempeño o eficacia de los profesores. Si bien un servicio público ha de ser evaluado; también, en los últimos tiempos en Europa, a partir del caso inglés, se está poniendo al servicio de un rendimiento de cuentas a los clientes, en una lógica mercantil. Articular ambas lógicas (mejora y resultados, formativa y sumativa) es el reto de toda evaluación.

La tesis que voy a defender, en primer lugar, al hilo de la convergencia entre ambas lógicas y movimientos (“eficacia” y “mejora” de la escuela), será que una evaluación de la práctica docente, unida a la evaluación de centros escolares tiene, pues, dos grandes metas que, aunque opuestas a menudo, no tienen por qué serlo: 

    1. Dar cuenta del funcionamiento de un servicio público y de la labor de sus profesionales, velando por incrementar la equidad del sistema; y
    2. Proceso de aprender, mediante autoevaluación de equipos docentes, de la propia práctica para mejorar la acción educativa. Su punto débil es que exige el compromiso y apropiación de los implicados.
    3. Además, como en el caso algunos países, puede ponerse al servicio de determinados incentivos lo que, además de su posible efecto motivador, suele dar lugar a conflictos entre el profesorado.

Vinculado a lo anterior, defendemos que exigir determinados niveles de consecución, recíprocamente, comporta la obligación de poner los medios, recursos e incentivos que hagan posible alcanzarlos. Por eso, la presión actual por el rendimiento de cuentas (“accountability”), situada en sus justos términos, como hace Elmore (2003a), paralelamente requiere que el sistema educativo proporcione la capacidad necesaria para responder a dichas demandas:

“A fin de que la gente en las escuelas pueda responder a las presiones externas para el rendimiento de cuentas, tienen que aprender a hacer su trabajo de un modo diferente y a reconstruir la organización sobre otros modos diferentes de hacer el trabajo. Si el público y los políticos quieren incrementar la atención sobre la calidad académica y resultados, el quid pro quo es invertir en el conocimiento y las destrezas necesarias para producirlo” (p. 12).

La evaluación de la práctica docente se puede razonablemente defender con un doble objetivo: a) asegurar una calidad de la educación (entendida en sentido amplio), para lo cual deberá tener en cuenta tanto su impacto en la mejora de los aprendizajes del alumnado, como en el desarrollo profesional e institucional; y b) garantizar una equidad en educación, es decir el derecho a la educación de “todos” los alumnos, aun cuando haya otros factores asociados, como el contexto sociocultural, que deban ser tenidos en cuenta. En uno y otro caso, como se ha dicho antes, deberá dar lugar a capacitar a centros y profesores para conseguir los niveles exigidos. Una evaluación no se justifica si no da lugar a acciones posteriores para la mejora por parte de los que han llevado a cabo (Elmore, 2003b).

En cualquier caso, la necesidad de evaluaciones externas viene determinada tanto para asegurar la equidad de la ciudadanía en la educación, acentuada cuando los centros gozan de un grado de descentralización y autonomía, como para aportar los recursos y apoyos necesarios a aquellas escuelas que no estén ofreciendo un entorno educativo parecido a otras (públicas o privadas concertadas) o para compensar en la medida de lo posible las desigualdades o deficiencias sociales. Desarrollar y evaluar el currículum de modo autónomo, al depender de cada contexto social, puede conllevar problemas de justicia/equidad (por ejemplo, incremento de diferencias) entre los centros o servir a intereses parroquiales no defendibles con unas mínimas pretensiones de generalizabilidad.

Por último, cabe referirse al profundo abismo entre el discurso de la evaluación y la pobreza relativa de la práctica. En efecto, desde los años setenta en España, uno de los ámbitos más innovadores en teoría didáctica ha sido la evaluación en sus distintos ámbitos (aprendizajes, enseñanza, profesorado o centros escolares). Se viene insistiendo, tanto desde la teoría pedagógica como en las declaraciones de la administración en la evaluación del sistema educativo, y, sin embargo, las prácticas que perviven en estos mismos ámbitos son las habituales o tradicionales. Queda por ver lo que puedan dar de sí tanto las nuevas estipulaciones legislativas: evaluaciones diagnóstico de los centros educativos como la evaluación de la práctica docente que establece la (última) Ley Orgánica de Educación (arts. 21, 29, 144 y 106). El Estatuto docente, ahora aplazado, según las determinaciones de la LOE (disposiciones adicionales 6ª a13ª), propone establecer una carrera profesional docente en siete grados, con el correspondiente complemento retributivo, en función de la evaluación “voluntaria” de la práctica docente y la acreditación de méritos.

3. LAS POLÍTICAS DE RENDIMIENTO DE CUENTAS Y ESTÁNDARES: RESISTENCIAS Y ASPECTOS CRÍTICOS

Desconfiando del compromiso del profesorado por la mejora, las presiones para incrementar los resultados se están convirtiendo actualmente en la principal avenida para la reforma educativa. Cual “nueva ortodoxia” del cambio educativo en la última década, el movimiento de reforma basado en estándares deseables (Standards-Based Reform) se ha configurado como una forma de apremio para que los centros y el profesorado consigan los estándares fijados a nivel estatal por cada área y alumnos, debiendo rendir cuentas del nivel conseguido. En este marco de rendimiento de cuentas se pretende, además, que todos los agentes educativos tengan información clara y confianza en la calidad de los servicios educativos.

Los estándares establecen lo que se espera que los estudiantes aprendan o sean capaces de hacer,  determinando los criterios e indicadores que evidencien los niveles de consecución (Ferrer, 2007). Como tales, expresan la misión de la escuela en un nivel de enseñanza, orientando al profesorado, alumnado, padres y administradores educativos. En la tradición europea, sin embargo, se prefiere hablar mejor de “competencias” como capacidad de los alumnos para movilizar recursos (saberes, capacidades y otros) para actuar eficientemente en un tipo de contexto, que se revela por una actividad compleja puesta en obra en un tipo de contexto particular con un cierto grado de maestría. El Parlamento Europeo y el Consejo europeo han establecido Recomendación sobre las competencias clave para el aprendizaje permanente (18 de diciembre de 2006), que los diversos gobiernos están adaptando en sus respectivos currículos (Bolívar, 2008a). Así, el Ministerio Español ha establecido, siguiendo dicha Recomendación, el conjunto de “competencias básicas” de la educación obligatoria, que serán objeto de “evaluación diagnóstica” de las escuelas en 4º de Primaria y 2º de Secundaria.

Por su parte, los estándares profesionales de la práctica (Ingvarson y Kleinhenz, 2006) determinan lo que se valora de la enseñanza-aprendizaje y lo que los profesores eficaces deberían saber y ser capaces de hacer para que esas competencias las adquieran sus alumnos. Como estándares “profesionales” deben ser desarrollados consensuadamente por asociaciones o colectivos de la profesión y expertos, proporcionando un marco para el aprendizaje profesional de los profesores y una base para la responsabilidad profesional de forma que los profesores, bien porque se les solicite, o bien voluntariamente, proporcionen información sobre su práctica. Como tales, los estándares profesionales son tanto descripciones de lo que es valorado, como instrumentos de medida, tanto para acreditar programas de formación, como para el ingreso en la profesión y para la evaluación de la práctica docente. De hecho contar con unos estándares profesionales puede servir de contrapunto complementario a la evaluación por rendimiento externo (O’Day, 2002). Así sucede en otras profesiones, como la medicina, donde los estándares de buenas prácticas son internos a la propia medicina, aún cuando los clientes puedan juzgar externamente el servicio prestado.

Si las escuelas, como organizaciones, están “débilmente acopladas”, por lo que el trabajo de cada uno en su aula está débilmente ligado a la tarea conjunta; la reforma basada en estándares pretende atacar este punto: presionar desde fuera en formas que afecten a lo que cada uno enseña en su aula y conjuntamente en el centro, forzando a mejorar la práctica educativa. Los profesores deben, pues, esforzarse en el aula para conseguir las metas fijadas a nivel estatal en los alumnos, dando cuenta de ello a nivel de cada escuela. Cada una tiene autonomía para desarrollar el currículum, pero –mediante el rendimiento de cuentas del centro– deberá preocuparse por conseguir los estándares establecidos. Es el nuevo modo (re)centralizador de presionar políticamente, determinando lo que los estudiantes deben aprender y dominar, sujeto a evaluación externa.

Pero, tal y como están diseñados los centros escolares, dice Elmore (2003a), no están preparados para responder a las presiones de rendimiento por estándares y rendimiento de cuentas, por lo que –si no se actúa con otras medidas– puede poner en peligro el futuro de la educación pública. En efecto, para responder a dichas presiones, las escuelas deben comprometerse en un procesos sistemáticos de mejora continua de la práctica educativa, para poner el foco en los aprendizajes de los alumnos. Al entender que la unidad de evaluación es la escuela, se está presuponiendo que todos los individuos actúan de modo conjunto y que la publicación de rendimiento de cuentas motivará, en igual medida, a todo el colectivo. Pero las escuelas son, ahora mismo, colecciones de individuos.

Los supuestos del rendimiento de cuentas son, por desgracia, demasiado simples (O’Day, 2002), cuando no ingenuos: como consecuencia de los resultados (y publicidad) de las evaluaciones, los diferentes actores concernidos (por las sanciones o incentivos consiguientes) necesariamente se esforzarán por mejorar. En realidad, hay pocas evidencias de que el rendimiento de cuentas de escuelas y profesorado provoque, por sí mismo, una mejora de los resultados educativos. La publicación regular de informes del rendimiento de centros, no es un mecanismo que genere la mejora. Aquellos centros que se encuentran fracasados difícilmente van a encontrar un incentivo al ver reflejada su situación en los últimos lugares y, en los restantes, si no hay creados procesos de análisis y revisión, escasa incidencia van a tener las evaluaciones externas para su mejora.

Por la especial sensibilidad (y resistencia) que suscita la evaluación docente, se mezclan políticas e ideologías con perspectivas propiamente educativas y metodológicas (Afonso, 1998). Normalmente, no se cuestiona que debe haber una genuina responsabilidad basada en el compromiso moral por un trabajo bien hecho, sino una evaluación docente burocrática, con un control en función de la jerarquía, que observa desde fuera el proceso y evalúa los resultados, reforzado por incentivos o sanciones (promoción o incrementos de salario). Una evaluación docente profesional, por el contrario, se centra en el acceso a la profesión, donde el agente ha de demostrar que posee las competencias, conocimiento y valores requeridos; así como los procesos desarrollados en su trabajo (Darling-Hammond, 2001b).

Como dice Pedro Ravela (2006), se requiere pasar de una “lógica de enfrentamiento”, jerarquizada y normativizada, atribuyendo en exclusiva a los docentes la calidad de los aprendizajes logrados por sus alumnos, a  una “lógica de colaboración”, más horizontal, en que la responsabilidad por los aprendizajes es asumida de modo colegiado por los distintos actores e instancias del sistema, buscando consensos –a partir de las evidencias mostradas en los resultados– con el fin de adoptar las correspondientes estrategias de mejora. La evaluación del profesorado debe inscribirse dentro de una estrategia de reconfiguración del servicio público de la educación, en orden a la mejora de dicho servicio.

Si bien cabe oponerse a todo tipo de evaluación que pretenda el “control” del desempeño docente, siendo lógicas las inquietudes cuando no resistencias del profesorado; dentro de la evaluación de políticas públicas, es preciso reconocer la necesidad de que el profesorado de los centros públicos responda del servicio educativo que ofrecen y de los resultados alcanzados. Si bien cabe justificar la legitimidad, e incluso necesidad, de una evaluación externa tanto de la práctica docente como de los centros escolares (y del sistema educativo), como obligación de dar cuenta de en qué grado funciona como servicio público, hay razonables dudas sobre cómo estos informes de evaluación puedan contribuir a una mejora del profesorado, contribuyendo a su desarrollo profesional, a menos que vayan acompañados de un conjunto de condiciones y procesos.

De hecho, como ya hemos apuntado, las políticas educativas están empleando el rendimiento de cuentas (accountability) dentro de una estrategia de quasi-mercado, donde se trata de presionar al profesorado para mejorar, cuando no de dar criterios a los clientes para elegir centros (otro modo de presión). Este es el sentido que suele tener hacer públicos los resultados, estableciendo una clasificación entre escuelas. En estos casos, aparte de no ser ética, distrae a los estudiantes del mejor aprendizaje y a los profesores de la mejor enseñanza, para concentrar a ambos en lo que piden en las pruebas.

Está sometido a discusión, igualmente, si los posibles complementos o incentivos económicos han de ser individuales, a aquellos docentes que muestran una eficacia en su clase, como ponen de manifiesto determinadas pruebas normalizadas realizadas a los alumnos; o –más bien– deba ser una gratificación colectiva al centro escolar, en tanto que grupo de docentes que se han esforzado por mejorar los resultados de sus alumnos. Los programas de atribución colectiva de recompensas suelen ser más eficaces que aquellos que se apoyan en un evaluación individualizada de resultados. Además, cuando conlleva incentivos económicos diferenciadores individualizados, además de los efectos motivadores que pueda tener, son conocidos también los efectos “perversos” o no queridos: pone en peligro la colaboración profesional en el interior de la escuela, promoviendo –a su vez– un individualismo.

Cuando existen otros incentivos motivadores no se requiere la evaluación invididualizada de los docentes ni sus incentivos económicos, como muestra ejemplarmente el caso de Finlandia en la evaluación PISA (uno de los países mejor situados y que, sin embargo, no cuenta con evaluación del desempeño docente). Sin embargo, resulta una paradoja que otros próximos y con buenos resultados, como Suecia, sí cuente con dicha evaluación.

Un rendimiento de cuentas genuino ocurre, pues, cuando hay formas establecidas para proveer una mejor educación, al tiempo que modos de intervención en aquellos casos en que no sucede. Los datos de evaluación de centros escolares son, sin duda, necesarios, en la medida que proporcionan información tanto de lo que están consiguiendo los alumnos y de cómo la escuela lo está sirviendo. Pero los datos son sólo parte de un proceso que debiera ser más global. Quedarse sólo en ellos no sería un rendimiento de cuentas recíproco. La política educativa de evaluación de escuelas no puede comenzar y acabar con los test. Al contrario, los resultados han de ser punto de partida para la toma de decisiones. Entre ellas, la primera, capacitar al profesorado y dotar de medios a la escuela, que le permitan mejorar y responder a los resultados demandados.

Un sistema de evaluación, pues, no sirve y –a la larga– resulta poco creíble si, recíprocamente, no proporciona los medios y apoyos oportunos para que puedan conseguir tales estándares. La mejora es un proceso que exige un apoyo sostenido en el tiempo. Por eso, un factor crítico del éxito es la adecuada combinación de serias exigencias externas con dispositivos que desarrollan la capacidad interna (Bolívar, 2003). El asunto, como siempre, dependerá de cómo se lleve a cabo dicho control y de los recursos dispuestos para la mejora. De ahí que se reclame una reforma “sistémica”, donde los diferentes elementos de la política educativa coordinada de modo coherente y todos los componentes críticos del sistema funcionen en concierto.

4. LA EVALUACIÓN DOCENTE EN ESPAÑA ¿QUÉ HACER?

El rendimiento de cuentas por evaluación de resultados de los centros escolares si bien puede ser una vía para provocar la mejora, actualmente –como se ha visto– es un terreno “minado”, sujeto a múltiples peligros. Si, como se ha dicho, su no existencia es un remedio peor que la enfermedad, conviene demandar, en primer lugar, que los centros escolares tengan capacidades (medios y recursos) para que puedan ser responsables (Elmore, 2003a). Igualmente importa primar una concepción y práctica de la autoevaluación para la mejora interna. Pero nada obsta, dadas las dificultades e insuficiencias de lo anterior, en entrar en la evaluación del profesorado, aprendiendo de las mejores lecciones.

En España la evaluación del desempeño docente, lejos de la implementación progresiva que está teniendo en los países iberoamericanos, es una cuestión sucesivamente apuntada en distintas leyes educativas (1995, 2002, 2006) pero, igualmente, pendiente y aplazada su regulación en las normativas, por los problemas y resistencias que genera. Actualmente no se emplea de modo sistemático, sólo de manera marginal en determinados casos. Suele suscitar extrañeza, cuando no oposición, que –en condiciones normales– un inspector, por ejemplo, solicite entrar en el aula de un profesor. Los profesores son funcionarios, donde sólo se evalúa el acceso al “cuerpo”, tras haber pasado por un periodo de interinidad o acceder directamente. Una vez adquirida la condición de “funcionario”, es difícil, cuando no imposible, perderla y el sueldo viene regulado, básicamente, por dicha condición. Paradójicamente, es en el nivel universitario donde la evaluación de la docencia, particularmente en los primeros ciclos de su desarrollo profesional, está adquiriendo mayor relevancia. Así la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA) ha elaborado un Programa (“Docentia”) de evaluación de la actividad docente del profesorado universitario, con el objetivo de gestionar la calidad de la actividad docente del profesorado universitario y favorecer su desarrollo y reconocimiento{1}.

A nivel de profesorado de enseñanza no universitaria partimos de una situación en que, si bien se declara que la evaluación del profesorado debe formar parte de la evaluación del sistema educativo, en la práctica queda limitada a la que realiza la inspección educativa para situaciones individuales especiales (obtener una licencia por estudios, acreditación para la dirección de centros, evaluación del profesorado en prácticas, supervisión del profesorado por denuncias, etc.). Por lo demás, esta evaluación suele limitarse a certificar evidencias de cumplimiento administrativo y, eventualmente, observación en las aulas de clases. Esta situación, como consecuencia de las referidas tendencias internacionales, empieza a cambiar. Así, la última ley educativa (Ley Orgánica de Educación) dedica el art. 106 a la “Evaluación de la función pública docente”, determinando que, para mejorar la calidad de la enseñanza y el trabajo de los profesores, las Administraciones elaborarán planes para su evaluación, fomentando la evaluación voluntaria del profesorado, cuyos resultados tendrán efectos en la carrera docente. Estas evaluaciones tendrán, a su vez, sus efectos en los complementos retributivos así como en la propia carrera docente, como se propone en el Estatuto del Profesorado, en fase de discusión. De modo similar, las Comunidades Autónomas están regulando y, en su caso, determinando la evaluación docente. Así, la Ley de Educación de Andalucía (diciembre 2007) crea la Agencia Andaluza de Evaluación Educativa que “establecerá un sistema de evaluación del profesorado que permita la acreditación de los méritos a efectos de su promoción profesional” (art. 157).

El problema más grave en España para establecer incentivos es que, de hecho, no hay establecida carrera profesional alguna. El aplazado Estatuto Docente debe contribuir a establecer una carrera docente mediante vías de promoción profesional a nivel horizontal, lo que no tiene necesariamente que suponer categorías jerárquicas ni cambios de centro, como vertical (acceso a otros cuerpos o niveles educativos, incluidos los universitarios). De acuerdo con estudios comparativos (Pedró, 2006), el nivel salarial al inicio de la profesión es, en España, comparativamente muy alto (un 23,4% y un 28% más que la media de los países de la OCDE) y, sin embargo, no difiere grandemente de los que se obtienen al final del periodo laboral. Por eso mismo no hay propiamente incentivos durante la progresión en la carrera (Eurydice, 2004). Como comenta Pedró: “por consiguiente, lo que sucede en España, siempre por comparación a otros países, es que al inicio de la carrera los salarios son competitivos, comparativamente altos, pero a medida que se avanza en el ejercicio profesional ese diferencial desaparece progresivamente y no se recupera, aunque muy modestamente, hasta bien llegado el fin de la carrera profesional. En definitiva, un sueldo inicial comparativamente atractivo pero sin una progresión adecuada a lo largo de la carrera” (p. 260).

Por una parte, el Estatuto Básico del Empleado Público{2} establece en su artículo 20 la obligación de establecer un sistema de evaluación del desempeño, que regulará cada Administración pública. A estos efectos se entiende por evaluación del desempeño el procedimiento mediante el cual se mide y se valora la conducta profesional, el rendimiento o el logro de resultados. Los sistemas de evaluación del desempeño se adecuarán, establece, a criterios de transparencia, objetividad, imparcialidad y no discriminación y se aplicarán sin menoscabo de los derechos de los funcionarios públicos. Por último, las administraciones públicas determinarán los efectos de la evaluación en la carrera profesional horizontal, la formación, la provisión de puestos de trabajo y en la percepción de las retribuciones complementarias.

De acuerdo con este Estatuto se debe elaborar el Estatuto de la Función Pública Docente, largamente debatido y sucesivamente aplazada su aprobación, que debería ser retomado para establecer, entre otros, una carrera profesional. Según las determinaciones de la Ley Orgánica de Educación (disposiciones adicionales 6ª a13ª), el borrador propone establecer una carrera profesional docente en siete grados, asignando a cada uno efectos retributivos, de movilidad y de promoción interna. Se entiende la carrera profesional como un “reconocimiento del ejercicio profesional realizado” (art. 30 borrador, octubre 2007). Por su parte, se sustituyen los complementos de formación (llamados popularmente “sexenios”, por ser un complemento reconocido cada seis años, tras justificar haber recibido 100 horas de formación en dicho período) por un complemento de grado. En cualquier caso, los sindicatos docentes no tienen en exceso interés en un tema delicado que, si no es conducido con cuidado de modo que no suscite oposición por el profesorado, les puede pasar factura. Un intento de Estatuto Docente hace veinte años (1988) dio lugar a un amplio movimiento de contestación y huelga del profesorado, que provocó la dimisión del entonces Ministro de Educación (José María Maravall).

Un ejemplo similar a la situación española lo proporciona Portugal, donde recientemente (Decreto-Ley nº 15/2007) se ha introducido la evaluación del desempeño del personal docente, con motivo de un Estatuto de la Carrera de los Profesores (Infantil, Básica y Secundaria{3}). La regulación posterior, con un sistema de evaluación en exceso uniformador y burocrático, ha sido ampliamente contestada y debatida, en la medida en que conduce a nuevos modos de pensar y ejercer la profesión docente (Sanches, 2008). Una manifestación en Lisboa de más de cien mil profesores (8/03/2008) ha obligado al Ministerio a iniciar un proceso de negociación, rebajando sus pretensiones iniciales, tanto en las condiciones de trabajo del profesorado como el proceso mismo de evaluación del desempeño.

Un caso actual puede poner de manifiesto lo difícil que resulta establecer incentivos profesionales. En Andalucía, una Comunidad Autónoma donde se registran los mayores índices de fracaso escolar en España y alejada de cumplir los objetivos educativos establecidos por la Unión Europea para el año 2010, para atajar dicha situación, ha establecido un “Programa de calidad y mejora de los rendimientos escolares en los centros docentes públicos{4}”. El plan desarrolla el artículo 21 de la Ley de Educación de Andalucía, publicada diciembre de 2007, que establece el pago de incentivos económicos anuales para cada profesor de los centros públicos por la consecución de los objetivos educativos, acordados previamente con la Administración. Dicho programa pretende mejorar un conjunto de indicadores (entre ellos los rendimientos escolares) en un plazo de cuatro años, de acuerdo un proyecto presentado por cada centro escolar (escuela o instituto), que debe ser aprobado por una mayoría cualificada de dos terceras partes de su profesorado. A cambio de su progresiva consecución a lo largo de tres-cuatro cursos, la Administración educativa da un complemento económico de hasta 7.000 euros a cada profesor implicado en el programa.

Sin embargo, ha generado una amplia campaña de contestación y protesta, donde uno de los lemas más divulgados ha sido “Por la dignidad docente, no al soborno” (se sobreentiende “soborno” por aprobar a alumnos), rechazando –además– que el fracaso escolar sea una responsabilidad del profesorado, como el plan –señalan– da a entender. En su primer período de aprobación, ha sido aceptado mayoritariamente en Primaria, pero en Secundaria Obligatoria ha sido rechazado por el 80 % de los Institutos. Esto indica, hasta qué punto los incentivos económicos individuales generan resistencia; por lo que cabe –mejor– pensar en otro tipo de incentivos (colectivos al centro escolar o de desarrollo y promoción profesional), además de otras medidas estructurales (reducción del número de alumnos por aula, el aumento de las plantillas docentes y la dotación de más recursos materiales).

En esta situación, más que dirigirse por ahora a cualquier complemento económico individualizado, además de mejorar a los centros escolares, prioritariamente los incentivos han de ponerse al servicio del desarrollo profesional, en una promoción horizontal y vertical. Como dice Lourdes Montero (2004: 715), “en contextos en los que no hay una tradición consolidada de evaluación del profesorado aconseja hacerlo por la evaluación asociada al desarrollo profesional”. Por eso, además de una evaluación de la práctica docente dirigida a ver si cumple determinados estándares, con un carácter sumativo, “en la actualidad se ve complementada con una perspectiva donde el objetivo primordial es ayudar al docente a mejorar su desempeño, identificando sus logros y detectando sus problemas, perspectiva que coincidiría con la evaluación formativa para el desarrollo profesional” (Murillo, 2006: 87).

Además, dado que en España una evaluación del desempeño docente no pone en peligro su pervivencia laboral y profesional, dada la condición de funcionario, ésta debe orientarse prioritariamente a la mejora profesional y de la calidad de la educación. Al respecto, está por ver lo que puedan dar de sí las “evaluaciones generales de diagnóstico”, establecidas (arts. 21, 29, 144 y 106) por la última Ley Orgánica de Educación  de las “competencias básicas” en  4º de Primaria y en 2º de la ESO, a realizar con carácter muestral por el Instituto de Evaluación a nivel nacional y, con carácter censal, por cada Comunidad Autónoma en sus centros escolares respectivos. En cualquier caso, tras documentar la situación de los alumnos en cuanto al grado de dominio de las competencias básicas, en una perspectiva garantista, deben generar las correspondientes dinámicas de mejora en aquellos casos que se han detectado deficits. Además de rendir cuentas socialmente, será preciso intervenir decididamente para, paralelamente, ofrecer las medidas y apoyos oportunos que los capaciten para asegurarlas a su alumnado, especialmente en aquellos contextos social, cultural y económicamente más desfavorecidos. En efecto, conduce poco lejos hacer evaluaciones externas y, paralelamente, en aquellos casos que se ha mostrado no alcanzan los niveles deseables, no se aportan los medios y desarrollan procesos de mejora que capaciten a los centros para responder a las competencias establecidas.

5. CAPACIDAD INTERNA DE MEJORA COMO CONDICIÓN PREVIA

La evaluación docente, en una adecuada teoría sobre cómo se produce la mejora, conduce a invertir en el conocimiento y habilidades de los profesores y rediseñar las condiciones de trabajo. Si los profesores no aprenden a trabajar de modo diferente y los centros continúan con la actual organización, no se podrá responder, dice Elmore (2003a) en una buena argumentación, a las presiones de conseguir determinados estándares en el rendimiento de cuentas. Este es el quid pro quo, que exige –por tanto– plantear la responsabilidad por los resultados de otro modo, como una “responsabilidad compartida”, como también sugiere Pedro Ravela (2006).

La responsabilidad por los resultados, desde un planteamiento ampliado, está configurada por las relaciones que se mantienen entre tres esferas: sentido individual de responsabilidad de los docentes, expectativas colectivas de la comunidad escolar, y sistema formal o informal de rendimiento de cuentas. Además del sistema de “accountability” externo que pueda darse, la responsabilidad interna por los resultados comprende “las normas compartidas, valores, expectativas, estructuras y procesos que determinan las relaciones en las escuelas entre las acciones individuales  y los resultados colectivos” (Elmore, 2003b, 197-98). Por tanto, la acción individual y la colectiva están imbricadas: compartir expectativas sobre las capacidades de los alumnos, sobre las formas de conocimiento más importantes para obtenerlas, y sobre cómo evaluar los progresos. Esto supone un trabajo colaborativo para desarrollar una visión coherente de la escuela, en lugar de escuelas caracterizadas por una atomización e individualismo en el trabajo.

Por todo eso resulta más importante preocuparse por construir la capacidad interna de mejora (Bolívar, 2008b) que por diseñar políticas de rendimiento externo de cuentas. Se parte del convencimiento de que los cambios deben iniciarse desde dentro, mejor de modo colectivo, induciendo a los propios implicados a la búsqueda de sus propios objetivos de desarrollo y mejora de la escuela. El foco debe estar en ir construyendo la capacidad de la escuela para gestinar la mejora progresiva. Esta mejora se entiende como “la movilización del conocimiento, destrezas, recursos y capacidades en las escuelas y en los sistemas escolares para incrementar el aprendizaje de los alumnos.[...] La idea de mejora significa incrementos medibles en la calidad de la práctica de la enseñanza y en las capacidades de los alumnos a lo largo del tiempo” (Elmore, 2003a: 20).

Si decididamente se quiere mejorar las escuelas, más que presionar para que rindan externamente cuentas, evaluando la labor docente de su profesorado, es mejor invertir en capacitar al personal que trabaja en ellas. En lugar de focalizarse en medir el estado de las escuelas de acuerdo con estándares fijados para clasificar a los centros o establecer determinados incentivos, desde una teoría alternativa de la mejora, defiende Elmore, que pretenda superar la brecha (“gap”) entre evaluación y mejora, debe importar que el profesorado y los centros tengan las capacidades adecuadas como para dar respuesta a los estándares deseables. Por eso, mantiene Elmore (2003b),

“El mensaje central de este libro es que los sistemas de rendimiento de cuentas educativo funcionan –cuando funcionan– al lograr provocar la energía, motivación, compromiso, conocimiento y destrezas de la gente que trabaja en las escuelas y los sistemas de apoyo. Los sistemas de rendimiento de cuentas no ‘dan lugar’ directamente a que las escuelas incrementen la calidad del aprendizaje de los alumnos y sus realizaciones académicas. A lo sumo, desencadena una compleja cadena de sucesos que, en último extremo, pueden dar como resultado una mejora del aprendizaje y resultados” (p. 195).

Una evaluación de los centros y del profesorado no se sostiene si, paralelamente, no se preocupa por capacitar a ambos para poder responder y conseguir los niveles deseados. En particular, las escuelas con bajo rendimiento, que son las que nos deben primariamente importar, no mejoraran justo por clasificarlas como de bajo nivel, justamente porque carecen de capacidades para hacerlo mejor y, además, porque llegar a niveles aceptables será fruto de un proceso (largo) de desarrollo. En este sentido dice Elmore (2003b),

“Si es verdad, como nuestros estudios de caso parecen indicar, que las políticas estatales de rendimiento de cuentas están basadas en una teoría de la acción de que las presiones externas por los rendimientos están diseñadas para movilizar la capacidad existente, en lugar de crear nuevas capacidades, es posible que el efecto a largo plazo de dichas políticas, si las restantes cosas continuan igual, pueda ser incrementar la brecha en resultados entre escuelas con baja y alta capacidad. La relativa ausencia en nuestros estudios de caso de esfuerzos deliberados y sistemáticos para influir en la capacidad, hacen que esto sea un aspecto problemático” (pp., 207-208).

En esas condiciones, determinadas formas de evaluación, paradójicamente, contribuyen a frenar las iniciativas de mejora. Dado que lo relevante en educación no puede ser prescrito, porque –al final– será filtrado o modulado por centros y personas, la “nueva” política debe tender a “desarrollar las capacidades necesarias para llevar a cabo el trabajo requerido, así como también un compromiso firme y sostenido con el mismo, en lugar de presumir que sus directrices, sin más, vayan a provocar las nuevas ideas y prácticas planteadas”, señala con razón Linda Darling-Hammond (2001: 278).

6. COMBINAR LA NECESARIA MIRADA EXTERNA CON LOS PROCESOS DE MEJORA INTERNOS

La evaluación externa, orientada a la eficacia, y la autorrevisión basada en la escuela, más dirigida a la “mejora”, son dos modos en sinergia que están llamados a potenciarse mutuamente, a cuya conjunción podemos llamar “evaluación institucional” (Mateo, 2000). La mirada externa puede incidir internamente en la escuela cuando ya existe previamente una cultura de autoevaluación como una “responsabilidad compartida”. Así, la necesidad para un centro público de dar cuenta de la responsabilidad de sus propios resultados se combina con rendirse cuenta de sus propios avances, para tomar medidas a nivel local. Se plantea, pues, no sólo a nivel teórico sino práctico, la necesidad de conjugar una evaluación externa con una autoevaluación.

La autoevaluación institucional, como expresión de la capacidad interna y del sentido de apropiación de la institución, puede llegar a constituirse en una buena alternativa para un rendimiento de cuentas orientado a la mejora que, bien situado (“intelligent accountability” la llama Hopkins, 2007), puede ser también complementaria a evaluaciones externas y, al tiempo, una condición previa para que las evaluaciones externas puedan incidir internamente. Los resultados o recomendaciones de las propias evaluaciones externas sólo pueden ser bien procesados e incidir en la mejora si previamente existen equipos y procesos de autoevaluación. Como dice Elmore (2002),

“El sistema escolar se caracteriza también por su débil autoevaluación institucional (internal accountability). Cuando uso este término, entiendo la intersección entre el sentido individual de responsabilidad, las expectativas de la organización sobre lo que constituye una enseñanza de calidad y buenos niveles de los alumnos, y los medios o procesos sistemáticos por lo que actualmente damos cuenta de lo que hacemos [...] Las escuelas en que estas cosas están alineadas cuentan con poderosos enfoques para la mejora de la enseñanza. Cuando no están alineados –y en una mayoría no lo están– las escuelas tienen grandes dificultades para responder a las presiones externas para mejorar los niveles de consecución” (p.8).

La mejora de la práctica educativa se tiene que inscribir en la mejora institucional de la organización. De ahí la necesidad de un compromiso por generar un trabajo en equipo o en colaboración que contribuya a hacer más efectivo al centro escolar como conjunto. Como proceso de trabajo, normalmente, la revisión interna basada en la escuela (otra forma de denominarla) parte de un diagnóstico inicial del centro (evaluación para la mejora) que aporte evidencias de lo que está pasando,  para detectar necesidades y problemas que, una vez sea compartido por el grupo, debe inducir a establecer planes futuros para la acción. Pero, sobre todo, la evaluación va inmersa en “espiral” en el propio proceso de desarrollo institucional (evaluación como mejora), se van revisando y recogiendo información colegiadamente sobre la puesta en marcha de los planes de acción, qué va pasando, de qué forma y por qué, identificando prioridades, revisando y planificando sucesivamente lo que se ha hecho o se debiera/acuerda hacer.

La autoevaluación institucional se concibe dentro de un proceso de hacer de la escuela una comunidad profesional de aprendizaje, como espacio institucional para llevar a cabo proyectos conjuntos de mejora. Institucionalizar procesos y equipos internos de autoevaluación es, en ese sentido, generar procesos de innovación y mejora, para lo que deben tener con los oportunos apoyos de asesoría, entre los que se cuenta los datos provenientes de evaluaciones externas. Estos procesos de mejora se deben dirigir conjuntamente tanto a incrementar la calidad de los aprendizajes del alumnado, como a promover en los centros la capacidad para resolver los problemas, en nuestra actual coyuntura social y educativa. El problema es que una evaluación orientada hacia la mejora exige siempre la implicación y compromiso de la mayoría de los miembros (Bolívar, 2007).

No obstante, no es fácil en la práctica hacer complementarias una evaluación externa de la práctica docente y un proceso de mejora mediante autoevaluación institucional. En cuanto entran elementos de control o recompensas se torna imposible el diálogo entre ambas (Nevo, 1997). Sólo en un contexto de compromiso conjunto por la mejora pueden los procesos de autoevaluación tomar las evaluaciones externas como complementarias. De lo contrario, la evaluación externa no podrá incidir significativamente en la mejora interna, al ser percibida como un control, generando las consiguientes estrategias defensivas. Aquí primamos una concepción y práctica de la autoevaluación para mejora interna, lo que no impide mostrar sus dificultades e insuficiencias, por lo que apoyamos la conjunción de ésta con la evaluación más objetiva de indicadores de eficacia (Nevo, 2001).

El dilema es cómo combinar un sistema de rendimiento de cuentas externo, que inevitablemente tiende a una uniformidad (y, por tanto, que todos los profesores, independientemente de la escuela, deben alcanzar los mismos niveles de consecución de sus alumnos), con la variabilidad y particularidad de cada escuela, por lo que debieran estar especificados contextualmente. No obstante, esto no puede comportar, como comenta Nevo (1997), utilizar injustificadamente la autoevaluación como excusa para evitar las demandas de rendir cuentas de resultados o para presentarla como una alternativa a la evaluación sumativa. En la práctica cualquier proceso de evaluación, desarrollado por el profesorado de  un centro escolar, que emplea como instrumento básico de mejora la evaluación formativa o autoevaluación, necesita también de una evaluación sumativa, que le sirva para demostrar su mérito y valor.

El profesorado de un centro escolar que no cuenta con ningún mecanismo interno para su autorrevisión, tendrá dificultades para sacar partido, en un diálogo constructivo, a cualquier informe de evaluación externa. Así sucedió en España con el primer plan sistemático de evaluación de centros (Plan EVA en el Ministerio). Si una evaluación externa no va dirigida a dar información pública de los resultados (como prohibía la Ley) sino que quiere, como decía el objetivo general del Plan EVA, “impulsar la autoevaluación de los centros con el fin de mejorar la calidad de la enseñanza que en ellos se imparte” (Lujan y Puente, 1996), y no se preocupa por crear los necesarios procesos internos de revisión, está abocada a fracasar o, al menos, a no tener sentido su realización.  De hecho se fue suprimiendo a partir de 1997.

En este sentido, como determina Elmore (2003a): “el rendimiento de cuentas interno precede al rendimiento de cuentas externo y es una precondición para cualquier proceso de mejora” (p. 28), porque, “la capacidad para mejorar precede y modela las respuestas de la escuela a las demandas externas de los sistemas de rendimiento de cuentas” (p. 31). Por eso, “ninguno de los incentivos que se administren de modo externo, ya se trate de recompensas o de sanciones, dará como resultado automático la creación de un proceso de mejora efectiva dentro de las escuelas y los sistemas educativos. [...] El efecto de los incentivos depende de la capacidad de cada escuela para traducirlo en planes de acción concretos y efectivos, y para llevar a cabo esas acciones” (pp. 29-30). En suma, si no hay capacidad interna de mejora malamente van a conseguir las presiones externas que la organización responda exitosamente en el sentido deseado por las presiones procedentes de rendimiento de cuentas externos.

Por eso, como desde un punto similar dice Nevo (1997), aquellos que estén interesados en la evaluación sumativa externa deberían preocuparse porque los centros escolares desarrollen mecanismos de evaluación interna, no para sustituir la externa,  sino para hacerla más eficaz. En caso contrario, la evaluación externa engendrará actitudes defensivas y será percibida como un intento de controlar el funcionamiento de la escuela y un atentado contra la autonomía profesional, lo que en nada contribuye a la mejora.  Hopkins (2007), si bien defiende la necesidad inequívoca de una prescripción política externa, al menos en los primeros estadios, mantiene que debe ser equilibrada con el objetivo último de que los propios centros escolares lideren su responsabilidad por la mejora. Por eso, para beneficio mutuo y sinergia común, las evaluaciones externas deben conjuntarse con procesos internos de autoevaluación. Un “inteligente” rendimiento de cuentas, como lo llama, debe preocuparse por asegurar procesos continuos y efectivos de autoevaluación en cada escuela, combinados –de modo coherente y equilibrado– con presión externa con datos procedentes de las evaluaciones. De este modo los procesos de mejora escolar se ven potenciados por los impulsos externos y prioridades políticas.
Sin embargo, la autoevaluación no es vía regia para la mejora. De hecho, sin una “cultura de evaluación” en cada centro escolar y en la propia profesión docente, por lo demás difícil de establecer a la vez que costosa en el tiempo y energías invertidas, no tendrán lugar de modo sistemático y sostenible en el tiempo. Cuando el modo habitual de trabajo es aislado e individualista, la autoevaluación no funciona a menos que haya incentivos y apoyo externo o, en otra dirección, se camine a un rediseño organizativo de los centros y del trabajo docente en línea con la configuración de la escuela como una “comunidad profesional de aprendizaje” (Bolívar, 2007).

Por lo demás, la reconceptualización del papel de la autoevaluación en la mejora se inscribe en la propia revisión del movimiento de mejora de la escuela (school improvement). David Hopkins, uno de los máximos promotores en su momento, también ha sido uno de los más críticos. Así de la Revisión Basada en la Escuela, como estrategia de mejora de la escuela, señalaba (Hopkins y Lagerweij, 1997: 88-89) que, si bien ha servido para que la escuela identificase prioridades para un desarrollo futuro, su repercusión en la eficacia escolar ha sido muy limitada, al no entrar en cómo implementar el desarrollo de cambios selectivos en un período dado de tiempo.

La Administración educativa, en tanto que garante del bien común, debe garantizar el derecho a la educación de la ciudadanía en unas condiciones formalmente equitativas. ¿Debe, entonces, garantizar unas buenas prácticas educativas? Sin duda. Además de una buena formación del profesorado, se requiere una política que promueva buenos procesos de enseñanza y aprendizaje (Darling-Hammond, 2006). El asunto es qué papel pueda tener la evaluación, cómo habría que hacerla, etc. La evaluación de la práctica docente no basta, será solo una pieza que, para contribuir a dicha mejora, deberá estar encajada de modo coherente con otras muchas medidas, entre ellas el consecuente apoyo en aquellos casos en que se precise. Hacer de las escuelas buenos contextos para la enseñanza y aprendizaje conjuntamente de profesores y alumnos exige un rediseño de las estructuras organizativas y del ejercicio de la profesión. Garantizar a todos los estudiantes el derecho de aprender es el reto, lo que implica que todo estudiante pueda contar con una escuela bien dotada y con un profesorado capacitado para llevarlo al máximo de sus posibilidades.


 

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{2} Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público (Boletín Oficial del Estado, 13/04/2007). Disponible en http://www.boe.es

{3} Estatuto de Carreira dos Educadores de Infância e dos Professores dos Ensinos Básico e Secundário (ECD), aprobada por Decreto-Ley n.º 15/2007, de 19 de Janeiro, y Decreto Regulamentar n.º 2/2008, de 10 de Janeiro. Ver en: http://www.minedu.pt/np3/314.html

{4} Vid. ORDEN de 20 de febrero de 2008, por la que se regula el programa de calidad y mejora de los rendimientos escolares en los centros docentes públicos (Boletín Oficial de la Junta de Andalucia 29/02/2008). Disponible en: http://www.juntadeandalucia.es/boja/boletines/2008/42/index.html