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RIEJS
SOBRE JUSTICIA SOCIAL Y SU RELACIÓN CON LA EDUCACIÓN EN TIEMPOS DE DESIGUALDAD

La vida de los niños y las niñas que crecen con la certeza de
que irán a la universidad e incluso tendrán acceso a
un posgrado es profundamente distinta de la vida que llevan los
niños y las niñas que a veces ni siquiera pueden
asistir a la escuela
(Nussbaum, 2010, p. 31).

Introducción

¿Por qué la búsqueda de vínculos entre la educación y la justicia social irrumpe en las actuales agendas de discusión, si muchos de los asuntos “propiamente educativos” no están aún solucionados del todo?

Porque el actual contexto social así lo exige y porque la finalidad educativa de construir mejores sociedades debiera mantenerse inalterable, aun cuando ciertos enfoques hayan buscado colocarse por encima de dicha finalidad. Tanto la educación para el trabajo, la educación científica o la educación para la vida, así como los enfoques constructivistas, socioemocionales, críticos, o de la pedagogía de la comprensión adquieren sentido solo cuando se orientan hacia el cumplimiento del histórico compromiso que tiene la educación en la construcción de mejores sociedades.

Es verdad que algunos países de la región no han alcanzado niveles universales de cobertura y que aquellos países que solucionaron los problemas de acceso presentan problemas de rendimiento académico de los estudiantes. Es también cierto que en los sistemas educativos latinoamericanos es posible encontrar simultáneamente prácticas pedagógicas demodé e intentos de cambio e innovación, y que muchos docentes aún deambulan entre los enfoques de enseñanza tradicionales y los intentos de enseñar de manera más “acorde a los tiempos”.

Estas situaciones, sin duda, deben merecer nuestra preocupación y, claro, nuestra atención. Pero es también prioritario atender los problemas sociales de una región que crece económicamente bastante más rápido de lo que se consolida y se cohesiona como sociedad. El desafío fundamental de la educación latinoamericana está entonces en cómo educar para construir justicia social.

América Latina es la región más desigual del planeta. Con un coeficiente de Gini de 0.53[1], la región latinoamericana es 19% más desigual que el África Subsahariana, 37% más desigual que el Este Asiático y 65% más desigual que los países desarrollados (Lustig, 2011). Así pues, las brechas económicas, sociales, culturales y políticas que aparecen entre ricos y pobres, entre urbanos y rurales, entre “indios” y “occidentales” se hacen cada vez más profundas, a pesar de los esfuerzos de muchos Estados, de los visibles reclamos de los movimientos sociales y de las alertas de la academia (CEPAL, 2010a, 2010b; López-Calva y Lustig, 2010, UNRISD, 2010).

Estas desigualdades son también educativas. Se reflejan, por ejemplo, en los resultados de aprendizaje de los estudiantes latinoamericanos. Según el reporte del Segundo Estudio Regional de Calidad Educativa (SERCE) producido por la Oficina Regional de Educación de la UNESCO para América Latina y el Caribe (OREALC) cuanto mayor es la desigualdad en la distribución del ingreso, menor es el rendimiento promedio de los estudiantes. Más aún, en América Latina se exhiben profundas diferencias entre los rendimientos de los estudiantes de quienes provienen de las zonas urbanas y de las rurales (LLECE, 2008).

En la actualidad, la desigualdad es un tema prioritario en las agendas de políticas públicas en la región, pues no combatirla ocasiona problemas que atentan contra la mínima cohesión social necesaria para la convivencia y el “funcionamiento” de un país. En efecto, Julio Cotler sostiene que:

Los agudos índices de desigualdad económica se acompañan con elevados niveles de pobreza y deterioro ambiental, y determinan que vastos sectores participen solo de manera restringida en el mercado y en los servicios calificados como “públicos”; que estas limitaciones bloqueen el desarrollo del “capital humano”, el crecimiento económico y la movilidad social; y, por otro lado, refuerzan las escisiones sociales y la fragmentación de, lo que contribuye a consolidar la histórica segmentación y heterogeneidad de América Latina (Cotler, 2011:9-10).

Los Estados latinoamericanos han desarrollado múltiples estrategias para enfrentar el problema de la desigualdad, sin renunciar a modelos económicos que exhiben logros impactantes; los cuales, de otro lado, se encuentran ya instalados en el imaginario social de progreso que se tiene en la región. Estas estrategias, convertidas en la mayoría de los casos en decisiones de políticas públicas, van desde la instalación de fondos sociales de empresas extractivas para la ejecución de proyectos de desarrollo social (responsabilidad social empresarial) hasta la puesta en marcha de programas de protección social, como los de transferencias monetarias condicionadas para el alivio temporal de la pobreza.

A nivel educativo, se vienen implementando estrategias de acción afirmativa —que priorizan la atención en zonas rurales—, sistemas de cuotas en sistemas formales para estudiantes “desfavorecidos” y programas de educación intercultural bilingüe dirigidos a poblaciones indígenas.

En todas las estrategias mencionadas es un factor común que la búsqueda de calidad, la igualdad de oportunidades y la “meritocracia” sean las formas de enfrentar la desigualdad y, por lo tanto, alcanzar mayores y mejores niveles de justicia social. Este es, desde mi punto de vista, el ideal contrafáctico[2] de la desigualdad, incluso antes que cualquier tipo de igualdad o de formas de equidad (Cuenca, 2011).

En tal sentido, ¿es posible que bajo el marco de referencia que ofrece la muy extendida noción utilitarista de calidad y a través de las ampliamente aceptadas estrategias de igualdad de oportunidades se pueda educar para la justicia social?

El objetivo de este artículo es identificar las posibilidades y las limitaciones que tienen estos enfoques para pensar en una educación que teleológicamente reconozca la justicia social como una prioridad “no negociable”. Entonces, en este artículo no me ocuparé de reflexionar en sobre cómo debería ser una educación más justa o qué mecanismos debieran operar para que los sistemas educativos funcionen de manera más justa; sino que compartiré algunas ideas sobre qué caminos debiera seguir la educación para contribuir a la construcción de sociedades más justas. Y no es que no crea en la importancia y en la necesidad de desarrollar sistemas educativos más justos; por el contrario, estoy convencido de ello. Sin embargo, estoy convencido también que un sistema educativo más equitativo y justo no garantiza, necesariamente, una sociedad más justa. Se trata pues de un asunto de énfasis y prioridades y en ello, el papel que debiera jugar la educación en la reducción de las desigualdades es una urgencia impostergable.

Presentaré, en un primer momento, una breve noción de justicia social que servirá de marco para comprender de mejor manera la pregunta que guía este artículo. Seguidamente desarrollo algunas ideas en torno a la calidad educativa y a la igualdad de oportunidades en educación. Finalizo el documento con algunas reflexiones finales para animar la discusión.

Con estas primeras ideas espero contribuir a un debate que considero debe instalarse en la región de manera urgente, pues aún el 47% de niños y jóvenes latinoamericanos viven en extrema pobreza (CEPAL y UNICEF, 2010) y alrededor del 28% de los niños de la región no asisten a la escuela (PRIE, 2011).

1. Una noción plural de justicia social

“[…] fundados en un modo de ordenación social específicamente político, sólo pueden ser comprendidos por una teoría que conceptualice la representación, junto con la distribución y el reconocimiento, como una de las tres dimensiones fundamentales de la justicia”(Fraser, 2008:43).

En 1971, John Rawls reanimó el debate académico sobre la justicia con la publicación de su libro “Teoría de la justicia”. La construcción del concepto de justicia como equidad desarrollada por Rawls (1995) se inscribe dentro de una concepción de sociedad como un sistema equitativo de cooperación social. Por ello, es el principio de justicia el que define cuánta y qué tipo de desigualdad resulta socialmente legítima en un orden sociopolítico dado. Los sectores más liberales reaccionaron y Robert Nozick responde a los planteamientos de Rawls publicando en 1974 “Anarquía, Estado y utopía”. Allí, Nozick cuestiona la idea de sistema equitativo de cooperación bajo el argumento de que las búsquedas de igualdad social limitarían el libre ejercicio de la libertad.

Con este debate las preguntas sobre las causas y las consecuencias de la desigualdad, así como sus posibilidades de desaparición o la importancia de su existencia estuvieron (y aún están) en el centro de las preocupaciones de los más importante  filósofos políticos contemporáneos, quienes se preguntaron: ¿cuál es el problema de la desigualdad?, ¿cuál es la justicia que la debería enfrentar? Así Walzer (1993), Nussbaum (1997), Young (2000), Höffe (2003), Fraser (2008) y Sen (2010) desarrollaron —desde posiciones muchas veces opuestas entre sí— marcos teóricos de referencia sobre el significado de justicia, identificando los “nuevos” roles que juegan los actores, las nuevas formas de estructura social en la que se asienta dicha justicia y la relación de “lo moral” y “lo político” como partes constitutivas de esta.[3]

Las diferentes posturas de estos autores tiene un punto de encuentro: la necesidad de reconocer la pluralidad de la noción de justicia social. Esta pluralidad supone reconocer que la justicia social es una categoría que transita entre varias dimensiones, que es menos “objetiva” de lo que se pensaba y que acepta múltiples formas de ser tratada. Por lo tanto, la pluralidad de la justicia social renuncia en cierta forma al halo normativo-jurídico que la mantuvo contenida durante muchos años para cederle paso a un marco en el que los asuntos políticos se encuentran con los culturales y los económicos.

Nancy Fraser, en su libro “Escalas de la justicia” (2008), refiere esta complejidad de manera particular. Según la autora, actualmente, la justicia social se enfrenta a dos nuevos problemas: la búsqueda del equilibrio moral que debe encontrarse para respetar el valor de la heterogeneidad sin caer en el relativismo cultural, y los límites de las regulaciones de justicia para grupos sociales en proceso de desterritorialización. Que todas las personas sean sujetos de derechos que merecen la misma justicia no es solo una correcta afirmación, sino que es el fruto de un sentido común instalado desde hace muchos siglos entre las sociedades modernas. No obstante, las actuales preguntas sobre la naturaleza de algunos colectivos sociales que buscan ser diferentes es justamente aquello que desafía a la vieja idea de ‘igualdad’ para todos los iguales. Iris Marion Young propone que el trato igual de la justicia (las leyes ciegas) perpetúan las ventajas de los grupos privilegiados (Young, 2000). Es necesario, por lo tanto, construir una noción plural de justicia, que parta del reconocimiento de las limitaciones de la tradicional balanza exacta en las medidas de justicia para pasar a una justicia reflexiva (Fraser, 2008) o una justicia particularista (Young, 2000).

El debate originado a inicios de los años setenta no solo continua vigente, sino que se alimenta permanentemente a causa de la actual vorágine de cambios sociales. Como nunca antes, el carácter evanescente de nuestra época (Berman, 1988) reta, sin tregua, a pensar en formas de justicia social flexibles, plurales, críticas y complejas. De lo contario, “[…] ¿en qué balanza de la justicia pueden sopesarse imparcialmente estas reivindicaciones tan heterogéneas?” (Fraser, 2008:16).

El estado actual del debate sobre la noción de la justicia social ha incorporado nuevas dimensiones de análisis que vale la pena revisar, aunque muy someramente. A la dimensión económica, que tradicionalmente estuvo en la base de las reflexiones sobre la justicia social, se le sumaron la dimensión cultural y la dimensión política. A la redistribución de los ingresos, las rentas u otras condiciones económicas (Champernowne y Cowell, 1998) —considerado el camino más directo para combatir las desigualdades— se le sumó el reconocimiento de las identidades —y sus consecuentes diferencias— y posteriormente la representación de esas identidades (muchas veces pobres y minoritarias) en la vida política de las sociedades.

En efecto, a inicios de los noventa, la aparición del texto de Charles Taylor (1993) “El multiculturalismo y la política del reconocimiento” permitió que los conceptos de reconocimiento, diferencias e identidades sean incorporados en el debate sobre la justicia y la igualdad. Le siguieron a Taylor los estudios sobre ciudadanías multiculturales de Will Kymlicka (1996) y las reflexiones conceptuales de Axel Honneth (1997) sobre la dimensión política del concepto de reconocimiento.

En este rico proceso de producción académica participaron también un grupo importante de filósofas feministas como Iris Marion Young, Judith Butler y Nancy Fraser; y fue justamente con esta última con la que Axel Honneth inicia un debate que permitió reconocer, finalmente, que redistribución y reconocimiento son categorías constitutivas de la justicia social (Fraser y Honneth, 2006).

De manera casi previsible, las “luchas por la identidad” tuvieron una expresión complementaria a las luchas por la redistribución y el reconocimiento. La dimensión política entra en juego sumando una lucha más: la representación de dichas identidades en la vida social, económica, política y cultural. Supuso pues formar parte del proceso de toma de decisiones no como una “voz pasiva”, sino que por el contrario de una manera protagónica (Young, 2000).

Así pues, a modo de colofón, la noción de justicia social se asienta sobre la base de una tríada compuesta de manera “equitativamente proporcional” por la redistribución, el reconocimiento y la representación. Si algunos de estos procesos no logra desarrollarse o se ve limitado por decisiones de poder, entonces estaríamos asistiendo a formas de desigualdad o, mejor aún, de injusticia social. Por lo tanto, justicia social es mejor distribución económica, mejor reconocimiento del valor de las diferencias y mayor representación en la vida social.

2. Igualdad de oportunidades

La igualdad de oportunidades reposa sobre una ficción y sobre un modelo estadístico que supone que, en cada generación, los individuos se distribuyen proporcionalmente en todos los niveles de la estructura social sean cuales fueren sus orígenes y sus condiciones iniciales (Dubet, 2011:54).

Asentado en el núcleo mismo de las ideas liberales, la igualdad de oportunidades se constituye en uno de los discursos más extendidos y aceptados sobre las formas posibles de alcanzar justicia social. Su principal y más cautivante argumento es que todos tenemos las mismas posibilidades de progresar en la vida y, por lo tanto, todos somos fundamentalmente iguales. Así, la igualdad de oportunidades se constituye en una forma directa de plasmar el ideal de igualdad de la Modernidad: el uso de la razón (Habermas, 2008).

Analizar qué tanto la igualdad de oportunidades contribuye a la construcción de justicia social supone mirar con cierto detenimiento dos premisas que se ubican en las bases del concepto de igualdad de oportunidades: la convicción de que es posible moverse en el “espacio social” a partir de los esfuerzos individuales (Dubet, 2011); y que el talento, estimulado y desarrollado, es “premiado”, en el marco de un sistema meritocrático de ordenamiento social (Wallerstein, 2005).

Luego de los diagnósticos necesarios para ubicar a quienes no tienen “las oportunidades” (se trata siempre de los grupos tradicionalmente excluidos) es preciso diseñar un conjunto de estrategias que contribuyan a ofrecerles esas oportunidades que les faltan para llegar lo más preparados posibles a la línea de partida de la carrera por una vida mejor. Tal como lo afirmó Roemer (1998) existen variables individuales como el esfuerzo, la predisposición para asumir riesgos, el trabajo duro y el talento que juegan un papel fundamental en la consecución de esa “vida mejor”. Sin embargo, este constructo se enfrentó a un conjunto de evidencias que determinaban que ambas premisas: el esfuerzo individual y el orden meritocrático coexistían con asuntos estructurales que limitaban el éxito prometido.

En este modelo, la justicia ordena que los hijos de los obreros tengan el mismo derecho de convertirse en ejecutivos que los propios hijos de los ejecutivos, sin poner en cuestión la brecha que existen entre las posiciones [sociales] de los obreros y de los ejecutivos (Dubet, 2011: 12).

No es novedad que la educación es una de esas estrategias que más directamente aportan a que todos estemos en las mejores condiciones posibles en el momento de llegar a ese partidor. Así, la aparición de políticas compensatorias, programas de acción afirmativa, normas de erradicación del trabajo infantil, proyectos de educación para pueblos indígenas, estrategias de atención más universal y más temprana a los niños fueron las más importantes apuestas de los Estados latinoamericanos para ofrecer dichas oportunidades. 

Uno de los aportes más importantes del polémico informe Coleman (Coleman et al., 1966) fue haber colocado en la discusión educativa el tema de la igualdad de oportunidades. Más allá de las críticas —muchas veces justificadas sobre todo en lo relacionado a los asuntos metodológicos—, el Informe Coleman puso de manifiesto que la educación y la escuela no son espacios “asépticos”, pues la presencia de variables socioeconómicas y culturales jugaba un papel importante (aunque no determinante) en el éxito educativo.

Las razones expuestas por Bourdieu y Passeron (2001) durante la década de los años setenta sobre la participación de la escuela es la reproducción de los privilegios culturales —que luego se transformarían en los distintos “capitales” (Bourdieu, 2000) — son argumentos vigentes que juegan en contra de la igualdad de oportunidades. Resultaba pues, que la educación para la justicia social requeriría, más allá de su sola existencia, acreditar el suficiente (y mejor) capital cultural; ese que permitiera distinguirse de entre los demás. La pregunta por si la educación y la escuela eran efectivamente factores de emancipación y promoción de las personas (Bourdieu y Passeron, 2003) se constituyó en un referente crítico que “contaminó” la asepsia educativa.

En el 2007, la publicación de los resultados de la Encuesta de Cohesión Social en América Latina (ECOSOCIAL) reveló que el esfuerzo y el trabajo son los recursos más importantes para aspirar a una mejor calidad de vida. Junto a esta valoración de tipo más individual, el papel de la familia y lo comunitario es resaltado con igual importancia. Sin embargo, a pesar de esta percepción positiva, todavía subsiste en el imaginario de la población un pesimismo respecto a las posibilidades de que una persona pobre abandone esa condición. Si bien la meritocracia es resaltada, tal parece que persiste la idea de que en realidad las oportunidades no son iguales para todos. Existe, pues, una relación entre el origen social y el éxito en el sistema escolar, que se traduce en la posibilidad de conseguir un título que posibilite acceder a un mejor trabajo (Bourdieu, 2000).

El asunto parece complejo. En un reciente reporte sobre la evaluación de uno de los más emblemáticos programas de igualdad de oportunidades educativas: el Programa de Becas de Oportunidades del Distrito de Columbia (OSP) en la capital de los Estados Unidos, Patrick Wolf (2011) concluye que el Programa de Becas ha logrado que los estudiantes menos favorecidos cuenten con mejores recursos educativos a su disposición. Sin embargo, “¿Quiere decir esto que el OSP del DC sirvió a la justicia? Me temo que inevitablemente habrá diferentes opiniones en respuesta a esta pregunta.” (Wolf, 2011:23). Para el caso latinoamericano, Morduchowicz (2003) constató que la igualdad de oportunidades en el acceso no eliminaba las disparidades iniciales.

No obstante, el discurso de la igualdad de oportunidades permanece en las decisiones de políticas educativas. De esta manera, la escuela es por excelencia la institución que desarrolla de manera más sistemática estrategias de igualdad de oportunidades; aún cuando la masificación educativa continua dejando como saldo brechas entre los aprendizajes de los estudiantes.

François Dubet (2011) sostiene categóricamente que el problema de la igualdad de oportunidades en educación proviene de una paradoja del propio modelo:

Más se cree en la igualdad de oportunidades, más se confía a la escuela la abrumadora misión de realizar en cada nueva generación. Pero más se adhiere a esta utopía, más se piensa que las jerarquías escolares son justa y se deben sólo al mérito individual (Dubet, 2011:84).

A partir de ello, ¿qué requerimos hacer para que, en nombre de la igualdad de oportunidades, no convirtamos la educación en un simple “mercado escolar”?, ¿qué alternativas debemos desarrollar para que el “individualismo” no desplace a la acción colectiva y sea a la vez “justo”?, ¿a cuánta meritocracia estamos dispuestos a abandonar en nombre de una mejor justicia social?

3. Calidad utilitarista[4]

“[…] se obtiene un resultado social juntando datos a partir de vidas individuales, sin considerar los límites que dividen dichas vidas como de especial importancia para los propósitos de la elección”  (Nussbaum, 1997:40).

A principios de la década de los años ochenta, la noción de calidad irrumpió en el discurso educativo como producto de los buenos resultados que había logrado en los campos de los negocios y la administración.[5] La carta de presentación con la que la noción de calidad se instaló en las bases de las decisiones de las políticas educativas fue su carácter ordenador en la identificación de aquello que está bien, así como de aquello que no lo está; su valor comparativo; y el “paquete tecnológico” que traía consigo y que incluía las formas “objetivas” para determinar (cuantificar)  los niveles alcanzados de “eso que estaba bien”.

Esta potente noción se instaló así en las políticas públicas y en el imaginario social. ¿Es acaso posible estar en contra de calidad en educación? No obstante, la noción de calidad fue incorporada en el pensamiento educativo de manera automática; es decir, sin las suficientes reflexiones sobre cómo debería ser “adaptada” a las características del proceso educativo. “‘calidad de la Educación’ se produjo históricamente dentro de un contexto específico. Viene de un modelo de calidad de resultados, de calidad de producto final […]” (Aguerrondo, 1993).

Emilio Gautier (2007) sostiene que la noción de calidad de la educación tiene un problema “de base”; en su núcleo se encuentran las ideas utilitaristas. Sobre la base de las reflexiones que Martha Nussbaum (1997) hace sobre el utilitarismo en su brillante texto “Justicia poética”, Gautier afirma que los problemas principales de la “calidad educativa utilitarista” son que, por un lado, los componentes básicos del utilitarismo: conmensurabilidad, adición, maximización y preferencias exógenas adquieren rango normativo dentro de los sistemas educativos y, por otro lado, que un modelo de educación de calidad debe promover que los seres humanos actuemos racionalmente ante los desafíos y las decisiones de la vida.

Las grandes virtudes de la noción de calidad, —factores fundamentales en el desarrollo productivo de muchos países europeos, asiáticos y de los Estados Unidos— se diluyeron en la complejidad de los asuntos educativos, y el propio concepto de calidad devino en un asunto impreciso y confuso (Edwards, 1991); aunque no por ello dejó de ser uno de los temas que más interés suscitó en el ámbito educativo, provocando esfuerzos políticos y académicos por definirlo y concretizarlo (Dussel, 2007).

De esta manera, el discurso de la calidad educativa fue el elemento fundamental en la formulación de las políticas educativas de las llamadas reformas neoliberales de los años noventa. Sea como el gran objetivo que se propuso lograr o como el orientador de acciones concretas, fue en nombre de la calidad que se tomaron las más importantes decisiones de política educativa. Esta situación permitió que los sistemas educativos ordenen y reorganicen sus procesos, identifiquen de manera más clara sus metas, pero también que consideren ­— porque así lo requiere el modelo de calidad (utilitarista) de la educación—que la educación es un proceso igual para todos, sin importar el contexto en el que se da, ni las características de quienes participan en él. 

En contraposición a esta extendida idea de calidad educativa —y a la luz de los resultados obtenidos de los indicadores calidad impuestos por el propio modelo— aparecieron perspectivas de corte más humanista que, partiendo del reconocimiento que la calidad educativa es un concepto complejo, sostienen, por ejemplo, la importancia del derecho y la diversidad (OREALC-UNESCO, 2007). Así, el enfoque de derechos y el enfoque intercultural se convierten en marcos alternativos para definir calidad educativa. En acuerdo con Bonifacio Barba, estos enfoques alternativos tienen la gran ventaja de que  la cuestión de la calidad de la educación tiene una virtud perenne: nos hace volver la atención a los individuos, a las personas en tanto poseedoras originarias del derecho a la educación y, por ello, a ocuparnos de las vicisitudes de tal derecho, del cual depende la vida de las sociedades (Barba, 2007:22).

Sin embargo, las bondades que estos enfoques presentan no han logrado ser razones suficientes como para ocupar un espacio protagónico en las decisiones de política. De hecho y tal como lo afirma la UNESCO ambas maneras de entender calidad, la utilitarista y las alternativas, coexisten en muchos sistemas educativos de la región.

La primera concibe la educación como la base de la convivencia y la democracia, dando importancia a las dimensiones ciudadanas, cívicas y valóricas. La segunda se relaciona con los efectos socioeconómicos de la educación, en términos de limitaciones o aportes al crecimiento económico, el acceso a empleo y la integración social. (OREALC-UNESCO, 2007:26).

Las discusiones sostenidas alrededor de las diversas formas de comprender calidad educativa abrieron la posibilidad de incorporar otros elementos, tal como el concepto de equidad. Reimers (2000) y López (2004) coinciden en señalar que la década de los 90 trae consigo una serie de cambios en la formulación de las políticas estatales y reformas en las organizaciones encargadas de éstas. Las área sociales reciben especial atención y entre estas la educación es considerada central como motor del desarrollo social y factor de integración económica al agregar valor a los procesos productivos basados en el conocimiento. Al lado de conceptos como calidad o competitividad, la equidad empieza a ser una idea importante en el desarrollo de las políticas educativas. Va dejando de asociarse a la igualdad de oportunidades con una medición de acceso, para enfocarse más en los resultados educativos, haciendo énfasis en la necesidad de atender específicamente las carencias desiguales. Esto en parte nace de la constatación de que el igualar la oferta de recursos educativos para grupos realmente heterogéneos derivaba en una mayor exclusión de los más vulnerables. “La noción de equidad renuncia a la idea de que todos somos iguales y es precisamente a partir de este reconocimiento de las diferencias que se propone una estrategia para lograr esa igualdad fundamental” (López, 2005:68).

Esta entrada, la del reconocimiento de la equidad como elemento clave en la definición de calidad educativa[6] me anima a concluir esta sección preguntando: ¿qué tan compatible es educar para la justicia social al amparo de una noción de calidad utilitarista?, ¿a cuánta estandarización, normalización, benchmarking —factores constitutivos de la calidad utilitarista— estamos dispuestos a renunciar en nombre de una plural justicia social?, ¿cuánto esfuerzo estamos dispuestos a realizar para buscar “formas de calidad” que, sin perder su esencia estructurante y ordenadora, reconozca que el rational choice no es la única forma de resolver los problemas de la vida?

4. Reflexiones finales

A la luz de lo revisado, vuelvo a la pregunta inicial. ¿Es posible que bajo el marco de referencia que ofrece la muy extendida noción utilitarista de calidad y a través de las ampliamente aceptadas estrategias de igualdad de oportunidades se pueda educar para la justicia social?

Sin renunciar a la búsqueda de la calidad y al ofrecimiento de oportunidades, resulta fundamental contar con nuevos marcos de referencia que reconozcan que no siempre la calidad debiera ser utilitarista y que las oportunidades operan en un contexto imperfecto.

Colocar la justicia social en el centro de las preocupaciones teleológicas de la educación requiere de decisiones fundamentales que impacten en el “día a día” educativo. De lo contrario,  se corre el riesgo de alimentar un discurso retórico que producirá una permanente frustración en los sistemas educativos.

En primer término, debe tenerse absoluta claridad que apostar por una educación para la justicia social es una decisión difícil que requiere de un trabajo interinstitucional. De un lado, la desigualdad es en América Latina un antiguo y pesado legado que ha venido determinando en cierta forma la persistencia de dichas desigualdades.

La desigualdad secular que padece América Latina y el Caribe está muy enraizada en la historia de la región y se remonta a los privilegios de las elites en los tiempos coloniales y la negación de derechos en función de categorías raciales y estamentales para la inmensa mayoría de la población (CEPAL, 2010a:45).

Por otro lado, la heterogeneidad que caracteriza los grupos sociales (o clases o estamentos) genera nuevas dificultades en el combate de la desigualdad. Las metas a las que se prometía llegar de seguir una trayectoria preestablecida no son siempre posibles de ser alcanzadas, a pesar de cumplir con las condiciones que esas trayectorias exigen. Así por ejemplo, formar parte de la educación formal no determina igualdad intragrupal. Con ello han aparecido nuevas desigualdades de carácter dinámico, en donde el peso estructural pierde, de alguna manera, su protagónico sentido. “Así, hicieron su aparición nuevas desigualdades, que proceden de las recalificación de diferencias dentro de categorías a las que antes se juzgaban homogéneas” (Fitoussi y Rosanvallon, 1997:74).

En un plano directamente educativo, apostar por una educación para la justicia social es una tarea compleja que requerirá de los más altos niveles de decisión en cada país, pues supone revisar los fines mismos de la educación para posteriormente ajustar los sistemas educativos que implementen esas nuevas decisiones. Esta decisión supone cambios que permitan desarrollar pedagogías que rompan con la subordinación de los currículos a una noción de educación fundada en una tríada conformada por el trabajo, la acumulación y la renta. Pero también se requieren que los actores de la educación: docentes, estudiantes, directivos, funcionarios y familias reconozcan su responsabilidad en estos cambios. El reto es, como sostiene Nussbaum (2010), pasar de una educación para la obtención de la renta a una educación para una ciudadanía más integradora que fortalezca la democracia.

“Nos referimos a la capacidad de desarrollar un pensamiento crítico; la capacidad de trascender las lealtades nacionales y de afrontar los problemas internacionales ‘ciudadanos del mundo’; y por último, la capacidad de imaginar con compasión las dificultades del prójimo” (Nussbaum, 2010:26).

El historiador peruano Alberto Flores Galindo sostuvo con enorme congoja y preocupación que “ser peruano (corro el riesgo de decir latinoamericano) es una abstracción que se diluye en cualquier calle, entre rostros contrapuestos y personas que caminan ‘abriéndose paso’”. (Flores Galindo, 1996:26). Una educación para la justicia social es una forma posible de modificar esta situación y construir mejores sociedades.


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[1] El coeficiente de Gini es un valor entre 0 y 1, en donde 0 significa la igualdad perfecta y 1 corresponde a la desigualdad máxima.

[2] Utilizo la noción de ideal contrafáctico desarrollada por Habermas (2000) y Apel (1998) en la que se define como la construcción de un parámetro regulativo con el cual pueden ser comparadas las condiciones fácticas de las sociedades para conocer de esta manera qué tan lejos se encuentran de ese ideal y qué tantas posibilidades se tiene de progresar hacia él.

[3] Para información detallada sobre la noción de justicia social recomiendo la lectura de la exhaustiva revisión bibliográfica con perspectiva histórica que Javier Murillo y Reyes Hernández (2011) desarrollan en su artículo “Hacia un concepto de justicia social” publicado en laRevista Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación.

[4] El utilitarismo es una corriente filosófica cuya finalidad es desarrollar un marco teórico para la moralidad. Grosso modo, plantea como argumento teleológico que la sociedad debe buscar el máximo bienestar para el máximo número de personas. La utilidad o principio de la mayor felicidad es entonces concebido como un fundamento moral. 

[5] El primer registro a nivel de acuerdos internacionales se encuentra en uno de los objetivos del Proyecto Principal de Educación para América Latina y el Caribe auspiciado por la OREALC-UNESCO y cuya primera reunión se realizó en Quito, Ecuador en 1981.

[6] En la actualidad, América Latina es un escenario particular en donde conviven, al menos, tres discursos que relacionan calidad y equidad. Basado en la educación como derecho, encontramos la propuesta de la OREALC – UNESCO (2007) que considera a la equidad como una característica fundamental de la calidad. De otro lado y considerando el ámbito socioeducativo, el IIPE – UNESCO (López, 2005) ubica a la equidad como una condición fundamental para alcanzar calidad. Finalmente, la propuesta del Banco Mundial (Vegas y Petrow, 2008) persiste en entender la equidad como la aspiración o fin último que se alcanzaría, en tanto se obtenga calidad.

 

 

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