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RIEJS
HORIZONTE NORMATIVO PARA UNA EDUCACIÓN JUSTA EN SOCIEDADES DEMOCRÁTICAS. UNA REFLEXIÓN DESDE AMÉRICA LATINA [1]

Introducción

Es fácil convenir que el mayor problema de la educación latinoamericana es su desigualdad, la que constituye una enorme injusticia, ya que la educación no solo no está contribuyendo a la construcción de una sociedad más justa, sino que ha llegado a ser uno de los principales mecanismos de reproducción de la injusticia presente. En el centro del debate está el cuestionamiento a las importantes desigualdades y asimetrías que afectan a nuestros sistemas educativos y que se expresan en graves problemas de calidad, de inequidad en su distribución y de segregación social. Situación que al parecer encuentra parte de sus raíces en la ausencia de una definición societaria y deliberativa de la educación y sus políticas.

¿Por dónde partir para cambiar las cosas?

Creemos necesario repensar la educación desde las orientaciones y principios valóricos-normativos que le otorgan su sentido y regulan su campo de acción. Reflexionar respecto del tipo de educación que se necesita y requieren nuestros sistemas educativos, para contribuir en la construcción de sociedades más justas y democráticas. Una educación más justa e igualitaria; más democrática y participativa, no es sino consecuencia de recuperar y explicitar este sentido más social y cultural de la educación, y alinear sus acciones para responder a las necesidades y problemas sociales. Proponemos así, la necesidad de construir un “horizonte normativo”, esto es un referente ético-político, ampliamente aceptado y compartido, que exija una educación igualitaria. Un consenso de este tipo permitirá compartir un fin y ponerse entonces a la tarea acordar y negociar los medios más eficaces para llegar a la meta bosquejada.

A primera vista, puede parecer iluso el poner el énfasis en algo aparentemente tan etéreo como el acordar  un “horizonte normativo”, sin embargo hoy se considera posible aspirar a construirlo, dada la transversal importancia que se le concede a la educación para mejorar la sociedad, la política y la economía y dada también la capacidad de movilización social que la demanda por una educación mejor y distribuida de un modo justo, está teniendo en la región. Es el momento de detenerse y reflexionar respecto de la sociedad que se desea construir (en la cual ser y hacer), y por tanto, debatir y acordar la educación que aporta en dicha dirección. Es la oportunidad para aprovechar los espacios y demandas surgidas desde los actores y que reciben un apoyo transversal de parte de la sociedad, para establecer diálogos y congregar el interés público a favor de la igualdad y la justicia social, enmarcados en la necesaria búsqueda de sociedades democráticas. Es quizás ese interés compartido lo que permitirá construir y validar un nuevo horizonte normativo para la educación en cada una de nuestras sociedades latinoamericanas.

Desde nuestra mirada, la crisis de nuestros sistemas educacionales actuales no compete o responde solamente a temas de gestión y finanzas; de acceso o cobertura; de rendimientos o estándares; de sofisticados y rigurosos sistemas de evaluación o control, o de sustituir horas de una materia por otra. Lo que está en juego finalmente, es una crisis de su legitimidad democrática: ya no se cree que la educación latinoamericana sea un camino de movilidad social. De cara a esta situación es preciso establecer un proceso de discusión y deliberación capaz de consensuar una nueva finalidad y sentido político de la educación, a partir del cual se pueda ordenar y alinear todas las medidas y políticas específicas.

Se hace necesario entonces, abrir el abanico de la discusión hasta los cimientos valóricos y normativos que rigen un sistema determinado. De entender y reposicionar el lugar que le compete a los sistemas y le cabe a la escuela, para avanzar hacia sociedades más justas y democráticas. Solo desde ahí se podrá discutir fructíferamente el conjunto de temas más  delimitados: ¿cómo debe organizarse el sistema educacional?; ¿cuáles han de ser los aprendizajes prioritarios y contenidos a privilegiar en la educación?; ¿cómo debe distribuirse ésta en la sociedad?; ¿quién responde por la educación pública?, ¿qué supone e implica la educación pública?, ¿hasta dónde llega y que supone el derecho a la educación?; ¿quién y/o quiénes debieran educar a los ciudadanos?... En efecto, las respuestas que puedan darse a estas cuestiones estarán ligadas, inevitablemente, a la visión sobre aquello que consideremos mejor, más justo y deseable en este plano.

Para contribuir a este incipiente debate, este artículo expone y discute algunos paradigmas de la filosofía política y ética, en tanto pueden aportar al debate en torno a los fundamentos de un sistema educacional distinto. El texto se divide en dos puntos. En primer lugar, se hace referencia al contexto, recordando la situación en la que está hoy la educación latinoamericana y recordando también dos momentos históricos donde se constituyeron determinados “horizontes normativos” que sirvieron de orientación a los avances desde la constitución de los sistemas educativos hasta hoy. Desde ese contexto se perfila la tarea. En un segundo punto, se recoge parte de la reflexión del pensamiento ético-político del siglo XX, para delimitar algunas de sus contribuciones al desafío de formular un nuevo horizonte normativo que proponga una idea de justicia en educación que responda a los requerimientos de una sociedad democrática e igualitaria. Concretamente se lee, desde este punto de vista, el liberalismo social de Ralws, la perspectiva comunitarista de Taylor y Sandel y la mirada republicana de Pettit. Para finalizar, compartir algunas reflexiones respecto de cuál debiera ser el nuevo horizonte normativo para la educación en América Latina que, a la luz de las perspectivas anteriores, refuerce el ideario democrático-igualitario.

1. La educación en América Latina. Contexto y discurso educativo

1.1. Situación educacional de América Latina
El contexto de América Latina está marcado por la pobreza y la gran desigualdad. Las caracterizaciones que se hacen de él enfatizan ya el escándalo moral que entrañan las profundas diferencias, ya la inexistencia de sociedades unitarias y la presencia de un profundo “dualismo” de sociedades donde los pobres y los ricos habitan de hecho mundos distintos y opuestos, al punto que los ricos se suelen sentir una clase acosada (O’Donnell, 1999). Se vuelve a hablar de “explotación” y pervive el “racismo”.

De hecho, América Latina y El Caribe es la región más desigual del mundo[2]: el ingreso de la quinta parte más rica es 19,7 veces mayor que el ingreso del 20% más pobre y una de cada tres personas es pobre con variaciones, desde países donde los pobres superan el 50% de la población como Bolivia, Paraguay, Honduras o Guatemala a otros en los que el porcentaje de pobres es inferior al 20% como Costa Rica, Uruguay y Chile[3].

Esta pobreza y desigualdad se corresponde con variadas formas de desigualdad educativa, la que se expresa en fuertes brechas de cobertura y aprendizaje entre los sectores pobres y ricos de la población: sistemáticamente los más ricos logran más y mejor educación que los más pobres; los sectores urbanos más que los rurales, los urbanos no indígenas más que los urbanos indígenas y los rurales no indígenas más que los rurales indígenas (Román y Murillo, 2009). Si bien es cierto que las diferencias en cobertura han tendido a disminuir en educación primaria, siguen siendo relevantes, persisten en secundaria (Román, 2009) y, son aún más acentuadas, en educación superior. Así, hoy alrededor del 93% de la población latinoamericana concluye la primaria (el 88% del 20% más pobre y el 98% de los más ricos), pero solo el 52% concluye la secundaria, con una distancia entre el primer quintil y el quinto que va de 24% a 83.5%. Estas diferencias por niveles socioeconómicos se extreman en educación superior donde, a nivel de la región la concluye menos del 1% del 20% más pobre contra un 27,1% del quinto quintil (CEPAL, 2011). Para aquilatar estos datos es importante consignar que hoy en América Latina para tener ingresos laborales mayores que el promedio hay que haber cursado al menos 15 años de estudio y para tener menor probabilidad de caer en la pobreza que el promedio hay que haber concluido 12 años de educación formal; así quien completó secundaria dobla los ingresos de quien posee primaria incompleta, pero quienes logran completar la universidad alcanzan en promedio una renta seis veces más alta que quienes solo cursaron algunos años de primaria (Ibídem, p. 15-17).

Sin embargo, el problema mayor hoy día es la segregación escolar, esto es la separación entre pobres y ricos, en la escuela. Hay, de hecho, escuelas para pobres y escuelas para ricos (peor aún, hay escuelas pobres para los más pobres y escuelas dotadas para ricos). En América Latina, más del 80% de los estudiantes del decil superior de ingresos asisten a establecimientos privados pagados (SITEAL, 2006). En comunidades de estrato alto de Perú o Chile por cada 20 estudiantes de ese estrato hay uno que no lo es; contrario sensu, en comunidades de estrato bajo de Argentina cada 19 estudiantes de ese estrato hay uno que no lo es. A nivel regional, en una escuela de estrato alto o bajo por cada 10 estudiantes del mismo estrato hay uno que no lo es; esta relación, en los países de la OCDE es de la mitad (5 a uno) (CEPAL, 2007[4]). Así, estamos del todo lejos de tener sistemas heterogéneos, donde se valore y promueva la integración en la diversidad, la mixtura social, esencial para la formación integral y plena.

La segregación escolar cambia la métrica de la consideración de la justa o injusta distribución de la educación. Hasta ahora hemos estado considerando la escolaridad como una categoría homogénea, porque la meta era lograr la universalización de la educación. Hoy estamos en otra etapa y no es posible seguir hablando del mismo modo. La forma en que los niños, niñas y jóvenes se distribuyen en las instituciones educativas de acuerdo a los niveles sociales, culturales y – principalmente – económicos de sus familias, importa mucho. En este desarrollo y formación resulta relevante considerar las características de los 6, 8 o 15 años de escolaridad que cada uno cursó: ¿qué le enseñaron? ¿a qué relaciones sociales tuvo acceso? Preguntas que inevitablemente abren otras: ¿qué aprendizajes debe adquirir toda persona para vivir en el siglo XXI? ¿qué relaciones sociales queremos que se experimenten (y aprendan) en la escuela? Lo que nos conduce definitivamente a la obligación de precisar la sociedad que queremos construir y en la cual vivir juntos.

1.2.  Horizontes normativos

La situación educacional de América Latina, como se ha visto, presenta graves insuficiencias sobre todo porque refleja la gran desigualdad social y económica de la región. Sin embargo, mirando para atrás, es necesario afirmar también que se ha dado un desarrollo educativo persistente desde comienzos de la república hasta hoy. Vamos a indicar, sumariamente y con sus claro oscuros, las perspectivas ético-políticas (horizontes normativos) que han sostenido este impulso de la educación.

En primer lugar hay que mencionar el republicanismo que liga directamente la necesidad de educación del pueblo con la democracia. Se trata del pensamiento político-educativo predominante en América Latina, desde el momento de la independencia a la reglamentación legal de la educación obligatoria, lapso que en varios países duró más de cien años. El convencimiento republicano se expresa con claridad en el grito de Faustino Domingo Sarmiento (1849) ¡Educar al soberano!, para quien:

"La empresa gloriosa de nuestro siglo es la de difundir en toda la masa de habitantes de un país cierto grado de instrucción, para que cada uno pueda abrirse honorablemente acceso a la participación de las ventajas sociales y tomar parte en el gobierno, de todos y para todos. (…) La palabra democracia es una burla, donde el gobierno que en ella se funda, pospone o descuida formar al ciudadano moral e inteligente". [5]

Esta perspectiva ético-política está detrás del desarrollo de la educación obligatoria en América Latina, prescripción que se legisló en los diversos países entre fines del s.XIX y comienzo s.XX. Ella liga auto-gobierno e ilustración: un pueblo ignorante “puede ser gobernado… pero solo un pueblo ilustrado puede gobernarse”  (Valentín Letelier). Sin embargo, hay que notar que el republicanismo del s.XIX posee un límite que se ha expresado con fuerza en la trayectoria de la educación de América Latina. Si bien propicia la educación del pueblo, es claro en que se trata de “otra” educación distinta a la de la élite, más primaria y restringida; el reconocido Andrés Bello es explícito:

“El conocimiento que se adquiere en estas escuelas erigidas para las clases menesterosas, no debe tener más extensión que la que le exigen (sic) las necesidades de ellas… lo demás no solo sería inútil, sino hasta perjudicial, porque se alejaría a la juventud de los trabajos productivos”.

En los sesenta, cerca de ciento cincuenta años después de las independencias, nos encontramos con una segunda perspectiva ético-política que es la que sostiene la expansión de la educación más allá de los mínimos de la escuela primaria. Se trata de las teorías del desarrollo y la modernización que postulan el necesario paso de la sociedad tradicional a la industrial, en el cual la educación posee un rol central para el crecimiento económico. Un momento particularmente expresivo de esta perspectiva fue la Conferencia sobre Educación y Desarrollo Económico y Social en América Latina, realizada en Santiago en marzo de 1962. En sus palabras de introducción a la conferencia Raúl Prebish expresa sin ambages la funcionalización de la educación al crecimiento económico:

“Hay formas de educación –las de adiestramiento técnico- que van a contribuir directamente al aumento de la producción, y hay otras que solo podrán abordarse plenamente cuando el crecimiento del ingreso por habitante permita disponer de los recursos necesarios para hacerlo”.

El desarrollismo de los sesenta hace presente dos ideas claves que nos acompañan hasta hoy: la de “capital humano”, según la cual los trabajadores “se han convertido en capitalistas (…) debido a la adquisición de conocimientos y técnicas que tienen un valor económico” (Schulz, 1968:135-136) y la relación educación, movilidad social y surgimiento de las “élites” (Lipset y Solari, 1967).

Más recientemente y de un modo menos homogéneo, pero persistente se ha dado el advenimiento del modelo de mercado para pensar y organizar la educación. El caso extremo y paradigmático ha sido la transformación de la educación en Chile durante la dictadura y más precisamente en la década del 80. Según esta perspectiva ético-política, el Estado asegura un mínimo a todos, pero -a partir de esa base- opera el mercado, vale decir quienes pueden desestiman ese “mínimo” y compran una educación de mayor calidad y quienes reciben el mínimo y quieren seguir recibiendo educación deben pagar por ella o endeudarse para adquirirla. Un texto muy claro al respecto es la Directiva presidencial de Pinochet en 1979:

En adelante, el Estado "centrará el énfasis en la educación básica y (…) cumplirá su deber histórico y legal de que todos los chilenos, no solo tengan acceso a ella, sino que efectivamente la adquieran y así queden capacitados para ser buenos trabajadores, buenos ciudadanos y buenos patriotas".
Alcanzar "la educación media, y en especial, la superior, constituye una situación de excepción para la juventud, y quienes disfruten de ella deben ganarla con esfuerzo (...) y además debe pagarse o devolverse a la comunidad nacional por quien pueda hacerlo ahora o en el futuro (...)”.[6]

Llegados hasta acá es posible postular que nos encontramos frente a un vacío, un déficit de “horizonte normativo” en educación.

Es claro que ya no basta postular la educación para todos y dar una educación universal de tipo restringido a las mayorías; tampoco es suficiente la visión limitada de los fines de la educación del “desarrollismo”, que la ve principalmente como un insumo para la economía, dejando en la penumbra los otros fines de la educación como la formación del ciudadano y la deliberación sobre la educación que necesitamos para enriquecer la democracia. Por último y además, la visión mercantil que ha penetrado en América Latina está muy alejada de una concepción de la educación como un derecho que se debe en forma igualitaria a todos y todas. En este contexto de falta de claridad de propósitos, las discusiones de política educativa suelen ser instrumentales y estar centradas más en los medios que en los fines; como si los “fines” estuviesen dados y fueran sólo la mantención del actual orden social y económico. De acá, la necesidad de volver a mirar el “horizonte normativo” de la educación, de cara a la sociedad justa y democrática que aspiramos construir.

Hoy vivimos un momento especial de la humanidad marcado por una megatendencia que se puede caracterizar por la globalización del capital, el individualismo y una fuerte desigualdad. Este ordenamiento es rechazado como injusto por la gran mayoría de la población de América Latina y se opone a sus tradiciones más fuertes. Es el momento u oportunidad de plantearse (o replantearse) la pregunta por la sociedad que se quiere y por la educación requerida para esa sociedad. Hay que congregar el interés público a favor de la igualdad y justicia social, en acuerdo en torno a sociedad democrática. Este interés compartido puede dar pie a nuevo horizonte normativo de la educación en nuestras sociedades: una educación para una sociedad democrática y justa, esto es la misma educación para todos. La democracia, como horizonte normativo de la educación, ofrece una necesidad progresiva de inclusión y, como consecuencia es un referente que pide constantemente más igualdad y también más respeto a la diferencia.

2. Paradigmas de la Justicia Social desde la Filosofía Política del Siglo XX

En busca de respuestas y criterios orientadores para este nuevo horizonte normativo, nos detendremos a examinar algunas concepciones ético-políticas relevantes respecto a la definición de una sociedad como justa, igualitaria u orientada hacia el bien común y derivar desde ellas, posibilidades y condiciones para una educación en perspectiva igualitaria y democrática.

El trabajo desde una filosofía política normativa se mueve en la línea de lo que se da en llamar ética social, y por tanto, se orienta por la pregunta respecto de los principios normativos que deberían regir o regular las instituciones de base de una sociedad, y no tanto por aquellos que regulan o deberían regular la ética individual. En particular, nos interesa poder articular las propuestas de algunas de esas expresiones filosóficas en las cuales hay un especial relevamiento de los temas de igualdad, justicia social, bien común o virtud ciudadana, y su eventual impacto o consecuencias para un ideario igualitario-democrático en la educación.

2.1. El liberalismo social de John Rawls[7]

En el marco de la filosofía política contemporánea, la obra de John Rawls representa un camino para fundamentar racionalmente la convivencia social y política de nuestras sociedades. Frente al comunitarismo y su prioridad del bien sobre lo justo, al anarcoliberalismo y a la “filosofía de la sospecha” de los postmodernos, que conciben el ideario universalista de la razón como un intento fallido de legitimación, Rawls, se adscribe a una perspectiva que busca un fundamento racional a la justicia.

La obra rawlsiana aspira a ofrecernos una teoría de la justicia como equidad (justice as fairness) que supere los problemas de los planteamientos modernos —desde Hume hasta Bentham y Mill— a través de la relectura de las tesis de Locke, Rousseau y Kant y que sea compatible con el liberalismo político. Para Rawls, los problemas morales surgen inevitablemente debido a la escasez de recursos y a los conflictos de intereses propios de nuestras sociedades. El reconocimiento de estos fenómenos alienta desde ya la pertinencia de la discusión sobre cuáles pueden ser los fundamentos más sólidos para una teoría de la justicia congruente con su perspectiva. Esto es, una discusión acerca del tipo de convivencia social y política desde la opción por el liberalismo político y, del mejor modo de sostenerla. Pero no sólo eso. Su teoría de la justicia aspira también a superar la que para él ha sido la tradición moderna predominante en el ámbito liberal anglosajón, el utilitarismo[8]. Principalmente, porque éste se revelaría incapaz de explicar y responder a nuestras propias intuiciones morales existentes en cuanto a que debe haber decisiones que pueden ser llamadas ecuánimes, actitudes calificables como correctas o incorrectas, instituciones juzgadas más o menos justas, y que en todos estos casos es factible dar un juicio que vaya mas allá de la conveniencia individual o grupal.

Recordemos que, en general, el utilitarismo representa una posición teleológica y consecuencialista en filosofía moral: presupone que cada quien actúa/decide y elige por sí mismo de acuerdo a cierta finalidad —éxito, bienestar, búsqueda de placer, exención del dolor y el sufrimiento—. Presupone, por consiguiente, que cada cual actúa, normalmente, en función de maximizar ese bienestar/éxito/felicidad. Éxito y bienestar, claro está, que cada cual no inventa desde la nada, sino que encuentra ya de algún modo preestablecido en el orden societal en el que está inserto. Así, serán buenas, útiles o justas aquellas decisiones que generan, vía cálculo costo-beneficio, mayor cantidad de bienestar para cada individuo o para el mayor número de ellos. El problema es que aquello que represente la mayor cantidad de bienestar para el mayor número de individuos es algo que puede tener diversas lecturas y consecuencias. Incluso, puede llegarse a una situación en la cual algunos, o eventualmente muchos, sean sacrificados en función de un pretendido éxito o bienestar para todos. Esto es precisamente lo que cuestiona Rawls: que para lograr sus metas, tanto el desarrollo como las políticas sociales, quienes encuentran su fundamento en esta perspectiva, no trepidarían en sacrificar a segmentos de sus propios ciudadanos. Todo ello justificado en la obtención, por ejemplo, del crecimiento económico (Rawls, 1995).

En el utilitarismo, la justicia queda limitada a sus aspectos de eficacia y eficiencia, es decir, de relación y cálculo de medios y fines, donde los fines quedan presupuestos y no discutidos públicamente. Para Rawls, en cambio, siendo pertinente ese ingrediente de racionalidad, es necesario recoger también lo razonable presente en la conducta de los ciudadanos y ciudadanas, como expresión de ciertos poderes morales, reflejados en la posesión –por cada sujeto-ciudadano-, de un sentido de la justicia y del poder de diseñar planes o proyectos de vida en función de alguna idea de bien deseable. Sobre la base de ese enfoque cuestionador del liberalismo utilitarista y de su idea de justicia como expresión de un cálculo racional, surge una cuestión principal en el trabajo de Rawls, que se repite bajo distintos conceptos y en distintos momentos de su obra: ¿cómo es posible que la reunión de un conjunto de ciudadanos libres, racionales, razonablemente informados, con principios morales y motivados por un egoísmo más bien moderado, puedan levantar una sociedad inspirada en principios imparciales de justicia?

El estadounidense elabora su teoría estableciendo la ‘prioridad absoluta’ de la ‘justicia’ por sobre cualquier concepción particular del bien[9]. Ella representa la primera virtud de las instituciones sociales y ha de prevalecer sobre otros criterios existentes, como el de eficacia, eficiencia, crecimiento o estabilidad. Una vez asegurada esta prioridad, una teoría de la justicia será más completa y preferible cuanto mejor sea capaz de satisfacer esas otras virtudes del orden social. Refiere directamente a la ‘justicia como imparcialidad’, esto es, en tanto refiere a aquellos principios rectores que puede compartir un conjunto de personas libres y racionales como soporte deseable del orden social y, del procedimiento requerido para establecer esos principios.

Un rasgo singular de la propuesta rawlsiana —identificable en su Teoría de la justicia— y a juicio nuestro, de gran valor, es que establece puentes entre filosofía política y filosofía moral, lo cual no dejará de tener consecuencias. Ello puede verse en el hecho de que la justicia, tratada como justicia social, tiene como objeto primario la estructura básica de la sociedad. Detrás de esta valoración subyacen algunas ideas básicas en las que se apoya, y que funcionan como una suerte de nociones previamente evidentes. Entre ellas, tienen particular relevancia las nociones de libertad y de cooperación social.

En Rawls, el problema central de una teoría de la justicia, apunta hacia la búsqueda de aquellos principios que mejor puedan realizar la libertad y la igualdad, ya que la sociedad es concebida como un sistema de cooperación entre personas libres e iguales. Busca elaborar una concepción de la justicia en función de las sociedades democráticas existentes y a partir de las intuiciones comúnmente compartidas por los miembros de estas sociedades. Los  principios de la justicia buscados –que encarnan su idea de justicia como equidad-, pretenden una validez universalizable y reposan en la consideración primaria de la persona/ciudadano como sujeto de iguales derechos y libertades y como persona moral. El objeto de los principios de justicia es la estructura básica de la sociedad es decir, la manera en la cual las instituciones de una sociedad -constitución, formas y estatutos de propiedad, sistema jurídico y económico-, se funden en un sistema y reparten los derechos, deberes e ingresos entre los individuos.

Animado por este propósito, enuncia su idea central del modo siguiente: “(...) la idea directriz es que los principios de la justicia para la estructura básica de la sociedad, son el objeto del acuerdo original. Son los principios que las personas libres y racionales interesadas en promover sus propios intereses aceptarían en una posición inicial de igualdad” (Rawls, 1995:24). Esta ficción llamada posición original o situación inicial, distingue su noción del ‘contrato social’ de las versiones clásicas, porque es meramente hipotética y no se corresponde con realidades dadas históricamente. Pero esto no es suficiente. A renglón seguido, Rawls trata de garantizar las condiciones procedimentales que concurren al acuerdo justo en torno a esos principios. Para ello, supone que esos principios de justicia "se escogen tras un velo de ignorancia" que les impide el acceso a informaciones sobre ventajas naturales o sociales que cada cual tendría en la realidad (Rawls, 1995:25-135)

Desde la posición original y tras el velo de ignorancia, los participantes sociales estarán en condiciones de acometer el ejercicio de un ‘equilibrio reflexivo’ entre lo racional y lo razonable. Pues bien, ¿qué principios de ordenación de las instituciones sociales (la estructura básica de la sociedad como objeto) elegirían personas racionales y razonables colocadas en situación de incertidumbre y bajo el velo de ignorancia? Sometidos a estas condiciones, los agentes aplicarían la regla del maximin, que pide que la situación del menos aventajado corresponda al máximo posible. Este planteamiento rawlsiano constituye un artificio para explicar que las personas/ciudadanos racionales y razonables escogen principios que regulan de manera legítima la distribución de los bienes sociales primarios: derechos, libertades, oportunidades, renta y riqueza, y las bases sociales de la autoestima. En este cuadro metódico, la idea de justicia como imparcialidad implicará: un principio de igual libertad, de mayor jerarquía e inalienable, y un principio que regula las desigualdades, supeditado a él. Ambos principios son un caso especial de una idea más general de justicia que reza como sigue: “Todos los bienes sociales primarios –la libertad y la oportunidad, la renta y la riqueza, y las bases de respeto mutuo -, deben distribuirse por igual a no ser que una distribución desigual de uno cualquiera de todos estos bienes beneficie a los menos favorecidos” (Rawls, 1995:281).

Así entonces, los principios escogidos por los ciudadanos colocados bajo esas restricciones, puestos como base para guiar la construcción de las principales instituciones de una sociedad que se pretende justa, serán los siguientes:

  1. Toda persona debe tener un igual derecho al más extenso sistema total de libertades básicas iguales, compatibles con un sistema similar de libertad para todos (principio de iguales libertades);
  2. las desigualdades sociales y económicas deben ordenarse de tal forma que ambas estén:
    1. dirigidas hacia el mayor beneficio de los menos aventajados (principio de diferencia) y,
    2. vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos bajo las condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades (principio de justa igualdad de oportunidades).

Estos principios se organizan de acuerdo con lo que llama orden lexical de prioridades (que resulta una suerte de tercer cuasi principio): ninguno de ellos puede anteponerse sin que antes se haya cumplido el precedente, considerado más importante. Entre ambos principios, el aseguramiento de las libertades civiles y políticas fundamentales tiene prioridad por sobre el principio de la desigualdad.

Rawls califica su idea como una concepción especial de la justicia, que sería valedera en un orden societal que garantizara a cada miembro un nivel de vida mínimo aceptable. Donde esto suceda, es poco probable que los individuos estén dispuestos a modificar sus libertades en función de mejorar su bienestar. Sin embargo, pueden darse situaciones en las cuales esos mínimos aún no han sido garantizados para todos, y en tal caso debería primar una ‘concepción general de la justicia’, mediante la cual podrían sacrificarse una o más libertades básicas si con ello se asegurase un mínimo aceptable, por debajo del cual no se está en condiciones de poder ejercer esas mismas libertades[10].

De este modo, una sociedad bien ordenada es una en la cual sus instituciones básicas pueden encarnar estos principios de justicia, y en la cual sus miembros son capaces de adherir a esos principios y sostener estas instituciones. De esta manera, Rawls lleva a cabo la tarea de reconstruir las intuiciones y juicios morales que están en la base de las democracias constitucionales —la estadounidense en primer lugar—, a fin de obtener principios de justicia que servirían de organizadores de la cooperación social de personas libres e iguales; ciertamente, en el contexto de la marcha histórica del capitalismo de mercado. El suyo, entonces, aparece como el esfuerzo para resolver el permanente conflicto que han tenido las sociedades liberales modernas para complementar los valores de la libertad y la igualdad en sus instituciones sociales.

¿Respuesta rawlsiana para superar las asimetrías que afectan a la educación?

Expuesto lo anterior, parece necesario abrir discusión sobre lo que hemos llamado horizontes normativos plausibles o deseables para nuestra educación. Dicho de otra forma, los actuales debates sobre educación han tenido en la reivindicación de mayor igualdad (justicia educativa), y de mayor participación (democratización), dos de sus ejes primordiales[11]. Cabe entonces situar esta tensión y demanda desde la perspectiva liberal social ya brevemente descrita, en búsqueda de criterios y luces que iluminen la problemática y colaboren sustantivamente en la superación de las asimetrías que hoy afectan a la educación, sus políticas y sistemas.

No es fácil responder a esta cuestión. Hay que decir, primero, que Rawls no incluye de manera directa a la educación como formando parte de los bienes sociales primarios. Aunque hay que tener en cuenta que la lista de esos bienes no es algo cerrado de una vez y para siempre. Por tanto, cabe la posibilidad de incorporar al listado en cuestión, bienes social-públicos que se han hecho tan centrales como la educación y la salud. En esta misma dirección cabe la promoción de una justa igualdad de oportunidades, alentada desde los dos principios de justicia rawlsianos, y en particular desde el principio de diferencia, extensible al campo educacional.

Es importante distinguir esta justa igualdad de oportunidades de la mera igualdad de oportunidades, adoptable desde una opción liberal-utilitarista en filosofía moral y política. En efecto, para el utilitarismo en general, lo que puede preferir cada individuo no debiera -en principio- verse limitado por algún ideal de justicia o de bien común, sino por las consecuencias reales o previsibles de las acciones y decisiones tomadas para el bienestar individual o grupal. Desde este paradigma, lo que pueda resultar más o menos justo, viene a ser una especie de resultante del conjunto de opciones y preferencias que se ponen en juego y compiten entre sí, tanto a nivel individual como grupal. Desde la perspectiva rawlsiana, una posición como esa no sólo afecta a ese ideal, sino también a todos aquellos a quienes –sea por causa del azar u otro tipo de situaciones previas-, no les va bien en el concurso por la realización de sus preferencias, es decir, los menos aventajados o favorecidos en capital social y cultural. Esta igualdad de oportunidades utilitarista, supone así, una igualdad educativa que promueve que los logros están en función del uso que cada cual hace de sus potencialidades y recursos propios (Savidan, 2007). Cada cual, en función de sus opciones y talentos, sostendrá que sus éxitos –educacionales en este caso- se deben –principalmente- o a su propio esfuerzo, o a un correcto uso de sus recursos. Desde el punto de vista utilitario, podemos presumir que una buena educación será aquella que permita a todos el mejor empleo de sus competencias y/o talentos individuales. Como lo expresa Rawls, de manera crítica: “la igualdad de oportunidades significa tener la misma oportunidad de dejar atrás a los menos afortunados en la lucha personal por alcanzar influencia y posición social” (Rawls, 1995:108).

Para Rawls, por el contrario, “los recursos para la educación no se asignarán única ni necesariamente, de acuerdo con lo que previsiblemente pueden rendir como capacidades productivas, sino de acuerdo también al valor que tengan como medios que enriquecen la vida personal y social de los ciudadanos, incluyendo aquí a los menos favorecidos” (Rawls, 1995:109). Su interpretación de la justicia desde el principio de diferencia profundiza esta visión de las cosas, en cuanto su ideal normativo de sociedad justa se orienta hacia una sociedad bien ordenada, en la cual ocupan un lugar muy importante las “bases sociales del autorespeto”; a partir del autointerés de cada cual[12]. Pero se trata de un autointerés capaz de salir de sí y comprender que no hay sociedad estable ni planes de vida realizables, sin cooperación social y acuerdos normativos básicos. Más aún, en Rawls, el principio de diferencia se orienta a concebir las desigualdades dadas como legitimas si y solo si contribuyen al beneficio de los menos aventajados (en capital social, capital cultural o medios económicos). Por tanto, ni la herencia, el mérito o las dotaciones naturales son justificaciones suficientes para legitimar como validas y pertinentes las desigualdades existentes respecto a la repartición de los bienes sociales primarios[13], los principios de justicia y la misma educación.

Una sociedad democrática entonces –como la que tiene en mente Rawls-, pone en su centro la posibilidad de edificar sus instituciones políticas y sociales al amparo de su idea de justicia como equidad, pensada ésta como una concepción eminentemente igualitarista. Ralws, sostiene que sí deseamos construir una sociedad bien ordenada y equitativa es preciso que regulemos las desigualdades. Razones y argumentos que resultan gravitantes para la forma de repartir sus bienes sociales fundamentales en países como los nuestros. La primera de esas razones según Rawls, es que le parece erróneo que haya alguna o mucha gente que no pueda acceder a los medios suficientes para satisfacer sus necesidades básicas, mientras otros –los menos- sí pueden hacerlo. En segundo término, le parece importante controlar las desigualdades económicas y sociales porque de esa forma se puede impedir que una parte de la sociedad domine al resto. Cuando esas dos clases de desigualdades son grandes, abren paso a la desigualdad política, esto es, a un poder político concentrado, con lo cual se asegura a unos pocos una posición dominante en el conjunto de la economía. Un tercer motivo para tener en cuenta  tiene que ver con lo que califica como “intrínsecamente malo” en la desigualdad. Esto es, aquellas desigualdades provenientes de la pertenencia a un status social distinto. Entre esas desigualdades le parece particularmente odioso “el status fijado por adscripción al nacimiento, al género o a la raza” (Rawls, 2002, p. 177-179)[14]. Su propuesta de justicia como equidad, tiene entonces en el centro la idea que el status fundamental en la sociedad política es el de una ciudadanía parigual. Sólo desde el punto de vista de los ciudadanos iguales puede entenderse la justificación de otras desigualdades.

En el recorrido anterior hemos establecido algunos rasgos de la forma en que Rawls aborda la articulación de libertad e igualdad pensando en sociedades democráticas, y orientada a regular la marcha de las principales instituciones sociales. Si esos son algunos de los argumentos principales que esgrime este pensador para apoyar su idea de justicia como equidad en distintos ámbitos, a un nivel general, ¿qué pasa entonces con la educación? ¿Deben los servicios educativos entregarse o ponerse a disposición del conjunto de la población, sin consideración especial por su edad, status socioeconómico, lenguaje, geografía, relación con la escuela, o nivel de habilidades? ¿O, más bien, la educación tiene que entregarse a los grupos en los cuales se vea que esa inversión tiene posibles retornos? ¿La política educativa tiene que basarse en un derecho universal de acceso, o en función de las diferencias que pueden mostrar los educandos?

No hay una respuesta unívoca a esas cuestiones. Quizá ello se deba a las propias virtudes y defectos en que se mueve su oferta normativa: virtudes, en cuanto pretende entregarnos un conjunto de argumentos que den sustento a ciertos principios de justicia que podrían orientar el diseño y evaluación de las instituciones sociales, incluida la misma educación. Defectos, en cuanto a que su excesiva abstracción e idealidad en que se mueve, deja de lado los contextos específicos, los conflictos históricos, las diversas tradiciones desde las cuales podrían adoptarse los mismos principios que ofrece. Sin embargo, a pesar de su grado de abstracción, los principios de justicia propuestos y su apuesta por un adecuado aseguramiento para todos de los bienes sociales primarios, tienen consecuencias para el tipo de distribución e incidencia de una institución y bien social como la educación.

Resulta más o menos claro que la realización adecuada de los tres principios de justicia (iguales libertades; principio de diferencia y principio de justa igualdad de oportunidades), como la promoción de lo que llama las bases sociales del autorespeto, demandarían un determinado acceso y carácter de la educación en una sociedad que se pretende democrática. O, dicho de otra forma, el tipo de acceso y educación proporcionado en una sociedad no puede ser ajeno a la obtención, implementación y estabilidad de los principios de justicia acordados de manera colectiva. Obviamente, siempre y cuando a esa sociedad le interesare discutir y orientarse mas o menos mancomunadamente acorde a ciertos principios de justicia.

A pesar de no haber una posición directa de Rawls respecto a si, por ejemplo, la educación tiene que estar en manos públicas o privadas, su concepción general de la justicia, los principios de justicia que se acuerdan, así como también, la necesidad de garantizar el acceso a bienes sociales primarios para el conjunto de los ciudadanos, señalan una cierta dirección. La educación tendría que ser más o menos coherente con su afirmación de que el estatus fundamental en la sociedad política, tiene que ser la ciudadanía parigual; un estatus que poseen todos en cuanto personas libres e iguales. Rawls sostiene que “las probabilidades de adquirir los conocimientos y técnicas culturales no deberían depender de la posición de clase; asimismo, el sistema escolar sea público o privado, debería ser diseñado para destruir las barreras de clase” (Rawls, 1995:79). Afirmación que se revela muy importante porque señala un camino para orientaciones más igualitarias y democráticas de un sistema de educación.

Así por ejemplo, si los sistemas educativos actuales reproducen la segmentación socio-clasista de la propia sociedad (como ocurre claramente en América Latina), entonces este, debería ser modificado para impedir que se repita tal situación. Actuaría aquí no sólo el principio de justa igualdad de oportunidades, sino también, el principio de diferencia. En efecto, el primero, tomado en sí mismo, es relativamente ciego frente a unas circunstancias de la justicia en las cuales los menos favorecidos o aventajados (en capital social, capital cultural o ingresos) no tienen posibilidades de mejorar sus posiciones y/o accesos a bienes básicos importantes. Al incorporar entonces el principio de diferencia, se hace necesario y posible subsanar las desigualdades inmerecidas en el campo educacional. De ocurrir entonces una situación como la descrita, el principio de diferencia asignaría recursos de modo de mejorar las expectativas a largo plazo de los menos favorecidos. Pero no solo eso. Rawls nos señala que de tomarse una decisión en pos de una educación que favorezca de manera especial a los menos favorecidos, el valor de la educación no puede medirse únicamente en función de la eficiencia económica o del bienestar social. Ella juega también un rol muy importante en relación a promover las adecuadas bases sociales del autorrespeto de cada ciudadano y ciudadana.

Es por eso, que sí las asimetrías en los sistemas educacionales se ligan a una “adscripción al nacimiento, al género o la raza”, o, a diferenciales ligadas a una pertenencia a distinto status social, las consecuencias resultan ser para Rawls, graves males y grandes vicios para la sociedad. Desde este punto de vista, la educación tiene una tarea importante para fortalecer la cultura política pública de una sociedad democrática, y ello pasa también, por ofrecer a todos sus miembros el capacitarlos para “disfrutar la cultura de una sociedad y para tomar parte en sus asuntos” (Rawls, 1995:104-105). Es decir, tiene también un rol que jugar en una formación para la ciudadanía, y no sólo, un papel para ofrecer algunos recursos y medios para que los sujetos puedan desenvolverse después adecuadamente en el espacio de la competencia mercantil o meramente productiva.

Desigualdades injustificadas en el campo educacional público marcarán la formación de sujetos con una débil base social de autorrespeto y estos sujetos, con una débil autoestima social, no estarán demasiado interesados en el fortalecimiento o participación en la cosa pública, con las consecuencias previsibles para la convivencia, el lazo social y la marcha de las instituciones. Es decir, con probables consecuencias negativas para el adecuado impulso formativo de virtudes cívico-ciudadanas y por ende, para la instalación de una auténtica democracia. Una democracia propiamente tal, reclama la adecuada participación, compromiso y soberanía ciudadana para decidir y evaluar los asuntos comunes de la mayor importancia para una vida en común más justa e igualitaria. La educación y sus políticas, sí pueden ser más igualitarias, formativas y justas, para –con ello-, promover ciudadanos más virtuosos, y por ese camino colaborar hacia una mejor democracia[15].

Dicho de otra forma, una adecuada consideración del principio de diferencia nos pediría mirar también las circunstancias de la justicia en las que se desenvuelve el acceso, calidad, gobierno y sentido de la educación público-privada ofrecida hasta el momento. O, cuando menos, llevar a preguntarnos si acaso las desigualdades existentes -así como las ambigüedades en la fijación de límites para la incidencia de lo privado- en el sistema educativo, están diseñadas, como dice Rawls, para destruir las barreras de clase y contribuir efectivamente al beneficio de los menos aventajados. Los tres principios enunciados que dan estructura y sentido a su idea de justicia como equidad (principio de iguales libertades y derechos, principio de justa igualdad de oportunidades, y principio de diferencia), ponen en el centro una actitud similar frente a la desigualdad como fenómeno: sólo pueden justificarse las desigualdades –por lo demás, inevitables- que sirven o favorecen tanto una justa igualdad de oportunidades, como a los  menos favorecidos en capital cultural y ventajas socioeconómicas. Así, la herencia ventajosa, el lugar de nacimiento, las dotes naturales, no deben verse como bienes privados apropiables, sino como disposiciones que están al servicio del colectivo. Dicho de otra forma, la herencia o las dotaciones naturales-sociales serán permisibles/aceptables siempre que las desigualdades resultantes sean para ventaja de los menos favorecidos o aventajados y, al mismo tiempo, compatibles con la libertad y la justa igualdad de oportunidades.

Como puede verse, no resulta una tarea simple delimitar las desigualdades justificables y el umbral de aquellas intolerables, en función de una mayor cohesión social y una sociedad democrática. Pero, ciertamente, abordar de manera decidida las conexiones entre libertades y desigualdad, desnaturalizando su actual lectura, como lo hace Rawls, resulta una tarea crucial para asentar una cultura política pública basada, al menos, en algunos mínimos ético-sociales compartibles, que impulsen una convivencia democrática, valorada y estable en el tiempo. En efecto, la indebida naturalización de las situaciones de hecho respecto al acceso y estado de los  bienes sociales y públicos, entre ellos la educación, terminan atribuyendo al azar, la evolución, el merito o talento de cada quien, es decir, justificando ad hominem las situaciones de hecho de cada uno, y por esa vía, silenciado y relativizando el rol que juegan las estructuras sociales y económicas.

Rawls, levanta la preponderancia de la idea de igualdad democrática, por sobre aquella de igualdad de oportunidades, como criterio ordenador de una sociedad justa y buena. Sus principios de justicia y la concepción general de ella, orientan la búsqueda de un sistema educacional más igualitario y participativo que trascienda los criterios de consideración meritocrática o utilitarista, estén basados en la herencia, en la posición social o el talento, o en el éxito vía competencia de todos contra todos. Si se asume y considera que los sujetos son miembros de una ciudadanía parigual, podemos considerar la educación no solo en función de proveer individuos informados para un adecuado desempeño en el mercado, sino también, como un espacio por medio del cual hacemos factible el afianzamiento del sistema democrático y la cultura política pública que este demanda. Es decir, sin sujetos/ciudadanos socializados en un ethos democratizador no se ve cómo el impulso y compromiso democrático pueda mantenerse y acrecentarse en el tiempo.

Por lo mismo es que la educación como bien social y como tema de interés público no podría dejarse solamente en manos de las familias o del sector privado y sus criterios de rentabilidad y eficiencia. Combatir las desigualdades injustificables resulta importante no solo para concebir un sistema educacional que capacite de manera adecuada a cada uno de sus miembros en información y conocimientos, sino también para asegurar una mínima formación ciudadana a todos los educandos. La visión rawlsiana representa una fuerte crítica a cualquier sistema basado en el status social  o en el privilegio y esto, es del todo extensible al espacio educacional. Más aún, Rawls señala que la pobreza o las desigualdades no son únicamente el eventual efecto perverso del mercado, sino también una resultante de la negación del carácter universal, integral e indivisible de los derechos humanos.

2.2. La perspectiva comunitarista. 

En el desarrollo del pensamiento político contemporáneo se ha venido conformando, al hilo de las lecturas del fenómeno del devenir de la modernidad, de sus implicancias políticas, morales y de su posible destino, una discusión compleja entre aquellos que sustentan posiciones de corte liberal, y algunos de sus críticos, los llamados, “comunitaristas”. Este debate se conecta  con el impacto que ha tenido la obra de J. Rawls, en 1971, Teoría de la Justicia, desde su aparición, tanto en lo referente a la filosofía política propiamente tal, como al debate ético y político que está allí implicado.

Los cuestionamientos al devenir de las sociedades liberales, a su democracia y a sus instituciones económicas y políticas, a las dificultades provenientes de su cultura, fueron generando condiciones para una crítica ligada a otras tradiciones filosóficas y políticas. El debate de los comunitaristas en torno a la tradición liberal remite por lo tanto a algunos de los grandes temas de discusión en el pensar político, ético y su tradición. Entre ellos destacan las oposiciones entre comunidad y sociedad, entre universalismo y contextualismo, entre autonomía moral o comunidad de bienes y valores; tópicos importantes al momento de reflexionar sobre el tipo de educación deseable.

No hay  una “escuela” común a la que pueda adscribírsele el rotulo de “comunitarista” de manera homogénea. Así como tampoco los temas de discusión son siempre claros, delimitados y unívocos. Tanto las influencias como las temáticas, se cruzan y posicionan de diferente manera según las perspectivas e intereses de cada uno de los participantes en este debate. Puede decirse, sin pecar de exageración, que este es un debate que apunta a fijar posiciones respecto al devenir de la modernidad política, a sus elementos  valórico/normativos y a la identidad colectiva de las personas. Por tanto, representa una suerte de evaluación de lo acaecido en estos planos con la marcha de la modernidad liberal y un análisis de sus fundamentos.

Las críticas comunitaristas tienen como blanco la visión liberal del hombre, la política y la sociedad, así como el ordenamiento moderno del derecho y la economía. Quizá podrían distinguirse, con los cuidados del caso, dos inflexiones en su interior: una más ligada a una relectura aristotélica de la política, los fines objetivos y la recuperación de las virtudes, a veces, con un sabor pre-moderno; otra, más ligada a Hegel y a la necesaria recuperación de la eticidad en la vida de los sujetos, que no reniega de las conquistas modernas, sino que le pone ciertas condiciones.

En América Latina, este debate se ha ido abriendo paso al compás de las modernizaciones de talante más bien neo-liberal de los últimos años, de los signos políticos y filosóficos que las sostienen, de sus relaciones con nuestro pasado, los cambios que introduce y lo que puede o debe esperarse para lo que viene. Las políticas sociales actuales se conectan con el fenómeno de globalización de los mercados y las tecnologías, con los procesos modernizadores, y por ende, plantean preguntas y dilemas que ya no tienen  una ubicación geográfica única. Aunque, por supuesto, hay que estar conscientes, que el debate comunitarista tiene por base a sociedades que han desarrollado instituciones políticas o sociales más o menos acordes al espíritu liberal. Esta diferencia de contexto obliga a realizar necesarias matizaciones, lo que no le quita pertinencia al este debate, ya que a partir de él podemos aprender sobre las instituciones, la democracia, la sociedad y la educación que deseamos, y los aportes o distorsiones que el proceso modernizador  introduce.

El nombre de “comunitarismo” y su modo de posicionarse frente a la filosofía política y la ética social moderna, se relaciona con el fundamento liberal en las sociedades políticas occidentales, centrado en valores como tolerancia, autonomía individual, libertades individuales, derechos. La reacción comunitarista representa un intento de enfocar las relaciones entre persona y comunidad política, entre bien y justicia, entre normas y contexto, como relaciones que tienen historia. Cuando los comunitaristas evalúan el destino de la modernidad como problemático, al menos en el ámbito ético/moral y político, el objeto a considerar es justamente su supuesta base más o menos liberal, situación que es vista como más o menos “responsable” o causante de las dificultades y crisis actual de la convivencia social y la política.

Esas dificultades son radiografiadas como una creciente anomia normativa, esto es, como el desdibujamiento de orientaciones normativas públicas compartibles. Lo que ha dado paso, entre otros fenómenos a la privatización, fragmentación social y desintegración de las identidades; a nuevas formas de violencia; a desmotivación ciudadana, con la consecuente crisis de lo político y de los partidos políticos y a un debilitamiento del rol del Estado. Todo lo anterior afecta a la educación, en general, que se ha visto empujada por los procesos modernizadores que ponen en su centro el crecimiento y el éxito económico dentro y fuera de las fronteras-país. Ese proceso conducido bajo la égida ideológica neoliberal, tiende a generar y reproducir situaciones y fenómenos, más bien negativos, como los señalados, que tienen que ver con el destino de la vida en común, y por ende, con las posibilidades para la misma democracia y la educación ciudadana. 

Con todo, los cuestionamientos comunitaristas tienen sus matices. Hay quienes en esa crítica parecen desear una modificación considerable de las bases liberales de la convivencia social y política, y sustituirla por una nueva forma de comunidad sostenida en ciertos bienes o valores fuertes compartibles. En cambio, otros, como Taylor por ejemplo (y en cierta medida también Habermas o Apel), realizan sus críticas desde el propio orden liberal, en la óptica de su radicalización-realización; esto es, intentan ver hasta dónde el propio orden liberal puede corregirse a sí mismo y hacerse compatible con una profundización de la democracia.

Para estos comunitaristas, resulta débil e insuficiente la propuesta liberal (tanto en lo teórico, como en lo práctico), en la medida en que ella no resuelve la tensión individuo-comunidad y argumenta que para la continuidad de las sociedades basta, en principio, con la defensa y resguardo de los derechos fundamentales individuales para todos sus miembros. Ellos plantean en cambio, que es la existencia misma de la sociedad es la que se ve permanentemente amenazada con un orden meramente liberal-individual, ya que con estas premisas no se logra elaborar una concepción común del bien que proporcione identidad, vinculo y horizonte valórico a la existencia de los sujetos. Incluso, es el mismo destino de la democracia el que se ve comprometido por la actitud y práctica liberal.

Conviene puntualizar dos cuestiones más respecto a lo sostenido recién. Por un lado, tener presente que comunitaristas y liberales operan sobre un suelo común: las sociedades occidentales (principalmente del Norte), que comparten históricamente diversas formas  de organizar la convivencia social, política y cultural. Desde ese suelo común de experiencias, marcadas por el sello liberal, es que surge el cuestionamiento actual de sus formas de convivencia. Lo segundo, conviene resaltar, siguiendo a Taylor (1997), -como problema ontológico- la doble interpretación posible de las conexiones entre individuo y sociedad, esto es: si la primacía la tiene el individuo como “átomo”; o, más bien, si primero es el todo, el conjunto, y luego el individuo.

Los liberales (Rawls, Dworkin, Nagel, Scanlon, adscritos a un liberalismo más igualitario; o los libertaristas como Nozick y Friedmann, y quizá el mismo Hayek), subrayan -con distintos énfasis- la primacía del derecho, el mercado  y las libertades individuales, por sobre la comunidad política o el rol activo del Estado. Por su parte, los comunitaristas, (MacIntyre, Sandel, Walzer, Taylor, Etzioni) insisten más en la prioridad y primacía de la vida en común y de los bienes colectivos compartibles. Para estos últimos, las mismas libertades individuales y los derechos consecuentes quedarían mejor resguardados y garantizados, legitimados, en tanto y cuanto se den y reproduzcan en ciertos contextos de vida comunitaria que los afirmen y sostengan (lo que denominan tradición de “civic republicanism”, en el cual podrían reconocerse un Walzer,  Bellah, y el mismo Taylor). Desde su mirada, la posición liberal genera fragmentación, inestabilidad e incertidumbre respecto de lo que está en juego: la propia identidad de los individuos y sus lazos significativos esenciales. Situación que en momentos de crisis, por ejemplo, o cuando hay deterioro de la política, puede desembocar en convulsiones mayores. El modo de asegurar hoy las pretensiones comunitarias y de enfrentar la disgregación y atomización a que conduce la forma actual del liberalismo sería fortalecer la participación y el compromiso ciudadano desde la base, la presencia y el cultivo de ciertos valores y prácticas y de una idea de bien común más fuerte y articuladora. Es decir, robustecer tanto las posibles opciones en favor de algún ideario de bien común, como, también, aquellas instancias prácticas, capaces de llevar el peso en esa reivindicación de poder unificador y de redundar en el fortalecimiento de las virtudes cívicas y en la resignificación de la política y la democracia (degradadas en su reducción a juego formal de decisiones). Entre ellas se pueden mencionar: la organización de los ciudadanos, la no neutralidad valórica del Estado, el impulso de la sociedad civil, el desarrollo de una educación ciudadana fortalecida.

De lo dicho puede inferirse que los acentos vendrán puestos, aunque no siempre claramente dilucidados, en los liberales, a favor del individuo, sus libertades, sus derechos, su derecho a la ruptura, a la forja propia de una identidad plural. Para los comunitaristas, a contrario sensu, el individuo no precede a sus fines, ni a una específica comunidad de pertenencia. Al contrario, solo puede vérsele con las finalidades,y darse a sí mismo una identidad –cualquiera sea esta- en medio de relaciones sociales determinadas que implican una historia y ciertas prácticas  morales.

El modo de enjuiciar esta primera opción o énfasis (por el “atomismo” individualista o su contrario), tiene su expresión y traducción en el debate ético-político, en la distinción entre el bien, los bienes y la justicia. Para los comunitaristas, el mismo ideario de justicia no puede llevarse a cabo como se debe si no cuenta con el complemento y concurso del desarrollo de virtudes cívicas, de algún ideario de bien y/o finalidad compartible. Dicho de otra forma, la prioridad la tiene el bien, los valores, una determinada vivencia de ellos en determinada cultura, por sobre una idea de justicia.

Desde la reflexión filosófica comunitaria, se trata de las consecuencias que tendría la posible implementación, no ya de unos criterios de justicia, sino de una idea de bien capaz de permear la vida privada de los sujetos y al mismo tiempo, la vida pública en su conjunto. Para que el desarrollo de los derechos individuales o, de la libertad real para todos, sea posible, tienen que poder articularse con el desarrollo de una eticidad de la democracia. Ello supone una reformulación del bien común. Lo que ahora se entienda por bien público o común tiene que determinarse desde la pluralidad de formas de entender lo bueno, lo justo, la felicidad, lo posible y/o deseable. Distintos proyectos de bien han de tener las condiciones normativas para poder expresarse y conectarse mutuamente sin que, a priori, uno de ellos pueda imponerse sobre los otros.

Dos de los más destacados exponentes de esta crítica al liberalismo –sea en su versión más social o en su versión neo-liberal (con la que tienen menos puntos en común claro está)-, son Charles Taylor y Michael Sandel. Ellos comparten en gran medida los ingredientes evaluativos y críticos de la matriz liberalista de la democracia política moderna que hemos sumariamente descrito más arriba y, articulan esos cuestionamientos a las formas de vida política y democrática actuales y a su origen moderno.

Entre los alcances cuestionadores que efectúa el comunitarismo a la herencia moderno-liberal podemos señalar tres, siguiendo la forma de presentarlos de Taylor (1994). Primero: tenemos la primacía del individualismo, bajo distintas facetas. Si por un lado, lo propio de la modernidad tiene que ver con la emergencia del individuo y su consagración, su autonomía, su búsqueda de autorrealización, por el otro, convertido en ismo esa visión tiende al desarraigo, a la pérdida de un sentido más compartido de la existencia, al exagerado autocentramiento en cada cual, empobreciendo con ello la vida de todos. Un segundo alcance, se refiere al predominio creciente y unilateral en diversos ámbitos de la existencia social, de lo que Taylor llama, razón instrumental. Mercado y Estado, mediante el prestigio de la ciencia y técnica, tienden a expandir los criterios validadores de una tecnologización creciente, puesta como vía regia para la solución de los males de la humanidad. Y, un tercero, se desprendería de la combinatoria de individualismo y racionalidad científico-técnica y sus efectos en el espacio sociopolítico (ciudadano e institucional).

Un efecto importante de todo lo anterior, es radiografiado por Taylor, como una pérdida en el ejercicio de la libertad, debido a la primacía de un tipo de racionalidad que no da cabida a la consideración de los fines y a su debate. Otra consecuencia, es el impulso del descompromiso de los  ciudadanos hacia su comunidad política: ocupado cada uno con su propio interés, las decisiones y dirección de lo común quedan cada vez más fuera de los deseos, necesidades o intenciones de los propios ciudadanos autoorganizados. Según  Taylor, el “malestar” con la modernidad, se mostraría entonces en el desencantamiento del mundo; la experiencia de fragmentación social, así como también, en la extensión del prestigio indebido de la razón  instrumental (Taylor, 1994).  

Por su parte, la validez de los derechos individuales (o derechos humanos), descansa en el "valor moral" que le reconocen quienes se atribuyen esos derechos. Tras los derechos y la cuestión de la justicia, lo que hay es un valor, una idea de bien o de lo bueno. Para Taylor, contrariamente a los liberales, todo sujeto nace y se forja una identidad en el marco de una determinada forma de vida, en la cual pre-existen evaluaciones y valores operantes en tanto criterios seleccionadores de preferencias y conductas. Luego, las posibilidades de elección y opción moral no son tan amplias como lo parece desde la autonomía moral racional. Desde un punto de vista político, a Taylor le interesa reforzar la democracia a través de la recomposición del lazo comunitario en el plano moral/político. Esto es algo factible siempre y cuando resituemos la primacía de los valores y los bienes en la conformación de la identidad político/moral de los sujetos y ciudadanos. Para abordar la fragmentación hay que trabajar propósitos democráticos comunes, desde la base de la sociedad y, hacerlo en diferentes planos y expresiones. Para abordar ese desafío de fortalecimiento democrático y reconstrucción de una moral compartida, en Taylor jugará un rol muy importante  la noción de reconocimiento: por una parte, de la igualdad política en el sentido moderno, por la otra, de las particularidades de las tradiciones culturales y las formas históricas de identidad emplazadas también como iguales entre sí.

En este mismo sentido, frente a la dignidad como un derecho (formal) -base de los derechos humanos -, estaría según Taylor la dignidad como valor, esto es, reconocida como un "potencial humano universal" que todos comparten (Taylor, 1994: 41). La conformación de las identidades personales y colectivas pasan también por la expresión de las necesidades de reconocimiento de cada cual, en su identidad y su diferencia, históricamente situadas. Desde su mirada, sólo un tipo de democracia ciudadana, participativa, comprometida desde abajo hacia arriba, podría hacerse cargo de esta importante dimensión de una identidad reclamada y no sometida a patrones externos (basados en la fuerza, o en la imposición cultural).

Por su parte, Sandel critica la definición liberal de la libertad, que conlleva una definición negativa de las libertades y, una preeminencia de lo que llama críticamente un “yo desvinculado” que se forja a sí mismo con independencia de las relaciones que ha ido tejiendo en el devenir de su existencia y le opone un yo enmarcado en el nosotros social (Sandel, 2004). Desde la mirada de Sandel y otros comunitaristas, no podemos vernos a nosotros mismos como seres independientes, como portadores de un yo individual desligados completamente de nuestras metas y adhesiones. Más aun, algunos de los roles que hemos asumido conforman en importante medida la persona que somos o hemos llegado a ser. Nuestra historia está siempre inscrita en la historia de las comunidades de las que se deriva la propia identidad y, esas historias tienen relevancia moral y no solo psicológica, por lo tanto, nos sitúan en el mundo y le dan a nuestras vidas su propia particularidad moral (Sandel, 2008). Así entonces, de lo que se trata es de implementar una política del bien común. Una en la cual caben los derechos ciertamente, pero no desligados de alguna visión más amplia en la cual se incluye alguna idea de bien colectivo ordenador en el espacio público.

Estas diferencias y sus matices se pueden ejemplificar por ejemplo en el campo educativo. Así, siendo del todo probable que liberales y comunitarios apoyen la educación pública, los primeros podránapoyarla “con la esperanza de que prepare a los estudiantes para ser individuos autónomos, capaces de elegir sus propios fines y de tratar efectivamente de alcanzarlos” (Sandel, 2008:211).  Mientras que los comunitaristas “pueden estar a favor de la educación pública porque esperan se prepare a los estudiantes para ser buenos ciudadanos, capaces de contribuir significativamente a las deliberaciones y a las actividades públicas” (Ibidem:211).  

A Sandel, le importa subrayar la conexión que existe entre los principios de justicia y lo que llama la “fuerza moral” de un conjunto de prácticas y valoraciones asumidas en una determinada comunidad y/o tradición. Sin embargo, advierte que no porque unas determinadas prácticas permanezcan en el tiempo en una cierta comunidad, eso es algo suficiente para hacerlas justas. El llamado de atención que él realiza apunta más bien a la necesidad  de no perder de vista que valores, normas y prácticas se dan siempre en un contexto socio histórico y cultural, y que ellas, de algún modo, reciben a cada nuevo sujeto-ciudadano que viene al mundo y le dan  el enmarque a su propia formación como sujeto y ciudadano. El sujeto-ciudadano en abstracto, libre para decidir sin interferencias, es un constructo teórico y a-histórico, por tanto, de algún modo irreal.

La educación desde los comunitaristas

Por último comentar que, aunque no haya aplicaciones directas a temas educacionales, la búsqueda de una educación más igualitaria y democrática puede encontrar en el comunitarismo democrático, un importante aliciente y una fuente de reflexión valiosa. En particular, porque para buena parte de los comunitaristas, las posibilidades de asentamiento y proyección de un sistema democrático requieren de la incidencia de una educación fuerte en la formación ciudadana, en la promoción de la participación política, en el impulso y consideración del cultivo de virtudes públicas en los individuos. Pero no solo eso. La escuela y la educación en general, son vehículos importantes para educar en la consideración y respeto de la dignidad de cada cual; de sus derechos propios, pero también, de los derechos de los otros; en  un tipo de formación del yo que pueda incluir a los que viven o piensan de diferente manera. Es decir, una educación que promueva el reconocimiento mutuo como condición de la realización de cada quien y, que al hacerlo, está continuando (recreando) también la sociedad en la que está siendo.

Vuelve aquí a ponerse sobre la mesa la importancia de las diversas comunidades en las cuales habitan los educandos, y sus rasgos para la promoción de una ciudadanía más integral. Siguiendo a Sandel, una educación no tiene solamente que seguir la economía y preparar para su ingreso en ella. Al mismo tiempo, y de manera prioritaria ella tendría que orientarse a la consecución de mejores ciudadanos. Unos ciudadanos que en medio del pluralismo de creencias, puedan contribuir de manera importante a las deliberaciones y las actividades públicas, de su comuna, localidad, ciudad, país o a nivel internacional, que el uso de las tecnologías actuales permite (una ciudadanía cosmopolita). Todo ello a diferencia de un liberalismo que pone exclusivamente el acento en el individuo, en su formación particular, girando en torno a sus propios intereses, pero que, en este camino, se despolitiza, pierde raigambre ciudadana, se desvincula del destino común que tiene que afrontar con otros ensimismado en su propio éxito personal. Y en todo esto, claro está, tienen un rol imprescindible los poderes públicos y la sociedad civil democrática a  distintos niveles. Desde la perspectiva comunitaria, estas no son tareas que puedan dejarse a merced de la lógica  del mercado, y la oferta y demanda. Las sociedades no tienen opciones respecto a formar y educar a sus hijos.

La educación para una ciudadanía democrática requiere la formación en un discurso auténticamente público y civil de los educandos durante el conjunto de su proceso formativo. Puede decirse que se requiere fortalecer la voz pública del interés común (la comunidad); para lo cual se requiere formación en capacidades deliberativas inclusivas. La voz pública y su formación cívica no son posibles cuando no existe una adecuada promoción de la imaginación y de su impulso por medio del cual podemos ir articulando, en un proceso en constante cambio y desarrollo, nuestro propio interés con el interés común.  Barber (2000) expresa que debemos aprender a debatir sobre escolaridad pública, sobre los modelos pedagógicos y sobre la inversión en educación en términos de esta crucial dimensión cívica. Señala, que una de las justificaciones originales más importantes para la creación de escuelas públicas era la necesidad que tenía la democracia de que sus jóvenes estén educados, tanto en conocimiento como en comportamiento, como ciudadanos competentes.

Un comunitarismo democrático persigue, por una parte, contrarrestar los signos del malestar con la modernidad liberal que afectan nuestras sociedades, debido al imperio del individualismo, al unilateralismo de la racionalidad instrumental/calculatoria, y al  despotismo de los subsistemas. Por la otra, sostiene que esos signos de malestar ponen en juego la posibilidad de seguir habitando un espacio que sea común, un espacio público compartible desde ciertos horizontes valorativos y actitudinales que, en el respeto mutuo de la multiplicidad,  haga  posible una convivencia que vaya más allá del mero exitismo, el rendimiento o del vacío ético y supere la desestructuración de las identidades que se estaría produciendo. Justamente, este es uno de los desafíos que podría asumir una democracia republicanista, por ejemplo, frente a una democracia de electores, centrada en el  equilibrio de  poderes elitarios, en la neutralidad de las instituciones públicas, o en la desconfianza de una ciudadanía activa.

2.3. El republicanismo democrático

Para finalizar, vamos a examinar algunas de las tesis centrales del republicanismo, una posición en filosofía política normativa que, en el campo de la oferta de sociedad, es crítica con la propuesta liberal. Ella puede tener distintos acentos y encuadres, muy relacionados con los énfasis y posturas políticas de cada autor. Es decir, no hay un solo republicanismo en plaza. Sin embargo no por ello se hace imposible discernir, para los fines que nos convocan, algunos caracteres comunes de la propuesta republicanista.

El republicanismo, comparte con los comunitaristas el cuestionamiento a los planteamientos liberales sobre el individuo y la sociedad y sobre el poder. Sin embargo, no lo hace desde el mismo prisma para ver esos límites ni para proponer caminos de salida. Mientras desde el comunitarismo se alienta una suerte de fusión entre ciudadanos y patria política, mediante la defensa de ciertos valores, creencias o tradiciones heredadas; para el republicanismo moderno y democrático no se puede dejar de considerar la presencia de la pluralidad y complejidad en las sociedades modernas.

El republicanismo muestra al menos tres rasgos que los distinguen y vuelven valioso para la reflexión política (y educacional) actual: i) su manera de plantear la libertad, entendida como no-dominación y autogobierno, y sus consecuencias para la cuestión de la igualdad; ii) la reivindicación y defensa de una ciudadanía virtuosa y políticamente comprometida;, y iii) el impulso de una idea “fuerte” de democracia y por tanto la defensa de una idea de Estado y gobierno comprometido (no-neutral) en la generación de condiciones reales de ejercicio de la cualidad de sujeto y de ciudadano de los miembros de un determinado espacio político-territorial (Bertomeu, Doménech y De Francisco, 2005; Ovejero, Martí y Gargarella, 2004).

Un rasgo central y fundamental de la postura republicanista tiene que ver con su forma de concebir y definir la libertad. El ideario republicano de libertad se distingue de la libertad liberal. Para el republicanismo democrático moderno, la libertad hay que entenderla como expresión de ausencia de dominación y/o interferencia arbitraria en el accionar de un sujeto. Desde este paradigma, la libertad se asume como expresión de una ausencia de dominio por otros (Ovejero, 2008; Skinner, 2002). Esto es, como lo subraya Philip Pettit (1999), libertad como ausencia de servidumbre o como no-dominación.  Cuando se habla aquí de “ausencia de dominio” de otros sobre uno mismo, se trata de diferenciarse de la perspectiva de “ausencia de interferencia” de otros sobre mí, que defiende el liberalismo de la libertad negativa. La no-interferencia y la no-dominación son situaciones distinguibles. Puedo ser interferido desde fuera de mí, y no siempre ello implica un mal, o una expresión de dominación sobre mi propia voluntad y sus cursos de acción. En cambio, no puede decirse lo mismo sobre la dominación. El ideal republicanista apunta hacia un ideal positivo de libertad política, es decir, de participación ciudadana en el autogobierno colectivo, como una forma de contrarrestar la servidumbre, la dependencia, o la esclavitud (De Francisco y Raventós, 2005).  

El poder ser libres implicara el poseer márgenes importantes para decidir con autonomía  como queremos vivir, pero, al mismo tiempo, siendo conscientes que esa elección no se da en un vacío, sino en tanto miembros de una comunidad política organizada. Se trata de alentar el autogobierno colectivo de esa comunidad política organizada. El republicanismo reivindica entonces un ideal de libertad como autogobierno y autonomía expresados en una comunidad autorganizada en función de ciertas finalidades. El ideal de libertad como no dominación, eje en buena medida de su visión de la política y la sociedad, tiene pues, a su base, claros andamiajes éticos: cuando alguien está sometido y/o dominado por el poder de otro, no solo se verá limitado a ser un medio de la voluntad de otro en una u otra dirección, sino que, al mismo tiempo, verá disminuida, subordinada o humillada su condición de humana dignidad.

Si el republicanismo alienta el autogobierno, la autonomía y por consiguiente la participación activa de los ciudadanos en la cosa pública, ello implicará que aquellos no solo tienen ciertos derechos (personales-individuales), sino también ciertos deberes para con el todo mayor del cual forman parte, es decir, deberes relacionados con los intereses del conjunto de la sociedad. Para lo cual, segundo elemento distintivo de la propuesta republicanista, jugará un rol muy importante la virtud, en particular, pero no solamente, en su faceta de virtudes públicas. El término virtud se usa “para denotar el espectro de capacidades que cada uno de nosotros debe poseer como ciudadano: las capacidades que nos permiten por voluntad propia servir al bien común y de ese modo defender la libertad de  nuestra comunidad” (Skinner, 2004:106). Así, no será factible una concepción inclusiva y activa de la democracia y de la política, es decir, el ideal de libertad como no-dominación y autogobierno, sin el adecuado concurso comprometido de los ciudadanos Ello marca una diferencia con el accionar liberal para el cual,  mientras menos se vea involucrado el ciudadano en el día a día de los asuntos comunes, mejor. No solo eso. El liberalismo muchas veces termina favoreciendo una despolitización de la vida social y dejando –con ello-, sin tratar las relaciones de poder y dominación existentes en distintos ámbitos de la sociedad.

Las instituciones y leyes que requiere la implementación del ideal de libertad como no dominación se revelan como insuficientes por sí solas. Son, como afirma Pettit, “resortes muertos, mecánicos, y sólo ganarán vida y cobrarán impulso si se hacen sitio en los hábitos de los corazones de las gentes “(Pettit, 1999:313). Por eso, las mismas leyes e instituciones republicanistas “tienen que estar sostenidas por hábitos de virtud cívicas y buena ciudadanía, por hábitos, dígase así, de civilidad si quieren tener alguna oportunidad de prosperar” (Ibidem:318). Es pertinente y necesario al parecer reivindicar una presencia mayor y más incisiva de las virtudes en el medio de la vida en común y en los distintos ámbitos en que se mueven los ciudadanos. Para algunos incluso hay que ir más allá: se trata de volver a conectar la virtud cívica con algún ideario de buena vida, para que aquella tenga un adecuado sostén y no quede puesta solo como un medio o instrumento de equilibrio de intereses y deseos opuestos. Es decir, recuperar la idea de virtud cívica como disposición y capacidad del ciudadano para deliberar, tanto sobre los fines de su propia vida, como de aquellos que inciden en el ámbito de lo público[16].

Ahora bien, la insistencia en la importancia de la virtud cívica del autogobierno ligada a propuestas  republicanas, no necesariamente tiene que presuponer adhesión a posiciones perfeccionistas, es decir, suponer la posesión a priori de una finalidad a la cual, por naturaleza, se orienta o debe orientarse la acción, so pena de imposibilitarse una realización ciudadana y personal de los miembros de una comunidad x. Lo singular del aporte republicanista en cuanto a la virtud, es que no se la plantea desde la psicología moral de un sujeto-ciudadano desvinculado y sus capacidades o no de asumirla. Sino que, sin negar la dimensión psicológico-moral, incorpora siempre los aspectos institucionales y, lo que es tan o más importante, las propias bases materiales y societales que hacen factible el ejercicio de esa virtud para el conjunto de los ciudadanos (Raventós, 2007). Por ende, no hay aquí implicada una reivindicación de vuelta a un pasado donde habría existido una conexión más estrecha entre bien personal y bien comunitario.

El ideal republicanista de libertad como no-dominación requiere entonces de una ciudadanía activa, que pueda ejercer sus virtudes en el espacio de interés común. Pero, además que se promueva de manera constante una repolitización de la vida social, una lucha por la inclusión, un debate abierto en torno a las relaciones de poder y dominación que no dejan aun de estar incrustadas en la política y la sociedad actuales. Todo lo cual les hace ver la pertinencia de plantearse también algunas condiciones en el espacio público-político para el avance hacia ese ideario. Entre esas condiciones, podemos destacar el lugar que ocupa la necesidad de la igualdad, no sólo cívico-política, sino también, social y económica en este ideario. El republicanismo democrático pone de relieve el hecho de que las preferencias  de los individuos se dan y conforman desde un trasfondo en el cual lo que hay son disparidades de poder, y con ello, limitantes tanto en la disposición de información, como en las posibilidades de incidir sobre los  temas de interés común. Si hay disparidades en la disposición de diferenciales de poder, entonces se verá lesionado el proceso mismo de participación e implicancia cívico-política y, por ende, las posibilidades de co-determinar la estructura institucional y legal de una sociedad.

Si de lo que se trata es de potenciar a los ciudadanos en sus capacidades de ejercicio de su potestad participativa, entonces el valor de la igualdad política resulta importante. Pero la pura igualdad formal en lo político –como algunas veces lo afirma el liberalismo-, se revela ciega ante las desigualdades existentes de facto entre sectores y clases de la sociedad. Por eso, según Cass Sunstein, “muchos autores republicanos destacan la estrecha conexión que existe entre los sistemas republicanos y la igualdad económica. Las enormes diferencias de riqueza y poder no son, según esta perspectiva, consistentes con las premisas fundamentales de un Estado republicano”. El amor a la democracia, en esta óptica, según Sunstein es el de la igualdad (Sunstein, 2004).

Según Pettit, a diferencia de la óptica liberal y de la utilitarista, la propuesta de la libertad como no-dominación se revela como considerablemente igualitaria. De lo que se trataría es de la promoción de un “igualitarismo estructural”, y no solo o únicamente de la igualación de acceso a recursos o bienes materiales. Esto porque las posibilidades del ejercicio de la libertad como no-dominación no depende nada más del acceso a ciertos recursos, sino, al mismo tiempo, “del valor relativo de los poderes” que está en condición de ejercer cada cual. Por ello puede afirmar que “(…) la no- dominación es un ideal igualitario que, para su promoción, exige una distribución más o menos igual” (Pettit, 1999: 150-151). Eso implica que, a medida que progresa la no-dominación, el significado político de factores como las castas, las clases sociales, el color y la subcultura, tiene que ir declinando, tienen que ser cada vez menos significativos como indicadores de vulnerabilidad a la interferencia” (Ibidem: 167). En un sentido republicano de libertad entonces, no puede haber libertad sin, al mismo tiempo, logros importantes en igualdad y justicia.

En esa dirección, destaca la exigencia de instaurar ciertas condiciones materiales de existencia (que podrías englobar también en la exigencia o reclamo por derechos sociales) que imposibiliten caer bajo el dominio de otros, o impedir el ejercicio de nuestra condición de ciudadanos. Si la vida se agota en proveer los medios para subsistir, entonces, lo demás quedará probablemente fuera de nuestro radio de posibilidades de interés y/o implicación. Por otra parte, el ideal de libertad como no dominación demandará también diseños institucionales mediante los cuales pueda ejercerse esa ciudadanía, en particular, la instauración de procesos y formas de decisión enmarcadas en una racionalidad política deliberativa, que apunte hacia el bien del demos, como eje de su accionar, y no al de cada individuo o de los poderes fácticos. Para lo cual, serán necesarias determinadas formas de organizar y distribuir los poderes y su ejercicio en la sociedad.

Está aquí en juego otra forma de concebir la democracia y la acción política, más allá de su posición como un mero juego de reglas procedimentales que hacen a la forma de dirimir litigios, contiendas o intereses pre-determinados. Difiere de aquel modo de entender la democracia como un buen método para escoger los representantes de las elites que gobernaran por una determinada cantidad de tiempo; o también, cuando en esa dirección, se la ve como reguladora de la confrontación de intereses grupales y como expresión de una adecuada agregación de preferencias. En cambio los republicanistas quieren poner en juego, como afirman Ovejero, Martí y Gargarella (2004, p.18), “una idea fuerte de democracia”, que quiere ser la contraparte de una que se limita a regular sus aspectos procedimentales, y que en el fondo, termina privatizando al ciudadano.

La educación desde el republicanismo

Sólo en la vida pública podemos, de modo conjunto y como una comunidad, ejercer nuestra capacidad humana para ‘pensar lo que hacemos’ y para hacernos cargo de la historia en la que estamos constantemente comprometidos” (Pitkin, 1981:6-7). Y para esta tarea, dentro del diseño institucional, juega aquí un rol importante la presencia del Estado. Desde el republicanismo, ligado con una idea fuerte de democracia, se pide y espera más del Estado como expresión de la ciudadanía autoorganizada y autónoma. No se trata de una institución por sobre la comunidad política, extraña y alejada de ella, como lo ha pasado a delinear la razón de Estado moderna. Se trata de un Estado que, al mismo tiempo que tiene que luchar contra diferentes formas de dominación presentes en la sociedad, tiene que ocuparse consigo mismo, es decir, por su accionar en cuanto pueda ser potencialmente opresivo. Esto es,  tiene que ocuparse tanto con lo que hace en cuanto Estado, como por lo que es; “tanto por los objetivos del Estado, cuanto por su forma” (Pettit, 1999: 356).

Por lo cual podrá ser evaluado positivamente el que el Estado sea visto como expresión de una comunidad política que se orienta por objetivos comunes, siempre que sean autónomamente decididos por el conjunto de los ciudadanos en condiciones de igualdad, libertad y bajo la guía de un adecuado proceso deliberativo en el que confluyen el parlamento y la opinión pública (Rubio, 2002). En esta óptica el Estado está obligado, a interferir cada vez que el poder fáctico de grupos, personas o empresas, por ejemplo, amenaza disputarle -al propio Estado republicano- su prerrogativa de guiar y/o determinar la dirección de los asuntos comunes. Por lo mismo, resultará razonable en esta posición el que el Estado – y más ampliamente, el ámbito de lo público-, disponga de herramientas para incidir, más o menos directamente, en la educación para una ciudadanía democrática. Por tanto, en la promoción y/o “cultivo” de ciertas virtudes y en el desaliento de otra.

Hay cierto tipo de valores cívicos más congruentes con la búsqueda de una libertad como no-dominación y de una democracia real, como por ejemplo, integridad, solidaridad, igualdad, simplicidad, honestidad, abnegación, inquietud por la suerte de los otros. Al mismo tiempo, habrá otro listado de vicios y males colectivos (antivalores) que contravienen las posibilidades de una ciudadanía comprometida, participativa, inquieta por el destino de los otros: egoísmo, ambición, ostentación, cinismo, lujo, particularismo. Estas antivirtudes, por llamarlas de algún modo, cuando llegan a ser muy ostensibles, provocan inestabilidad en la república. Por eso, una vez que se está de acuerdo en la necesidad de contar con ciudadanos comprometidos con el destino común de la república, y que para ello es menester promover ciertas virtudes, entonces el gobierno – el ámbito público-, no podría sino verse justificado para desarrollar acciones y políticas que vayan  en esa dirección.

De un modo o de otro, el republicanismo puede estar de acuerdo en que una de las tareas del Estado y lo público es promover más o menos activamente cierta idea de excelencia humana y de ciudadanía. Esto es, ir en respaldo de la creación de instituciones que puedan promover una discusión abierta y publica sobre el bien común, sobre las mejores fórmulas para posibilitar mayor participación ciudadana, o preocuparse del impulso de una economía (plano material) al servicio de la virtud cívica (Gargarella, 2001). En todo ello juega un rol importante tanto el sistema educativo, como el sistema político mismo (Gutmann, 2001).

Libertad como no dominación, desarrollo de virtudes ciudadanas, un ideal de democracia fuerte, todo ello, a final de cuentas, en función de la obtención de las mayores cuotas posibles de felicidad pública y privada. Si bien el republicanismo democrático no piensa que se puede asegurar desde lo alto el logro de esta finalidad, si cree que su obtención tiene que ser una suerte de horizonte ideal-real hacia el cual se orienta la búsqueda de una libertad como no dominación y la actualización de virtudes privado-públicas. Y en esta tarea juega un rol esencial la educación, en particular, la educación pública, entendida más allá de su capacitación para su incorporación al mercado de trabajo. Sin la implementación de una educación ciudadana que se vea como parte de una idea de democracia también como un proyecto ético, se ve difícil el encaminarse hacia la recuperación del ideal republicanista en el orden sociopolítico

3. ¿Qué horizonte normativo?

Para finalizar el texto, apenas algunas reflexiones respecto de cuál ha de ser entonces este nuevo horizonte normativo que proponga y haga posible, una idea de justicia en educación que responda a los requerimientos de una sociedad democrática e igualitaria. Ideas que retoman de los paradigmas aquí revisados, orientaciones en busca de fundadas respuestas a la crisis de la educación y sus sistemas en América Latina.

En el inicio, reconocer que dicha crisis y sus graves consecuencias, encuentran profundas raíces en la falta de legitimidad democrática de la educación. La educación en Latinoamérica no está cumpliendo su promesa de inclusión y movilidad social y, entonces, se ha dejado de confiar y creer en sus posibilidades y funciones sociales y culturales. De ahí entonces la relevancia y urgencia de consensuar la finalidad y sentido político de la educación; de refundarla y sostenerla en sólidos cimientos éticos y normativos que surjan de legítimos y amplios procesos de discusión y deliberación social.

Es crucial un debate y reflexión que pueda ir más allá del contexto mercadista o tecnocrático en que se discute y actúa hoy, y que vuelva a poner sobre la mesa la discusión en torno a los fines, tareas y rol de integración social y de asentamiento de una cultura política pública democrática que tiene la educación. No es posible pensar el fin o sentido de la educación, de manera independiente de la sociedad que queremos y necesitamos. Lo que sean y persigan nuestros sistemas educativos, así como el tipo de políticas y normativas que los regulan, inevitablemente perfilan y construyen las sociedades que los cobijan. Por ello, la pregunta por el tipo de sociedad que nos importa y por la cual queremos trabajar, antecede a la pregunta por los objetivos, sentido o finalidad de la educación.

Abogamos por vivir y convivir en sociedades justas y democráticas. Sostenemos que ello no ocurre (ni ocurrirá plenamente), sí la educación carece de un referente ético y político coherente con los principios de justicia social y democracia, desde el cual se diseñen los sistemas y regulen las políticas y acciones educativas. Es este horizonte normativo el que necesitamos abordar y consensuar no sólo parar dotar de mayor calidad y equidad a la propia educación ofrecida, sino que y principalmente, para fortalecer y construir sociedades más justas, inclusivas y democráticas.

En ese marco, la formación de ciudadanos capaces de reconocerlas, demandarlas y defenderlas, resulta ser no sólo estratégica, sino vital. Sin embargo, no es factible promover una ciudadanía más o menos participativa, una formación que respete y valore las diferencias, que sea solidaria y co-responsable, con las desigualdades que muestran los actuales sistemas educativos. Ellos tienden a promover o a mantener situaciones de  dominación de unos sobre otros, según su posición económica y social. Con ello, restringen los espacios de ejercicio de una ciudadanía libre e igual para todos, al tiempo que desdibuja su rol en la conformación de una adecuada formación cívica.

La democracia, como horizonte normativo de la educación, muestra la necesidad progresiva de inclusión y, como consecuencia es un referente que pide constantemente más igualdad y también más respeto a la diferencia. Rawls, nos ofrece pistas y criterios para contrarrestar y erradicar las asimetrías que hoy afectan a la educación, sus políticas y sistemas. Central resultan para nuestro interés, su idea de igualdad democrática basada en la exigencia de igual libertad para todos. En efecto, desde esta mirada, se han de diseñar y promover sistemas educacionales más igualitarios y participativos que trasciendan los criterios meritocráticos o utilitaristas, estén  basados en el origen social, el talento o  en el éxito vía competencia. Prima así, como criterio ordenador de una sociedad justa y buena, la idea de igualdad democrática, capaz de enriquecer la vida personal y social de todos, incluyendo a los menos favorecidos, por sobre la mera igualdad de oportunidades.

Una sociedad justa tendría que tener como uno de sus ejes una política igualitarista fuerte, orientada a posibilitar un futuro, para nuestras instituciones y ciudadanos en su conjunto. La única razón que pueda justificar el que los bienes sociales sean distribuidos de manera desigual, es que esa desigualdad vaya en beneficio de los ciudadanos menos favorecidos (en capital social, capital cultural o ingresos). Dichos bienes que no pueden quedar al azar, depender de la cuna o fortuna personal, el mérito, el accionar ciego del mercado o el parecer de los técnicos. Desde allí, entrega señales para orientaciones más igualitarias y democráticas en educación. Por ejemplo, la necesidad de modificar aquellos sistemas que reproduzcan la segmentación social e impedir que ello siga ocurriendo. Por otra parte, los sistemas educativos han de contar con políticas y acciones de discriminación positiva hacia los estudiantes más desfavorecidos social y culturalmente. Sin estas medidas, Ralws advierte, que los menos favorecidos o aventajados (en capital social, capital cultural o ingresos) no tienen posibilidades de mejorar sus posiciones y/o accesos a bienes básicos importantes. Siendo las desigualdades hechos inevitables, lo que debe hacer una teoría de la justicia es intentar corregirlos, en formas que beneficien a los desfavorecidos (Justicia como equidad). La injusticia radica en retribuir igualmente a sujetos diversos con capacidades y esfuerzos diferentes.

Destacar a continuación, la importancia de avanzar hacia una educación que forme ciudadanos (su identidad y personalidad), en armonía y diálogo permanente con contexto, su historia, su comunidad, desde sus valores y creencias, saberes y prácticas, tal como abogan los comunitaristas. La socialización, la formación ocurre en una constante relación con otros, insertos en  redes asociativas, de poder y de sentido, a través de las cuales los sujetos van forjando su propia identidad personal. Nuestros sistemas actuales, han priorizado el individualismo, debilitando los vínculos sociales e identitarios, que otorgan sentido a un mundo y proyectos compartibles, en sociedades igualitarias y democráticas. La escuela es un espacios relevante e irremplazable para educar/formar en la consideración y respeto de la dignidad de cada cual; de sus derechos propios, pero también, de los derechos de los otros; en la genuina aceptación, valoración e inclusión de que viven o piensan de diferente manera. Es decir, una educación que promueva el reconocimiento mutuo como condición de la realización de cada quien. Rawls, como vimos, ve este reconocimiento mutuo como ciudadanos iguales, la cooperación social y los acuerdos normativos básicos, como las bases sociales del autorrespeto o autoestima social. Condición esencial para fortalecer y participar de lo público y por ende, para la instalación de una auténtica democracia. Desigualdades injustificadas en el campo educativo, atentan claramente la posibilidad de formar ciudadanos con una sólida base social de autorrespeto.

Necesitamos así, de una educación para una ciudadanía democrática; de sistemas y escuelas que ayuden a reforzar procesos de socialización inclusivos, solidarios y respetuosos y ayuden en la formación personal y ciudadana que se requiere, para una mayor justicia y participación. Si ello no ocurre, se dificulta la convivencia y los sujetos encuentran mayores dificultades de adaptación y búsqueda de sentido, en un mundo que se percibe ajeno y cambiante. La situación de la educación en la región, permite sostener que los actuales sistemas educativos se han diseñado y orientado desde premisas no suficientemente debatidas por la sociedad, lo que ha implicado una debilitamiento de la formación referida a un ideario ciudadano y participativo. Lo que se contradice con los principios del republicanismo democrático y del comunitarismo. Para avanzar en justicia y democracia social, se necesita de sistemas educativos que impulsen una formación político-ciudadana fuerte en los estudiantes. El estado no puede desentenderse y dejar que primen las preferencias de las familias o de los administradores de las escuelas, por mucho que esto se vista de “libertad de enseñanza”. Sistemas educacionales estructurados bajo lógicas de mercado, segmentados, con enormes desigualdades, no lograrán ser base de una educación que contribuye a una sociedad más justa y democrática, porque contradicen las demandas de una mayor justicia educativa y mayor democratización.

Democracias sólidas y fuertes requieren de ciudadanos activos y responsables de instituciones que aseguren el ejercicio de tal ciudadanía en condiciones de una justa igualdad para todos. Pero, nuestros sistemas parecen más orientados a preparar a los niños y jóvenes para el ingreso a mercados de trabajo más complejos y competitivos, que a la formación de sujetos- ciudadanos. En otras palabras, si se sigue postergando o relativizando la importancia de una educación para una ciudadanía activa y crítica, lo que está siendo amenazado y postergado, es la política democrática y, con ello, la realidad de repúblicas verdaderamente democráticas.

En suma, sí se desea una educación capaz de colaborar en la construcción de democracias inclusivas e igualitarias, es prioritario y urgente que los sistemas educativos de nuestra región, posean un importante rol integrador y de formación ciudadana.

 

Referencias

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[1] El texto que se presenta, se nutre del conocimiento y resultados de la línea de investigación de Política Educativa del Centro de Políticas y Prácticas Educativas, CEPPE (proyecto CIE-01 de CONICYT), de la cual participan los autores.

[2] El Índice de Gini correspondiente a la región sobrepasa los 50 puntos, contra poco más de 30 de los países desarrollados y 40 de los países pobres de Asia y África.

[3] Para una apretada síntesis de los datos de pobreza y desigualdad en América Latina ver: Puryear, J. y Malloy (2009) donde se exponen datos del Banco Mundial y de la Comisión Económica para América Latina y El Caribe, CEPAL.

[4] Los datos de base proceden de PISA y consideran a Argentina, Brasil, Chile, México y Perú.

[5] Esta cita y las que siguen de Valentín Letelier, Andrés Bello y Raúl Prebish están tomadas de Carlos Ruiz Carlos (2010).

[6] Texto aparecido en El Mercurio, 5 de marzo, 1979. En la reforma que se produce a partir del año siguiente se concreta el paso de gratuita a pagada de la educación superior, pero se mantiene el financiamiento estatal para gran parte de la educación media. Esta situación cambia (y se extiende también a la educación básica) en 1988 con el financiamiento compartido (o mecanismo de copago entre la familia y el estado), el que se hace realmente operativo en 1993.

[7] En este apartado se siguen las ideas de Rawls, contenidas principalmente en su obra Teoría de la Justicia Social (1995); por lo que salvo que se explicite lo contrario, toda referencia al autor, se refiere a este texto fundamental.

[8] El utilitarismo en filosofía moral, representa una posición que en general valida los actos y decisiones, su obligatoriedad, en función de las consecuencias calculables que estos pueden tener para uno o más de uno. Con sus matices, la tesis aquí es que el valor de acciones y decisiones está en función de la mayor o menor cantidad de placer/bienestar o dolor/sufrimiento que generan para nuestra vidas. La adhesión a valores y/o normas no se hace por su valor en sí mismas, más allá de sus eventuales realizaciones y/o consecuencias para el momento presente. Por tanto, la idea  de justicia como valor,  norma y virtud cae dentro de la misma consideración: será pertinente sostenerla según el cálculo de probabilidades y maximización que hagamos de ella en función del bienestar que nos pueda entregar. Bien podría preguntarse si acaso esa tradición –quizá no en su directa expresión filosófica-, pero sí en su asunción desde el ethos medio y en buena parte de los discursos justificatorios en el plano ético/moral, no ha estado presente también en nuestra América.

[9] Lo cual no implica que a Rawls no le parezca importantísimo la presencia y opción personal por alguna concepción de bien. Incluso más. Presupone la capacidad en cada cual de forjarse por sí mismo su propio ideal de bien, pero, en sociedades modernas y bajo el “hecho del pluralismo”, no puede ya imponerse una única concepción de bien, ni es evidente, tampoco, consensuar un ideal de bien mínimo. Al respecto, véase su discusión expuesta en las Tanner Lectures on Human Values el año 82, y publicadas en su libro Sobre las Libertades (1990).

[10] Para examinar más en detalle estos principios, puede verse en su Teoría de la Justicia, la primera parte, los capítulos I, II, III. También el capítulo V. Estos principios sufren algunas modificaciones, pero en lo esencial, el autor los mantiene a lo largo de sus trabajos. Puede verse también, Justicia como equidad. Una reformulación (2002), Segunda parte, pp.69 y ss. También su Liberalismo Político (1993), pp. 30 y ss.

[11] Esto se refleja especialmente en la importante movilización estudiantil en Chile (2011), sostenida por una compartida demanda por una mayor igualdad y justicia educativa, al mismo tiempo que por instaurar mayores y crecientes espacios participativos en su definición  y operacionalización.

[12]  Rawls es crítico de las limitaciones del utilitarismo, pero no por eso deja de considerar como correcta, en general, la base antropológica que lo sostiene: en ella los individuos son sujetos autointeresados.

[13]  Esos bienes básicos son: libertades básicas; libertad de movimiento y trabajo; posibilidad de ocupar posiciones de responsabilidad; ingresos y riqueza; y las bases sociales del autorrespeto.

[14]  Estas desigualdades son complicadas porque atentan precisamente contra las bases sociales del autorrespeto.

[15] Como se deja ver, una  afirmación de ese tipo la podría suscribir también un republicanista democrático. 

[16] Por cierto, la discusión sobre las bases de la virtud cívica afirmada por el republicanismo genera controversias. Desde la opinión liberal, para los cuales hay que desenganchar las virtudes de una idea de buena vida, porque no es posible determinar esta última de manera compartida y razonable. Así, por ejemplo, Rawls insiste en separar una concepción política de la justicia, de una concepción moral de ella. No podemos entrar en el marco de este trabajo a esta discusión, pero puede verse: Rosenblum (1993), Berkowitz (2001), Gutmann (2001), Kymlicka (2003) y Dagger (1997).

 

 

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