El contenido de esta página requiere una versión más reciente de Adobe Flash Player.

Obtener Adobe Flash Player

El contenido de esta página requiere una versión más reciente de Adobe Flash Player.

Obtener Adobe Flash Player

RIEJS
JUSTICIA SOCIAL Y EQUIDAD ESCOLAR. UNA REVISIÓN ACTUAL

Introducción: planteamiento del problema

Los directores de RIEJS me han propuesto, para este  primer número, hacer una relectura actualizada y reelaboración de un trabajo mío anterior (Bolívar, 2005) sobre equidad y teorías de la justicia, que ha tenido una cierta repercusión. Mis lecturas y formación desde entonces, lógicamente, se han ampliado pero, sobre todo, el territorio de la equidad y justicia escolar se ha complejizado, presentando más caras y contornos que las cuestiones distributivas. Se ha roto el mapa de la modernidad sobre el tema y, ante la nueva narrativa de lo social, resulta ahora –por tanto– más complicado formar el rompecabezas para dibujar una figura coherente. No obstante, no renuncio a presentar lo que estimo puedan ser grandes líneas que posibiliten orientarse en un universo con múltiples justificaciones.

El ideal de lograr una “igualdad de oportunidades” (égalité des chances), progresivamente se ha visto, desde la Sociología de la Educación, gravemente desestabilizado, cuando no abandonado como un sueño ilustrado. Si la escuela en la modernidad fue la institución principal para lograr la igualdad de oportunidades a través del mérito y esfuerzo de los individuos, lejos de cualquier condicionamiento social, actualmente hemos dejado de creer en dicho dispositivo. Diversos factores han obligado a resituar de modo más complejo la justicia referida al ámbito escolar: la desilusión ante las promesas incumplidas de la escolarización masiva, el persistente fracaso escolar en modelos comprehensivos, nuevas formas de exclusión social, las insuficiencias de las prácticas compensatorias, las demandas de reconocimiento de las identidades y las diferencias, la individualización, etc. Hay diferentes gramáticas de la justicia escolar, que tienen muchas caras o esferas y, aunque fuera deseable, no es posible una concepción unitaria que abarque (y explique) todas las dimensiones. Esto nos ha llevado a visibilizar otras dimensiones de la injusticia: además de la económica, que exige una redistribución; cultural, que requiere un reconocimiento; y política, que precisa de representación (Fraser y Honneth, 2005). Lo justo ya no puede seguir identificándose con un universalismo homogeneizador, pues exige ser compensado con el reconocimiento de  contextos y culturas. Derivado de las nuevas sensibilidades se están proponiendo  nuevas perspectivas de la igualdad,  como la igualdad afectiva (Lynch, Baker y Lyons, 2009), referida a esa dimensión de las relaciones afectivas de amor, cuidado y solidaridad, frecuentemente abandonadas o silenciadas (“Fiat iustitia et pereat mundus”) por las teorías de la igualdad.  Justamente, pienso, una de las tareas que se propone la nueva RIEJS es recoger estas diversas dimensiones referidas a la justicia social en el ámbito educativo.

Plantearse la equidad en educación desde el punto de vista de la justicia social requiere entrar en las argumentaciones más relevantes de la filosofía moral y política que, aunque diversas y plurales y con mayor apoyo y legitimidad unas que otras, puedan servir de base para evaluar su equidad o inequidad. No obstante, si bien todas las teorías coinciden en la igualdad, el asunto en que divergen es equality of what?, según la conocida formulación de Sen (1995); o –en otros términos– qué deba entrar o no, porque se considere relevante, en la “igualdad de oportunidades” educativas. Aún cuando existen discursos en esta línea (Meuret, 1999; Derouet y Derouet-Besson, 2009), en los trabajos habituales sobre política educativa o sobre el fracaso escolar se suele dar por sobreentendida las teorías de la justicia social (cuando no es algo obvio ni unificado), en otras ocasiones se analizan prácticas concretas, sin remitir a tales cuestiones.

Voy a abordar el asunto, complejo y sinuoso, de las teorías de la justicia social y equidad educativa desde diferentes ángulos, que espero se complementen para dar una visión más completa. En primer lugar, desde una visión panorámica, a modo de introducción, abordo el tema desde las políticas de igualdad en educación. En segundo, como también han visto Murillo y Hernández (2011), conviven en la actualidad varias grandes concepciones de justicia social. En las teorías de la equidad en educación me centro en el planteamiento (moderno) de John Rawls tanto por haber sido la teoría más relevante en los últimos treinta años como, sobre todo, por las implicaciones que tiene para la igualdad de oportunidades e inclusión educativa. De modo paralelo (y alternativo) se analiza la justicia escolar desde la perspectiva de las capacidades (capabilities approach) de Amartya Sen. Por último, junto a las políticas de la justicia redistributiva, ha surgido con fuerza la perspectiva del reconocimiento. En un tercer bloque, desde una perspectiva interna a la propia escolaridad, se aborda cómo se plantea y se vive la justicia en las prácticas educativas, centrándome en la tensión entre igualdad de oportunidades y mérito. La igualdad de oportunidades es un sueño o una ficción, aunque como tal necesaria, por lo que supone de aspiración a la equidad; por otra, la idea de justicia se vincula con la necesidad de redistribución de los recursos, dando sustantivamente más a los que menos tienen. Se formula un análisis crítico de las políticas desarrolladas en tal sentido. Por último, como una vía actual de salida, se aboga por asegurar a todos los alumnos los aprendizajes fundamentales, aún cuando se reseñen algunos de los dilemas que presenta.  

1. La justicia social como igualdad y equidad

Justicia, igualdad y equidad, a menudo empleados indistintamente, conceptualmente se enmarcan en la actualidad de paradigmas diferenciados. Si desde el paradigma de la igualdad todos los individuos deben siempre recibir el mismo tratamiento; desde el marco de la equidad los individuos son diferentes entre sí y merecen, por lo tanto, un tratamiento diferenciado que elimine o reduzca la desigualdad de partida. La contraposición es manifiesta cuando, desde el marco de la equidad, el tratamiento desigual es justo siempre que pueda beneficiar a los individuos más desfavorecidos. La universalización está vinculada al paradigma de la igualdad: todas las personas son iguales ante la ley, mereciendo los mismos derechos y recursos. Sin embargo, como destacan Medeiros y Diniz (2008), actuar con equidad, de modo simplificado, supone revertir desigualdades injustas de modo focalizado y diferenciado en los casos que se presentan y tratar igualmente a todos cuando no hubiera desigualdades. Muchas teorías de justicia distributiva adoptan elementos del paradigma de la equidad en su formulación. Así, la conocida regla de Marx “de cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades”; o, como vamos a ver posteriormente, el “principio de la diferencia” de Rawls se basan en la idea de que individuos desiguales deben ser tratados de modo desigual para que dicha desigualdad sea reducida. En el ámbito educativo, como se comentará, la igualdad de oportunidades es expresión del primero, determinadas propuestas compensatorias lo son de la equidad. Sin embargo, en la práctica y desde las teorías de la justicia, como se verá, el asunto no es simple, como si se pudiera contraponer de modo general uno a otro. Se puede defender, como hace Rawls, una igualdad en la distribución de algunos bienes primarios y equidad en la distribución de otros, aplicándose uno y otro a esferas o conjuntos de bienes distintos.

La igualdad, entendida de modo simple, como “entre todos en todo”, sería la igualdad formal reconocida en Derechos y constituciones, pero difícil de defender de manera sensata (salvo utopías, o frente a situaciones de radical desigualdad) que la igualdad sea en todo. La igualdad en el tratamiento se basa en la regla simple de distribuirse fracciones iguales de recursos a todas las personas, por lo que hay poco a explorar sobre sus mecanismos de funcionamiento.  El debate más interesante, como ha destacado Norberto Bobbio (1993), es cuando se especifica ¿entre quiénes? y ¿en qué? Justamente la cuestión ¿igualdad, en qué? ha dividido las respuestas: igualdad de todos en la libertad (Liberalismo), igualdad entre todos en los bienes primarios básicos (Rawls), en las capacidades (Amartya Sen), en los recursos (Dworkin), en la satisfacción de necesidades (Singer). Aquello que se pretende distribuir es lo que deba ser objeto de un tratamiento equitativo.

Por su parte, el discurso de la equidad ha emergido con fuerza, a partir de la obra de Rawls (1979), como una noción más compleja que trata de superar que una igualdad estricta (a todos según su mérito, al margen de la situación de partida) sea justificable. En efecto, evocar la “equidad” y no la igualdad supone que determinadas desigualdades, además de inevitables, deben ser tenidas en cuenta, pues –como dice Sen (1995:13)– “el hecho de considerar a todos por igual puede resultar en que se dé un trato desigual a aquellos que se encuentran en una posición desfavorable”, por lo que es preciso ir más allá de la igualdad formal. La equidad es, pues, sensible a las diferencias de los seres humanos; la igualdad se refiere a iguales oportunidades a un nivel formal. Así, la igualdad formal de acceso a la educación, equitativamente, debe ser compensada para garantizar una igualdad de oportunidades, apoyando con mayores recursos a los grupos en desventaja. Se trata de modo “desigual” para restablecer la equidad. Una justicia social en educación debe tender a la equidad (repartir los medios para favorecer a los desfavorecidos), no a la distribución igualitaria de recursos entre todos los alumnos. En suma, la equidad en educación gira la cuestión de la justicia educativa a cómo resuelve la situación de los peor situados, en una redistribución proporcional a las necesidades. Por lo demás, en sentido general, la justicia como equidad es un sistema social basado en criterios que todos puedan aceptar desde una posición de igualdad.

Determinados servicios públicos, como el acceso a la educación, han de ser asegurados indiscriminadamente. En otros, sin embargo, se ha de actuar de modo focalizado según necesidades o grupos. No deja de estar sujeto a discusión su implementación: por ejemplo, si los libros de texto u ordenadores portátiles han de ser distribuidos a todos, sin discriminación. También la respuesta, en ocasiones, depende de factores de desarrollo económico, como los recursos disponibles para su distribución. Por eso, la distribución entre necesidades y recursos es compleja y los principios de igualdad y equidad no debieran mantenerse como absolutos, pudiendo alterarse según los procesos en juego a lo largo del tiempo. Pero cuanto mayor es la escasez y  la desigualdad entre las personas, más importante es la aplicación de criterios de justicia social de los recursos públicos. El derecho a la educación está vinculado, como universalización, al paradigma de la igualdad; por su parte, asegurar el éxito educativo para todos se asocia al paradigma de la equidad.  La discusión, en cualquier caso, está en cómo entender la “igualdad de oportunidades”, desde la insuficiencia de la igualdad formal a las exigencias de la equidad. 

1.1. La igualdad en las políticas educativas

No hay, como es obvio, un único modo de entender la justicia social y educativa, incluso unos pueden estar en contradicción con otros, si no en el orden de los principios sí en el de las prácticas y políticas escolares. A su vez, una teoría de la justicia (tipo Rawls) tiene diversas maneras de implementarse. Podemos distinguir diversos principios de igualdad en materia de educación, a partir del objeto prioritario así como de los principios, supuestos y medios que proponen. Cada una conforma una política de reducir las desigualdades en educación. La Tabla 1, inspirada en Meuret (1999) y Demeuse y Baye (2008), recoge cuatro grandes tipos de entender y centrar la igualdad.

Tabla 1
Políticas de igualdad en educación

Tipo igualdad

Objeto

Supuesto

Principio

Estrategias

A
Igualdad de oportunidades

Carrera escolar

Capacidades  naturales y condicionantes sociales

Igualdad de acceso y reglas de juego iguales para todos

Suprimir factores que impiden la igualdad de acceso y compensar

B
Igualdad de enseñanza

Calidad de la enseñanza

Capacidad de todos para alcanzar los aprendizajes fundamentales

Calidad de la enseñanza similar, con apoyo adicional.

Escuela comprehensiva y currículum común en la etapa obligatoria.

C
Igualdad de conocimiento y éxito escolar

Conocimiento y competencias

Potencial de aprendizaje extensible y modificable.

Todos pueden alcanzar las competencias básicas

Educación compensatoria. Discriminación positiva, evaluación formativa.

D
Igualdad de resultados (individual y social)

Efectos de la educación

Características individuales de motivación y cultura diferentes

Diferencias de aprovechamiento, pero sin norma única de  excelencia.

Adaptación curricular y educación especial.

Nota. Elaboración Propia

Las políticas educativas pueden, de hecho, pretender reducir las desigualdades en educación, centrándose en diversos objetos, de alcance más corto o largo. A su vez, como muestra la Tabla 1, la igualdad no puede predicarse en abstracto, sin concretar aquello (acceso, currículo, resultados) de lo que se predica. Pretender un tipo de igualdad puede suponer aceptar otras desigualdades. Así, desde una concepción republicana (francesa) de la “igualdad de oportunidades” se acepta que los más dotados puedan alcanzar puestos más altos en la carrera escolar, al tiempo que se oponen a cualquier selección que no esté ligada al mérito. Comentaré, a continuación, cada una.

A. Igualdad de oportunidades

Para tener oportunidades hay que acceder. El primer tipo de igualdad es la de acceso. Conseguida en los países desarrollados, al menos para el nivel obligatorio, persisten desigualdades de acceso de diverso tipo en cada país (Duru-Bellat, Teese y Lamb, 2007).  En América Latina, si bien se ha generalizado el acceso a la escuela primaria, persisten graves desigualdades en el acceso al nivel Medio, como muestra el atlas elaborado por Siteal (2010).

Uno de los análisis que ha tenido mayor eco proviene de John Roemer (1998a) quien establece dos enfoques de la igualdad de oportunidades: a) como “nivelar el campo de juego”, lo que exige hacer lo que posible, mediante acciones y recursos compensadores, para que todos estén inicialmente en las mismas condiciones; y b) como no discriminación de ninguna persona por sus condiciones personales. Si este segundo es obvio, dado que sería inmoral una discriminación de este tipo; el primero –como política de igualdad de oportunidades– merece ser objeto de discusión. Se deben compensar todas las circunstancias de las que no es responsable la persona (por ejemplo, origen familiar), pero que afectan a sus posibilidades; no así aquellas, defiende Roemer (1998b), de las que es responsable (por ejemplo, el esfuerzo). Así, se deberían asignar los recursos:

de modo que los resultados que  una persona obtenga se correspondan solamente con su  esfuerzo y no sus circunstancias. [...] La política que  propongo es aquella que ofrezca resultados tan iguales como sea posible entre aquellos individuos de distintos tipos situados en un mismo centil de sus respectivas distribuciones de esfuerzos (Roemer, 1998b:77).

Si bien premiar el esfuerzo voluntario puede ser un modo para salvar los condicionamientos externos, evitando que éstos contribuyan a la exclusión, responde a una igualdad de oportunidades meritocrática en unos casos, liberal en otros. Únicamente el esfuerzo personal y voluntario, fruto de la libre elección, justificaría la desigualdad de resultados. El problema de esta conceptualización es que el propio esfuerzo no es independiente de otros condicionamientos sociales, por lo que resulta imposible nivelar el terreno de juego. Es, pues, una igualdad formal, entendida como una “carrera abierta a todos los talentos”. En su lugar Rawls (1979), como veremos posteriormente, defiende una “igualdad equitativa de oportunidades”, donde el talento no debe ser tenido en cuenta. Van Parijs (1993), comentando de modo acertado a Rawls dice:

La igualdad equitativa de oportunidades, por su parte, no se reduce a la posibilidad puramente formal para cualquiera de acceder a cualquier función en la sociedad. Exige que el origen social no afecte en nada las posibilidades de acceso a las diferentes funciones y requiere, pues, la existencia de instituciones que impidan una concentración excesiva de riquezas y que, a talentos y capacidades iguales, aseguren a los individuos surgidos de todos los grupos sociales las mismas oportunidades de acceso a los diferentes niveles de educación (Van Parijs, 1993: 73).

Si bien, desde Roemer, todo alumno podría entrar en las carreras más prestigiosas, a condición de que sus resultados, fruto de su esfuerzo, se lo permitan; desde Rawls esto no satisfaría los principios de una justicia, dado que no todos los individuos estarían en una situación similar, lo que requiere políticas compensatorias. La lógica escolar, por su propio funcionamiento hace que emerjan nuevas desigualdades. De hecho, a medida que se eleva el nivel de escolarización de la población, las diferencias entre grupos sociales no se han reducido. Esto conduciría a cuestionar los valores mismos en que se asienta la lógica del funcionamiento escolar. Como dice en su estudio Marie Duru-Bellat (2002:29): “Los sociólogos deberían admitir que la igualdad de oportunidades, que constituye una de las bases de su ética y sus rutinas profesionales, no es más que una de las formas de la justicia, que merece ser discutida, tanto como la noción paralela de mérito”. Posteriormente establecemos una amplia discusión siguiendo el trabajo de Dubet (2011).

B. Igualdad de enseñanza

Por su parte, la igualdad de enseñanza se refiere a proporcionar una calidad de enseñanza equivalente a todos los alumnos, que un modelo comprehensivo puede garantizar mediante no sólo un currículum común sino también en unos centros y profesorado formalmente equivalentes. Cabe entender la enseñanza como la interacción de profesores, estudiantes (incluidos estos entre sí) y contenido, en un determinado entorno. Pretender una calidad de enseñanza con pretensiones de igualdad implica cuidar estos cuatro elementos para que pueda darse una interacción productiva y en condiciones formalmente equitativas.

Es obvio que lo que los alumnos aprenden es resultado de lo que sucede en las aulas, y esto depende principalmente de la acción docente del profesorado. Por eso, un sistema educativo, que pretenda luchar por una equidad, debe cuidar en extremo la calidad de sus docentes. Una calidad para todos supone garantizar una buena educación a todo el alumnado, lejos de cualquier forma de exclusión social y personal; de otra parte, un currículum y experiencias de enseñanza valiosas culturalmente (Escudero, González y Martínez, 2009). Como sabemos por la teoría de la mejora escolar, si el núcleo son “buenos aprendizajes” para todo el alumnado, esto supone, en un primer nivel, contar con estrategias de enseñanza, contenidos del currículum y el desarrollo de las necesidades de aprendizaje de los alumnos; en uno segundo con buenas escuelas con un conjunto de procesos y, en último, con un marco de política educativa que lo potencie. Antes de entrar en una discriminación positiva es preciso cuidar que la oferta formativa (en centros escolares, medios y profesorado) sea idéntica para todos. Al respecto, entre otros, Hanushek (2002) ha establecido diferencias sustanciales en los aprendizajes del alumnado entre tener un mal docente y uno muy bueno. Por su parte, toda la tradición de eficacia escolar ha demostrado en qué medida el “centro escolar marca una diferencia”.

C. Igualdad de conocimiento y éxito escolar

Cualesquiera que sea el origen (biológico o natural), practicar la indiferencia a las diferencias, que decía Bourdieu, reforzaría dichas desigualdades. Las desigualdades iniciales ante la cultura se transforman, comenta Perrenoud (2003:106), “en desigualdades de logro escolar y, más tarde, las desigualdades de capital escolar ya acumuladas en nuevas desigualdades de aprendizaje, lo que tiende a aumentar las diferencias. Esto contribuye a la fabricación del fracaso escolar y de jerarquías de excelencia”.  Por eso mismo, como dicen Dubet y Duru-Bellat (2004:111), introducir el “principio de diferencia”, dirigido a los alumnos más débiles, “constituye –sin duda– la figura de justicia más capaz de contrarrestar la `crueldad´ del modelo meritocrático de igualdad de oportunidades”.

Se impone, pues, una justicia distributiva, que tenga en cuenta dichas desigualdades reales para compensar todo lo que escapa a la responsabilidad individual. Es el principio de discriminación positiva. Se han adoptado distintas políticas de educación compensatoria de “dar más a los que menos tienen”. Si bien hay que adoptar paralelamente medidas sociales en el medio familiar, también sabemos que hay formas didácticas y curriculares para aminorar la distancia y compensar: optimizar el tiempo escolar, estudios dirigidos, estabilidad y calidad de los equipos educativos, etc. Al fin y al cabo hay ejemplos de buenas prácticas educativas y buenos centros.

No obstante, al menos presentan tres limitaciones (Dubet y Duru-Bellat, 2004; Dubet, 2011) estos dispositivos, como enseña la experiencia, siempre tienen una influencia limitada y no consiguen alterar de modo sensible el juego de la producción de desigualdades escolares. b) la justicia distributiva encuentra siempre fuertes resistencias por parte de los defensores del modelo meritocrático para asegurar eficazmente la reproducción de sus ventajas competitivas. c) los grupos sociales peor posicionados, que serían los que debieran defender esta orientación, no suelen estar capacitados para hacer oír su voz y defender las políticas compensatorias.

D. Igualdad de resultados (escolares y social)

Las desigualdades escolares dan lugar, también, a nuevas desigualdades escolares. Dubet y Duru-Bellat (2004) plantean que, si bien se ha investigado hasta la saciedad sobre cómo las desigualdades sociales influyen y condicionan los resultados escolares, no ha sido así sobre cómo las desigualdades escolares tienen efectos sociales, siendo una manifestación o laboratorio de la justicia de una sociedad. De hecho, una medida del llamado “fracaso escolar” son las consecuencias escolares, sociales y laborales que tiene para los alumnos que no están habilitados por no haber tenido la preparación adecuada.

Farrell (1997, 1999) distingue entre igualdad de resultados (output) y beneficios de dichos resultados (outcome). Los resultados son igualitarios cuando todo alumno, cualquiera sea su origen social, tiene la probabilidad de aprendizaje las mismas cosas en un nivel determinado. Por su parte, la “igualdad de consecuencias educativas” se refiere a que los alumnos con similares resultados educativos tengan las mismas oportunidades sociales de acceder al mercado de trabajo o a otras posiciones sociales, viviendo similares vidas como resultado de su escolarización.

La teoría de las “esferas de justicia” de Walzer (1993) habla de la necesidad de independencia entre esferas. Si bien las injusticias en el interior de cada ámbito han de ser combatidas, nuevas injusticias surgen cuando las desigualdades producidas en una esfera implican desigualdades en otra. Desde esta perspectiva un sistema justo es el que asegura una cierta independencia entre esferas. En este sentido el sistema escolar está lejos de funcionar como un universo autónomo, puesto que, además de las esferas del poder o situación económica en los destinos escolares, hay una articulación entre escuela y destino social.

1.2. Ideologías políticas e igualdad de oportunidades

Las concepciones de igualdad de oportunidades y las políticas educativas están asociadas a diferentes tradiciones de pensamiento político. Así, cómo llegue a implementarse la igualdad es dependiente de cada política educativa, congruente –a su vez– con una ideología y con una determinada teoría de la justicia. Que todos tengan las mismas oportunidades depende de qué características de los individuos (talento, esfuerzo, mérito, riqueza, etc.) son moralmente arbitrarias para la educación y, por tanto, debían eliminarse (o no influir) en una igualdad de oportunidades. Siguiendo a Rawls (1979), Fernández Mellizo-Soto (2003, 2005) identifica cuatro modos de entender la igualdad de oportunidades:

a) Sistema de libertad natural es, de hecho, la negación de la igualdad de oportunidades, defendida por ideólogos neoliberales (Hayeck, Friedman, Nozick), puesto que se oponen a cualquier acción redistributiva del Estado. Todas las características (incluida la riqueza familiar) son relevantes para alcanzar un determinado nivel educativo, por lo que es “natural” que  los más ricos o listos alcancen una mejor educación.

b) Igualdad de oportunidades meritocrática según la cual el origen social no debe condicionar la carrera escolar, sino sólo el mérito, entendido como talento y esfuerzo de cada uno, que debe influir en el nivel educativo alcanzado. La escuela democrática de masas, de hecho, suele basarse en el mérito dentro de una carrera hacia el éxito escolar (Dubet, 2005). Pero una escuela justa no puede basarse en el solo mérito, sino en el éxito de cada uno y para todos, especialmente de los más débiles. Por eso, como dice Ángel Puyol (2010:17), “si queremos impedir que la competición social sea injusta, tenemos que dejar de ser meritocráticos”.

c) Igualdad de oportunidades universal o igualitaria se corresponde con una socialdemocracia, defendiendo que todos los estudiantes deben ser tratados por igual (independientemente de su talento o riqueza) y recibir la misma educación. Esto no impide que, por las diferencias naturales y sociales, reaparezcan desigualdades. Por eso, debe ser complementada por (d).

d) Igualdad de oportunidades compensatoria, propia de socialdemocracia progresista, que aboga por acciones directas (discriminación inversa o positiva) para compensar a los desfavorecidos, del que sería un ejemplo la propuesta de Rawls. Los individuos peor dotados por encontrarse en desventaja deben ser objeto de especial atención, con medidas compensatorias y mayores recursos. El problema, como veremos, es que la discriminación inversa “es una medida que se mueve por la superficie de esa estructura de desigualdad, pero no socava sus fundamentos, que son muchos más profundos y  tienen que ver con las desigualdades socioeconómicas y de poder” (Puyol, 2010:100).

Aunque la política educativa puede ser una mezcla de estos conceptos, para simplificar, podemos distinguir según dos grandes ideologías políticas (conservadores y socialdemócratas). Una política socialdemócrata considera que la igualdad de oportunidades tiene que ir mas allá de la meritocracia (como defiende una política republicana), compensando las desventajas o los necesidades educativas especiales en función de una ciudadanía social (no sólo civil y política). Además, casi todas las políticas educativas suelen distinguir entre la educación obligatoria y la postobligatoria, nivel este último donde la igualdad universal o la compensación dejan de tener el mismo papel, aunque un socialdemócrata mantendría que las desventajas sociales deben ser también compensadas en la educación superior.

Tabla 2
Igualdad de oportunidades en la Educación Secundaria según ideologías

Igualdad de oportunidades

Libertad natural

Meritocrático

Igualitario o
universal

Compensatoria

Conservadores

- Diversificación temprana (tracking)
- Educación privada
- Competencia (mercado)

- Diversificación
- Mecanismos objetivos de selección
- Ayudas/Becas a los de mayor talento

 

 

Socialdemócratas

 

 

- Comprensividad
- Gratuidad
- Currículum común

- Acciones compensatorias
- Discriminación positiva
- Superar desventaja social

Nota. Elaboración propia

De acuerdo con la Tabla 2 (elaboración propia siguiendo a Fernández Mellizo-Soto, 2005), los cuatro modos de entender la igualdad de oportunidades se dividirían, según las tradiciones de pensamiento político, entre conservadores y socialdemócratas, por no incluir la tradición republicana, subdivididos a su vez según el grado en que defiendan la libertad natural o los mecanismos compensatorios. Las políticas educativas de uno u otro signo implementan estas ideologías en el diseño de un sistema educativo. Así, una educación comprehensiva, donde se retrasa la división de los estudios, posibilita que el origen social influya menos en la diferenciación educativa. Por su parte, ha sido propio de las ideologías conservadoras en educación fomentar el tracking (división en ramas o itinerarios en los últimos tramos de la escolaridad obligatoria, con diferentes salidas al mercado laboral o estudios superiores). Un sistema meritocrático da ayudas a los alumnos con talento. Como resalta Ángel Puyol (2010):

La meritocracia no es un ideal igualitario. Mientras que la igualdad resalta que todos somos iguales, la meritocracia consiste en encontrar el mejor. Su finalidad no es reducir las desigualdades sociales, es decir, el espacio que separa a los de arriba de los de abajo, sino encontrar un modo diferente de legitimarlas, un modo nuevo y moderno de acceder a la jerarquía social que sustituya el nacimiento por la capacidad (Puyol, 2010:14-15).

2. Teorías de la justicia y equidad educativa

Amartya Sen, en su reciente libro (La idea de la justicia), preocupado por cómo mitigar la injusticia, viene a contraponerlo a Una teoría de la justicia de John Rawls, que ha dominado el debate sobre el tema en los últimos treinta años, desde su publicación en 1971. De este modo había dos tradiciones opuestas: a) aquellas concepciones preocupadas por definir una justicia perfecta, estableciendo criterios para el correcto funcionamiento de las instituciones, con independencia de que pueden implementarse, como sería el caso de Rawls; y b) aquellas preocupadas por cómo hacer más justa la sociedad real y, por eso, en el grado de realización de la justicia social en una sociedad concreta. No se trata, primariamente, de una discrepancia sobre los principios de la justicia, sino sobre cuál es el papel que debe jugar una teoría de la justicia (teórico o pragmático). De este modo, Sen propone un cambio de rumbo: de ¿qué serían las instituciones perfectamente justas? a ¿cómo debería promoverse la justicia?, que nos va a servir para nuestra exposición.

Junto a las anteriores, como recogen Murillo y Hernández (2011), ampliando las cuestiones distributivas, el reconocimiento se ha configurado como otra dimensión (y paradigma) de una teoría de la justicia social. El reconocimiento del “otro” pretende incorporar un conjunto de demandas culturales y nuevas sensibilidades morales que se han manifestado en la segunda mitad del siglo XX, más allá de la esfera de la distribución económica. Este cambio lo formula Axel Honneth (2010) al comienzo de uno de sus ensayos recientes del modo siguiente:

Desde hace algún tiem­po, el lugar de esta influyente idea de justicia parece ocuparlo una nueva visión: el objetivo normativo parece no ser ya la eliminación de la desigualdad, sino la prevención de la humillación o del menospre­cio; las categorías centrales de esta nueva visión ya no son la distribución equitativao la igualdad de bienes, sino la dignidad y el respeto. En una perspicaz formulación que podría adquirir rápidamente un significado paradigmático, Nancy Fraser describe este proceso de cambio como una transición de la idea de la redistribu­tiona la de la recognition: mientras el primer concepto va ligado a una idea de justicia que tiene como objetivo la creación de igualdad social a través de la redistribución de bienes que garantizan la libertad, el segundo concepto define las condiciones para una sociedad justa a través del objetivo del reconocimiento de la dignidad o la integridad individuales de todos sus miembros (Honneth, 2010:10).

La filosofía moral dominante hasta los setenta ha sido el utilitarismo que –sin entrar en matices ahora– defiende, de acuerdo con el principio de utilidad, que un acto es correcto cuando maximiza la felicidad general. De este modo, frente a diversas alternativas, siempre será mejor la que contribuya en mayor grado al bienestar general. Se evaluarán los intereses en juego considerando los individuos (la mayoría) que se podrían beneficiar o perjudicar tomando unas opciones u otras. De ahí el análisis en función de costos y beneficios, de acuerdo con una justicia distributiva. Y, como en la moral común, hay que aceptar ciertos costos (por ejemplo, determinado índice de fracaso escolar) para el funcionamiento general del sistema. Una acción será buena o mala según las consecuencias (mayor felicidad al mayor número). Maximizar la utilidad puede llevar, entonces, a que ciertas personas (con tal de que sean minoría) se sientan perjudicadas.

Justamente, las dos grandes enfoques de la justicia del último tercio del siglo pasado se han presentado como respuestas al utilitarismo. Pero sus debilidades igualmente se han puesto de manifiesto. La justicia como equidad de Rawls es una crítica global al enfoque utilitarista. No basta la suma de preferencias o utilidades, sin preocuparse del modo como deba distribuirse entre las personas; tampoco el bienestar colectivo en detrimento de un número pequeño de desfavorecidos. Por su parte, el enfoque de capacidades de Amartya Sen critica que el enfoque utilitarista de bienestar –en términos de satisfacción de deseos– además de subjetivismo resulta problemático para la igualdad. En su lugar, propone que el bienestar debe estar vinculado a los “funcionamientos” valiosos que una persona puede hacer.

2.1. Igualdad equitativa de oportunidades y principio de diferencia

La publicación en 1971 de A Theory of Justice por John Rawls dio lugar a situar la teoría de la justicia distributiva en el centro de los debates de filosofía moral y política. A partir de este hito se han desencadenado una infinidad de publicaciones, con aplicaciones al ámbito educativo (Derouet y Derouet-Besson, 2009; Meuret, 1999). Desde entonces, es difícil escribir sobre justicia escolar sin hacer referencia al planteamiento de Rawls, siquiera sea para criticarlo. El libro Una teoría de la justicia cambia el panorama ético por desafiar de modo sistemático el sistema ético dominante (el utilitarismo), reactualizar la tradición contractualista y basarse en la teoría de la elección racional. Una teoría filosófica de la justicia debe ser la base de los derechos y obligaciones políticas y su objeto son las instituciones y estructuras básicas de las sociedades desarrolladas. La justicia social en la que todos estarían de acuerdo se sustentaría en principios que apoyan igual libertad y oportunidad para todos, garantizando al mismo tiempo una justa distribución de la riqueza (Ribotta, 2009).

La formulación de una teoría de la justicia precisa, en primer lugar, de un acuerdo entre personas situadas en una situación de imparcialidad, lo que requiere –acudiendo a la tradición contractualista– suponer como hipótesis una posición original (“velo de ignorancia”), donde las partes no tienen intereses, desde la que alcanzarían el acuerdo imparcial o equitativo (justice as fairness, un término de difícil equivalencia). En su segunda etapa (su obra Liberalismo político), sin embargo, abandona el lugar que ocupaba la posición original para situar la razón pública y el acuerdo mutuo. Dado que en las sociedades pluralistas hay muy diversas concepciones del bien, incluso opuestas, sólo un consenso “entrecruzado” o solapado (overlapping consensus) puede asegurar su cohesión. Por último, la teoría de la justicia se aplica a las instituciones que forman la estructura básica de una sociedad, es decir a aquellas que distribuyen y regulan los “bienes primarios”.

Desde una posición inicial de igualdad (similar a la situación originaria de contrato social, es decir, libres de intereses), las personas –como seres libres y racionales– defenderían unos principios base de una teoría de la justicia. En esta situación, unas personas con capacidades morales y dotadas de razonabilidad, elegirían los siguientes principios, que tomo de su última reformulación (Rawls, 2002:23):

a) cada persona tiene el mismo derecho irrevocable a un esquema plenamente adecuado de libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema similar de libertades para todos; y

b) las desigualdades sociales y económicas tienen que satisfacer dos condiciones: en primer lugar, tienen que estar vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos en condiciones de igualdad equitativa de oportunidades; y, en segundo lugar, las desigualdades deben redundar en un mayor beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad (el principio de diferencia).

Como concepción liberal o moderna, que no conviene asimilar con “neoliberal”, como frecuentemente se hace en España, la libertad es el primer principio, pero importa especialmente el segundo principio que establece, como primera prioridad, la igualdad equitativa de oportunidades y, en segundo, el principio de diferencia, según el cual las desigualdades sólo se justifican en cuanto beneficien a los más desventajados, de lo contrario no son permisibles. Este principio maximin (teoría de los juegos) admite la desigualdad siempre que se juzguen preferibles que los peor parados en el juego salgan, en todo caso, mejor que con otras reglas posibles, al tiempo que las posiciones sociales estén abiertas a todos en igualdad de condiciones. Por eso, mantiene Rawls, la probabilidad de adquirir conocimiento no debiera depender de la posición de clase y el sistema escolar público debería estar diseñado para superar dichas barreras. 

Este segundo principio de diferencia admite la existencia de desigualdades, siempre y cuando no perjudiquen a los grupos o personas en situación de desventaja social. Así, distribuciones justas de recursos y oportunidades pueden dar lugar a que los individuos se aprovechen de modo desigual, pudiendo estar justificado si deja mejor a los que peor están.  En el caso de darse una situación desigualdad, “el principio de diferencia asignaría recursos digamos en educación, de modo de mejorar las expectativas a largo plazo de los menos favorecidos” (Rawls,  1979:123). Rawls defiende que hay un orden jerárquico de los dos principios de justicia y sus subdivisiones, que debe ser siempre respetado. Esto quiere decir, como comenta Van Parijs (1993:71), que “no puede comprarse ninguna mejora de la suerte del más desfavorecido al precio de afectar las libertades fundamentales o la igualdad equitativa de oportunidades”.

En términos políticos esto lo acerca o asimila a posiciones socialdemócratas de izquierdas (no basta redistribución de la riqueza sino justa distribución, que –en determinados casos– debe suponer una distribución desigual en favor de los desfavorecidos). De ahí que una igualdad de oportunidades, que no sea una posibilidad formal, exige, también, tomar medidas activas a favor de los desventajados para impedir que continúen siéndolo. El origen social, por tanto, no debe afectar a las posibilidades de acceso. El principio de diferencia viene a resaltar que las desigualdades que permanezcan dentro de una justa igualdad de oportunidades se justifiquen solamente si redundan en beneficio de los más desfavorecidos. La idea de igualdad equitativa de oportunidades (segundo principio) la desarrolla así:

suponiendo que haya una distribución de dotaciones innatas, los que tienen el mismo nivel de talento y habilidad y la misma disposición a hacer uso de esos dones deberían tener las mismas perspectivas de éxito independientemente de su clase social de origen, la clase en la que han nacido y crecido hasta la edad de la razón. En todas las partes de la sociedad debe de haber aproximadamente las mismas perspectivas de cultura y logro para los que están similarmente motivados y dotados (Rawls, 2002:74).

Como explícitamente precisa, a continuación, la sociedad debe establecer “iguales oportunidades de educación para todos independientemente de la renta de la familia” (p.75). Es decir, dos personas dotadas de una “voluntad y talentos iguales” debían tener las mismas oportunidades de éxito escolar. Otro asunto, es que las desigualdades sociales o escolares puedan falsar la justa igualdad de oportunidades, al generar en los alumnos diferencias de voluntad en el éxito escolar (interés, voluntad, esfuerzo, hábitos, etc.).

El principio de diferencia establece que las desigualdades existentes no son permisibles si no contribuyen al beneficio de los menos aventajados. Como tal, conviene subrayarlo, supera la idea de justicia distributiva que suele dominar sobre que es justo lo que cada uno obtiene, si es que también podían haberlo conseguido los demás (Gargarella, 1999:39). La equidad escolar se mide en términos de cómo las medidas tomadas (organización escolar, currículum) pueden resultar beneficiados los miembros menos aventajados de la clase (Meuret, 1999:39). Mientras el principio de “igualdad equitativa de oportunidades” se aplica primariamente a las desigualdades de origen social, este segundo “principio de diferencia” lo hace tanto a las desigualdades sociales como a las naturales (diferencias de inteligencia o de talento), permitiendo mitigar “los efectos arbitrarios de la lotería natural”. La objeción, pues, de Rawls a la igualdad de oportunidades en términos de equidad es radical: nadie merece ser socialmente penalizado por la inferioridad de sus riquezas naturales (inteligencia, esfuerzo o capacidad para aprender) más de lo que mereciera ser la inferioridad de su entorno de nacimiento. Los recursos naturales y el estatus social no pueden ser éticamente relevantes. El mérito de los individuos no puede ser la base de las clasificaciones  y exclusión escolar. Así, frente a cualquier propuesta meritocrática, dice Rawls (1979):

No merecemos el lugar que tenemos en la distribución de dones naturales, como tampoco nuestra posición inicial en la sociedad. Igualmente, problemático es el que merezcamos el carácter superior que nos permite hacer el esfuerzo por cultivar nuestras capacidades, ya que tal carácter depende, en buena parte, de condiciones familiares y sociales afortunadas en la niñez, por las cuales no puede pretenderse crédito alguno. La noción de mérito no puede aplicarse aquí (Rawls, 1979:126).

Un sistema institucional justo no puede, en ningún grado, victimizar (o premiar) a las personas por la suerte o desgracia en que ha nacido (y, por tanto, no ha elegido), al contrario debe tender activamente a contrarrestarlo. Como comenta Gargarella (1999:40), “una sociedad justa debe tender, en lo posible, a igualar a las personas en sus circunstancias, de modo tal que lo que ocurra con sus vidas quede bajo su propia responsabilidad”. Por tanto, una institución básica como la educación debe poner todos los medios para contrarrestar dichas situaciones de desventaja, aún cuando admita (como liberal) que, fruto de las elecciones propias y responsable de su propio destino, puedan existir diferencias.

Rawls (1979) quiere distinguir su principio de diferencia (redundar en beneficio de los menos aventajados) del principio de compensación, según el cual las desigualdades naturales o de nacimiento deben ser compensadas. Este segundo principio, según Rawls (1979), sostiene que

con el objeto de tratar igualmente a todas las personas y de proporcionar una auténtica igualdad de oportunidades, la sociedad tendrá que dar mayor atención a quienes tienen menos dones naturales y a quienes han nacido en las posiciones sociales menos favorecidas. La idea es compensar las desventajas contingentes en dirección hacia la igualdad. Conforme a este principio podrían aplicarse mayores recursos para la educación de los menos inteligentes que para la de los más dotados, al menos durante ciertos períodos de su vida, por ejemplo, los primeros años escolares (Rawls, 1979:123).

Si el “principio de diferencia” apoya las políticas de “discriminación positiva”, este último va más allá. La compensación permanece interna al sistema escolar (equidad interna), sin tener en cuenta los efectos sociales y políticos de la distribución de la educación (equidad externa). Si bien la exigencia de compensación es uno de los elementos de su concepción de la justicia, no es un principio fundamental. “El principio de diferencia asignaría más recursos, digamos en la educación, de modo que mejoraría las expectativas a largo plazo de los menos favorecidos” (p.123). Y añade: “nadie merece una mayor capacidad natural ni tampoco un lugar inicial más favorable en la sociedad. Sin embargo, esto no es razón, por supuesto, para ignorar y mucho menos para eliminar estas distinciones. Más bien, lo que es posible es configurar la estructura básica de modo tal que estas contingencias operen en favor de los menos afortunados” (p.124). Y esto, a la larga, sin quitar nada a los más aventajados, es beneficioso para ellos, puesto que favorece la cooperación social.

La teoría de Rawls es igualitarista, no meritocrática. De este modo, en la igualdad de oportunidades, va más allá de una distribución igual de recursos, para entrar en una compensación a personas que tienen déficits de recursos por  factores que no entran en su control (naturales o sociales, nacimiento o familia en que han nacido). Esto justifica las políticas compensatorias, con la condición de que, en efecto, contribuyan realmente a mejorar las competencias y la carrera escolar de los alumnos más desfavorecidos, cosa que no siempre ha sido el caso, como han mostrado las evaluaciones de los programas de educación compensatoria o de zonas de acción prioritaria (Canário, Alves y Rolo, 2001; Demeuse, Frandji, Greger y Rochex, 2008, 2009; Vinovskis, 1999).

La teoría de la justicia de Rawls ha recibido críticas desde distintos frentes (Kukathas y Pettit, 2002), siendo relevantes tres: no respetar suficientemente los derechos de propiedad de la persona sobre sí misma, siendo insuficientemente liberal (Nozick, 1988); pensar que es posible encontrar principios de la justicia independientes de los valores de cada comunidad (Sandel, 2000), o ignorar que todos los individuos no tienen capacidades iguales para utilizar los bienes primarios (Sen, 1995). Sin entrar aquí en estos debates internos, que nos llevarían mas lejos de lo que pretendemos, nos vamos a limitar -en una posición intermedia- a  la teoría de las “esferas de justicia” de Michael Walzer (1993) y, en menor medida, a algunas ideas de Amartya Sen, referidas ambas a precisar la igualdad.

2.2. Justicia social en términos de capacidades

Amartya Sen (Nobel de Economía en 1998), experto en el estudio de la pobreza y la desigualdad y comprometido con el desarrollo de los pueblos, se pregunta qué es lo que debemos pedirle a una teoría de la justicia. En contraste con la perspectiva de Rawls, que pretende ofrecer respuestas sobre la naturaleza de una justicia perfecta, lo que debemos pedirle es “cómo podemos plantearnos la cuestión de la mejora de la justicia y la superación de la injusticia” (Sen, 2010:13). No está interesado en una sociedad ideal, sino en hacer más justa la sociedad real, en qué grado se realiza la justicia. Por lo que nos importa, ha desarrollado el enfoque de capacidades (“capabilities approach”), como marco conceptual y normativo para evaluar el bienestar personal y calidad de vida, así como las políticas más adecuadas para conseguirlo. Lo enuncia del modo siguiente:

La manera más adecuada de considerar la ‘verdadera’ igualdad de oportunidades tiene que pasar por la igualdad de capacidades. [...] La capacidad es un conjunto de vectores de funcionamientos, que reflejan la libertad del individuo para llevar un tipo de vida u otro (Sen, 1995:20).

Dicho enfoque sitúa el foco de atención en lo que la gente es capaz de hacer o ser, es decir, en sus capacidades, como dispositivo para conceptualizar y evaluar la desigualdad, la pobreza o el bienestar. La pregunta igualdad, ¿de qué?  no puede responderse desde el nivel de renta económica o los recursos de que se dispone, tiene que ver con lo que las capacidades que la gente realmente tiene para hacer o ser, por tanto de las oportunidades con que cuentan para elegir el modo de vida que valoran. La respuesta de Sen se dirige a la igualdad de libertades, entendida como la capacidad para tomar decisiones sobre la propia vida: 

La vía de aproximación elegida se concentra en nuestra capacidad de conseguir aquellos “funcionamientos” valiosos que componen nuestra vida, y más generalmente de conseguir nuestra libertad de fomentar los fines que valoramos.[...] La capacidad de una persona para realizar aquellas funciones que piensa que tienen valor nos proporciona un punto de vista desde el que valorar las condiciones sociales y ello nos permite una visión especial de la evaluación de la igualdad y la desigualdad (Sen, 1995:9-17).

Sen emplea un conjunto de herramientas conceptuales propias, que es preciso aclarar, para entender su planteamiento (Urquijo,  2007). Más que los bienes que poseen, el bienestar de los individuos depende de las “realizaciones” que pueden llevar a cabo, que vienen a ser las oportunidades reales que tienen de hacer y ser. Las capacidades son lo que la gente puede hacer o ser, que se concretan en determinadas realizaciones, como los distintos “funcionamientos” que una persona puede lograr. Estos últimos son definidos como las realizaciones y acciones de una persona (hacer, valorar o ser), cuyo conjunto configura su vida. Una persona tiene una capacidad para funcionar cuando tiene la posibilidad real (no tanto de permiso sino de recursos) de elegir hacerlo de un modo u otro.

Las capacidades de una persona posibilitan, pues, convertir o transformar los medios en fines. El conjunto de capacidades de una persona “refleja la libertad de la persona para elegir entre posibles modos de vida; [...] sus oportunidades reales para obtener bien-estar” (Sen, 1995:54). Libertad e igualdad son dos caras de la misma moneda. De este modo, la libertad de una persona viene dada por la capacidad para alcanzar los funcionamientos que puede elegir, que constituyen su bienestar. El bienestar de una persona viene dado, pues, por lo que puede realizar en sentido amplio, relacionando los logros con el conjunto total de capacidades y funcionamientos a su alcance. Así señala Amartya Sen (1996):

Las capacidades representan las combinaciones alternativas que una persona puede hacer o ser: los distintos funcionamientos que puede lograr. Los funcionamientos representan partes del estado de una persona: en particular, las cosas que logra hacer o ser al vivir. La capacidadde una persona refleja combinaciones alternativas de los funcionamientos que ésta puede lograr (Sen, 1996:54-56).

Lo que importa en último extremo, argumenta Sen, no es tanto lo que una persona hace efectivamente, cuanto que tenga libertad o capacidades para poder hacer la vida que desee. Un adecuado planteamiento de la equidad debe incluir –en primer lugar– la libertad para elegir las formas de vida que prefiere. Esto no puede ejercerlo si carece de las capacidades. La equidad y la propia calidad de vida han de ser juzgadas en términos de las oportunidades del individuo para ser o tener ciertas cosas (y no tanto en tenerlas efectivamente).  Además este enfoque posibilita, referido al desarrollo, entender la pobreza como “la privación de capacidades básicas y no meramente como la falta de ingresos, que es el criterio habitual con el que se identifica la pobreza” (Sen, 2000:114). Sin duda los recursos o los medios son muy relevantes para poder llevar a cabo una vida lograda o bienestar social, lo que indica Sen es que el desarrollo no puede medirse sólo con este parámetro, porque es previo otro. El objetivo del desarrollo debiera ser, primariamente, promover proporcionar las capacidades que permitan a los individuos la libertad de hacer aquello que desean con su vida. En esa medida la educación juega un papel de primer orden en el desarrollo de los pueblos, en tanto que fin en sí mismo. En fin, el nivel de desarrollo de un país debiera ser juzgado en función de las capacidades de sus ciudadanos, y no de los índices de ingreso o del PIB.

Por último, acerca de qué capacidades básicas, si bien Sen se muestra contrario a establecer una lista, una activa colaboradora de Sen y que ha realizado relevantes contribuciones a dicho enfoque como Martha Nussbaum (2004) estima conveniente hacerlo para evaluar el grado de desarrollo o lo que es una vida humana con dignidad.  Estas capacidades básicas deberían ser expresión de  un mínimo de justicia social, que la sociedad ha de garantizar a todos los ciudadanos. Nussbaum propone una lista de capacidades (vida humana, integridad corporal, salud, sentidos-imaginación, emociones, razón práctica, relaciones interpersonales y con otras especies, control sobre el entorno, participación política, etc.), como exigencias de una vida digna, cuyo desarrollo y promoción podrían ser objeto de un consenso entre todos los sectores y orientaciones sociales.

Los individuos deben disponer de capacidades iguales para realizar los modos de ser que tienen razones para valorar. Esto le lleva a situar la igualdad en los funcionamientos y la capacidad. Así dice Sen (1995:17): “La capacidad de una persona para realizar aquellas funciones que piensa que tienen valor nos proporciona un punto de vista desde el que valorar las condiciones sociales y ello nos permite una visión especial de la evaluación de la igualdad y de la desigualdad”. Una ciudadanía capacitada requiere una equidad en las capacidades básicas que le permita tener unos “funcionamientos” similares. He tratado de mostrar (Bolívar, 2010) cómo el enfoque de capacidades puede contribuir a fundamentar la base común de conocimientos y competencias que todo persona tiene derecho en educación para poder ejercer activamente su ciudadanía sin riesgo de exclusión.

2.3. La justicia desde el reconocimiento

Fruto tanto de que, con la crisis de las políticas socialdemócratas la resdistribución económica no puede proseguir indefinidamente, como –sobre todo– por los nuevos movimientos sociales que introducen otras sensibilidades morales, se está poniendo en primer plano, como dice Honneth (2010:12,14-15), que “el reconoci­miento de la dignidad de personas o grupos constituye el elemento esencial de nuestro con­cepto de justicia […] Nuestra idea de justicia debía de estar mucho más estrechamente ligada a la concepción de cómo y en calidad de qué los individuos se reconocían los unos a los otros”. Honneth, en la tradición neomarxista de la Escuela de Frankfurt, en lugar de vincular la categoría de reconocimiento a las políticas de identidad del multiculturalismo o feminismo, prefiere hacerlo con los movimientos sociales y obreros. Por eso, adquiere plena actualidad en la crisis económica actual, donde un amplio número de personas, a causa del desempleo, como decía Honneth en una entrevista, carecen de “apreciación social” como un tipo de reconocimiento. Sin inserción laboral y empleo, en efecto, la lucha  por el reconocimiento no tendrá solución.

En un contexto de política de las identidades, en las últimas décadas, se demanda, pues, otro tipo igualdad: igualdad de reconocimiento o visibilidad (dignidad, cultura, género, raza o etnia).  La justicia social viene dada por prácticas y condiciones sociales que posibilitan el reconocimiento mutuo con atención afectiva, igualdad jurídica y estima social. Hay formas de trato socialmente injustas en las que lo que está en juego no es distribución de bienes o derechos, sino ausencia de afectos y cuidado o de estima social, que hurtan la dignidad o el honor. En algunas de las propuestas comunitaristas se introduce incluso un corte con las políticas modernas de igualdad, como se muestra en el debate mantenido entre Taylor y Habermas (Bolívar, 2004). La igualdad de oportunidades y de recursos es desplazada por el reconocimiento de las identidades culturales, generado una nueva dimensión del debate político y filosófico (Fraser y Honneth, 2005). La política de la diferencia, ya sea multicultural o de género (Young, 2000), se presenta como otra cara de la política de la igualdad, reclamando la afirmación positiva de las diferencias de los grupos; si la igualdad es un asunto de justicia, el reconocimiento lo es de identidad. La justicia social tiene, pues, dos dimensiones fundamentales e irreductibles: la redistribución y el reconocimiento de las diferencias.

La redistribución y el reconocimiento no son esferas separadas de la justicia, sino perspectivas de análisis interrelacionadas e irreductibles. La primera se centra en la dicotomía igualdad-desigualdad, el reconocimiento  en la identidad-diferencia. Mientras las situaciones de justicia redistributiva, según Fraser, tienen que ver con razones socio-económicas, de explotación, marginación o privación; las de reconocimiento tiene que ver con patrones culturales de representación, interpretación y comunicación. Son situaciones que se relacionan con la dominación cultural, no reconocimientoo desprecio. Las injusticias ligadas a la primera (desigualdad económica) se distinguen de las engendradas por las segundas (por ejemplo, ser mujer) y deben ser abordadas por políticas diferenciadas: una política de redistribución para injusticias sociales y una política de reconocimiento para injusticias de origen cultural. En otros casos, se consideran más fundamentales las segundas, que pueden estar en la base de los fracasos escolares, como –por ejemplo– cuando se interpreta que el currículum escolar impone una cultura dominante a minorías étnicas. Con todo habría que tener cuidado en no “naturalizar” el fracaso de los desfavorecidos, cuando debía abordar cómo salir de él, como critica Power (2008).

Además, plantea la necesidad de una “acción afirmativa” o discriminación positiva hacia estos grupos sociales, justamente para lograr una igualdad de oportunidades, compensando la historia de discriminación que han sufrido en razón de su raza, cultura o género. Honneth (1997) ha defendido que el reconocimiento es la categoría moral esencial, mientras que la distribución de bienes es una categoría derivada. Esto llevaría, como le ha criticado Fraser (Fraser y Honneth, 2005), a psicologizar el problema de la justicia, para reducirlo a un asunto de realización personal. En cualquier caso, pienso, que el reconocimiento identitario tiene que integrarse en el marco más amplio de la justicia social y democrática (Honneth, 2010; Schmidt am Busch, 2010). Frente a una discutible antítesis  de  la política del reconocimiento frente a la igualdad (Taylor, 1993; Fraser, 1997) defiende la posición “bidimensional” de la justicia que englobe ambas dimensiones sin reducir una a la otra. Se propone:

desarrollar una teoría críticadel reconocimiento, que defienda únicamente aquellas versiones de la política cultural de la diferencia que pueden combinarse coherentemente con la política social de la igualdad. La justicia hoy en día requiere, a la vez, la redistribución y el reconocimiento, [pues] sólo al integrar el reconocimiento y la redistribución podemos encontrar un marco teórico adecuado a las exigencias de nuestro tiempo. […] Sin embargo requieren dos clases de soluciones distintas. La solución para la injusticia económica es algún tipo de reestructuración político-social (redistribución. La solución para la injusticia cultural, por el contrario, es algún tipo de cambio cultural o simbólico (reconocimiento) (pp. 18-24).

La disociación de ambas políticas (y tipos de justicia) ha provocado un distanciamiento evidente de la política cultural con respecto a la social y de la política de la diferencia respecto de la política de la igualdad (Fraser y Honneth, 2005). Clases explotadas y sexualidades despreciadas demandan justicia, pero una injusticia de tipo cultural no se soluciona, por ejemplo, con soluciones redistributivas. La explotación económica requiere soluciones redistributivas, mientras que las demandas de identidad o de estatus de grupo de minorías étnicas o gays, exige políticas de reconocimiento, aún cuando alguno de estos grupos (p.e. la desigualdad derivada del género) conlleve también injusticias de origen socioeconómico. A nivel conceptual, como ha tratado Nancy Fraser, la integración en un paradigma global de justicia, a estas alturas, no es tarea sencilla: una concepción de justicia que acoja, indistintamente, tanto las reivindicaciones defendibles de la igualdad social como del reconocimiento de la diferencia. A estas dos dimensiones (redistribución en la esfera económica, reconocimiento en el ámbito socio-cultural) ha añadido en sus últimos trabajos sobre escalas de justicia (Fraser, 2008) la representación en lo político, con la paridad participativa, abogando –entonces– por una tridimensionalidad de la justicia. Su reivindicación y lucha por la igualdad puede llevar acciones afirmativas (reconocimiento, tratamiento igualitario) o transformadoras (transformación de la estructura político-económica). De este modo, como analizan Murillo y Hernández (2011), tres grandes concepciones de Justicia social conviven en la actualidad: como distribución, reconocimiento y, en tercer lugar, de representación (inclusión o participación). Las tres son relevantes, particularmente, como ha acentuado Fraser (2008:49), la última, pues “no hay redistribución ni reconocimiento sin representación”. La justicia requiere consensos sociales para que todos puedan participar como iguales en la vida social.

De modo paralelo se ha producido uno de los debates más interesantes entre el reconocimiento de las diferencias (el filósofo quebequés Charles Taylor) y los derechos comunes de la ciudadanía (Jürgen Habermas). En lugar de la “política de igualdad” moderna que, según Taylor (1993), ha silenciado y subordinado a las minorías culturales, una política de la diferencia (“the politics of recognition”) defiende el reconocimiento diferenciado del valor de las culturas minoritarias, más allá de la no discriminación. Representando la posición ilustrada moderna, Habermas (1999) mantiene una política de igualdad de todos individuos pertenecientes a diversas culturas. De este modo, el reconocimiento cultural de las minorías y su integración e igualdad en cuanto ciudadanos en un sistema político que reconoce y protege la pluralidad, motivan dos tipos de política: igualdad vs. diferencia. De acuerdo con la mejor tradición moderna, no se debiera abdicar de defender unos valores comunes a la condición humana, con independencia de las minorías, grupos culturales o religiosos a los que pertenezcan los individuos; pues han sido la base de los derechos humanos y, por tanto, del reconocimiento de su condición igualitaria. Pero, también es verdad que, bajo dicho supuesto formal, la pertenencia a grupos (justamente lo que marca su diferencia) se ha considerado algo marginal, anulando sus identidades culturales o asimilando sus particulares modos de vida. Esto conduce a conjugar el derecho de los individuos y grupos a la diferencia y el principio básico e irreductible de la igualdad de todos ante la ley.

3. Igualdad de oportunidades, mérito y justicia la escuela

La escuela en una sociedad democrática suele articularse, en su gramática básica, en torno a las reglas de la igualdad de oportunidades y el mérito (talento, esfuerzo, performances). Desde la perspectiva democrática, debiera predominar el ideal de una igualdad formal dentro de la institución escolar, donde la retribución escolar (y posterior destino social) se realiza por el exclusivo mérito individual. De este modo,  la escuela “democrática” está abierta a todos, eliminando cualquier tipo de obstáculo en la igualdad de acceso. Pero, por otra, al igual que en una prueba deportiva, funciona con una lógica meritocrática o competitiva: clasifica y jerarquiza a los alumnos en función de su nivel de realización. En este contexto, algunas desigualdades pueden parecer legítimas, puesto que la escuela, según talento y esfuerzo individual, sitúa a los alumnos dentro de una “teórica” igualdad de oportunidades. Señala Dubet (2005), a quien voy a seguir de cerca, que:

“la igualdad meritocrática de oportunidades sigue siendo la figura principal de la justicia escolar. Designa el modelo de justicia que permite que todos participen en una misma competencia, sin que las desigualdades de fortuna y de nacimiento determinen directamente sus posibilidades de éxito. […] Este tipo de igualdad es central para el modelo de la justicia escolar en las sociedades democráticas, es decir, en las sociedades que consideran que todos los individuos son libres e iguales en principio, pero que aceptan también que esos individuos estén distribuidos en posiciones sociales desiguales” (Dubet, 2005:14).

Si bien puede parecer que hay un amplio consenso sobre la llamada “igualdad de oportunidades”, llegando a constituirse en el discurso hegemónico, dos obras recientes francesas de sociología de la educación muestran un escepticismo sobre esta igualdad (Duru-Bellat, 2009). Por lo demás, desde el ángulo filosófico (Puyol, 2010) igualmente se han hecho duras críticas contra la ideología meritocrática. La creencia en un mundo justo, en el que cada uno fuera retribuido según su mérito y esfuerzo, se ha constituido en la más fuerte justificación ideológica de la desigualdad, en particular para los que ocupan posiciones más favorecidas.

Existen, como hemos visto, varios principios de justicia, pero la meritocracia, entendida como que los lugares que cada uno ocupa se deben a su talento o esfuerzo, es la más extendida en el sentido común y la que juega un papel dominante en el medio escolar. Por eso merece un análisis crítico específico. Como dice Duru-Bellat (2009) viene a proporcionar un cierto consuelo psicológico para conjugar el ideal igualitario de las sociedades democráticas y las persistentes desigualdades en las posiciones sociales. En el fondo, se piensa, la igualdad de oportunidad significa la igualdad de todos en la competición para conseguir posiciones sociales desiguales. Pero el mérito no puede producir justicia, como muestran los efectos perversos en la escuela y fuera de ella, que la sociología de la educación ha evidenciado. De ahí el título de su libro: el mérito contra la justicia.

Partiendo de que todos los individuos son iguales por naturaleza y, sin embargo, hay graves desigualdades, todas las sociedades democráticas precisan recurrir al mérito y al esfuerzo individual para resolver esta contradicción. Así, se le enseña al niño que si se esfuerza y trabaja bien, será recompensado. Se trata de cuestionar si la meritocracia y la “equidad” que promueve no encarna un principio sustituto del de igualdad. En otras palabras, si el deseo de establecer una igualdad de condiciones de “partida” no es una forma de ignorar las desigualdades entre las diferentes posiciones sociales alcanzadas. De acuerdo con el principio de justicia de Rawls nadie puede ser recompensado o castigado por algo de lo que no tenga responsabilidad, y la “lotería natural” es tan arbitraria como la lotería social.

3.1. Las posiciones sociales y las oportunidades en la justicia educativa

Dubet (2011), avanzando tesis planteadas ya en otros trabajos anteriores, en su libro Repensar la justicia social propone poner fin al mito de la “igualdad de oportunidades” y criticarlo desde la “igualdad de posiciones” (a la que otros llaman igualdad “real”). En efecto, aplicada a la escuela, las concepciones de la justicia social se pueden reducir a dos: la igualdad de posiciones sociales dentro de los lugares que organizan la estructura social y la igualdad de oportunidades.  Una y otra conllevan dos políticas sociales y educativas diferentes: la primera buscaría reducir las distancias entre las diversas posiciones sociales, propio de las políticas socialdemócratas europeas; la segunda, predominante en el ámbito anglosajón, manteniendo intacto el marco social, pretende permitir a cada cual alcanzar las mejores posiciones al término de una “competición justa”.

Las sociedades democráticas han solido afirmar la igualdad fundamental de todos los individuos en la educación, compartida entre dos concepciones amplias de la justicia social: la primera es reducir las desigualdades entre las posiciones sociales, mientras que la segunda busca promover la igualdad de oportunidades mediante el acceso a todas las posiciones sociales. Las dos concepciones de justicia social tienen su lado atractivo: las personas tendrían razones para desear vivir en una sociedad que fuera relativamente igualitaria y relativamente meritocrática. Pero esto no nos exime de elegir nuestras prioridades. De hecho, en términos prácticos de políticas sociales y programas políticos, no es exactamente lo mismo optar prioritariamente los posiciones en los lugares que las oportunidades.

De acuerdo con la igualdad de oportunidades cada uno debe poder elegir su porvenir y acceder a los mejores puestos gracias a sus esfuerzos y a su exclusivo mérito. De este modo, las inequidades resultantes serán justas, puesto que todas las posiciones o lugares están abiertos a todos. A veces quedamos hipnotizados, máxime en estos tiempos de individualización y personalización, por las historias de éxito individual en detrimento del análisis global del sistema. La causa del fracaso solo cabe atribuirla a los actores mismos, dado que todos tienen inicialmente las mismas oportunidades en la carrera competitiva. Los perdedores en la competición son percibidos, no como víctimas de una injusticia, sino como responsables de su fracaso, dado que se supone la escuela le ha dado las mismas oportunidades. El ideal, comenta Dubet (2011:12), “es el de una sociedad en la cual cada generación debería ser redistribuida equitativamente en todas las posiciones sociales en función de los proyectos y de los méritos de cada uno”. Como tal, esta concepción de la igualdad de oportunidades no cuestiona las diferencias sociales. Este tipo de filosofía espontánea (mejor, ideología inconsciente) del mérito personal, muy presente en el profesorado, hace que cada uno sea el único responsable de su propio fracaso, más allá de la pérdida de confianza que induce a los jóvenes.

En los años 60 aparecen, desde diferentes frentes (Informe Coleman en Estados Unidos, Bernstein en el Reino Unido, Bourdieu y Passeron en Francia), aparecen diversos estudios coincidentes en que el principio de igualdad de oportunidades no funciona: los alumnos de medios desfavorecidos tenían menos oportunidades de tener éxito en la escuela. No sólo porque la escuela no pueda neutralizar las desigualdades sociales y culturales, sino porque la propia cultura escolar favorece a la clase dominante. Por eso, dado que ninguna acción permitirá reducir significativamente las desigualdades iniciales, los defensores de la igualdad real resaltan que la política debe luchar contra las desigualdades sociales existentes (la desigualdad ingresos, las condiciones de vida), ya que los juegos de competencia están amañados desde el principio. Los programas especiales para permitir un cierto “trampolín”, como vamos a ver después, estadísticamente, no conducen muy lejos. Así los intentos de compensación educativa, como en el caso francés (y otros países) de establecer “zonas de educación prioritaria”, creyendo “dar más a quienes menos tienen”, están en bancarrota.

Pero las condiciones iniciales de la competencia escolar son injustas, dado que los niños de clases populares disponen de un capital mucho menor que los niños de medios favorecidos. Esto conduce a una sociedad cruel para los más débiles, además, el principio del mérito personal resulta cuestionable porque olvida el peso del medio socio-cultural que ninguna instancia puede borrar, ni siquiera la escuela, y que reproduce la desigualdad social. Por su parte, la igualdad de posiciones intenta reducir la brecha entre  lugares (clases) sociales, aún a costa de que la movilidad social de los individuos no sea una prioridad. La justicia social es una legítima redistribución de la riqueza que se orienta a compensar a los más débiles. Si la igualdad de posiciones está vinculada a una representación de la sociedad más relacionada con las clases sociales; la igualdad de oportunidades refiere a la idea de grupos sociales desaventajados, en general minoritarios. El modelo de igualdad de oportunidades es meritocrático y de competencia, y cuanto más igualitariamente estén repartidas las oportunidades, más se convierte cada uno en responsable de su propio éxito o fracaso.

Dada esta situación, Dubet (2011) aboga –un tanto a contracorriente– por una igualdad de posiciones en lugar de una igualdad de oportunidades, dado que “es el más favorable para los más débiles y porque hace más justicia al modelo de las oportunidades que ese mismo modelo” (p.95). Incluso permite establecer la igualdad de oportunidades: de hecho, es más fácil atreverse a escapar de su posición original si se tiene una “red de seguridad” socioeconómica. Como señala el autor:

cuando más se reducen las desigualdades entre las posiciones, más se eleva la igualdad de oportunidades: en efecto, la movilidad social se vuelve mucho más fácil… la movilidad social, que es uno de los indicadores objetivos de la igualdad de oportunidades, es más fuerte en las sociedades más igualitarias” (Dubet, 2011: 99).

Si se reduce la brecha entre las posiciones sociales, si se abandona la idea de competición, que acrecienta y refuerza las desigualdades de partida, la movilidad social es más fácil y las oportunidades se incrementan para todos. Por último, la igualdad de posiciones conduce a que cada quien no olvide nunca su deuda con la sociedad, mientras que la concepción del solo mérito desarrolla el sentido de no deberle nada a nadie. Si las políticas conservadoras continúan exaltando la igualdad de oportunidades, el pensamiento de una izquierda reformista en unos casos ha quedado seducido por él; en otros, sin tener nada que oponerle. Ha llegado el momento de que “la igualdad de posiciones podría ser uno de los elementos a someter a una reconstrucción ideológica” progresista, defiende Dubet. Por tanto, el viejo camino y aspiración de reducir las distancias sociales continua siendo válido y una vía más segura para la “igualdad de oportunidades”.

En definitiva, el modelo de posiciones permite reducir las desigualdades, mientras que el modelo de igualdad de oportunidades desenmascara las discriminaciones escondidas detrás del orden de las posiciones. Defender la prioridad de la igualdad de posiciones no es negar cualquier legitimidad a la igualdad de oportunidades y de mérito. Al revés, como advierte Dubet (2011) al final de su libro,

Desde que nos consideramos como fundamentalmente libres e iguales, la igualdad de posiciones no tiene ninguna superioridad normativa o filosófica sobre la igualdad de oportunidades. En el horizonte de un mundo perfectamente justo, no habría incluso ninguna razón para distinguir entre estos modelos de justicia. Pero en el mundo tal como es, la prioridad dada a la igualdad de posiciones se debe a que ella provoca menos "efectos perversos" que su competidora y, por sobre todo, a que es la condición previa para una igualdad de oportunidades mejor lograda. La igualdad de posiciones acrecienta más la igualdad de oportunidades que muchas políticas que se dirigen directamente a ese objetivo" (Dubet, 2011:113).

Esto da lugar a algunas conclusiones. La primera es que la igualdad de posiciones, invitando al fortalecimiento de la estructura social, es “buena” para los individuos y para su autonomía, incrementa su confianza y la cohesión social en la medida de los actores no se involucran en una competencia continúa. El segundo argumento de la prioridad de la igualdad de las posiciones es que probablemente es la mejor manera de lograr la igualdad de oportunidades. Si las oportunidades se definen como la posibilidad de moverse en la estructura social, de franquear los niveles, para remontarlos o para descender a partir del mérito y valor de cada uno, parece claro que la fluidez aumenta a medida que la distancia del espacio es más estrecha, que los que suben no tienen muchos obstáculos que superar y que los que bajan no arriesgan perderlo todo. De hecho, en su formulación misma, la llamada a la igualdad de oportunidades no dice nada de las desigualdades sociales que separan a los interlocutores sociales y que puede ser tan grande que la gente no puede cruzar, con la excepción de algunos héroes.

Dicho de otra manera, tenemos buenas razones para pensar que el viejo proyecto de reducción de las desigualdades entre categorías sociales, la distribución equitativa de puestos, permanece como la mejor manera de promover indirectamente la igualdad de oportunidades. En educación esto se cifra en cambiar de objetivo: en lugar de la selección y evaluación de los estudiantes más talentosos, la inclusión de los colectivos más desfavorecidos e incrementar el nivel general de la población. “Romper el vínculo entre reconocimiento y redistribución”, como dice Nancy Fraser; o “separar las esferas de justicia” como propone Michael Walzer, es lo que hace optar por la igualdad de posiciones. En una situación de desigualdad inicial de las posiciones, la igualdad de la igualdad de oportunidades hace ilegible la superposición de los dispositivos que ligan ambas dimensiones.

Y, sin embargo, la igualdad meritocrática no puede ser del todo rechazada, como reconocen tanto Duru-Bellat (2009) como Dubet (2011). Aparece como un medio para salir de la reproducción social de las desigualdades. Por un lado, una sociedad democrática proclama, en principio, la igualdad de todos los individuos; por otro, las posiciones sociales son desiguales, por lo que el mérito personal aparece como la única manera de construir “desigualdades justas”, es decir inequidades legítimas, mientras que otras desigualdades, por ejemplo las basadas en la herencia o familia de origen, son cuestionadas. El problema es que resulta incompleta y perniciosa, por sus efectos, cuando todo se confía en ella. Las críticas, pues, se dirigen a que tenga una posición hegemónica. Con todo, como dice Benadusi (2011) en un excelente comentario a ambos libros,

una teoría de la justicia capaz de combinar ambos tipos de igualdad, igualitarismo y meritocracia, continua siendo una teoría incompleta. Como Amartya Sen no cesa de recordar, hay otros puntos de vista normativos “razonables” –el primero se centra en la libertad, pero también el que mira a la eficacia– que deben tenerse en cuenta en la evaluación comparativa, en términos de justicia, entre varios posibles “ordenamientos de elección social”, o entre las diferentes políticas públicas. Además, en segundo lugar, hay una necesidad de contextualización cuidadosa (Benadusi, 2011:26).

En efecto, en relación con lo segundo, depende de la situación de cada país. Así cuando en un país hay grandes diferencias en ingresos altos y bajos niveles de movilidad social, la meritocracia juega un papel más pequeño. Como muestran los estudios sociológicos o económicos existe una fuerte correlación inversa estadísticamente significativa entre los indicadores de igualdad de oportunidades y movilidad social, por un lado y los de la desigualdad de ingresos o de otras condiciones materiales de vida.

A gran escala, la cuestión es saber si las desigualdades son evitables, si se puede razonablemente esperar suprimirlas. Junto a una igualdad de oportunidades puramente meritocrática, han existido intentos emancipadores dirigidos a remover las estructuras sociales que impiden a las personas la equidad escolar, como han sido las políticas de discriminación positiva. Bien vale revisar críticamente los esfuerzos de redistribución realizados bajo esta política contra la determinación social de los aprendizajes, aún cuando progresivamente se hayan visto agotados.

3.2. Políticas de lucha contra las desigualdades y la exclusión educativa: compensación educativa y equidad

Las políticas de educación prioritaria (PEP) surgen en un momento en el que diversos estudios internacionales establecieron una fuerte conexión entre el éxito en la escuela y el origen social de los estudiantes. Por eso, dichos programas adoptan un modelo de “compensación”,  primero orientados hacia la lucha contra el “fracaso escolar” y, posteriormente, contra la “exclusión educativa y social”. Se trata de funcionar sobre la base de una ruptura del principio de igualdad formal en educación para, en su lugar, asegurar medios financieros y educativos suplementarios a favor de situaciones de desventaja escolar. En el ámbito anglosajón se denominan affirmative action y en el francés y español discriminación positiva. En todos ellos se pretende corregir la desigualdad social por un refuerzo focalizado en zonas donde el fracaso escolar es más elevado. En el ámbito del Proyecto EuroPEP (Demeuse et al., 2008), que involucró a ocho países europeos, las políticas prioritarias de la educación se definen en términos generales como:

“Las políticas destinadas a actuar sobre las desventajas educativas a través de medidas  o programas de acción específicos (ya sean dirigidos con criterios o razones socioeconómicas, étnicas, lingüísticas o religiosas, regionales o escolares), que proponen proveer a las poblaciones así determinadas algo más (o ‘mejor’, o ‘distinta’)” (Demeuse et al., 2008:12).

En el ámbito de dicho Proyecto EuroPEP (Frandji, 2008; Rochex, 2011) se han distinguido tres grandes fases, variables en su solapamiento según la historia de cada país, donde unos elementos se pueden superponer a los anteriores.

[1] Políticas de compensación. Iniciadas en USA, dentro del Estado del Bienestar (Welfare State), en la década de 1960 en la llamada “guerra contra la pobreza” lanzada por el presidente Johnson, con “programas de compensación educativa para grupos desfavorecidos”, acordando medios suplementarios y movilizando los recursos para luchar contra las desigualdades escolares en territorios urbanos o donde se concentran las poblaciones más desfavorecidas. Progresivamente se extienden a otros países, con motivo de las reformas (comprehensive school) para asegurar la transición a una escuela media o secundaria para todos (Francia, Bélgica, Suecia, Inglaterra). Así, las Áreas de Educación Prioritaria (Education Priority Areas o Education Action Zones) en el Reino Unido y las Zonas de Educación Prioritaria (Zones d’Action Prioritaire) en Francia, los Territorios Educativos de Intervenção Prioritària en Portugal o, en América Latina, el Plan Social Educativo (PSE) en Argentina a partir de 1993 y los restantes planes que le siguieron. En América Latina es en los noventa cuando se extienden las políticas compensatorias como estrategia para aminorar las desigualdades sociales con programas especiales en contextos desfavorecidos. Más a menudo se adoptan políticas territorializadas: se aportan y movilizan recursos adicionales para luchar contra la desigualdad educativa en territorios de poblaciones urbanas donde se concentran los más desfavorecidos.

En cualquier caso se entiende que los dispositivos “compensatorios” debían permitir cierta igualación de recorridos y oportunidades escolares que la simple apertura para todos de la institución escolar, por sí sola, no podría garantizar. La argumentación para dichas políticas de tipo compensatorio es que, dado que la igualdad de acceso no llega a garantizar la igualdad de oportunidades, será necesario compensar los déficits de carácter social, cultural o lingüístico que victimizan a los estudiantes que no logran sacar provecho de la escuela (Rochex, 2011).

La desilusión –sin embargo– llega pronto, al constatar las insuficiencias que  dichas medidas están teniendo para lograr la democratización de la enseñanza. En la década siguiente (noventa en Europa, los dos mil en América Latina) se formulan graves críticas desde la sociología, en la medida en que la educación no puede compensar las carencias sociales (“education cannot  compensate for society” se titulaba el conocido artículo de Bernstein de 1971). Las acciones paliativas en los márgenes de una sociedad y estructura escolar que permanecen sin modificar sustantivamente no pueden ir muy lejos. Junto con todo el problema que arrastran las ideologías deficitarias, estas políticas paternalistas impiden poner la atención en lo que pasa en el interior de la escuela, en el propio funcionamiento del sistema escolar y en su currículum, como generadores de desigualdades. Sin una reconstrucción de sus prácticas, cultura y modo de funcionar, la pretendida democratización no acontece. Cuando la calidad de las escuelas es desigual, siendo mejor para los más favorecidos, contribuyen a incrementar la desigualdad. Desde una perspectiva crítica se cuestiona no entrar en los contextos comunitarios y locales con opciones transformadoras (Correia, 2004).

 [2] Lucha contra la exclusión. Desde fines de los años 80 se tiende a minimizar las desigualdades del aprendizaje para girar la cuestión gira más en torno al tema de la exclusión, interesándose no sólo sobre el abandono escolar, sino también sobre la desigualdad y la justicia social. Más que la igualdad, se trata de “mejorar la suerte de los vencidos en la competencia social”, al decir de François Dubet. El surgimiento de nuevos problemas sociales (violencia, desempleo, la integración a largo plazo), particularmente en las áreas urbanas, hace que se planteen nuevas estrategias y objetivos para los “grupos en riesgo”. Esta transformación se aprecia en Inglaterra con motivo del “nuevo laborismo” de Blair. El objetivo compensatorio se desdibuja para orientarse a una lucha contra la exclusión y la cohesión social. No se aboga por una sociedad igualitaria, sino por una equidad en la que la ciudadanía tenga garantizado el acceso a un nivel básico de bienes sociales (educación, oportunidades, salud) y se sientan incluidos en la sociedad.

El “principio de diferencia” de Rawls inspira las políticas de equidad que, más allá de la igualdad formal, conduce a garantizar a todos unos conocimientos y competencias clave, que posibilite su realización e integración social en una sociedad del conocimiento (Dubet, 2005). Por su parte, importada del Reino Unido, la noción de “inclusión” implica, no la creación de una sociedad igualitaria, sino de una sociedad en la que todos los ciudadanos tengan un acceso garantizado a los niveles mínimos de los bienes sociales, sintiéndose incluidos en una empresa social común.

[3] Individualización y maximización de oportunidades de éxito. Adaptar la escuela a la diversidad de individuos para maximizar las potencialidades de cada uno. A partir de los años 2000, a nivel internacional, se aboga por una “escuela inclusiva” que maximice las oportunidades de éxito de cada individuo o grupos. Se observan en Europa el crecimiento de los dispositivos dirigidos a públicos diferentes: los hijos de inmigrantes y las minorías, los niños en riesgo de abandonar los estudios, a las “necesidades específicas”. Se multiplican los programas y los dispositivos, así como los objetivos y públicos a los que se dirigen, como muestra el que algunos programas se dirijan, paradójicamente evocando la “equidad”, a estudiantes no por su desventaja sino por sus “altas capacidades intelectuales”. Las nuevas narrativas hablan de una escuela inclusiva que atiende las necesidades específicas de cada estudiante. El objetivo de los programas de educación prioritaria (PEP) ahora, comenta Rochex (2011:80), es “detectar y movilizar el potencial de cada niño lo más temprano posible con el fin de ofrecerle un medio escolar y educativo suficientemente rico y estimulante para que pueda desarrollarse óptimamente”.

En un contexto de despolitización y “desociologización”, propio de una época de individualización, más que combatir las desigualdades, se trata de maximizar las oportunidades de cada uno, cualesquiera sean sus condiciones sociales. Correia (2004) formula, al respecto, la siguiente crítica:

La promoción de una cultura de la tolerancia, susceptible de respetar la diferencia, pero ocultando el hecho de ser, generalmente, una expresión de una profunda desigualdad e injusticia social, constituye el “cuadro de fondo” en torno al cual se organiza una “ideología de la inclusión” en el campo educativo que, disociada de la crítica social, contribuyeron a una pedagogización de los problemas sociales y, consecuentemente, al refuerzo de las perspectivas psicologizantes de la problemática de la desigualdad y de la injusticia social (Correia, 2004:232).

Una cierta inquietud surge a la vista de los resultados que muestran fehacientemente las estadísticas, como hace el Proyecto EuroPEP (Demeuse et al., 2008), que hay una ausencia de mejora significativa de la situación de los más desfavorecidos en el conjunto del sistema educativo. Las políticas concebidas e implementadas para producir una igualdad de resultados han sido decepcionantes.  Las políticas compensatorias nacieron en un período de optimismo acerca de las potencialidades de la escuela para lograr una sociedad más igualitaria. El optimismo ha dado lugar al desencanto, cuando no al escepticismo. Al final, con objetivos bienintencionados, se puede abocar a consolidar un sistema educativo paralelo (el de los Programas de Educación Prioritaria) dirigido a “otro” público escolar, en un sistema que dice pretender la democratización e inclusión.

3.3. Una vía de salida: asegurar un currículum común para todos

Son, pues, muy diversas las alternativas que se han barajado para resolver el problema de la justicia social con los grupos en situación de desventaja. Dados los problemas insolubles que tiene la defensa de una igualdad de oportunidades (un sueño o una ficción necesaria, al decir de Dubet), en una redistribución cultural, se ha pasado a una cierta igualdad de resultados, garantizando para todos –al menos– unos aprendizaje prioritarios que constituyen la base común de conocimientos y competencias. Esto exige que los objetivos educativos se redefinan en términos de competencias, más que de saberes. La Unión Europea (2005) ha formulado una propuesta de competencias clave, lo que ha situado el tema de reformular el currículum escolar en la agenda actual de reformas educativas de los países europeos. Por su parte, en América Latina, aparte de las iniciativas nacionales, la actual propuesta de Metas Educativas 2021 como meta general quinta propone: “Ofrecer un currículo significativo que asegure la adquisición de las competencias básicas para el desarrollo personal y el ejercicio de la ciudadanía democrática”.

De este modo, con el referente de la formación a lo largo de la vida, se entiende que la finalidad de la escolaridad obligatoria es que todos los alumnos adquieran las competencias necesarias para la vida. Es un deber para el Estado y los gobiernos garantizar el derecho de los ciudadanos a una educación que garantice poder integrarse en la vida pública sin riesgo de exclusión. Rawls (1996) lo expresó bien cuando manifestó que la sociedad debe intentar que todos los ciudadanos “aún cuando no tienen capacidades iguales, si tienen, al menos en grado suficiente, las capacidades morales, intelectuales y físicas que les permiten ser miembros plenamente cooperantes de la sociedad a lo largo de sus vidas” (pp. 216-217).

En una perspectiva como la de Rawls, la justicia de un sistema escolar no se mide sólo como un competición pura, sino por la manera en que trata a los más débiles, cuando mejora sus condiciones. En este caso el sistema menos injusto no es el que reduce la diferencia entre los más débiles y los más fuertes, sino el que garantiza a los menos favorecidos las adquisiciones y las competencias claves o básicas. Las desigualdades serían aceptables siempre y cuando contribuyeran a mejorar, cuando menos a no empeorar, a los alumnos más débiles. Por eso, en el ámbito educativo se ha propuesto como una vía de salida, en una redistribución de la cultura, la idea de determinar unos aprendizajes fundamentales, a conseguir para todos, sin que ello signifique  una posible “bajada de niveles”. “En este caso, un sistema educativo justo –es decir, menos injusto– no es necesariamente uno que reduzca las desigualdades entre los más fuertes y más débiles, sino que garantiza que los alumnos menos favorecidos adquieran lo que se entiende como competencias y conocimientos básicos” (Dubet y Duru-Bellat, 2007:282).

Por tanto, un modo para reducir la desigualdad fundamental es garantizar los conocimientos indispensables y competencias clave a los más desfavorecidos, encontrando su propia vía de éxito y realización personal. Un sistema escolar, si no más justo sí menos injusto, es aquel que puede garantizar la renta cultural básica sin la cual no sería un ciudadano de pleno derecho. En el ámbito de las políticas salariales y de la salud un sistema justo garantiza unos mínimos (como el salario mínimo, la asistencia médica o las ayudas que protegen a los más débiles de la exclusión total). Tales garantías pretenden limitar los efectos desigualitarios de los sistemas meritocráticos. Sabemos que no todos pueden alcanzar los mismos niveles de excelencia, pero todos deben tener garantizado unos umbrales básicos (mejor que mínimos), por debajo de los cuales quedarían excluidos. Como ha visto bien Dubet (2005) y yo mismo (Bolívar, 2010), esta perspectiva supone un cambio profundo del papel de la escuela, relacionado con la equidad. En primer lugar habría que determinar bien el contenido de cultura básica a garantizar a todo el alumnado. Eso supone volver a los orígenes de la escuela pública que no era atenuar las desigualdades sociales cuando dar una cultura común a todos.  Como señalan, en un buen libro, Veleda, Rivas y Mezzadra (2011):

Esto implica fijar una meta curricular clara para el conjunto de los alumnos, a la cual se aspire desde todas las esferas del sistema educativo. De otro modo, sólo los alumnos más favorecidos verán acrecentar sus ventajas, ya definidas por la estructura social, a través de los aprendizajes logrados y su valor social. Modificar las metas del sistema educativo, y pasar de los objetivos de máxima prescriptos –que sólo unos pocos alcanzan– hacia objetivos importantes y realizables para todos supone anteponer, como lo plantea Dubet (2011), la igualdad de posiciones a la igualdad de oportunidades (Veleda, Rivas y Mezzadra, 2011:129).

Si bien es muy relevante el papel de la escuela para promover la equidad, debido a que los sujetos excluidos del sistema educativo también lo son de la inserción laboral; en las últimas décadas se ha destacado que quienes no tienen unas competencias clave no alcanzan la plena ciudadanía, al estar impedidos para ejercer plenamente sus derechos y la participación en los bienes sociales y culturales. La condición de ciudadano comprende el “currículum básico” indispensable que todos los ciudadanos han de poseer al término de la escolaridad obligatoria (capital cultural mínimo y activo competencial necesario para moverse e integrarse en la vida colectiva); es decir, aquel conjunto de saberes y competencias que posibilitan la participación activa en la vida pública, sin verse excluido o con una ciudadanía negada (Bolívar, 2008).

Esta concepción de la justicia, en torno al denominador común a conseguir, implica reestructurar el currículum para determinar los contenidos curriculares comunes que todo alumno debe adquirir al término de la escolaridad obligatoria. Amartya Sen (1995) habla, en este sentido, de “igualdad de capacidades de base”. En términos educativos se podría también significar por el término “competencias clave” (Rychen y Salganik, 2006) como el conjunto de conocimientos, destrezas y actitudes esencial para que todos los individuos puedan realizarse como miembros activos de la sociedad. A la vez, esta garantía no debiera limitarse a las competencias escolares, debe incluir la utilidad social de los estudios y posibilidades de acceso al mercado laboral. Obliga, por tanto, a redefinir los currículos y a preguntarse por la utilidad social de la formación.

La construcción de la justicia educativa, como señalan Veleda et al. (2011:138) para el caso argentino, “debería pasar ineludiblemente por la garantía del acceso a los aprendizajes prioritarios a todos los alumnos”. En lugar de estar obsesionados con la excelencia, el currículum de la educación obligatoria debe definirse en términos del currículum compartido que todos deben saber, bien entendido que eso no impide otros puedan ir más lejos.

El principio de diferencia de Rawls, es decir la preocupación por los más débiles, nos llevaría a entender la equidad como garantizar el bagaje de conocimientos y competencias indispensables para su inserción social y laboral y participar activamente en el ejercicio ciudadano.  Este enfoque permite, a la vez, contrarrestar la crueldad del modelo de igualdad de oportunidades meritocrática. Posibilita, a la vez, redefinir los objetivos de la educación común obligatoria, en lugar de que todos tengan que dominar unos contenidos que, de hecho, se convierten en excluyentes para algunos. Por ejemplo, en España, ahora –por sus efectos– podemos decirlo, establecer un currículum común comprensivo en la Educación Secundaria Obligatoria se ha convertido en un listón al que no todos llegan, quedando excluido un tercio del alumnado.

Como dice Dubet (2005) una “escuela justa” ya no puede ser hoy, inevitablemente, una escuela de la “igualdad” real de oportunidades, pero sí tiene el deber moral de pretender, equitativamente, asegurar la renta cultural básica, imprescindible para ejercer la ciudadanía. Al revés, este tronco común de conocimientos y competencias clave bien puede representar  la cultura común que refunda de nuevo la escuela pública; lo que no impide pretender una formación cultural más amplia para otros. Así afirma:

En realidad, se debe cambiar la norma de la escuela obligatoria, no para disminuirla, sino para otorgarle otra función. En lugar de fijarla a través de un programa que muy pocos alumnos cumplen, se debe definir aquello a lo que cada uno tiene derecho, sobreentendiéndose que, una vez alcanzado ese umbral, nada impide ir más lejos e incluso mucho más lejos. ¿En nombre de qué se puede privar de más matemáticas, poesía o tecnología a los alumnos que gustan de esas disciplinas, siempre que la manifestación de su talento no se convierta en la norma y no afecte aquello a lo que todos tienen derecho? [...]. Al ubicar la cultura común en el centro de la escuela, se trata menos de renunciar a la excelencia que de invertir el orden de prioridades. La cultura común es exigente, porque crea una obligación: la de hacer todo lo posible para alcanzar ese resultado (Dubet, 2005:60-63).

Los límites de la equidad  no son por “arriba” sino, por así decirlo, por “abajo”. Como decían los padres fundadores de la escuela republicana francesa, el objetivo no es enseñar todo lo que sería posible saber, sino que todos aprendan “lo que no debiera permitirse ignorar”. Pues bien, las competencias básicas, una vez determinados unos indicadores de dominio mínimamente exigentes, bien pudieran representar la cultura básica compartida por toda la ciudadanía, ahora ya –desde el reconocimiento– sin pretensión homogeneizadora. Otro asunto, en cualquier caso, es la falta de integración actual con el currículum tradicional por asignaturas o áreas que, efectivamente, puede dar lugar a agudizar una dualidad, reproductora del contexto social (a veces es al revés: el contexto social reproduce el escolar). A tal fin, el currículum escolar ha de ser reelaborado con el objetivo que el grupo con grave riesgo de vulnerabilidad social llegue a ese umbral común. Lo primero es que “todos” tengan asegurado su derecho a la educación, cifrado en los conocimientos y competencias indispensables. A este problema, bien conducidas, puede ser una respuesta las competencias clave, que los currícula comprehensivos no han dado.

No se trata tanto de una definición minimalista de los contenidos escolares, con unos saberes mínimos para los sectores más desfavorecidos, tampoco de dar un papel utilitarista a lo que se aprende en la escuela, como aducen otros, cuanto de asegurar aquello que, juzgado como imprescindible en nuestra sociedad, todos los alumnos y alumnas deban poseer al término de la escolaridad obligatoria, dado que condicionará su desarrollo personal y social, poniéndolo en situación de riesgo de vulnerabilidad social. De ahí que haya que evitar la palabra “currículum mínimo”, porque lo fundamental o clave no es un mínimo sino lo necesario para la vida.  El piso (socle, en francés) no puede convertirse en el tope o techo, pero sin cimientos, no puede construirse edificio alguno.

Un paso adelante en este sentido lo representan en Argentina la determinación, por consenso, de los “Núcleos de Aprendizaje Prioritarios”, aún cuando la tarea deba ser proseguida para su desarrollo a nivel de Escuela Media y, sobre todo, acompañada de políticas educativas integrales que posibiliten su implementación efectiva para todo el alumnado. En Europa, Francia ha sido el país que ha ido más lejos, al inscribir la introducción de la base común de conocimientos y competencias dentro del objetivo, más amplio, de conseguir que todos los alumnos concluyan con éxito sus estudios (Thélot, 2004). La Ley de Orientación  de la Enseñanza de abril de 2005 (conocida, por el ministro, como “Ley Fillon”) fija como obligación del Estado (art. 9) que todo centro escolar debe “garantizar a cada alumno los medios necesarios para la adquisición de una base común (socle commun), constituida por un conjunto de conocimientos y de competencias cuyo dominio es imprescindible para llevar a cabo con éxito la escolaridad, proseguir la formación, construirse un futuro personal y profesional y salir adelante en la vida en sociedad”. Se trata, en sentido fuerte, de refundar los objetivos originarios de la educación pública (republicana): el Estado debe garantizar a toda la ciudadanía aquello que se considere imprescindible dominar al acabar la escolaridad obligatoria.

De este modo, el enfoque de competencias básicas posibilita definir y determinar un nivel común de conocimientos y competencias, como compromiso a adquirir por todo el alumnado. Como dice la referida Comisión Thélot: “Tal base nunca ha sido formalmente definida y mucho menos se ha garantizado su dominio. Es urgente, si se quiere en verdad que todos los alumnos tengan éxito en la escuela, definir por una parte la base común y, por otra, establecer las condiciones que permitan garantizar que todos los alumnos la dominen”. Si todos los alumnos no pueden alcanzar lo mismo, equitativamente todos deben adquirir dicho núcleo común. El éxito educativo para todos “se refiere ante todo a que dota a todos los alumnos y futuros ciudadanos con conocimientos, competencias y reglas de comportamiento considerados hoy indispensables para una vida social y personal exitosa” (Comisión Thélot, 2004).

Ofrecer a todo el alumnado una escolaridad común requiere, paralelamente, redefinir la cultura común. Este currículum no es igual ni se identifica con la suma acumulativa de los programas de todas las asignaturas o disciplinas que forman parte de los distintos cursos de la educación obligatoria, sino aquello que es indispensable para moverse en el siglo XXI en la vida social, sin riesgo de verse excluido. Como tal, la Administración educativa se compromete a que todo alumno, al término de la escolaridad obligatoria, pueda adquirir realmente los conocimientos, competencias y actitudes que compongan dicho bagaje común. Independientemente de las lógicas selectivas, es expresión del principio de equidad que el sistema educativo debe proponerse para todos (Dubet, 2005). Si todos los alumnos no pueden alcanzar lo mismo, equitativamente todos deben adquirir dicho núcleo común. En el caso de que el alumno estuviera en una situación de dificultad para adquirirlo la Administración se comprometería, con medios extraordinarios o compensatorios, a que lo adquiriera. Como he defendido ampliamente en otro texto, acompañado de otro conjunto de medidas coherentes, me parece por ello una salida.

Coda

La escuela, situada en un entorno desigual, parecería condenada a reproducir dichas desigualdades. De ahí que una mayor justicia en la escuela pudiera suponer actuar más en reducir las desigualdades sociales que en reformas educativas. Este fue, en parte, el diagnóstico pesimista de los sesenta y setenta. Desde entonces hoy relativizamos, en parte, dicho diagnóstico para concentrarse en lo que puede hacer la propia escuela. Siendo conscientes del papel determinante que suele jugar el entorno escolar, igualmente lo somos del propio papel que puede jugar la escuela en producir o reducir las desigualdades escolares. Una cosa parece clara: aun cuando los márgenes de acción de las escuelas tengan sus limitaciones, cuanto más eficaz sea una escuela más justa será y, mayor aún, si la eficacia redunda en beneficio de los alumnos en desventaja social o escolar.

Actualmente nos importa más qué puede hacer la escuela para neutralizar dichos factores externos y conseguir un buen aprendizaje para todos. Pienso, como Linda Darling-Darling-Hammond (2001:42), que –una vez alcanzada la escolarización de toda la población escolar– nuestro reto para el siglo XXI “es que las escuelas garanticen a todos los estudiantes y en todas las comunidades el derecho genuino a aprender”, lo que supone que todos puedan comprender y manejar los instrumentos culturales. “Este nuevo desafío –continua diciendo Linda– no requiere un mero incremento de tareas. Exige una empresa fundamentalmente diferente. [...] Nos exige un nuevo paradigma para enfocar la política educativa”.

En fin, reducir las desigualdades sociales y escolares y promover políticas educativas equitativas, de acuerdo con el conocimiento acumulado, implica actuar –de modo convergente y a lo largo del tiempo, para que sean sostenibles– en varios frentes: entorno familiar de los alumnos, configuración del sistema educativo, y a nivel de escuela, incidiendo en la enseñanza-aprendizaje a nivel de aula. Que una sociedad sea más justa, también depende de la contribución que haga el sistema educativo. La mejora de la eficacia no está, como frecuentemente se ha creído, reñida con la lucha contra las desigualdades, pues no cabe una escuela justa si no es eficaz. Al tiempo, no se puede construir un sistema educativo más justo en una sociedad donde crecen las desigualdades. Como señalan al final de su texto Veleda et al. (2011:189), “la justicia social, si bien no la garantiza, es la condición primera de la justicia educativa. Sin embargo, ello no justifica perpetuar enfoques y prácticas que no hacen otra cosa que mantener o profundizar desde el sistema educativo las desigualdades que ya existen”. La política educativa  tiene un papel de primer orden en una gobernanza de la educación que sitúe a los actores en un escenario propicio la construcción de la justicia educativa.

Comparto con Juan Carlos Tedesco (2010) que muchos de los cambios educativos de las últimas décadas han carecido del necesario sentido social de para qué queremos la educación. La construcción de una sociedad más justa, que apueste decididamente contra la determinación social de los aprendizajes, bien puede constituirse en una cuestión central de las políticas de mejora de la educación. Por eso, el siglo XXI puede (y debe) ser el siglo de la justicia social, un ideal que oriente las acciones de los actores en los procesos educativos. En la sociedad de la información y en una economía del conocimiento, una variable clave y condición necesaria –aparte de otras– para la inclusión social es una educación de calidad para todos. Pero para conseguirlo, hemos de querer construir sociedades más justas. De ahí que deba ser un objetivo prioritario. Como señala en el referido escrito:

El déficit de sentido del nuevo capitalismo ha sido analizado desde múltiples perspectivas. […] La demanda o la búsqueda de justicia social es una constante en la historia de la humanidad. En esta etapa del desarrollo social, dicha búsqueda está ocupando un lugar central en los debates acerca del destino, tanto individual como colectivo, porque se han erosionado los factores que en el pasado impulsaban la vigencia de altos niveles de solidaridad orgánica. […] Esta tarea excede obviamente las posibilidades de la educación escolar. Sin embargo, permite colocar la acción de la escuela en el marco de un proceso más amplio, de construcción de sentido socialmente compartido (Tedesco, 2010:20-22).

Por eso me parece una buena iniciativa, que apoyo, dedicar esta Revista Internacional de Educación para la Justicia Social (RIEJS) a dicha problemática así como el Grupo de Investigación (GICE) de la Universidad Autónoma de Madrid que la promueve. Uno de los retos futuros, en el que habrá que trabajar, es ir más allá de los planteamientos que han dominado hasta ahora (también en España) los discursos críticos. Una escuela eficaz puede contribuir a una mayor justicia social. No cabe defender una democratización de la escuela limitada a las relaciones de los actores si no garantiza también buenos aprendizajes para todos. El reto de las sociedades actuales, la “nueva cuestión social”, es el grave riesgo de exclusión (social y escolar) de una parte de la población. Una lucha decidida contra el fracaso escolar y exclusión social, en pos de una equidad en educación, pasa por la mejora de los procesos educativos.

Referencias

Benadusi, L. (2011). Meritocracia e giustizia sociale. Mondoperario, 1, 21-26. Recuperado de http://www.mondoperaio.it

Bobbio, N. (1993). Igualdad y libertad. Barcelona: Paidós e ICE/UAB.

Bolívar, A. (2004). Ciudadanía y escuela pública en el contexto de diversidad cultural.
Revista Mexicana de Investigación Educativa, 20(1), 15-38. Recuperado de http://www.comie.org.mx/revista/Indices/indice20.htm

Bolívar, A. (2005). Equidad educativa y Teorías de la Justicia. Revista Electrónica Iberoamericana de Calidad, Eficacia y Cambio en Educación (REICE), 3(2), 42-69. Recuperado de http://www.rinace.net/arts/vol3num2/art4.htm

Bolívar, A, (2008). Competencias básicas y ciudadanía. Caleidoscopio. Revista del CEP de Jaen, 1, 4-32. Recuperado de http://revista.cepjaen.es/numero_01/articulos.html

Bolívar, A. (2010). Competencias básicas y currículo. Madrid: Ed. Síntesis.

Canário, R., Alves, N., y Rolo, C. (2001). Escola e exclusão social. Lisboa: Educa.

Correia, J.A. (2004). A construçao politico-cognitiva da exclusao social no campo educativo. Revista Educaçao Unisinos, 8(15), 217-246. Recuperado de http://www.unisinos.br/revistas/educacao

Darling-Hammond, L. (2001). El derecho de aprender. Crear buenas escuelas para todos. Barcelona: Ariel.

Demeuse, M., y Baye, A. (2008). Mesurer et comparer l'équité des systèmes éducatifs en Europe. Education et Formations, 78, 137-149. Recuperado de http://www.education.gouv.fr/pid317/revue-education-formations.html

Demeuse, M., Frandji, D., Greger, D., y Rochex, J.Y. (Eds.) (2008). Les politiques d’éducation prioritaire en Europe. Conceptions, mises en oeuvre, débats. Lyon: Institut National de Recherche Pédagogique.

Demeuse, M., Frandji, D., Greger, D., y Rochex, J.Y. (Eds.) (2009). Comparaison des politiques d’éducation prioritaire en Europe. Informe de Investigación para la Comisión Europea. Programa Sócrates 2. Lyon: Institut National de Recherche Pédagogique.

Derouet, J-L., y Derouet-Besson M.C. (2009). Repenser la justice dans l’éducation et la formation. Berna: Peter Lang/INRP.

Dubet, F. (2005). La escuela de las oportunidades ¿Qué es una escuela justa? Barcelona: Gedisa.

Dubet, F. (2011). Repensar la justicia social. Contra el mito de la igualdad de oportunidades. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
Dubet, F., y Duru-Bellat, M. (2004). Qu’est-ce qu’une école juste. Revue française de Pédagogie, 146, 105-114.

Dubet, F., y Duru-Bellat, M. (2007). What Makes for Fair Schooling?. En M. Duru-Bellat, R. Teese y S. Lamb (Eds.), Education and Equity: International Perspectives on Theory and Policy (Vol. 3, pp.275-291). Dordrecht: Springer.

Duru-Bellat, M. (2002). Les inégalités sociales à l’école. Genèse et mythes. Paris: P.U.F.

Duru-Bellat, M. (2009). Le mérite contre la justice. Paris: Les Presses de Sciences Po.

Duru-Bellat, M., Teese, R., y Lamb, S. (Eds.) (2007). Education and Equity: International Perspectives on Theory and Policy (3 vols.). Dordrecht: Springer.

Escudero, J.M., González, M.T., y Martínez, B. (2009). El fracaso escolar como exclusión educativa: comprensión, políticas y prácticas. Revista Iberoamericana de Educación, 50, 41-64. Recuperado de http://www.rieoei.org/rie50a02.pdf

Farrell, J.P. (1997). Social equality and educational planning in developing nations. En L. J. Saha (Ed.), International Encyclopedia of the Sociology of Education (pp.473-479). Oxford: Pergamon.

Farrell, J.P. (1999). Changing conceptions of equality of education: forty years of comparative evidence. En R.F. Arnove y C.A. Torres (Eds.), Comparative Education. The dialectic of the global and the local (pp. 149-177). Lanham, MA: Roman & Littlefield Publishers, Inc.

Fernández Mellizo-Soto, M. (2003). Igualdad de oportunidades educativas. La experiencia socialdemócrata española y francesa. Barcelona: Ed. Pomares.

Fernández Mellizo-Soto, M. (2005). Política educativa, igualdad de oportunidades y pensamiento político. En M. de Puelles Benítez (Coord.), Educación, igualdad y diversidad cultural (pp.53-67). Madrid: Biblioteca Nueva.

Frandji, D. (2008). Compensation (politiques de). En A. Van Zanten (Dir.), Dictionnaire de l’éducation (pp.72-75). Paris: P.U.F.

Fraser, N. (1997).  Iustitia Interrupta: Reflexiones críticas desde la posición “postsocialista”. Santa Fé de Bogotá: Siglo de Hombres Editores/Universidad de los Andes.

Fraser, N. (2008). Escalas de justicia. Barcelona: Herder.

Fraser, N., y Honneth, A. (2005). ¿Redistribución o reconocimiento? Un debate político-filosófico. Madrid: Morata.

Gargarella, R. (1999). Las teorías de la justicia después de Rawls. Barcelona: Paidós.

Hanushek, E.A. (2002). Teacher quality. En L. T. Izumi y W. M. Evers (Eds.), Teacher quality (pp.1–12). Stanford, CA: Hoover Press. Recuperado de http://edpro.stanford.edu/hanushek/admin/pages/files/uploads/Teacher quality.Evers-Izumi.pdf

Habermas, J. (1999). La inclusión del otro. Estudios de teoría política. Barcelona: Paidós.

Honneth, A. (1997). La lucha por el reconocimiento: por una gramática moral de los conflictos sociales. Barcelona: Crítica.

Honneth, A. (2010). Reconocimiento y menosprecio. Sobre la fundamentación normativa de una teoría social. Madrid: Katz Editores.

Kukathas, C., y Pettit, P. (2004). La teoría de la Justicia de John Rawls y sus críticos. Madrid: Tecnos.

Lynch, K., Baker, J., y Lyons, M. (2009). Affective Equality: love, care and injustice. Basingstoke: Palgrave Macmillan.

Medeiros, M., y Diniz, D. (2008). Paradigmas de justiça distributiva em políticas sociais. Revista de Estudos Universitários (Sorocaba, SP), 34(1), 19-31.  Recuperado de http://periodicos.uniso.br/index.php/reu/article/view/348/349

Meuret, D. (Dir.) (1999). La justice du système éducatif . Bruselas: De Boeck.

Murillo, J., y Hernández, R. (2011). Hacia un concepto de justicia social. Revista Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación, 9(4), 7-23. Recuperado de http://www.rinace.net/reice/numeros/arts/vol9num4/art1.html

Nozick, R. (1988). Anarquía, Estado y utopía. México: Fondo de Cultura Económica.

Nussbaum, M.C. (2004). Beyond the social contract: toward global justice. The Tanner Lectures on Human Values (pp.413-508, vol.24). Salt Lake City: The University of Utah Press. Recuperado de http://www.tannerlectures.utah.edu/

Perrenoud, P. (2003). Construir competencias desde la escuela. Santiago de Chile: Comunicaciones Noreste, 2ª ed., y Dolmen Ed.

Power, S. (2008). How should we respond to the continuing failure of compensatory education? Orbis Scholae, 2(2), 19-37. Recuperado de http://www.orbisscholae.cz/archiv/2008/2008_2_02.pdf

Puyol, A. (2010). El sueño de la igualdad de oportunidades. Crítica de la ideología meritocrática. Barcelona: Gedisa.

Rawls, J. (1979). Teoría de la justicia. Madrid: Fondo de Cultura Económica.

Rawls, J. (1996). Liberalismo político. Barcelona: Crítica.

Rawls, J. (2002). La justicia como equidad. Una reformulación. Barcelona: Paidós.

Ribotta, S. (2009). John Rawls, Sobre (des)igualdad y justicia. Madrid: Dykinson.

Roemer, J.E. (1998a). Equality of opportunity. Cambridge, MA: Harvard University Press.

Roemer, J.E. (1998b). Igualdad de oportunidades. Isegoría, 18 (1998), 71-87.  Recuperado de http://isegoria.revistas.csic.es

Rochex, J.I. (2011). Las tres “edades” de las políticas de educación prioritaria: ¿convergencia europea ? Propuesta Educativa, 35, 75-94. Recuperado de http://www.propuestaeducativa.flacso.org.ar/

Rychen, D., y Salganik L. (Compls.) (2006). Las competencias clave para el bienestar personal, económico y social. Málaga: Aljibe.

Sandel, M. (2000). El liberalismo y los límites de la justicia. Barcelona: Gedisa.

Schmidt am Busch, H.C. (2010). ¿Se pueden alcanzar los objetivos de la Escuela de Frankfurt mediante la teoría del reconocimiento? Arxius de Sociología, 22, 95-114. Recuperado de http://www.uv.es/sociolog/arxius/

Sen, A. (1995). Nuevo examen de la desigualdad. Madrid: Alianza Editorial.

Sen, A. (1996). Capacidad y bienestar. En M.C. Nussbaum y A. Sen (Compls.), La calidad de vida (pp. 54-83). México: Fondo de Cultura Económica.

Sen, A. (2000). Desarrollo y libertad. Barcelona: Planeta.

Sen, A. (2010). La idea de la justicia. Madrid: Taurus.

SITEAL (2010). Atlas de las Desigualdades Educativas en América Latina. Buenos Aires: Sistema de Información de Tendencias Educativas en América Latina, UNESCO-IIPE. Recuperado de http://atlas.siteal.org/

Taylor, C. (1993). El multiculturalismo y la “política del reconocimiento”. México: Fondo de Cultura Económica.

Tedesco, J.C. (2010). Educación y justicia: el sentido de la educación. Madrid: Fundación Santillana. XXV Semana Monográfica de la Educación.

Thélot, C. (presidente). (2004). Pour la réussite de tous les élèves. Rapport du débat national sur l’avenir de l’école. Paris: La Documentation Française. Recuperado de http://www.debatnational.education.fr/. Edición española parcial en: El aprendizaje de todos los estudiantes: principal compromiso de la escuela. México: Secretaría de Educación Pública. Cuadernos de la Reforma, 2007. Recuperado de http://basica.sep.gob.mx/reformasecundaria/

Unión Europea (2005). Recomendación del Parlamento Europeo y del Consejo de la Unión Europea sobre las competencias clave para el aprendizaje permanente. Bruselas: Comisión de Comunidades Europeas.
Urquijo Angarita, M.J. (2007). El enfoque de las capacidades de Amartya Sen: alcance y límites. . (Tesis Doctoral, Universidad de Valencia, España). Recuperado de http://tdx.cat/handle/10803/9862 

Van Parijs, P. (1993). ¿Qué es una sociedad justa? Barcelona: Ariel.

Veleda, C., Rivas, A., y Mezzadra, F. (2011). La construcción de la justicia educativa. Criterios de redistribución y reconocimiento para la educación argentina. Buenos Aires: CIPPEC-UNICEF- Embajada de Finlandia. Recuperado de http://www.cippec.org/

Vinovskis, M.A. (1999). Do Federal Compensatory Education Programs  really work?: A brief  historical analysis of Title I and Head Start. American Journal of Education, 107(3), 187-209.

Walzer, M. (1993) Las esferas de la justicia: Una defensa del pluralismo y la igualdad. México: Fondo de Cultura Económica.

Young, I.M. (2000). La justicia y la política de la diferencia. Madrid: Cátedra.

 

 

El contenido de esta página requiere una versión más reciente de Adobe Flash Player.

Obtener Adobe Flash Player