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.2013 - Volumen 6, Número 2
 
     

CONVIVENCIA DEMOCRÁTICA EN LAS ESCUELAS.
APUNTES PARA UNA RECONCEPTUALIZACIÓN
 
 

Patricia Carbajal Padilla

 

INTRODUCCIÓN

El término convivencia se empleó por primera vez en la historiografía española a principios de 1900. Se utilizó para describir una “Edad de Oro” durante la Edad Media en que musulmanes, judíos y cristianos fueron capaces de establecer relaciones pacíficas, a pesar de diferencias y tensiones, durante los siete siglos en que los musulmanes gobernaron el sur de España. Años más tarde, en la década de 1990, académicos españoles y latinoamericanos en el ramo de la educación retoman este concepto para referirse a uno de los cuatro pilares de la UNESCO sobre calidad educativa para el siglo XXI: ‘Aprender a vivir juntos, aprender a vivir con los demás’ (Delors, 1998). Tomando como base este principio, el término convivencia en el contexto escolar implica comprender las diferencias, apreciar la interdependencia y la pluralidad, aprender a enfrentar los conflictos de una manera positiva y promover continuamente el entendimiento mutuo y la paz mediante la participación democrática.

Llama la atención que en la historiografía inglesa se ha mantenido la palabra convivencia en el idioma español; no así en el ámbito educativo, donde existe la tendencia a traducir este concepto como ‘coexistencia.’ Existe una diferencia importante entre los dos términos. La coexistencia puede entenderse como la relación entre personas o grupos que viven juntos o comparten un espacio determinado sin agredirse, pero sin interactuar activamente entre ellos. El vocablo convivencia, en cambio, va más allá, pues presupone que además de vivir juntas, las personas establecen interrelaciones positivas y no-violentas en los planos personal, social, económico y cultural (Gallardo, 2009; Ray, 2005). Por tanto, vale la pena mantener el término convivencia en su forma original pues se trata de un constructo teórico, el cual no aún cuenta con una traducción adecuada al inglés o a otros idiomas.

El presente artículo consta de dos partes. En la primera, a partir de una revisión bibliográfica sobre el tema, se distinguen dos tipos de enfoques sobre el concepto de convivencia: uno de carácter restringido y otro de carácter amplio, llamado convivencia democrática. En seguida, se presentan los fundamentos curriculares que se infieren de cada uno de los enfoques y, posteriormente, se analiza con más detalle el concepto de convivencia democrática. En la segunda parte se proporcionan ejemplos de algunas prácticas pedagógicas orientadas a construir una convivencia democrática en las aulas. Para ello, se recuperan principalmente a los aportes de las teorías de educación para la resolución de conflictos y a las pedagogías de equidad.

1. DOS ENFOQUES DISTINTOS SOBRE LA CONVIVENCIA ESCOLAR

El término convivencia se introdujo en el discurso educativo en España, y poco después en otros países de habla hispana, durante las dos últimas décadas para referirse a la construcción de relaciones pacíficas en las escuelas (Pascual y Yudkin, 2004; Rojas et al., 2006; Zaitegi, 2010). El aumento en la diversidad social y étnica de los estudiantes, generado por las olas de migración global y aunado a una mayor preocupación social respecto a los niveles de violencia y racismo en las escuelas, incentivaron la incorporación del concepto de convivencia al ámbito escolar, como uno de los pilares que sustentan la calidad de la educación (Esperanza, 2001; Gallardo, 2009; Touriñán, 2005). A partir de entonces, el discurso sobre la convivencia escolar se ha extendido por diversos países de América Latina, con distintos niveles de adaptación y desarrollo. Por ejemplo, mientras en Argentina, este término se introdujo durante la transición democrática en la década de 1990 con el objeto de promover la democratización de las escuelas (Levinson y Berumen, 2007), en México es considerado aun como un tema emergente (Fierro et al., en prensa).

A partir de una revisión de la literatura sobre convivencia escolar, se distinguen dos enfoques distintos sobre este concepto. A pesar de que ambos planteamientos consideran a la convivencia como pilar básico de la calidad educativa y reconocen la importancia de la participación democrática, en un análisis más detallado se observa que una perspectiva muestra un enfoque restringido, mientras que la otra presenta un enfoque amplio. El concepto restringido de la convivencia se centra básicamente en torno a la disminución de los niveles de violencia escolar, enfatizando el control de los comportamientos agresivos de los alumnos. En contraste, la segunda perspectiva de la convivencia escolar incorpora una visión mucho más amplia, integrando las relaciones democráticas (institucionales, culturales e interpersonales) y las estructuras de participación como elementos esenciales para la construcción y consolidación de la paz. Esta última perspectiva responde al concepto de convivencia democrática.

El término democracia es polisémico y controversial (Davis, 1999; Maggi, 2007). Por un lado puede representar los más altos ideales de la humanidad y, por el otro, el término puede ser interpretado como una forma de mantener los privilegios para unos pocos (Ibid). Esta situación se refleja en el contexto educativo, en donde las diversas interpretaciones de la democracia suelen estar vinculadas a identidades y prácticas locales (Levinson, 2005), que pueden ir desde la obediencia a la autoridad hasta la construcción de la justicia social (Davis, 1999). Sin embargo, la discusión en torno a las distintas concepciones de democracia tiende a girar en torno a dos factores fundamentales: la distribución del poder y la resolución de conflictos (Bickmore, 2001). En el contexto de este artículo, la democracia se entenderá como “una forma de resolución de conflictos y de convivencia justa que debe practicarse en cualquier lugar donde se produzcan intercambios sociales” (Maggi, 2007: 9).

Para diferenciar más claramente las dos perspectivas sobre la convivencia escolar, dos conceptos distintos sobre la paz son especialmente ilustrativos: ‘la paz negativa’ y ‘la paz positiva’ (Galtung, 1969). La paz negativa se caracteriza por la ausencia de violencia directa, como la guerra o el abuso físico o psicológico. En cambio, el concepto más complejo y completo de paz positiva implica no solamente contener la violencia directa sino también revertir la violencia estructural (explotación, exclusión, y distribución inequitativa del poder, los recursos y las oportunidades en la vida), así como la violencia cultural (las creencias arraigadas que justifican la violencia estructural). La paz positiva presupone, por tanto, una distribución equitativa del poder y de los recursos, atendiendo las causas de violencia directa y estructural mediante la construcción de relaciones humanas basadas en la justicia social, la equidad y la auto-realización (Galtung, 1990). Asimismo, implica eliminar los prejuicios generalizados que justifican la injusticia y la exclusión social (Ibid).

Las dos perspectivas de la convivencia escolar se pueden ubicar en un continuo que va de un concepto de paz negativa a uno de paz positiva (figura 1). La perspectiva restringida de la convivencia (paz negativa) tiene como principal plataforma pedagógica programas psicológicos y educativos diseñados para reducir y prevenir la violencia escolar mediante estrategias correctivas encaminadas a desarrollar habilidades socio-emocionales en los estudiantes, entre otros mecanismos de control (cfr. Chaux, 2009; Escuelas aprendiendo a convivir, 2010; Güemes, 2011; Ramos et al., 2007). Aún cuando estos programas reconocen la importancia de construir ambientes democráticos en la escuela, tienden a enfatizar la modificación de conductas agresivas en los estudiantes como forma de prevenir y controlar la violencia escolar. La teoría implícita en este concepto restringido de la convivencia es que aquellos estudiantes que se involucran en actos violentos padecen deficiencias que deben ser corregidas o superadas (Dahlstedt et al., 2011; Dussel, 2005). Es decir, a través de estos programas se espera que los alumnos(as) desarrollen la voluntad y capacidad para cambiarse a sí mismos y así poder cumplir con el comportamiento esperado por las autoridades escolares (Ibid).

Figura 1. Perspectivas de la convivencia escolar

Fuente: elaboración propia

Investigadores en los campos de educación para la paz y de educación para la democracia advierten que una orientación restringida de la prevención de la violencia escolar refuerza el supuesto de que los estudiantes, como individuos, son los responsables de la violencia en la escuela (Gladden, 2002; Harris, 2004; Vaandering, 2010), soslayando la forma en que las prácticas escolares e interacciones cotidianas, así como la organización escolar, la reproducen o la exacerban. Por ejemplo, la competencia intensa, la exclusión, la desvinculación y las prácticas jerárquicas autoritarias, son en sí mismas formas de violencia estructural que generan violencia directa en las escuelas (Aronson, 2001; Bush and Saltarelli, 2000; Harber y Sakade, 2009; Skiba et. al., 2002). Asimismo, este enfoque restringido corre el riesgo de reducir el papel de la convivencia al de un factor técnico asociado al aprendizaje, lo que a su vez refleja una noción limitada de la calidad de la educación, centrada en los logros académicos individuales y que deja de lado los aprendizajes sociales significativos que surgen a partir la convivencia cotidiana.

La segunda perspectiva, mucho más amplia, concibe la convivencia como un elemento clave de la paz positiva. La paz positiva no sólo evita la intensificación de los conflictos sino que aborda sus raíces estructurales, tales como la distribución inequitativa del poder y de los recursos (Galtung, 1969; Lederach, 1995), lo que implica revertir la injusticia y asegurar que todos los sujetos tengan los medios para participar en el desarrollo de su propia sociedad (UNESCO, 1998). Así planteada, la convivencia, orientada hacia un concepto positivo de la paz, se concibe como democrática; es decir, presupone la construcción de relaciones interpersonales, institucionales y culturales justas y duraderas que ofrezcan a todos y cada uno de los estudiantes un acceso equitativo a la educación de calidad.

La democratización de la calidad educativa es un paso fundamental para ofrecer a los estudiantes oportunidades de participación en términos más equitativos en sociedades caracterizadas por enormes desigualdades, como son las de América Latina (Hevia, 2009; Muñoz-Izquierdo, 2007). La calidad de la educación no sólo implica el desarrollo de conocimientos y habilidades cognitivas, sino que tal como Dewey (1966), Freire (1970) y otros académicos de la corriente crítica la han definido (Apple, 1993; Magendzo, 2003; Reimers y Villegas-Reimers, 2006), una educación de calidad incluye también el desarrollo de habilidades para una ciudadanía responsable dentro de ambientes emocionalmente enriquecedores. En este sentido, la construcción y consolidación de la paz positiva dentro y fuera de las instituciones educativas radica en la capacidad de escuelas y maestros para desarrollar una convivencia democrática, en donde los conflictos sean abordados de manera no-violenta y donde tanto el conocimiento y el poder sean compartidos, con miras a construir sociedades más equitativas.

Este enfoque amplio y sistémico de la convivencia democrática reemplaza el concepto limitado de una convivencia orientada hacia la paz negativa, para hacer énfasis en la paz positiva. En otras palabras, en lugar de concentrarse en controlar el comportamiento agresivo de los estudiantes (paz negativa), la perspectiva se amplía para incluir la transformación de las prácticas en el aula y en la escuela con el objeto de construir comunidades justas, incluyentes y democráticas (paz positiva). Desde esta perspectiva, la convivencia democrática permea todo el currículum.

1.1. Fundamentación de la convivencia democrática desde las teorías curriculares. Algunas diferencias con el enfoque restringido de la convivencia escolar

Por currículum se entiende un conjunto de saberes, habilidades, normas, pedagogías y estándares que conllevan una carga valoral, que son construidos culturalmente y situados históricamente (Eisner, 1985; Marsh y Willis, 1995; Pinar, 1988). A pesar de que existen tantas concepciones de currículum como supuestos existen sobre el papel que la educación debe desempeñar en la sociedad, en la literatura se identifican tres grandes tipos de teorías curriculares: las teorías de la eficiencia-social, con Franklin Bobbit y Ralph Tyler como representantes emblemáticos; el enfoque curricular ‘progresista’ orientado hacia las necesidades sociales y centrado en los estudiantes, donde destaca John Dewey; y la llamada perspectiva crítica de la teoría curricular, en donde Paulo Freire se erige como una de las figuras con mayor influencia (Gaztambide-Fernández y Sears, 2004; Marsh y Willis, 1995; Posner, 1988).

A su vez, los tres enfoques teóricos mencionados anteriormente abordan de manera distinta tres facetas del currículum en las escuelas: el currículum explícito, el implícito y el nulo (Eisner, 1985). El currículum explícito se refiere al contenido académico de los programas. El implícito atañe a los procesos de aprendizaje que se generan a partir de la forma en que las aulas y las escuelas están organizadas; a sus características físicas; a las relaciones de poder; a los métodos disciplinarios; así como a los valores no verbalizados inmersos en el contenido académico, en los procesos pedagógicos y en las relaciones cotidianas. Finalmente, el currículum nulo se refiere al contenido que es evadido o excluido del currículum explícito; por ejemplo, las relaciones afectivas, las cuales son consideradas como un elemento importante en la convivencia escolar, están ausente en casi todo el currículum explícito tradicional (Flinders et al., 1986).

Aunque la mayoría de la literatura que aborda el tema de la convivencia escolar no identifica claramente sus fundamentos teóricos (Fierro et al., en prensa; Rendón, 2011; Reimers y Villegas-Reimers, 2006), se observa que el concepto restringido de convivencia comparte algunas características con las teorías curriculares centradas en la eficiencia-social. Por su parte, el enfoque amplio de convivencia democrática está inserto en la teoría curricular ‘progresista’ (Marsh y Willis, 1995), en especial la noción de educación democrática de Dewey; así como en las teorías curriculares críticas, con Freire a la cabeza.

La orientación restringida de la convivencia comparte con las teorías de eficiencia-social la expectativa de que los estudiantes desarrollarán individualmente ciertos conocimientos y habilidades prestablecidos mediante un currículum explícito, homogéneo e instituido de ‘arriba hacia abajo’ (top-down). Su propósito principal es colocar eficientemente a los estudiantes dentro de las jerarquías sociales existentes, sin desafiar las relaciones de poder que sustentan el statu quo. Este concepto restringido de la convivencia tiene tres características básicas: a) un enfoque técnico sobre el currículum cuyo objetivo es provocar cambios visibles en el comportamiento de los estudiantes, tales como controlar la conducta agresiva de los alumnos(as) mediante la implementación de programas socio-emocionales que hacen énfasis en las deficiencias de los estudiantes, pasando por alto las inequidades estructurales (Dahlstedt et al., 2011); b) hacer mediciones en términos de resultados estadísticos ‘objetivos’, por ejemplo, reducción en el número de incidentes violentos o suspensiones (Vaandering, 2010); y c) incluir programas educativos de manejo de la agresión o de habilidades socio-emocionales dentro del contenido académico, sin cuestionar ni transformar la estructura del currículum explícito ni el desequilibrio en las relaciones de poder en el currículum implícito (Bickmore 2004; 2011).

Aunque se pueden identificar diferencias importantes dentro de los distintos programas orientados hacia la prevención de la violencia, la resolución de conflictos en las escuelas y los programas de aprendizaje socio-emocional (cfr. Jones, 2004: Johnson y Johnson, 2009; Johnson, 2009), se observa que en el concepto restringido de la convivencia se tiende a privilegiar un enfoque centrado en las habilidades individuales de los alumnos(as) o en los síntomas de la violencia, más que en las causas estructurales que la generan. Asimismo, este enfoque restringido incorpora las relaciones afectivas, como un contenido adicional, ‘enchufando’ (plugging in) (Pinar, 1998:210) al currículum explícito programas de habilidades socio-emocionales y de responsabilidad personal dejando intacta la estructura tradicional del currículo.

En contraste, la convivencia democrática no es un contenido adicional, sino una transformación del currículum. El concepto de convivencia democrática se nutre principalmente de dos perspectivas teóricas distintas: del currículum ‘progresista’ (Marsh y Willis, 1995), centrado en los estudiantes y en las necesidades sociales, y en las teorías curriculares críticas. Las teorías progresistas del currículum se sustentan en la premisa de que las experiencias sociales de los alumnos(as) deben ser el punto de partida para desarrollar el contenido curricular a fin de mejorar a la sociedad (Dewey, 1966). Las teorías críticas, por su parte, se enfocan en evidenciar y transformar las desigualdades sociales haciendo que los estudiantes examinen colectivamente las ideologías implícitas y las dinámicas de poder insertas en el currículum explícito y el implícito (oculto){1} (Apple, 1979, 2004; Freire, 1970). En este sentido, lo que los estudiantes aprenden a través de los contenidos académicos es tan importante como la manera en que lo aprenden. De esta forma, las relaciones afectivas dentro del aula se convierten en un elemento central tanto del currículo explícito como del implícito con el objeto de promover el desarrollo y fortalecimiento de lazos comunitarios, así como de la confianza entre alumnos(as) y docentes (Hevia, 2006).

1.2. Dewey y Freire en el concepto de convivencia democrática

La bibliografía que aborda la noción de convivencia democrática menciona recurrentemente dos conceptos medulares: la idea de Dewey (1996) de construir en las escuelas comunidades democráticas que promuevan el crecimiento humano y las habilidades ciudadanas, y el concepto de Freire (1970) de praxis como una acción de reflexión educativa que finalmente culminará en la erradicación de la opresión y en la construcción de relaciones estructurales más equitativas (Fierro, 2009; Hirmas y Eroles, 2008; Hirmas y Carranza, 2009; Luengo, 2009; Magendzo, 2003). Las teorías educativas de Dewey y Freire tienen principalmente dos aspectos en común: por una parte el fomento de la comunicación abierta a través del diálogo respetuoso, y por otra la deliberación crítica y la acción dirigidas a la transformación de los obstáculos que se interponen en la realización personal (Glass, 2000). En otras palabras, Dewey y Freire convergen en el desarrollo de una educación para la ciudadanía crítica (Shyman, 2010). A diferencia de las interpretaciones liberales e individuales de ciudadanía que suponen rasgos valorales de carácter personal y que promueven la asimilación cultural, los enfoques de ciudadanía crítica cuestionan las estructuras que producen la injusticia social (Banks, 2008; Fischman y Hass, 2012; Westheimer y Kahne, 2004).

Si bien existen importantes coincidencias entre Dewey y Freire, también hay diferencias sustanciales. Una de las más relevantes es el hecho de que el interés prioritario de Dewey estaba centrado en mejorar una sociedad que, de entrada, ya se asumía como liberal y democrática, como la de Estados Unidos (Shyman 2010). Por su parte, Freire señalaba la necesidad de transformar de raíz las relaciones de poder fuertemente autoritarias y desiguales, como las que existen en América Latina, eliminando la opresión y construyendo la democracia desde sus propios cimientos.

Una de las críticas más significativas a las teorías tanto de Dewey como de Freire es que ignoran (currículo nulo), en sus maneras de guiar el diálogo reflexivo y la acción en las escuelas públicas, la heterogeneidad y el estatus social desigual de los alumnos. El modelo de comunidad democrática de Dewey se basa principalmente en estudiantes blancos, anglófonos y de clase media (Schultz, 2001). Por otro lado, la dicotomización de Freire en opresores y oprimidos deja poco margen para analizar los desequilibrios de poder tan diversos y cambiantes que están en juego no sólo entre estudiantes, sino también entre docentes y estudiantes, los cuales están basados en jerarquías sociales, culturales, étnicas y de género (Ellsworth, 1989; Hytten y Bettez, 2011; Kumashiro, 2000).

Por tanto, si bien las teorías de Dewey y Freire han dado un sólido sustento al concepto de convivencia democrática, es necesario reconceptualizarlo con el objeto de dar cabida a la diversidad. El reconocimiento de la diversidad existente entre estudiantes, así como entre docentes, abriría nuevos horizontes para un trato más equitativo y, por tanto, para la plena construcción de una paz positiva en aulas y escuelas. Para tal propósito, se propone integrar al concepto de convivencia democrática las teorías de educación para la justicia social.

La educación para la justicia social

La educación para la justicia social se fundamenta tanto en las contribuciones teóricas de Dewey (1966) y Freire (1970) como en las nuevas pedagogías que reconocen las diferencias culturales, la fluctuación del estatus social y la intersección de múltiples identidades, tanto en estudiantes como en docentes (Aronson, 2001; Cohen, 2006; Morrison et al. 2008).

Aunque se ha definido de varias formas (Hytten y Bettez, 2011; Snauwaert, 2011), y aun se le considera como un concepto sub-teorizado (North, 2006), la educación para la justicia social puede definirse como el conjunto de pedagogías promotoras de procesos de reflexión consciente destinadas a promover la equidad en y entre grupos con distintas y múltiples identidades, así como a promover la acción social encaminada a erradicar la opresión y las causas estructurales que la sustentan (Carlisle et al., 2006).

Hay tres características principales de la educación para la justicia social, presentadas por North (2006), que están profundamente relacionadas con la convivencia democrática: 1) construir comunidades afectuosas, solidarias y seguras; 2) promover un diálogo continuo entre las distintas identidades; y 3) identificar y trastocar la cultura de poder (Delpit, 1988) que sustenta las prácticas autoritarias y excluyentes que prevalecen en las escuelas (Magendzo, 2005; Sús, 2005).

La teoría y práctica de la convivencia democrática, desde una perspectiva de educación para la justicia social, implica incorporar prácticas equitativas y participativas que contribuyan a construir y sustentar una cultura de paz positiva en el salón de clases. Por ejemplo, ciertos tipos de prácticas pedagógicas dialógicas estimulan la participación y empoderamiento de los estudiantes (Díaz-Aguado, 2002; Dull y Murrow, 2008; Magendzo, 2003; Parker, 2006). Las pedagogías de equidad promueven formas específicas de interacción cooperativa que reducen la inequidad en el estatus y aumentan la calidez humana entre estudiantes con perfiles diversos (Aronson, 2001; Cohen, 2006). Una pedagogía receptiva a las diferencias culturales también puede propiciar la construcción de relaciones positivas entre estudiante-estudiante, estudiante-maestro y estudiante-currículo (Morrison et al., 2008). De igual manera, algunas prácticas de manejo de la disciplina y de los conflictos están enfocadas a (re)construir relaciones humanas en vez de castigar (Bickmore, 2001. 2004, 2005, 2011a; McCluskey, 2008). Todos estos factores actúan de manera conjunta para generar una convivencia democrática en las aulas. En el siguiente apartado se presentan algunos ejemplos que dan cuenta de cómo se puede implementar la convivencia democrática en los salones de clase.

2. CONVIVENCIA DEMOCRÁTICA EN LAS AULAS. ALGUNOS EJEMPLOS

Existe escasa investigación empírica sobre cómo implementar la convivencia democrática en las aulas y escuelas (Caballero-Grande, 2010; Fierro et al., en prensa; Furlán, 2003; Hirmas y Carranza, 2009; Palma, 2011). Desde una perspectiva latinoamericana, son pocos los estudios sistematizados que pueden dar cuenta de este proceso, especialmente en relación a las prácticas pedagógicas en los salones de clase. Los más sobresalientes en la literatura sobre el tema son: a) el programa “Aulas en Paz” en Colombia (Chaux, 2009; Ramos et al., 2007), el cual se enfoca en construir una convivencia pacífica mediante el desarrollo de competencias ciudadanas en los estudiantes{2}; b) un estudio publicado por la UNESCO (Hirmas y Eroles, 2008), que describe los esfuerzos que tres escuelas primarias de México, Venezuela y Costa Rica han realizado para implementar una convivencia democrática sostenida dentro de sus instituciones; c) el programa ‘Abriendo Espacios: educación y cultura para la paz,’ (Gomes, 2008), el cual promueve la inclusión, la resolución de conflictos y la convivencia en miles de escuelas de Brasil, al abrir las puertas de la escuela a la comunidad los fines de semana; d) un análisis documental crítico de los reglamentos de convivencia en preparatorias de Argentina (Dussel, 2005); y e) un estudio etnográfico en aulas de nivel medio en Argentina (Sús, 2005) el cual analiza las prácticas normativas y pedagógicas en relación a la convivencia democrática.

Además de los reportes e investigaciones ante mencionados, hay una serie de estudios de caso presentados por la Red Latinoamericana de Convivencia Escolar que muestran distintas experiencias sobre escuelas que construyen contextos de aprendizaje y convivencia democrática (Fierro y Fortoul, 2011). Cada caso describe el proceso seguido para generar procesos de convivencia democrática, así como los retos que han enfrentado. Algunos de estos casos son: a) una escuela de educación media en Argentina que busca reducir la violencia y la deserción escolar a través de elevar la calidad educativa y desarrollar una convivencia democrática a través de diversas estrategias pedagógicas y curriculares (Zelmanovich, 2009); b) un análisis de la cultura democrática en nueve escuelas secundarias urbanas en México a través de las sociedades de alumnos (Dueñas, 2009); y c) dos programas en zonas indígenas de México: ‘Telesecundarias vinculadas a la comunidad’ en Puebla (Messina, 2009) y ‘Secundarias comunitarias indígenas’ en Oaxaca (Maldonado, 2009), los cuales promueven la investigación y participación activa de los estudiantes indígenas e integran los saberes comunitarios al currículo.

El limitado número de estudios que toman el aula como unidad de análisis hace evidente el vacío de información que existe sobre el enorme reto que implica traducir los principios abstractos de la convivencia democrática en prácticas concretas dentro del salón de clases. Sin embargo, tomando como referencia tanto la literatura Norteamericana como a la Latinoamericana se pueden identificar ejemplos ilustrativos de una convivencia democrática dentro de los salones de clase. Partiendo de que la distribución del poder y el manejo del conflicto son la columna vertebral de las prácticas democráticas en las escuelas (Bickmore, 2001; Maggi, 2007), en los siguientes párrafos se presentan diferentes formas en que los maestros pueden compartir el poder con sus estudiantes durante los procesos de resolución de conflictos, así como a través de la aplicación de pedagogías que promueven la equidad.

2.1. El manejo del conflicto

Las escuelas son el primer espacio social público donde los alumnos(as) interactúan cotidianamente con la diversidad humana; es decir, personas que tienen diferentes creencias religiosas, diferente género o un entorno social, económico, cultural ó étnico distinto (Parker, 2006; Reimers, 2003). Esto hace que los salones de clase y las escuelas sean sitios clave de posible confrontación en donde los estudiantes entran en contacto con conflictos sociales tales como la exclusión, la marginación (violencia estructural) o la agresión (violencia directa) (Hevia, 2009). Al mismo tiempo, estos también se convierten en espacios privilegiados donde los estudiantes pueden tener oportunidades para aprender a enfrentar estos conflictos en forma constructiva (Ibid). Dado que el conflicto está intrínsecamente “envuelto en relaciones de poder social” (Bickmore, 2001:143), construir la convivencia democrática en las aulas implica compartir el poder con los estudiantes en el proceso de resolución de conflictos.

En este contexto, el conflicto es visto como un elemento constitutivo de las relaciones humanas debido a las diferentes necesidades, intereses y valores que las personas tienen a nivel personal, intergrupal y estructural. Los conflictos, por tanto, deben resolverse o evitar que escalen empleando métodos no violentos que eliminen las causas sistémicas profundas que les dan origen (violencia estructural), como pueden ser la exclusión o el desequilibrio de poder (Lederach, 1995).

Basándose en la teoría de resolución de conflictos, Bickmore (2011a) identifica un continuo de tres metas y métodos a través de los cuales las escuelas y los maestros pueden manejar el conflicto: 1) contener la violencia (peacekeeping), 2) resolver los conflictos pacíficamente (peacemaking), y 3) construir la paz (peacebuilding). Cabe resaltar que si bien el objetivo de los tres procedimientos es el manejo de los conflictos, los métodos para lograrlo difieren entre sí. La contención de la violencia (peacekeeping) básicamente se enfoca a promover la seguridad humana a través de la vigilancia y control del comportamiento agresivo de los estudiantes; la expectativa implícita de este enfoque es que los alumnos(as) sean capaces de responder adecuadamente a los mandatos y reglas que establece la autoridad. La resolución pacífica de conflictos (peacemaking) puede también tener entre sus objetivos reducir el comportamiento agresivo de los estudiantes, sin embargo se centra principalmente en la resolución de problemas y disputas a través del desarrollo de habilidades para el entendimiento mutuo, el diálogo, la mediación, la negociación y la deliberación. Finalmente, la construcción de la paz (peacebuilding) es el proceso más comprehensivo y complejo de los tres. Subsume algunos de los procesos anteriores - busca establecer la seguridad humana y el entendimiento mutuo a través del desarrollo de habilidades para la resolución pacífica de conflictos- sin embargo, su objetivo central es identificar y transformar las causas profundas-estructurales que generan los conflictos, como son la inequidad, la exclusión, las jerarquías sociales discriminatorias o la falta de oportunidades de participación. Por tanto, la construcción de la paz implica desarrollar de manera sostenida prácticas institucionales democráticas en los salones de clase y escuelas a partir de la distribución equitativa del poder.

Siguiendo la idea de un continuo entre la paz negativa y la paz positiva, los tres procesos antes descritos: la contención de la violencia (peacekeeping), la resolución pacífica de conflictos (peacemaking) y la construcción de la paz (peacebuilding) no son procesos aislados, sino que se construyen uno sobre otro.

Dado que el la contención de la violencia (peacekeeping) parece ser la tendencia dominante en las políticas y prácticas escolares (Bickmore, 2004, 2007, 2011b), la literatura en convivencia democrática aboga por introducir, nutrir y apuntalar la resolución pacífica de conflictos y la construcción de la paz dentro de las escuelas. Aprender a manejar conflictos en forma constructiva está directamente relacionado con la convivencia democrática. Esto básicamente implica: escuchar puntos de vista diferentes; desarrollar el razonamiento persuasivo y la argumentación; y aprender a deliberar y negociar hacia la toma a acuerdos, incluyendo el proceso de toma de decisiones (Bickmore, 2008). En la democracia, las habilidades constructivas para el manejo de conflictos y los valores no-violentos conforman el comportamiento que se espera muestren los estudiantes como ciudadanos(as) presentes y futuros (Ibid). En los siguientes párrafos se presentan dos distintos tipos de programas educativos: uno se basa en la resolución pacífica de conflictos (peacemaking) y el otro en la construcción de la paz (peacebuilding). Se muestra, asimismo, las distintas maneras en las que estos programas se pueden implementar en los salones de clase.

Educación acerca de la resolución de conflictos (peacemaking) y la resolución de conflictos (peacemaking) dentro de la educación

La educación acerca de la resolución pacífica de conflictos (peacemaking) es esencialmente un proceso en el que los alumnos(as) reciben lecciones y prácticas sobre el manejo positivo de conflictos. En los salones de clase, se pueden incluir estas estrategias en las materias básicas del currículum explícito, como pueden ser Lenguaje, Historia o Educación Cívica, con el fin de facilitar el desarrollo de habilidades dialógicas constructivas respecto a los conflictos implicados en los contenidos de dichas materias. Las técnicas de educación para la resolución de conflictos pueden también enseñarse a través de lecciones o talleres independientes, como en el caso de programas para aprendizaje socio-emocional, con los que se espera que los estudiantes desarrollen el manejo de la ira, la empatía, habilidades para la comunicación de conflictos y el autocontrol; o bien a través de programas que atiendan problemas específicos, tales como el bullying (Bickmore, 2011b; Jones, 2004). Desde esta perspectiva, la educación acerca de la resolución de conflictos se enseña como contenido curricular, empleando comúnmente pedagogías centradas en el alumno(a).

La resolución de conflictos dentro de la educación tiene que ver también con el desarrollo de habilidades de comunicación y resolución de conflictos en los estudiantes. La diferencia es que, adicionalmente, los docentes comparten el poder con los alumnos(as), ya que se espera que estos últimos(as) asuman posiciones de liderazgo. Algunas iniciativas de formación que responden a esta expectativa son, por ejemplo, los programas de mediación entre pares en donde los estudiantes fungen como mediadores de conflictos reales entre sus compañeros(as). En la mayoría de estos programas, sólo algunos estudiantes que se ofrecen como voluntarios, o bien previamente seleccionados participan mediando conflictos, sin embargo existen otros programas en donde la expectativa es que todos los alumnos(as) del grupo tomen turnos para actuar como mediadores. Otro ejemplo, son los programas educativos basados en el principio de justicia restaurativa, donde el objetivo primordial no es el reforzamiento del castigo, sino como su nombre lo indica, en la restauración o el restablecimiento de las relaciones. En este proceso, los adultos comparten el poder con los estudiantes en conflicto al darles la oportunidad de expresar sus puntos de vista de manera equitativa utilizando un objeto que pasa alrededor de un círculo, el cual asigna a cada participante su turno para hablar (Bickmore y MacDonald, 2010; Vaandering, 2010).

Cuando se implementan adecuadamente, algunas prácticas de resolución de conflictos parecen tener resultados positivos, tales como mejorar el clima dentro del salón o escuela, mejorar el desempeño académico de los alumnos, o estimular el empoderamiento de los mismos (Bickmore, 2002; Jones, 2004; MacCluskey et al., 2008; Morrison, 2006). Sin embargo, cuando el propósito implícito es reducir o controlar el comportamiento agresivo de los estudiantes, estos programas lejos de ser una oportunidad para construir la convivencia democrática (paz positiva), se convierten en una herramienta disciplinaria orientada hacia la contención de la violencia (peacekeeping), reforzando así el concepto negativo de la paz y el enfoque restringido de la convivencia. Por ejemplo, como se mencionó anteriormente, los programas de aprendizaje socio-emocional pueden reafirmar la idea de que el problema principal está en los estudiantes, a quienes se considera que tienen una deficiencia social, la cual ellos mismos deben de estar dispuestos a subsanar (Dahlstedt et al., 2011; Dussel, 2005).

En este mismo sentido, aun el enfoque de justicia restaurativa puede implementarse de tal forma que en lugar de lograr el objetivo de reparar y sanar las relaciones humanas se convierta en una sanción para los estudiantes. Es decir, los alumnos pueden sentirse amenazados con tener que participar en un círculo de restauración si no mejoran su comportamiento (McCluskey et al. 2008). En estos casos, aunque el currículum explícito especifique una a una las habilidades que los estudiantes van a ejercitar a través de estos programas, el mensaje del currículum implícito podría ir en el sentido de que lo que realmente importa es someterse a las expectativas de la autoridad, reforzando así una ciudadanía pasiva (Bickmore, 2011a).

En contraste, las iniciativas de resolución de conflictos que empoderan a estudiantes con características y perfiles diversos- como puede ser el incluirlos en un dialogo constructivo al mismo tiempo que se les invita a compartir responsabilidades- no sólo puede ayudar a desarrollar las habilidades y actitudes democráticas en los estudiantes, sino también mejorar el entendimiento mutuo, a partir del cual podrán construir comunidades escolares más afectuosas, seguras y solidarias (Ibid), uno de los objetivos básicos de la convivencia democrática.

Educación acerca de la construcción de la paz (peacebuilding) y la construcción de la paz (peacebuilding) dentro de la educación

La educación acerca de la construcción de la paz (peacebuilding) está cimentada en las habilidades de comunicación constructiva para la resolución pacífica de conflictos, haciendo también énfasis en el contenido y desarrollo de habilidades para la discusión crítica sobre temas de derechos humanos y justicia social, como son el racismo, la migración, la exclusión o la homofobia. La construcción de la paz dentro de la educación, incluye estas discusiones, pero además se enfoca en el desarrollo de estructuras incluyentes y democráticas en las escuelas que conduzcan a la equidad, tanto en las relaciones interpersonales e institucionales como en los patrones de participación. Estas iniciativas incluyen pedagogías de equidad (Cohen, 2006; Morrison et al., 2008); pedagogías anti-opresión (Kumashiro et al., 2004); consejos estudiantiles capaces de tomar decisiones con respecto a reglas escolares, actividades o contenidos académicos del currículum explícito (Messina 2009); así como prácticas restauradoras que, más allá de buscar el cambio de los estudiantes a nivel individual, buscan impregnar las escuelas de una atmósfera de justicia e inclusión (McCluskey et al., 2008). Estas iniciativas que construyen la paz (peacebuilding) representan una transformación poderosa del currículo explícito e implícito, ya que aumentan las oportunidades para que los estudiantes se interesen y se involucren en acciones encaminadas a la construcción de la paz positiva y de una ciudadanía democrática (Bickmore, 2011a, 2010).

En la práctica, sin embargo, las intenciones pueden ir en una dirección y los resultados en otra. Por ejemplo, durante la transición democrática en Argentina en los años 90, el gobierno intentó incentivar la convivencia democrática en escuelas secundarias como una respuesta a la experiencia de la dictadura. El profesorado, estudiantes y padres/madres de familia se dieron a la tarea de formar consejos de convivencia para decidir democráticamente los procesos disciplinarios en cada escuela (Dussel, 2005). Quince años más tarde, sin embargo, las prácticas disciplinarias orientadas hacia la contención de la violencia (peacekeeping) siguen prevaleciendo sobre las prácticas democráticas. En vez de desarrollar estructuras de participación equitativa en las que los desacuerdos pudieran emerger (como oportunidad para un diálogo plural) y así poder ejercitar la resolución pacífica de conflictos, en los hechos han predominado los enfoques paternalistas, donde las voces de los estudiantes tienden a ser acalladas o relegadas (Ibid); situación que inhibe en los estudiantes la oportunidad del ejercicio democrático.

En contraste, las experiencias sólidas de construcción de la paz (peacebuilding) y convivencia democrática están apuntaladas sobre una plataforma basada en pedagogías de justicia social que promueven el empoderamiento individual y colectivo de los estudiantes, tanto en el currículum explícito como en el implícito. A continuación, se presentan algunas posibilidades de empoderamiento, así como algunos retos para implementar estas pedagogías en el aula. Posteriormente, se abordan algunos rasgos de las pedagogías de equidad y de pedagogías culturalmente relevantes para ejemplificar la manera en que podrían verse las prácticas de convivencia democrática en el salón de clases.

2.2. Prácticas pedagógicas que facilitan el empoderamiento de los estudiantes

Las pedagogías que ofrecen una educación de calidad a estudiantes con características y perfiles diversos, así como oportunidades de participar en términos equitativos con respecto a sus pares, no sólo son una forma de democratizar el acceso al conocimiento sino también una manera de empoderar a los estudiantes (Díaz-Aguado, 2002). El empoderamiento se relaciona de manera directa con el desarrollo de habilidades lingüísticas y de comunicación que facilitan la argumentación persuasiva, crítica e informada de los estudiantes, al mismo tiempo que les ofrecen la oportunidad de aprender a escuchar respetuosamente los puntos de vista de los otros (Magendzo, 2003). El desarrollo de estas habilidades básicas es la base para la construcción de la convivencia democrática. Sin embargo, la investigación nos muestra la escasez de estas experiencias en los salones de clase regulares, en donde prevalecen las prácticas pedagógicas verticales y tradicionales.

Posibilidades y retos

Hay diferentes formas en que los maestros pueden facilitar el intercambio de puntos de vista informados y críticos dentro de su salón de clases: la organización de discusiones sobre asuntos controversiales (Hess y Avery, 2008); la invitación a los estudiantes a participar en seminarios de discusión (para desarrollar la comprensión); la deliberación democrática (toma de decisiones) respecto a diversos temas académicos y no académicos (Parker, 2006); y la organización de discusiones controversiales colaborativas y constructivas que promuevan el desarrollo de habilidades para la toma de perspectiva (Johnson y Johnson, 2009).

Sin embargo, a pesar de que algunas habilidades de comunicación ya están incluidas en los programas del currículum explícito, es sumamente difícil encontrarlas en las prácticas de aula, donde la repetición y recitación de contenidos académicos es la regla, y la argumentación sostenida e incluyente es la excepción (Parker, 2006). Por ejemplo, en un estudio realizado en 48 aulas de ciencias sociales en escuelas preparatorias, se observó que en el 90% de los casos no hubo ninguna discusión durante las horas de clase, y en el 10% restante las discusiones duraron menos de medio minuto (Nystrand et al., 2001, citado en Parker, 2006). Esto coincide con estudios cualitativos llevados a cabo en escuelas públicas primarias y secundarias en México. Dichos estudios revelaron que sólo un pequeño porcentaje del tiempo (5% en escuelas primarias) era destinado a discusiones sobre temas académicos o morales y en donde además prevalecía la voz del maestro (Cerón et al., 2009; Fierro y Carbajal, 2005), situación que reduce significativamente las oportunidades de empoderamiento para los estudiantes.

No obstante, para los alumnos(as) que provienen de un estatus socio-económico más privilegiado las oportunidades para el diálogo y la argumentación sostenida parecen ser diferentes. Un estudio llevado a cabo por Dull y Murrow (2008) en escuelas secundarias de Estados Unidos mostró que los estudiantes con una posición socio-económica alta tenían acceso más frecuentemente a un patrón de preguntas que los autores denominaron "Cuestionamiento-Interpretativo-Sostenido”, donde los estudiantes podían compartir y defender sus argumentos. En contraste, las preguntas que predominaban entre los estudiantes de bajos recursos, así como los pertenecientes a minorías étnicas, respondían al patrón que Dull y Murrow (2008) llamaron “Cuestionamientos-para-Recopilar-Información”, en donde a los alumnos(as) se les solicitaba dar respuestas cortas y puntuales sobre algún tipo de información relacionado con los contenidos académicos. La intención de este último patrón parecía ser el preparar a los estudiantes para acreditar los exámenes estandarizados y para dar la respuesta ‘correcta’ esperada por la autoridad, más no para desarrollar una ciudadanía crítica (Ibid.). En este sentido, Bush y Saltarelli (2000) advierten que:

Las lecciones que se caracterizan por un aprendizaje memorístico y la ausencia de debate abierto, donde las reglas deben ser obedecidas sin cuestionar, minan la confianza de los estudiantes e inhiben su participación como miembros activos de su sociedad (p.21).

Una educación diferenciada en calidad, según la clase social a la que pertenecen los alumnos, es uno de los retos a vencer ya que contribuye a reproducir la violencia estructural (inequidad) en la sociedad. En contraste, las pedagogías de equidad intentan romper este círculo vicioso al ofrecer a los estudiantes igual acceso a la educación de calidad, uno de los principales propósitos de la convivencia democrática.

‘Pedagogías de equidad’: ofrecer a estudiantes de características diversas igual acceso a una educación de calidad

El objetivo de las pedagogías de equidad es poner a disposición de todos los estudiantes una educación de calidad, brindándoles soporte académico dentro de ambientes afectuosos y alentadores. Tales pedagogías buscan afirmar la identidad cultural del estudiante relacionando el currículum explícito con sus experiencias, su historia familiar y sus antecedentes culturales. También intentan desarrollar la conciencia crítica de los estudiantes, facilitando su cuestionamiento sobre la realidad y desmantelando las inequidades en los sistemas sociales (Ladson-Billings, 1995, 2012). Un punto central de las pedagogías de equidad es el que los maestros distribuyen el poder entre los estudiantes al organizar de manera justa el protagonismo de cada uno de ellos en las actividades académicas (Diaz-Aguado, 2002). Esto incluye la organización de trabajo cooperativo-inclusivo en el que los alumnos puedan valerse unos de otros como recurso de aprendizaje (Aronson, 2001; Cohen, 2006), así como la incorporación de pedagogías culturalmente relevantes que transformen el currículo homogéneo y excluyente (Morrison et al., 2008).

Existen varios ejemplos de estudios que describen la implementación de pedagogías de equidad en escuelas rurales en América Latina, donde la totalidad del modelo pedagógico está imbuido de educación cívica (Farrell, 2001). Entre ellas están el programa Escuela Nueva, originada en Colombia y donde los estudiantes de escuelas primarias han desarrollado prácticas pacíficas y democráticas en sus escuelas, aún a pesar de estar localizadas en municipios con altos índices de criminalidad (Forero-Pineda et al., 2006); Nueva Escuela Unitaria en Guatemala, que se basa en el proyecto Escuela Nueva (Kline, 2000); y tres proyectos en secundarias rurales en México. Uno de ellos está localizado en la región indígena rural de Tepexoxuca en Puebla, el cual involucra 14 telesecundarias (Messina, 2009). Otro en San Andrés Solaga, Oaxaca, que incluye 5 secundarias comunitarias. La tercera es el proyecto ‘Comunidades de Aprendizaje’ que se ha expandido a 6,000 telesecundarias a lo largo del país (Rincón-Gallardo y Elmore, 2012). A pesar de que estos últimos estudios no presentan observaciones sistemáticas en aulas, describen actividades pedagógicas que dan información sobre cómo sería la convivencia democrática implementada en los salones de clase.

En estos proyectos, los maestros comparten el poder con los estudiantes al asumir el rol de co-aprendices y al discutir conjuntamente el currículum, ya sea para seleccionar o incluir en el currículo oficial los temas culturales relevantes para cada comunidad (Messina, 2009; Rincón-Gallardo y Elmore, 2012); o bien para definir los contenidos de todo el currículum desde el inicio, integrando al proceso educativo los saberes culturales comunitarios (Maldonado, 2009). Tanto en Tepexoxuca, Puebla, como en San Andrés Solaga, Oaxaca, los estudiantes trabajan a través de equipos de investigación y pedagogías para la solución de problemas. En el proyecto de ‘Comunidades de Aprendizaje’, los estudiantes y maestros se convierten en tutores al seleccionar especializarse en temas académicos específicos, y trabajar en pares o equipos pequeños enseñando y aprendiendo unos de otros.

De acuerdo con Maldonado (2009), los estudiantes indígenas de Oaxaca han obtenido resultados académicos satisfactorios y han logrado varios reconocimientos en distintas ocasiones. Messina (2009) y Rincón-Gallardo y Elmore (2012), por su parte, mencionan que al comparar a sus alumnos(as) con otros estudiantes de escuelas secundarias similares no incluidas en estos proyectos, los primeros han logrado mejores resultados académicos y han mejorado notablemente su capacidad de argumentación en comparación con estudiantes de otras telesecundarias o con alumnos(as) de nuevo ingreso.

Estos proyectos educativos han empoderado a los estudiantes al incluir dos elementos básicos de las pedagogías de equidad, que además son aspectos clave para la convivencia democrática: compartir la experiencia, los conocimientos y habilidades (expertise) de cada estudiante, así como facilitar el desarrollo la conciencia crítica. Puesto que los estudiantes con alto estatus académico tienden a participar más y a tener mejores logros que aquellos con bajo estatus (Cohen, 2006), se requiere de una planeación pedagógica que confronte directamente esta desigualdad. Animar a los estudiantes a compartir sus habilidades respecto a conocimientos académicos no sólo apoya el desarrollo de un estatus más balanceado entre ellos mismos, sino que también genera oportunidades para conocerse mejor y para construir relaciones sanas y amigables (Aronson, 2001). En forma similar, las pedagogías basadas en la solución de problemas, acompañadas de la invitación a los estudiantes a deliberar sobre el contenido curricular, no sólo implica la oportunidad de integrar contenidos culturalmente relevantes al currículo, sino que además les ofrece a los alumnos(as) la posibilidad de desarrollar habilidades de argumentación crítica, así como una mayor conciencia sobre conflictos socio-políticos (Benítez, 2011; Bickmore, 2008, Carneiro, 2006; Magendzo, 2003, 2005; Vargas y Flecha, 2000).

La evidencia presentada en los proyectos de telesecundarias rurales y secundarias comunitarias, anteriormente mencionados, apunta a que algunas de estas escuelas han tenido éxito en crear mayores oportunidades para que sus estudiantes desarrollen una convivencia democrática, en comparación con las escuelas secundarias urbanas típicas que siguen un currículo estandarizado y rígido. Una posible explicación es que las telesecundarias rurales y secundarias comunitarias con frecuencia constituyen ambientes menos complejos y tienden a tener una población de estudiantes más homogénea que la de las grandes escuelas públicas urbanas.

Al mismo tiempo, resulta interesante que estos proyectos, al parecer, desafían algunas críticas provenientes de la corriente teórica de educación para la justicia social. Por ejemplo, estas teorías cuestionan la posibilidad real de establecer un diálogo crítico entre estudiantes, ya que al depender fuertemente del racionalismo pueden marginar a estudiantes no-europeos; de igual manera plantean que se corre el riesgo de crear la falsa impresión de estar compartiendo el poder mientras que la relación vertical y autoritaria entre maestros y estudiantes permanece intacta (Ellsworth, 1989). Estas experiencias educativas parecen contradecir estos señalamientos. Sin embargo, otras críticas pueden ser relevantes para estos casos; por ejemplo que el desequilibrio de poder entre estudiantes, en especial el relacionado a la inequidad de género, sea ignorado; y que se dé por sentado que la conciencia crítica invariablemente conducirá a la transformación social, lo que puede no ser necesariamente el caso (Kumashiro, 2000).

3. REFLEXIONES FINALES

Este artículo propone reconceptualizar el campo emergente de la convivencia democrática en el ámbito escolar desde las teorías de educación para la justicia social. Al inicio, se identifica un enfoque restringido de la convivencia escolar, y uno más amplio, al cual se ha denominado convivencia democrática. El enfoque restringido de la convivencia comparte características con las teorías curriculares de eficiencia-social, en el sentido de que básicamente se enfoca al desarrollo de las habilidades individuales de los alumno(as) y ofrece pocas oportunidades a los estudiantes para compartir equitativamente el poder. Esta perspectiva tiende a hacer énfasis en la contención de la violencia en las escuelas (peacekeeping) a través del control de los comportamientos agresivos de los alumnos(as) (paz negativa), así como a reforzar el statu quo al no confrontar la violencia estructural. El enfoque amplio de la convivencia, la convivencia democrática, se nutre sobre todo de dos teorías curriculares: un enfoque curricular progresista orientado hacia las necesidades sociales y centrado en los estudiantes (John Dewey), y de las llamadas teorías críticas (Paulo Freire). Se plantea que la convivencia democrática necesita reconceptualizarse desde una perspectiva de educación para la justicia social con el fin de reconocer e incluir de manera más integral la diversidad de los estudiantes. En este sentido, la convivencia democrática se enmarca bajo el concepto de paz positiva, en el cual la distribución equitativa del poder se considera como un elemento esencial para erradicar la violencia estructural y cultural. La convivencia democrática, así planteada, se convierte en el currículum explícito e implícito a desarrollar en las escuelas a través de pedagogías que promuevan la resolución pacífica de los conflictos (peacemaking), la equidad, así como pedagogías culturalmente relevantes que ofrezcan alternativas sostenidas para construir y construir la paz (peacebuilding). La distribución equitativa del poder ofrece a los estudiantes más oportunidades para un acceso equitativo a la educación de calidad y para ejercitar la ciudadanía activa en las escuelas y más allá de ellas.

NB: Un agradecimiento especial a Kathy Bickmore por sus valiosos comentarios en la elaboración original del texto en inglés. Lo aquí expuesto es responsabilidad de la autora.

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{1} Las teorías críticas frecuentemente utilizan el término ‘currículum oculto’ (Apple 1979/2004 obtenido de Jackson 1968). Aunque los conceptos ‘implícito’ y ‘currículo oculto’ se utilizan a veces en forma indistinta, Eisner (1985) prefiere el término ‘implícito’ argumentando que “lo que las escuelas enseñan no está simplemente en función de intenciones encubiertas, sino que es mayormente involuntario” (p.93).

{2} Este proyecto es de los más sistematizados. Sin embargo, a pesar de tener un importante componente curricular, los reportes tienden a centrarse en el cambio de comportamientos agresivos a comportamientos pro-sociales en estudiantes. Por ahora, en la práctica este programa, como se ha mencionado con anterioridad, responde más a un enfoque restringido de la convivencia.

 

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