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.2011 - Volumen 4, Número 1
 
     

“Dime Cómo Evalúas y te Diré Qué Enseñas”. Un Análisis Teórico sobre las Relaciones entre la Evaluación del Aprendizaje y la Enseñanza-Aprendizaje de la Justicia Social

 
Leonel Pérez Expósito y Daniel Alejandro González Aguilar
 

De acuerdo con Pablo Latapí (2003) y Silvia Schmelkes (1997,1998), existen cuatro enfoques principales en la enseñanza-aprendizaje de los valores en la escuela: prescriptivo-exhortativo, clarificativo, reflexivo-dialógico y vivencial. Este último establece fundamentalmente que el aprendizaje de los valores acontece mediante la participación de los estudiantes en prácticas situadas donde se despliegan significados asociados a un determinado valor. El enfoque vivencial toma como punto de partida lo señalado por YiLian-yun: “[La] práctica constituye el fundamento de la moralidad. El individuo comprende la virtud a través de la práctica” (YiLian-yun, 2006: 460). Ello implica que los valores se aprenden cuando existen oportunidades reales de encontrarse con ellos en un contexto social determinado. La escuela pareciera ser uno de estos espacios; a través de las múltiples prácticas que en ella tienen lugar, se despliegan significados asociados a ciertos valores como puede ser la justicia social. De esta forma, los mecanismos que las escuelas establecen para la selección, clasificación y distribución de sus estudiantes, el ejercicio de la autoridad y la toma de decisiones, el tratamiento de la diversidad, o las formas de participación de los distintos actores (directores, maestros, padres de familia, estudiantes, personal administrativo, entre otros) en la vida escolar, son ejemplos de prácticas que despliegan una o diversas formas de entender la justicia social y, en ese sentido, se convierten para los estudiantes en oportunidades reales de interiorizar, apropiar o resistir los significados que la definen.

De entre todo lo que acontece en la escuela que podría entenderse como una oportunidad para aprender los significados de la justicia, en este artículo profundizaremos en la evaluación del aprendizaje como una práctica recurrente cuya experiencia —suponemos— implica para los estudiantes la vivencia de la justicia y/o de la injusticia social y el aprendizaje de su significado. Tomando como punto de partida la distinción realizada por Philippe Perrenoud (2008) entre una lógica de evaluación centrada en la diferenciación y en la fabricación de jerarquías, y otra enfocada en la regulación de los aprendizajes, el análisis que presentamos—fundamentalmente teórico— se centrará en mostrar cómo en la primera forma de evaluación es posible identificar principios propios de una concepción sobre la justicia que denominamos liberal, la cual incluye elementos de la sociología estructural-funcionalista (Parsons, 1983), del pensamiento libertario (Nozick, 1974; Hayek, 1976) y de la teoría de la justicia de John Rawls (1971, 1999, 2002). Estos principios generales son: igualdad formal de oportunidades, imparcialidad, y el mérito como criterio diferenciador y distributivo (meritocracia). En cambio, la segunda forma de evaluación implica una noción sobre la justicia que enfatiza la imposibilidad de llevar a cabo los principios propios de la concepción previa. Así, este enfoque que podríamos denominar crítico, asociado aquí al planteamiento de Iris M. Young (1990), articula los siguientes preceptos: reconocimiento explícito de las diferencias (individuales y grupales), reconocimiento de las diversas desigualdades sociales (de clase, género, raciales, étnicas, etc.) como producto de distintos procesos opresivos de carácter estructural, y el diálogo entre visiones parciales para la construcción del juicio.

De esta manera, el artículo desarrolla un argumento a través del cual se vinculan, por un lado, tratamientos diversos sobre la idea de la justicia social y, por el otro, dos visiones teóricas sobre la evaluación del aprendizaje. Esta vinculación crítica sugiere que dependiendo de la lógica a la que tienda una determinada forma de evaluar el aprendizaje, los significados desplegados sobre la justicia social serán distintos.

1. LA EVALUACIÓN DEL APRENDIZAJE: “ENTRE DOS LÓGICAS”{1}  

En su libro “La evaluación de los alumnos”, Philippe Perrenoud nos plantea que actualmente es posible identificar dos lógicas presentes en las prácticas de evaluación del aprendizaje en la escuela{2}. Por un lado,

“tradicionalmente, la evaluación en la escuela está asociada a la fabricación de jerarquías de excelencia. Los alumnos se comparan, y luego se clasifican, en virtud de una norma de excelencia, abstractamente definida o encarnada en el docente o en los mejores alumnos. […] En el curso del año escolar los trabajos de control, las pruebas de rutina, los interrogatorios orales, la calificación mediante notas de los trabajos personales o de conjunto, fabrican “pequeñas” jerarquías de excelencia, de las cuales ninguna es decisiva, pero cuya acumulación y suma prefiguran la jerarquía final: ya sea porque ella se basa ampliamente en los resultados obtenidos en el curso del año […] ya sea porque la evaluación en el curso del año funciona como entrenamiento para el examen” (PERRENOUD, 2008: 10).

Esta fabricación de jerarquías hace pública la diferencia entre los mejores y los peoresestudiantes, bajo un criterio frecuentemente definido por los docentes. Dicho criterio se concretiza a menudo en una nota que más que reflejar las características del aprendizaje de los alumnos sirve para fundamentar una decisión, de la cual depende la prosecución de la trayectoria escolar o, en el caso de que exista un proceso de selección, dicha decisión sustentará y posibilitará la orientación de los estudiantes hacia distintos niveles y/o modalidades del sistema educativo, o su exclusión del mismo. En última instancia, esta lógica de evaluación construye e intenta justificar el éxito o fracaso escolar.{3}

Por otro lado, la segunda lógica de evaluación descrita por Perrenoud (2008) se distingue en primer lugar porque está al servicio del aprendizaje. Mientras que en la evaluación asociada a la fabricación de las jerarquías de excelencia el resultado de la evaluación y sus “beneficios” se vuelven con frecuencia el objetivo del aprendizaje  (aprendemos para ser evaluados), en esta segunda lógica la evaluación está para regular los aprendizajes. La intención de la evaluación es: “estimar el camino ya recorrido por cada uno [de los estudiantes]  y, simultáneamente, el que resta por recorrer, a los fines de intervenir para optimizar los procesos de aprendizaje” (Perrenoud, 2008: 116). No obstante, tanto la estimación como el sentido de la intervención no son llevados a cabo únicamente por el profesor, sino que en dicha tarea el estudiante tiene una función activa. De hecho, la propia noción de regulación en Perrenoud implica el desarrollo de la autorregulación, es decir: “[del] conjunto de habilidades metacognitivas del sujeto y sus interacciones con el ambiente, que orientan sus procesos de aprendizaje en el sentido de un determinado objeto de dominio” (Perrenoud, 2008: 116).

Además de la participación activa del estudiante y en gran medida como consecuencia de este involucramiento, la evaluación dentro de esta lógica es un proceso altamente individualizado. Debido a que aquí la evaluación está al servicio del aprendizaje, su diferenciación sólo es posible si se concibe dentro del contexto de una pedagogía diferenciada. Ello implica reconocer que

“por seleccionado que sea, ningún grupo es completamente homogéneo desde el punto de vista de los niveles de dominio adquiridos al comienzo de un ciclo de estudios o una secuencia didáctica. Por “neutro” que sea, ningún programa está a igual distancia de las distintas culturas familiares de las que son herederos los alumnos” (PERRENOUD, 2008: 122-123).

Si las condiciones sociales de los alumnos siempre son diferentes; si los ritmos y formas de aprendizaje tienen un alto grado de diferenciación individual —a pesar de que estemos frente a un grupo similar en cuanto a su localización social—; si los puntos de partida no son homogéneos, entonces el proceso de regulación de aquello que se aprende no puede estar estandarizado, sino altamente diferenciado de acuerdo con las condiciones y los procesos individuales de los estudiantes.

Hasta aquí se han presentado a grandes rasgos dos lógicas de evaluación del aprendizaje, cuyos elementos más relevantes para la discusión que nos atañe serán profundizados en las secciones subsecuentes. Ahora bien, la distinción realizada por Perrenoud encuentra un paralelismo en otras caracterizaciones sobre la evaluación que en un principio también se presentan como opuestas. Con la intención de sintetizar y aclarar las diferencias entre ambas lógicas, la Tabla 1 expone las características correspondientes a cada tipo de evaluación, enriqueciendo las distinciones hechas por Perrenoud con el trabajo de otros autores. Aunque aquí, dados los objetivos del artículo, se utilizarán las categorías del primero, es importante recordar que estos dos tipos de evaluación encuentran en otros autores denominaciones diferentes a las del sociólogo ginebrino. Evaluación tradicional y evaluación auténtica o formativa pueden ser, entre otras, algunas de las denominaciones para referirse, respectivamente, a lo que en palabras de Perrenoud serían una evaluación centrada en la fabricación de jerarquías y otra en la regulación del aprendizaje.

Tabla 1. Características generales que definen dos lógicas de evaluación

La lógica de la fabricación de las jerarquías

La lógica de la regulación de los aprendizajes

El aprendizaje está al servicio de la evaluación. Esta última termina por subordinar la enseñanza.

La evaluación está al servicio de los aprendizajes. Sirve tanto al alumno como al maestro.

Fabricación de jerarquías; comparación, clasificación, selección y exclusión: funciones que puede llegar a cumplir la evaluación (Morán, 2007; Pérez, 2007).

Búsqueda de la información necesaria para comprender y mejorar el proceso de aprendizaje de los alumnos (Pérez, 2007).

Tiende a la estandarización. Examen tradicional estandarizado: principal técnica de evaluación, pasando de constituir un medio a ser un fin en sí mismo (Moreno, 2009).

Tiende a la individualización. Se fomenta la retroalimentación mediante el diálogo interactivo (Black y Wiliam, 2006b).

El alumno es pasivo, es objeto y no sujeto de la evaluación (Moreno, 2007).

El alumno pasa de ser objeto a sujeto de la evaluación. Esta se convierte en un trabajo compartido con el profesor (Corominas, 2000).

Muestra solo los productos o resultados del aprendizaje. Hay un énfasis en los resultados en detrimento del proceso, en la cantidad antes que en la calidad (Bordas, 2001; Moreno, 2009).

Muestra simultáneamente los productos y el proceso del aprendizaje, con énfasis en el proceso antes que en el resultado (Corominas, 2000).

En este tipo de evaluación, el alumno entrega su prueba o responde a un interrogatorio y espera el día en que el profesor comunique su resultado, con mayor o menor justificación.

La evaluación se vuelve un proceso continuo y permanente (Morán, 2007). Se lleva a cabo paralela y simultáneamente al proceso de enseñanza-aprendizaje (Pérez, 2007).

El profesor es el único evaluador (Moreno, 2009).

Se fomenta la autoevaluación y coevaluación. El alumno participa activamente en su propio proceso de evaluación (Black y Wiliam, 2006a).

2. LA LÓGICA DE LA FABRICACIÓN DE JERARQUÍAS DE EXCELENCIA Y LA JUSTICIA SOCIAL DESDE UNA VISIÓN LIBERAL

Para mostrar cómo una lógica de evaluación que fabrica jerarquías de excelencia está vinculada con una serie de principios propios de una visión liberal y distributiva sobre la justicia, es relevante analizar primero el sustento que la sociología estructural-funcionalista ofrece a  dicha lógica de evaluación.

En su ya clásico trabajo El salón de clases como sistema social, Talcott Parsons (1983) establecía el acceso a la educación superior universitaria como factor central en la diferenciación entre los individuos que ocupan las posiciones sociales con mejores recompensas y aquellos cuyas funciones son magramente recompensadas{4}. Después de considerar el efecto del nivel socioeconómico y de la capacidad intelectual de los estudiantes, Parsons concluye que dicho acceso depende fundamentalmente del desempeño educativo previo de las personas, cuyo origen se encuentra en la educación básica. Para explicar cómo el desempeño constituye el principio diferenciador central en las trayectorias educativas de los individuos, el autor identifica 4 condiciones estructurales del salón de clases: a) la homogeneidad en las condiciones de los estudiantes en cuanto a la edad y las características socio-económicas dadas por la localización de la escuela; b) la diferencia radical entre estudiantes y maestro(a)s, en cuanto a que los primeros representan la infancia y el maestro el mundo adulto; c) la asignación de tareas comunes (una misma tarea a todos los estudiantes); y d) una evaluación sistemática de dichas tareas. En estos rasgos estructurales yace la legitimación del desempeño como criterio diferenciador. El hecho de que en la mayoría de los salones de clases los niños no presenten diferencias en la edad, significativas en términos de desarrollo, ni diferencias socioeconómicas sustanciales, justifica que se les asignen tareas comunes, porque se asume que así no existe una ventaja de origen entre ellos para llevar a cabo la tarea de forma satisfactoria. Dichas tareas deberán ser las mismas para todos, porque si fueran diferentes para cada alumno o para algunos subgrupos, se podría argumentar que la complejidad de ciertas tareas era menor o mayor para ellos, por lo tanto tendrían que ser valoradas diferencialmente. Asimismo, la evaluación es sistemática, es decir que sus criterios y procedimientos se llevan a cabo siempre de una misma forma, y no podrán cambiar de acuerdo con uno o varios estudiantes. Por último, la diferencia entre los niños y el maestro asegura que dichos criterios y procedimientos se definan desde un juicio adulto y no infantil. Así, desde la perspectiva de Parsons (1983), estas características evitan que la evaluación de un buen desempeño se deba a diferencias sensibles en los niveles de desarrollo de los estudiantes y en sus características socioeconómicas, a que algunos estudiantes trabajaron con tareas más o menos complejas que aquellas que fueron diseñadas para otros, a procedimientos y criterios de evaluación que no se aplicaron por igual a todos los estudiantes, o a un juicio no maduro.

Ahora bien, el desempeño tiene dos dimensiones según Parsons: una cognoscitiva y otra moral. En otras palabras, el buen desempeño no se consigue sólo con el aprendizaje de los conocimientos y habilidades deseadas, sino con el cumplimiento y puesta en práctica de ciertos valores y actitudes que son valorados por la escuela en su conjunto y por el profesor. Así, el estudiante con un buen desempeño no es solo quién puede resolver una prueba de matemáticas sin ningún error, sino aquel que además es disciplinado, respetuoso, puntual, etc. Es importante mencionar las dos dimensiones del desempeño, porque se puede pensar que los rasgos estructurales del salón de clases sólo aplican para la legitimación del desempeño cognoscitivo. Sin embargo, los principios contenidos en ellos se asumen también para el desempeño moral, es decir, se evalúan actitudes y valores que se conciben posibles de presentarse en la infancia, que los niños de una determinada edad y en una condición socioeconómica similar pueden desarrollar, que no variarán de acuerdo a características individuales sino que se espera un cumplimiento común, y que serán evaluados con un mismo criterio y con cierto de grado de sistematicidad. De esta forma, los rasgos estructurales del salón de clases legitiman el desempeño escolar en su conjunto como el eje diferenciador central que acontece en la escuela y a partir del cual se definen trayectorias académicas más o menos exitosas y, posteriormente, una colocación diferencial en las posiciones sociales que llevan a cabo funciones asociadas a mejores o peores recompensas.

En consecuencia y desde la postura parsoniana, la diferenciación que acontece en la escuela y las futuras desigualdades sociales producto de ésta se aceptan como justas, ya que “las jerarquías de excelencia” que produce están construidas sobre las características estructurales del salón de clase, las cuales aseguran: a) igualdad formal de oportunidades; b) imparcialidad; y c) el mérito como criterio diferenciador y distributivo (meritocracia). A continuación profundizaremos en estos tres aspectos como características propias de una visión liberal sobre la justicia, que se transfiere al ámbito escolar y legitima la evaluación del aprendizaje desde una lógica de la fabricación de jerarquías de excelencia.

2.1. Los principios liberales en la justicia que despliega la lógica de evaluación centrada en la fabricación de jerarquías de excelencia

Al hablar de una visión liberal de la justicia social podemos caer en una simplificación de la diversidad de autores que podrían ubicarse bajo esa nomenclatura. Por ello, aquí nos referiremos a dos escuelas de pensamiento que comparten algunos preceptos básicos del liberalismo mientras en otros aspectos presentan diferencias sustanciales y que, sin embargo, ambas coinciden en una concepción distributiva sobre la justicia (Campbell, 2010). Nos referimos a la corriente libertaria, principalmente reconocida en la obra de Nozick (1974) y de Hayek (1976), y a la teoría de la justicia desarrollada por John Rawls (1971, 1999, 2002). Ubicarlos dentro de lo que aquí se ha denominado una visión liberal  no equivale a decir, de ninguna manera, que el pensamiento de dichos autores se identifique en su totalidad con los principios fundamentales del liberalismo. Si bien es cierto que comparten con este último ciertas características, no lo es menos que difieren en otras{5}.

2.1.1. Igualdad formal de oportunidades

Tanto en la postura libertaria como en la obra de Rawls es posible identificar un principio central de igualdad de oportunidades. La idea fundamental es que para que una determinada forma de desigualdad entre ciudadanos sea justa, ésta debe haberse producido después de un momento de igualdad de oportunidades entre ellos y que hubiesen sido aprovechadas diferencialmente. En el caso rawlsiano, la estructura básica de la sociedad tiene que garantizar que sus miembros sean iguales entre sí, por lo menos en cuanto a una serie de libertades básicas; en el caso libertario es el Estado el que determina y se encarga de hacer cumplir una serie de reglas mínimas que aplican por igual para todos, a partir de ahí es la habilidad de los individuos en el mercado lo que generará las diferencias. A pesar de que la teoría de Rawls se centra en lo que él llama la estructura básica de la sociedad, y el pensamiento libertario pone énfasis en las diferencias que son producto del mercado económico, el principio de igualdad de oportunidades se percibe claramente en la evaluación del aprendizaje en el salón de clases, especialmente cuando ésta responde a una lógica de fabricación de jerarquías.

Al igual que Rawls, el análisis de Parsons expuesto anteriormente plantea que la estructura básica del salón de clases es la que permite que las diferencias resultantes de la evaluación del desempeño escolar aparezcan como justas, entre otras cosas porque a través de las características fundamentales de dicha estructura, el principio de igualdad de oportunidades se realiza. Los estudiantes en el salón de clases presentan una igualdad significativa en términos de edad y condición socioeconómica; a todos se les asignan tareas iguales o pruebas de evaluación estandarizadas que son evaluadas sistemáticamente. En concordancia con el pensamiento libertario, existen reglas para la realización de las tareas y pruebas que aplican a todos por igual. Así, las diferencias en los resultados de la evaluación se deben al esfuerzo que cada estudiante ha puesto en su desempeño o a los talentos que cada uno de ellos posee, pero no a que recibieron oportunidades diferentes. Por tanto, la evaluación es justa.

2.1.2. Imparcialidad

Para desarrollar su teoría de la justicia, John Rawls parte de una situación hipotética llamada “posición originaria”. En ella los miembros de una sociedad tienen que decidir los principios centrales que guiarán su vida en común. ¿Qué principios elegir y cómo elegirlos?, se pregunta Rawls. Para garantizar una elección justa para todos, el autor plantea que la posición originaria se caracteriza por un “velo de ignorancia”, es decir, nadie conoce las características particulares de aquellos que pertenecen a la sociedad en cuestión, ni siquiera las propias. De esta forma, ninguno abogaría por un principio que privilegie cierta característica (clase social, valores religiosos, preferencias políticas) porque es probable que esa persona no cuente con dicho rasgo. En esta situación ciega, Rawls plantea que los sujetos hipotéticos en cuestión llegarán a dos principios fundamentales:

“[1] Cada persona tiene el derecho a un completo y adecuado esquema de libertades básicas […] 2) Las desigualdades económicas y sociales deberán satisfacer dos condiciones: primero, deben estar apegadas a puestos y posiciones abiertas a todos; y segundo, deberán de ser para el mayor beneficio de los miembros menos favorecidos de la sociedad” (RAWLS, 2001: 43).

No es este el espacio para la discusión del contenido de los principios fundamentales incluidos en la teoría de la justicia rawlsiana, lo que nos interesa hacer notar es cómo se llega a ellos. Rawls sugiere que los participantes en la posición originaria, debido al velo de ignorancia, son obligados a abstraerse de su propia subjetividad para acercarse a una posición imparcial. Ello implica que los principios que en realidad son definidos por John Rawls –la posición originaria es una situación hipotética- tienen este carácter. Así, el filósofo estadounidense se convierte él mismo en el típico árbitro imparcial que la perspectiva liberal sobre la justicia inevitablemente reclama; el poseedor del juicio imparcial, del juicio justo. El requisito de imparcialidad pareciera coexistir con el concepto de justicia. En el caso de la perspectiva libertaria, es el Estado el que se convierte en el árbitro imparcial entre los jugadores en el mercado económico, y en el caso de la evaluación del aprendizaje en el salón de clases será el maestro. El juicio adulto del maestro encarna la imparcialidad necesaria para garantizar que las diferencias en las evaluaciones de sus estudiantes sean justas y no se deban a la empatía del docente con el punto de vista parcial de alguno de ellos. La imparcialidad implica en la evaluación que el maestro es el que realmente conoce lo que el estudiante ha aprendido y cómo lo hizo.

2.1.3. Meritocracia: El mérito como criterio diferenciador y distributivo

En el planteamiento de Talcott Parsons (1983) en el que  se establece una relación entre los rasgos estructurales del salón de clase la evaluación del desempeño y la diferenciación social), se enaltece el mérito de los estudiantes como criterio de la distribución desigual de recompensas. Este aspecto es fundamental en la perspectiva libertaria sobre la justicia. En una discusión centrada en el papel del Estado en la regulación del mercado y la libertad de los individuos, Robert Nozick (1974) rechaza cualquier visión paternalista sobre la justicia a favor de una que exalta las elecciones de los sujetos. Cualquier teoría sobre la justicia debe partir de la libertad individual de la personas. Esta libertad les permite esforzarse a fondo o aplicar sus diferentes talentos para realizar las elecciones que más les convengan y conseguir sus fines. La evaluación del aprendizaje en el salón de clases centrada en una lógica de la fabricación de excelencias se sostiene en gran medida en este planteamiento meritocrático. Si aseguramos la igualdad de oportunidades entre los estudiantes y la imparcialidad, las diferencias en la evaluación y las futuras recompensas y diferenciaciones producto de ella, sólo serán posibles debido al mérito y los talentos de los alumnos.

3. LA LÓGICA DE LA REGULACIÓN DE LOS APRENDIZAJES Y LA JUSTICIA SOCIAL DESDE UNA PERSPECTIVA CRÍTICA

En el apartado anterior se intentó mostrar cómo en la lógica de una evaluación centrada en la fabricación de excelencias subyace una visión liberal de la justicia que sirve perfectamente para una explicación estructural-funcionalista sobre la relación entre los rasgos estructurales del salón de clase, la evaluación del desempeño y la diferenciación social. Sin embargo, una evaluación que responda a la lógica de la regulación de los aprendizajes difícilmente podría sostenerse en dicha concepción de la justicia. Por el contrario, esta lógica de evaluación del aprendizaje parece mostrar un significado sobre la justicia social constituido por elementos casi completamente opuestos a los componentes que se destacaron en el apartado anterior. En primer lugar, tal como lo señala Young (1990) la igualdad de oportunidades como la plantea el liberalismo presenta dos problemas principales: 1) No reconoce la filiación de los individuos a diferentes grupos que en una sociedad dada están desigualmente ubicados antes del momento formal de la igualdad de oportunidades. 2) Ignora el desenvolvimiento histórico de las relaciones de fuerza entre grupos dentro de una sociedad. No obstante, para el caso de la evaluación del aprendizaje, además de lo anterior, una evaluación centrada en la regulación de los aprendizajes parte del principio de que los alumnos de forma individual tienen estrategias y ritmos diferenciados de aprendizaje. Por ello, una evaluación de este tipo más que sostenerse en la idea de la igualdad de oportunidades requiere un reconocimiento explícito de las diferencias, eso es precisamente lo que permite que la evaluación sirva al aprendizaje del estudiante, y por lo tanto es justa.

En segundo lugar, una evaluación del aprendizaje centrada en la lógica de la regulación de los aprendizajes descarta la imparcialidad, sobre todo encarnada en la figura del maestro y se sostiene en la convicción de que una estimación justa sobre el aprendizaje de los estudiantes requiere de la incorporación de juicios parciales a veces irreconciliables entre sí. Asimismo, necesita particularmente de la autorregulación de quien aprende.

Por último, la evaluación desde esta lógica devela el mito de la meritocracia. Mediante la articulación de una evaluación y una pedagogía diferenciadas, el esfuerzo y los talentos individuales se muestran entrelazados a situaciones de origen de los estudiantes más o menos favorecidos, lo cual tiene un impacto en los logros individuales de éstos.

Este enfoque crítico, por lo tanto, se articula bajo los siguientes preceptos: el reconocimiento explícito de las diferencias, tanto individuales como grupales; el diálogo entre visiones parciales para la construcción del juicio; y el reconocimiento de las diversas desigualdades sociales como producto de distintos procesos de carácter estructural. En las siguientes secciones se tratarán por separado cada uno de estos preceptos dentro de una lógica de la evaluación centrada en la regulación del aprendizaje.

3.1. Reconocimiento explícito de las diferencias

Iris M. Young (1989, 1990) realiza una importante crítica a lo que ella denomina el ideal de asimilación. Fundamentalmente, este ideal se caracteriza, según la autora, por su tendencia a trascender las diferencias individuales y grupales y promover, consecuentemente y como un principio básico de justicia, un tratamiento igualitario para todos. Es decir, lo que se pretende es que a partir de este trato igualitario las diferencias grupales e individuales que inevitablemente se presentan en nuestras sociedades, sean concebidas como meras cuestiones accidentales que no afectan los derechos y las oportunidades que todos gozan por igual. Igualdad, desde esta perspectiva, no significa nada más que la aplicación, a todos, de los mismos principios, reglas y criterios (Young, 1990).

Una vez realizada esta crítica, la autora propone como alternativa una política de diferenciación, la cual considera que la igualdad, entendida como la participación e inclusión de todos los grupos, requiere un tratamiento diferenciado para ciertos grupos oprimidos o en posición de desventaja. Para promover la justicia social, por lo tanto, es necesario otorgar un tratamiento especial a determinados grupos (Young, 1990). Para esta autora, el ideal de justicia social entendida como la eliminación de las diferencias entre los diferentes grupos a partir de un trato igualitario para todos es, además de irreal, indeseable. Lo que se requiere es, más bien, atender las necesidades específicas de cada grupo. Según sus propias palabras, la “igualdad, definida como la participación e inclusión de todos los grupos en las instituciones y posiciones, es a veces mejor promovida mediante un trato diferenciado” (Young, 1990: 195).

Young (1990) nos recuerda el dilema al que inevitablemente se enfrenta todo aquel que busque promover la justicia entre los grupos menos favorecidos. Las reglas y políticas formalmente neutrales que ignoran las diferencias grupales, tienden a perpetuar la desventaja de determinados grupos poco privilegiados; pero al enfocarse en las diferencias se corre el riesgo de crear o recrear estigmas que contra determinados grupos existían o pueden existir. Se teme que abandonar políticas formalmente neutrales respecto a las diferencias grupales y adoptar, en su lugar, políticas diferenciadas que favorezcan a ciertos grupos en desventaja, haga renacer el estigma que sobre estos grupos existía justificando así su exclusión. Esta situación, sin embargo, se puede evitar si se adopta una concepción de lo diferente que se oponga a aquella que lo define como lo absolutamente otro, es decir, a la concepción esencialista de la diferencia en virtud de la cual un determinado grupo fija ciertos criterios a partir de los cuales los demás grupos deben ser medidos. En una concepción relacional de la diferencia, en cambio, las diferencias entre grupos son entendidas como especificidades, variaciones, de tal manera que asegurar que existen diferencias entre ellos no equivale a decir que no tienen nada en común.

Al tratar las condiciones estructurales del salón de clases formuladas por Parsons, se mencionó que no únicamente la asignación de tareas, sino la evaluación de los alumnos dentro de la lógica de la fabricación de jerarquías, es igual para todos, pues los criterios y procedimientos de dicha evaluación no varían de un estudiante a otro. Por el contrario, se espera que la evaluación dentro de la lógica de la regulación de los aprendizajes sea un proceso altamente individualizado, por lo que se requiere un tratamiento diferenciado para los distintos alumnos tal y como el que Young propone para ciertos grupos en desventaja.

Cuando la evaluación se centra en la fabricación de jerarquías, el principio de justicia que opera es muy sencillo. En palabras de Young: “tratar a todos conforme a los mismos principios, reglas y estándares” (Young, 1990: 158). Pero si, como se mencionó al inicio de este artículo haciendo referencia a Perrenoud, ningún grupo por seleccionado que sea es completamente homogéneo en cuanto a los niveles de dominio de los alumnos, y además las condiciones sociales de estos no son idénticas, lo mismo que sus ritmos y formas de aprendizaje, la evaluación no debe ignorar estas diferencias, pues de lo contrario se puede perpetuar la posición de desventaja en la que ciertos alumnos se encuentran. Dadas estas circunstancias, más que ignorarlas es necesario enfocarse en las diferencias y tratar a los distintos alumnos según sus diferentes posiciones respecto al aprendizaje. En este contexto es necesario entender la diferencia en su concepción relacional más que esencialista. Hacerlo así podría ayudar a evitar el surgimiento de posibles estigmas contra los alumnos menos favorecidos.

Si se acepta la idea de que los alumnos difieren entre sí en no pocos aspectos, la evaluación, lejos de ser igual para todos, requiere un reconocimiento explícito de las diferencias con el fin de otorgar tratamiento especial a los distintos alumnos según sus diferentes posiciones respecto a un determinado objeto de dominio, promoviendo, según el planteamiento de Young, una situación de justicia. Si lo que se busca bajo esta lógica de evaluación es la regulación del aprendizaje de los alumnos, y esto se obtiene mediante un reconocimiento explícito de las diferencias, la evaluación diferenciada será lo más justo.

3.2. Diálogo entre visiones parciales para la construcción del juicio

De manera explícita, Young reconoce que “el ideal de imparcialidad expresa, de hecho, una imposibilidad, una ficción” (Young, 1990: 103). Este ideal es la expresión de lo que Young denomina, siguiendo a Adorno, “la lógica de la identidad”, la cual pretende, entre otras cosas, reducir las diferencias a una unidad. El objetivo del razonamiento es la búsqueda de una esencia, de una fórmula única a partir de la cual clasificar las diferentes cosas y la reducción de todo a un principio general (Young, 1990). Midiendo a todas las personas a partir de categorías o principios universales, la lógica de la identidad niega y reprime las diferencias entre individuos, reduciendo la pluralidad y heterogeneidad de éstos a una unidad. Dichos principios pueden llegar a ser formulados siempre y cuando el sujeto que así lo haga adopte un punto de vista objetivo, universal o, como lo expresa la autora, un punto de vista situado desde ninguna parte, completamente impersonal e imparcial, separado totalmente de cualquier contexto o situación particulares (Young, 1990). La adopción de tal punto de vista  es para Young imposible, pues toda perspectiva está inevitablemente situada lo cual imposibilita, consecuentemente, el carácter universal e imparcial que se pretende. Este carácter es, más bien, el resultado de una tendencia a universalizar lo particular. El punto de vista de ciertos grupos con la fuerza necesaria para posicionar su postura en una sociedad determinada y su experiencia particular aparece como un proceso neutral y universal. De esta manera, no solo las particularidades de los diferentes grupos sin esa fuerza y no identificados con estos criterios son ignoradas y silenciadas, sino que dichos grupos se encontrarán en posiciones de desventaja e inferioridad. Si se llega  a poner en duda la supuesta neutralidad de los grupos privilegiados, expresando su propia experiencia y perspectivas, se argumentará, muy probablemente, que dichas experiencias y perspectivas no son más que intereses egoístas que se alejan por completo de un ideal de imparcialidad (Young, 1990).

Para Young (1990), en cambio, situaciones más justas pueden presentarse si, en lugar de una tendencia a universalizar lo particular, se lleva a cabo un proceso democrático caracterizado por una verdadera interacción entre individuos con puntos de vista diferentes, asegurando de esta manera voz y voto a todos aquellos involucrados en y afectados por determinadas situaciones. Si el razonamiento es dialógico, es decir, si existe un diálogo entre visiones parciales como resultado de la interacción entre una pluralidad de sujetos, en lugar de monológico como lo pretende el ideal de imparcialidad, en el que se asume a un único sujeto adoptando un punto de vista imparcial, se pueden llegar a producir reglas y criterios más justos (Young, 1990).

En el caso de la evaluación del aprendizaje, los rasgos estructurales del salón de clases propuestos por Parsons (1983) aseguran, entre otras cosas, un juicio imparcial encarnado en la figura adulta del maestro que garantiza que las diferencias en los resultados de la evaluación aparezcan como justas. Desde una perspectiva crítica, sin embargo, este juicio de imparcialidad es imposible, pues como Young lo advierte claramente “nadie puede adoptar un punto de vista que sea completamente impersonal y desapasionado, completamente separado del contexto particular” (Young, 1990: 103). Si dicho juicio es imposible desde esta perspectiva crítica, los resultados de la evaluación basados en un juicio supuestamente imparcial no serán, entonces, tan justos como se puede llegar a creer. El juicio del maestro más que expresar imparcialidad, puede ser la expresión del proceso mediante el cual el punto de vista particular de los grupos privilegiados se universaliza con pretensiones de neutralidad.

El maestro, al asumir un punto de vista supuestamente neutral, realiza un juicio aparentemente objetivo, impersonal e imparcial, intentando separarse de las características particulares de los alumnos. Así, puede no tomar en cuenta las inevitables diferencias que entre ellos se presentan, tales como los niveles de dominio alcanzados por los alumnos, sus ritmos y formas de aprendizaje, sus condiciones sociales –aun cuando se trate de un grupo similar en cuanto a su localización social-, etc. No obstante, dentro de una lógica de la regulación de los aprendizajes, en la que la evaluación es un proceso altamente diferenciado, un juicio objetivo basado en supuestos principios universales imparcialmente aplicados a todos por igual, no parece ser lo más justo. Recordemos además que dentro de esta lógica el alumno tiene un papel activo en el mismo proceso de evaluación desarrollando incluso prácticas de autorregulación. Si entonces la evaluación es un proceso altamente diferenciado en el que se toman en cuenta las particularidades de los alumnos y éstos, además, participan activamente en su proceso de evaluación, más que un tratamiento idéntico a todos los alumnos de acuerdo a principios universales, imparcialmente aplicados, se requiere, para que la evaluación sea justa, un proceso en el que los alumnos expresen sus propias particularidades individuales. En otras palabras, se necesita  un diálogo entre visiones parciales para la construcción del juicio asegurando de esta manera, como Young (1990) lo propone, voz y voto a todos aquellos involucrados y afectados por una situación determinada, que para el caso de la evaluación serían los alumnos y el maestro, principalmente.

3.3. Reconocimiento de las diversas desigualdades sociales como producto de distintos procesos opresivos de carácter estructural

Uno de los principios generales propios de la concepción sobre la justicia social que aquí se ha denominado liberal y que se identifica con la lógica de la evaluación centrada en la fabricación de jerarquías, es el principio del mérito como criterio diferenciador y distributivo, o en otras palabras, el principio de la meritocracia. Si la igualdad de oportunidades y la imparcialidad del juicio están garantizadas, las diferencias en los resultados de la evaluación y las futuras diferencias como consecuencia de ésta, se podrán deber únicamente al mérito de cada uno de los alumnos y, por lo tanto, serán concebidas como justas.

Igualdad de oportunidades, en este sentido, se entiende como la situación en la cual nadie queda excluido de la competencia por las posiciones relacionadas con la mayor recompensa. Estas últimas, se cree, están disponibles para todo aquel que se esfuerce lo suficiente (Young, 1990). Una distribución de las posiciones sociales, nos dice el ideal de la meritocracia, es justa cuando nadie se encuentra en posición de ventaja o desventaja debido a realidades moralmente arbitrarias -usando las palabras de Rawls- tales como el color de piel, el sexo, la clase social dentro de la cual se nace, etc., permitiendo así que la distribución de dichas posiciones se realice estrictamente de acuerdo al esfuerzo individual de cada persona. Pero recordemos que, desde una perspectiva crítica, una situación de igualdad formal de oportunidades no elimina las diferencias sociales existentes, de tal manera que, aun garantizada esa igualdad, ciertos grupos e individuos pueden encontrarse en una posición muy poco favorable debido, precisamente, a ciertas arbitrariedades tales como el sexo, color de piel o clase social a la que se pertenece. 

Por otra parte, para que el principio de meritocracia tenga validez, debe ser posible identificar, medir, comparar y clasificar el desempeño individual a partir de criterios estrictamente neutrales (Young, 1990). Es decir, una vez que nadie queda excluido por razones arbitrarias de la competencia por las mejores posiciones es necesario, para que el ideal de meritocracia sea efectivo, medir el desempeño individual a partir de criterios imparciales aplicados por igual a todos. Esto, como en la sección anterior quedó explicado, es completamente imposible desde una perspectiva crítica de la justicia. Si además recordamos la doble dimensión del desempeño escolar que Parsons (1983) propone, según la cual un buen desempeño se consigue no sólo con el aprendizaje de los conocimientos y habilidades deseados, sino con el cumplimiento y puesta en marcha de ciertos valores y actitudes valorados por la escuela y el profesor, el juicio imparcial es absoluta y definitivamente imposible. Si el desempeño escolar se constituye, además de una dimensión cognoscitiva, por una dimensión moral, el juicio en el que se basa la evaluación de dicho desempeño en su conjunto es, por definición, un juicio parcial, no-neutral.

En contraste con el mito de la meritocracia, Young (1990) propone que las decisiones para establecer y aplicar los criterios a partir de los cuales se realiza un juicio deben tomarse democráticamente. Los proceso democráticos, como ya se ha mencionado, son una condición necesaria para la justicia social desde esta perspectiva crítica, ya que son un medio para el autodesarrollo de las personas al mismo tiempo que contribuyen a minimizar situaciones de opresión (Young, 1990). Si una evaluación centrada en la lógica de la regulación del aprendizaje implica, como aquí se ha querido demostrar, una noción sobre la justicia que se ha denominado crítica, es imprescindible que, más que negarlas, se reconozcan las diferencias individuales que inevitablemente se presentan entre los alumnos, así como la participación activa de estos en su propio proceso de evaluación.

Una evaluación será justa desde esta perspectiva si, con el objetivo de regular el aprendizaje, se convierte en un proceso altamente individualizado, que reconozca de manera explícita las diferencias que se presentan entre los diferentes alumnos y que, con la participación activa de estos, se llegue a construir un juicio basado en un diálogo entre visiones parciales.

4. CONCLUSIONES

Si bien el aprendizaje de la justicia no se reduce a lo que los estudiantes apropian en su experiencia escolar, ni mucho menos a una de las prácticas características de dicha experiencia, la evaluación del aprendizaje siendo un elemento constitutivo de la escuela y característica fundamental de la vinculación entre ésta, los sistemas educativos y otras esferas de la sociedad como los espacios laborales, representa un ámbito privilegiado y probablemente inevitable para que dicho aprendizaje suceda. En este artículo se han presentado dos lógicas de evaluación que implican a su vez dos visiones diferentes sobre la justicia social. Una evaluación centrada en la diferenciación y en la fabricación de jerarquías en la cual subyace una concepción sobre la justicia cuyos principios fundamentales son: igualdad formal de oportunidades, imparcialidad, y el mérito como criterio diferenciador y distributivo (meritocracia). En cambio, la segunda forma de evaluación, aquella centrada en la regulación de los aprendizajes, implica una noción sobre la justicia que articula los siguientes preceptos: reconocimiento explícito de las diferencias (individuales y grupales); reconocimiento de las diversas desigualdades sociales (de clase, género, raciales, étnicas, etc.) como producto de distintos procesos opresivos de carácter estructural; y el diálogo entre visiones parciales para la construcción del juicio. Considerando estas diferencias y, con base en el enfoque vivencial sobre la enseñanza-aprendizaje de los valores, es posible inferir a partir de nuestro análisis que los significados y prácticas que queramos enseñar como propios de la justicia social dependerán, en cierta medida, de cómo decidamos evaluar. Este supuesto requiere de investigaciones empíricas que lo pongan a prueba y continúen problematizando. Por lo pronto, valga nuestra contribución teórica para reflexionar sobre las posibles implicaciones en cuanto a la formación para la justicia social que tendrían nuestras prácticas escolares cotidianas, tal como es la evaluación del aprendizaje.

 

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{1} Recuperamos aquí un fragmento del título del libro de Philippe Perrenoud (2008)  La evaluación de los alumnos. De la producción de la excelencia a la regulación de los aprendizajes. Entre dos lógicas.

{2} Es importante destacar que el sociólogo ginebrino se refiere a lógicas y no a modelos, estrategias, procedimientos o instrumentos específicos de evaluación. Una de las virtudes que brinda el referirse a lógicas es que en lugar de verlas como mutuamente excluyentes, podemos conceptualizarlas como dos polos de un continuo en el que es posible ubicar prácticas de evaluación que tenderán hacia una lógica determinada. Su presentación como opuestas responde a la búsqueda de una mayor claridad analítica, sin asumir que en las escuelas se presenten de forma pura.

{3} Ver (Perrenoud, 2008)

{4} Véase Davis y Moore (2001 [1945]) para una comprensión sobre la visión funcionalista acerca de la relación entre diferenciación social, posiciones y funciones sociales, y recompensas.

{5} No es este el mejor lugar para tratar las diferencias específicas entre estos autores y la forma en la que, más o menos, difieren de los principios básicos del liberalismo. Baste por ahora con llamar la atención sobre la existencia de ellas, entre autores que aquí se han clasificado de manera conjunta bajo la visión liberal de la justicia.

 

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