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RIEJS
IGUALDAD Y LIBERTAD: FUNDAMENTOS DE LA JUSTICIA SOCIAL[1]

Justicia es dar a cada uno lo que le corresponde;
es decir, en proporción a su contribución a la sociedad,
sus necesidades y sus méritos personales
(Aristóteles, siglo IV a.c.)

El sujeto es individual porque es social (y viceversa)
(Alonso, 2009, p. 63)

El 1% de la población tiene lo que el 99% necesita
(Stiglitz, 2012, p. 1)

1. CONCEPTO DE JUSTICIA: PRINCIPIOS NORMATIVOS

Igualdad y libertad son principios fundamentales de la justicia. Son valores o componentes normativos que constituyen la idea de justicia. Desde Aristóteles la justicia ya era la virtud más importante desde el punto de vista relacional. El adjetivo de ‘social’, se incorporó en el siglo XIX y se consolidó con la constitución del moderno Estado social y de derecho, los actuales Estados de bienestar. La justicia social define el contenido sustantivo y procedimental de las normas que deben regular la interacción social: la distribución de los recursos y bienes económicos, políticos o culturales, así como la posición, el reconocimiento y la participación de los individuos y grupos en la estructura social.

En relación con el concepto de justicia social hay que distinguir sus fundamentos (igualdad, libertad), sus dimensiones (distribución, reconocimiento, representación) y los distintos tipos (solidaridad, derechos básicos, méritos o incentivos).

La definición de los fundamentos de la justicia hace referencia a los principios normativos que la constituyen e incorpora esos dos valores fundamentales, igualdad y libertad, aun con distintos énfasis y equilibrios. Así, diferentes autores hablan de “paridad (igualdad) participativa”, “reconocimiento” (igualitario), “igualdad de trato”, “igualdad de oportunidades” (o capacidades)... Esa expresión de la igualdad, como principio normativo, aunque se enuncie en primer plano, normalmente, depende jerárquicamente del objetivo de la libertad. Este último concepto posee también distintos matices: autorrealización, autonomía personal, capacidad de elección o desarrollo humano..., o bien, libertad ‘real’ o no-dominación. En distintas expresiones, junto con la idea de igualdad se enlazan otras como capacidad, oportunidad o participación, que son componentes sustantivos de la idea de libertad. Dicho de otro m odo: se trata de asegurar una igualdad básica, incluido el derecho y el ejercicio de las libertades, para garantizar el bien individual y colectivo expresado, mayoritariamente, en términos de libertad.

Por tanto, aparece ya una cierta jerarquía, con el valor de la libertad como finalidad central y la igualdad como medio o condición para la realización de esa libertad de las personas. La concreción de la igualdad se establece a través de dos niveles: en el primero, es mínima y universal, derivada de la condición social y la dignidad del ser humano; en el segundo, los bienes y las posiciones sociales se deberían corresponder, de forma ‘equitativa’ o proporcional, al mérito o la contribución del individuo y el grupo social. El contenido de esa libertad también está lleno de diversos énfasis. Se puede poner el acento en la eliminación de interferencias externas, o bien en la superación de la necesidad y la subordinación. Puede ser expresada en términos de capacidad de elección, afirmación de identidad o participación.

Aquí nos centramos en los principios o fundamentos de la justicia social, la igualdad y la libertad, desde una perspectiva sociológica, atendiendo a su impacto en las relaciones sociales, entendidas en sentido amplio y multidimensional. La pregunta pertinente es qué igualdad y qué libertad. Se trata de definir qué grado o intensidad tienen cada uno de esos fundamentos. O, desde otro punto de vista, qué relación se establece con sus contrarios, qué equilibrios se producen y pueden ser justificados entre igualdad y desigualdad o bien entre libertad y dominación o subordinación. E, igualmente, abordaremos las diferencias entre los distintos igualitarismos y los conflictos entre diferentes derechos o libertades, siguiendo a Sen (1997) “Si no se puede eludir el asunto de la igualdad, el hecho de que haya muchas nociones diferentes de igualdad implica que también hay que enfrentarse con los conflictos entre concepciones igualitaristas diferentes” (p. 73). O bien, Sen (2004) “Sostengo que el verdadero conflicto es el que existe entre los distintos tipos de libertades y no entre libertad ‘sin más’ y las ventajas en general” (p. 14).

Se explicarán las tensiones existentes en la interrelación entre los dos componentes. Ambos pueden ser complementarios y también conflictivos y son, al mismo tiempo, imprescindibles e irreductibles entre sí, dando lugar a una compleja combinación de ambos principios normativos. No estamos ante un ‘monismo moral’ sino ante la ambivalencia de valores con una relación compleja.

Ya se ha dicho que la justicia social hace referencia, fundamentalmente, al carácter relacional del los individuos. Especialmente, el fundamento de la igualdad remite a la comparación entre los individuos y grupos sociales, a la regulación equitativa de su relación. En la libertad aparecen más disociados los dos aspectos, el carácter individual y el social de la persona. Desde el punto de vista estrictamente individual este concepto se centra en el sujeto autónomo, su autorrealización, su dignidad y sus derechos individuales. Es un tema ya clásico en el pensamiento liberal e ilustrado, desde el humanismo renacentista y la reforma protestante hasta Hegel. La variante más reduccionista o economicista de la libertad sería la prioridad del derecho a la propiedad privada o la libertad de empresa, definido (por Locke y Smith) como el pivote desde el que se juzgaría la libertad individual o la capacidad de elección y el reconocimi ento social.

Desde el plano de su componente social, la libertad hace referencia a unos vínculos libres de dominación y de subordinación, a los derechos civiles, políticos y sociales que garanticen a los individuos la superación de la dependencia en relación con la necesidad o la imposición del poder u otras estructuras sociales. Hacer hincapié en este enfoque social nos permitirá superar la primera acepción individualista de la libertad como el valor supremo y exclusivo del individuo. Para la variante más reduccionista, el componente social (las interacciones sociales) se considera ajeno o contraproducente al sujeto, a su individualidad y su libertad. Y, en esa medida, se infravalora ese segundo aspecto de los vínculos colectivos en que está metida la libertad. Igualmente, la igualdad se infravalora, como si fuera un componente externo al individuo, una constricción que frena su libertad y la libre expansión de sus intereses y sentim ientos. Y se jerarquiza y hace depender de esa primera faceta de la libertad. La igualdad se acepta, pero en la medida que favorece la libertad como bien superior y específico del ser humano, es decir, como elemento secundario y variable dependiente. Cuando entran en conflicto, para esa lógica individualista extrema está clara la opción: el interés propio es la libertad, que sería la guía para la razón práctica. La igualdad aparece como medio instrumental y condición mínima para el desarrollo humano basado en la libertad. O bien se muestra como referencia ética genérica y ‘relacional’ favorable y complementaria a la libertad, aunque externa al individuo y dependiente de la misma. La igualdad sería, en todo caso, un criterio normativo para la sociedad, para mantener la cohesión social y aportar legitimidad a las instituciones sociales. Aunque se ve siempre un elemento de segundo orden, frente al componente de libertad, considerado el ‘esencial ’ del ser humano. Pero la igualdad, la equidad en las relaciones interpersonales y sociales, es un principio constitutivo de la sociedad en su conjunto o los grupos sociales, y también de la propia persona, de su proceso en la construcción del yo.

En definitiva, igualdad y libertad están interrelacionadas, y constituyen dos polos fundamentales de la justicia social. Ambos componentes pueden ser complementarios pero también opuestos y entrar en conflicto. No se pueden reducir la una a la otra, ni priorizar o jerarquizar de forma absoluta la primera a la segunda o la segunda a la primera. Todas las doctrinas, al menos las modernas y democráticas, incluido las liberales y las de izquierdas, socialdemócratas o marxistas, tienen una base igualitarista. Es importante la interrogante planteada por Sen (2004 y 2010): ¿igualdad de qué? Este autor se refiere principalmente a dos opciones: 1) de recursos o bienes primarios (Rawls, 1971),  2) de capacidades (Nussbaum, 2012; Sen, 2010). Y, frente al enfoque procedimental e institucional de la primera, apuesta claramente por la perspectiva sustantiva y ligada directamente a las personas, de la segunda. La primera posición cons iste en opciones distributivas, de una igualdad específica en un aspecto de las necesidades y de nivel mínimo, como base para la libertad real de las personas. Por tanto, desde esa idea, con una base igualitaria básica aspiran a proporcionar a los seres humanos mayor libertad.

Una cuestión importante, como se verá, es la definición de ese umbral mínimo para la distribución igualitaria. A partir de él, la justicia, particularmente en Rawls, se basa en otro tipo distributivo relacionado con los incentivos proporcionales al mérito y, por tanto, desiguales. Al contenido del mérito se incorporan el patrimonio y el poder acumulado y ejercido.

En consecuencia, la combinación de los distintos tipos de justicia y su peso respectivo, tiene grandes implicaciones para la realidad social, la percepción popular de la justicia y la legitimidad de las instituciones. En la formulación de los actuales principios normativos de la justicia nos encontramos con distintos énfasis y conexiones entre ambos valores, igualdad y libertad. Desde ahí, analizaremos las dimensiones y los tipos de la justicia, después de clarificar la perspectiva sociológica.

2. UNA INTERPRETACIÓN SOCIAL Y CRÍTICA

Para comprobar la función social de la justicia habrá que establecer su conexión con la realidad social, es decir, contrastar las ideas de la justicia social con la situación actual de la sociedad y señalar su potencial transformador. Ello nos llevará a un breve análisis crítico de la desigualdad y la subordinación, ya aludida en la cita inicial del subtítulo del libro de Stiglitz (2012). Así, el contexto social está definido por transformaciones profundas en diversas esferas: una situación de crisis socioeconómica, fuertes procesos de desigualdad social, grandes cambios productivos y demográficos, diversidad sociocultural y conflictos interétnicos; igualmente, existen tendencias sociales ambivalentes, con dinámicas de privatización, repliegue individualista y competitividad, por un lado, y procesos de indignación social, defensa de lo público y reafirmación democrática, por otro. En ese marco se sitúan los distin tos agentes sociales y políticos y la existencia de una ciudadanía activa, con pugnas sociopolíticas y amplios procesos de activación y participación democrática junto con significativos déficits de confianza popular en las élites políticas gestoras (Antón, 2011).

Paralelamente, según encuestas de opinión[2], en España y en el ámbito europeo, se expresa una amplia conciencia popular de justicia social que define el posicionamiento crítico de amplias franjas de la población frente a la existencia de injusticia social y el apoyo a los derechos sociales y los valores democráticos. Existe una significativa disociación entre una cultura de justicia social, presente en mayorías sociales, y las políticas liberal-conservadoras, dominantes hoy en la Unión Europea, que cuestionan la ciudadanía social y laboral. Frente a la prioridad por reducir el déficit público y aplicar medidas de austeridad, se levanta una significativa opinión ciudadana de defensa del empleo, unas condiciones socioeconómicas decentes y unos servicios públicos de calidad.

Todo ello supone una base y un estímulo para avanzar en una teoría social crítica, una posición normativa y ética que defina, renueve y adapte los fundamentos de la justicia social, necesarios para desarrollar una actitud transformadora.

El enfoque sociológico aquí utilizado parte del doble carácter del ser humano: individual y social. Reconocer esa ambivalencia es fundamental para evitar los dos extremos de distintas corrientes de pensamiento: el individuo aislado de lo social, cuyo desarrollo se contrapone a la sociedad vista como constricción de su libertad; o bien, la visión totalizadora o colectivista extrema, con la ausencia de la autonomía individual y la imposición de la realidad del grupo social o el poder. La sociedad no es  solo la suma o agregación de individuos, ni un agente totalizador en el que se subsumen las personas. Y el sujeto no es solo su estricta individualidad, cuyo mayor reflejo es su componente biológico; su conciencia, su comportamiento y sus vínculos sociales conforman también su identidad individual y colectiva. Así, “el individuo real siempre actúa en grupos humanos concretos, y estos grupos son fundamentos reflexivo s de las sociedades complejas (los grupos forman la sociedad, pero los grupos portan y reproducen los elementos instituyentes de lo social)” (Alonso, 2009, p. 61).

No se trata ahora de detallar las características de las distintas corrientes teóricas para definir al ser humano o la sociedad. Solamente se destaca ese amplio campo de pensamiento, presente en los fundadores de la sociología (Marx, Durkeim y Weber), de integrar lo individual y lo social, frente a la unilateralidad de las corrientes extremas que apuestan por la exclusividad de un aspecto (individuo aislado o abstracto) o su contrario (sociedad como totalidad indiferenciada).

En estos mismos autores clásicos, así como en las diferentes escuelas, más o menos afines y heterogéneas que han tenido lugar en el siglo XX, ha sido difícil la interrelación de esos dos componentes del ser humano, el individual y el social, inclinándose más hacia un lado u otro, sin el equilibrio específico adecuado según los momentos y temas. En un extremo, desde ciertas tradiciones marxistas o colectivistas se ha llegado a despreciar al sujeto individual, a su libertad y autonomía, llegando a posiciones anti-pluralistas y totalitarias (Del Río, 2007; Judt, 2010). En sentido contrario, en las últimas décadas también se ha exacerbado el individualismo antisocial o asocial, típico de algunas tendencias liberales y postmodernas, con la prioridad del interés propio ‘egoísta’ a costa o en conflicto con el bien de la sociedad. Como dice Sen (2011) “El enfoque egoísta de la racionalidad supone, entre otra s cosas, un firme rechazo de la visión de la motivación ‘relacionada con la ética’” (p. 33). En particular, la justificación liberal de que el interés privado, el beneficio propio, iba a llevar a la prosperidad pública (Antón, 1997), ha sido contradicha por la actual experiencia de empobrecimiento masivo con fuertes desigualdades y brechas sociales, derivada de la crisis socioeconómica y las políticas de ajuste y austeridad (Milanovic, 2012; Stiglitz, 2012). En la perspectiva de combinar los dos componentes del sujeto, se pueden apuntar otros autores actuales significativos, como Giddens (1993) y Victoria Camps (1999).

Por tanto, siguiendo con Alonso (2009, p. 67), es imposible la construcción aislada de una identidad individual, pues el individuo solo logra tomar conciencia de su individualidad por medio de la mirada del otro. Así, el vínculo social no es externo a la persona sino que es una de sus dimensiones constitutivas y la subjetivación solo puede formarse en procesos intersubjetivos, por lo que el individuo únicamente es capaz de individualizarse, en el sentido más literal de término, en la sociedad. Por ello, en la sociedad actual, los marcos de subjetivación y elección siguen estando fuertemente condicionados por la posición ocupada en la estructura social, que determina el acceso, la cantidad y calidad de los recursos no solo materiales sino también culturales y expresivos. Y continúa señalando este autor, todo ello nos lleva a considerar muy seriamente la necesidad de soportes colectivos (materiales, sociales, culturales, simb ólicos), para el desarrollo de la individualidad.  Estos soportes pasan por el grupo, la acción colectiva y las instituciones, instancias todas ellas íntimamente vinculadas e interpenetradas. Porque las instituciones no solo obligan, constriñen o limitan, sino también suministran recursos insustituibles para la construcción de la identidad. Los marcos de referencia colectivos no solo sujetan o encarcelan el yo, también le dan los modelos para pensar, ser y actuar.

Hay que ser conscientes del conflicto entre el ideal ético (bien común) y el pragmatismo (beneficio propio, bien parcial), ya planteado por Kant. El ‘bien’ debe ser del conjunto, de todos y de cada uno, cuestión compleja. Existe un conflicto de valores, particularmente entre los dos principales tratados aquí, la igualdad y la libertad. Pero también, entre ellos y otros como entre la libertad y la responsabilidad, o entre la igualdad y la mejora del bienestar, el crecimiento económico y el desarrollo humano. Resolver esas polarizaciones es fácil cuando existe homogeneidad sobre lo ‘bueno’ y lo ‘malo’, con una gran legitimidad social sobre las normas adoptadas. No obstante, es difícil la armonía social y el consenso ético en torno a unos valores universales aceptados de forma generalizada.

El riesgo es doble. Por un lado, el relativismo extremo, la ausencia de normas colectivas legítimas y una fragmentación y desagregación social. Por otro lado, el incremento de la competitividad individual y grupal por imponer la propia verdad o la capacidad de poder y apropiación de bienes, llegando hasta nuevas formas autoritarias y fundamentalistas. Cada vez existe mayor diversidad cultural y ética, así como intereses contradictorios por las graves brechas y desigualdades sociales. O, simplemente, queda patente la dificultad para definir lo moral y lo amoral de un hecho ya que también está sujeto a otras consideraciones no estrictamente éticas. Todo ello hace más problemática la elección y su carácter justo. A veces se produce la situación ‘trágica’, y solo cabe la elección entre dos males, debiendo escoger el mal ‘menor’, aunque como ‘mal’ también produce sufrimiento, desigualdad o deterioro de la libertad.

Para completar esta perspectiva sociológica, hay que citar la idea antropológica o filosófica con la que se enfoca este trabajo: la ambivalencia del ser humano, frente a una mirada unilateral y la visión esencialista o determinista. El sujeto no es, por naturaleza, ni absolutamente bueno ni absolutamente malo. No es adecuada una visión antropológica optimista (presente en Rousseau) que lleva al libre desarrollo ‘natural’ del niño, como perfeccionamiento de la ‘naturaleza’ humana. Tampoco es correcta la visión pesimista de la maldad (inadaptación o indisciplina) intrínseca del ser humano (y la idea de la bondad de la sociedad o el Estado, implícita en Comte), con la conclusión normativa del refuerzo institucional del control y el orden social y la imposición del Estado o la autoridad.

Por otro lado, hay que distinguir la polarización entre lo social y lo individual de los diferentes planos de la sociedad -y la naturaleza-. Y diferenciar el tipo de relaciones sociales (económicas, culturales y jurídico-políticas o institucionales), sus ámbitos (local-global, individuo-instituciones/orden social) y sus esferas (clase, sexo, etnia, nación, cultura…).

En conclusión, lo individual y lo social del ser humano incluye su autonomía moral y su vínculo social, su identidad individual y su identidad colectiva. Su componente social abarca las relaciones socioeconómicas, la dominación o la subordinación, la participación política y las relaciones interpersonales y culturales. Esta ambivalencia del ser humano y este rechazo a la visión esencialista o determinista, se completa con una visión social, histórica y contextual: los individuos y grupos sociales se construyen histórica y culturalmente en determinados contextos y condiciones sociales, y su desarrollo moral y humano está imbricado con la evolución de la sociedad.

3. TIPOS DE JUSTICIA: SOLIDARIDAD, IGUALDAD JURÍDICA O DERECHOS HUMANOS Y MÉRITOS

Históricamente, aparecen dos tipos o ámbitos distintos de la justicia como igualdad, anticipados en la cita inicial de Aristóteles: 1) la solidaridad respecto a las ‘necesidades’ individuales o grupales; 2) la proporcionalidad de las recompensas (incentivos y reconocimientos) en relación con las ‘contribuciones’ o los ‘méritos’. Le añadiremos un tercero, central en la modernidad: 3) los derechos básicos como ser humano o la igualdad jurídica fundamental de todos los individuos (o ciudadanos). Fraser y Honneth (2006) habla también de tres tipos de justicia similares a los aquí planteados (aunque tienen un contenido parcialmente diferente, en el que no vamos a entrar). Son dependientes de su núcleo normativo basado en el reconocimiento: amor y afecto en el núcleo familiar, méritos e igualdad jurídica.

El primer tipo de justicia, la correspondencia de los bienes con la necesidad, se puede contemplar como fundamento de las relaciones familiares o de amistad, del pacto intergeneracional de los adultos respecto de los niños y ancianos, así como de la reciprocidad en las relaciones de pareja; de manera más institucional, es la base normativa de una parte de la acción protectora de los modernos Estados de bienestar. Está amparado en el reconocimiento de la ciudadanía social (Alonso, 2007; Marshall y Bottomore, 1998) en el contexto del pacto keynesiano o el contrato social de reciprocidad intergeneracional y de grupos sociales para hacer frente de forma mancomunada a los riesgos sociales (enfermedad, paro y vejez). Y se da por supuesto la contribución masiva en el empleo y los impuestos y las obligaciones cívicas. En particular, se aplica, sobre todo, para el sistema de salud y muchos servicios sociales: la pertenencia a de terminada sociedad permite el derecho a recibir la atención y las prestaciones imprescindibles que se ‘necesitan’, independientemente del nivel contributivo o meritocrático concreto, para asegurar la salud. En un sentido más general, se fundamenta en el valor de la solidaridad (la ‘fraternidad’ de la ilustración francesa), también interrelacionado con la igualdad y la libertad. Más allá de las grandes transformaciones en el ámbito familiar y en las bases de la solidaridad ‘orgánica’, y lejos del optimismo del predominio de los lazos de cooperación entre los individuos y grupos sociales, este criterio de justicia como respuesta a la necesidad individual o social todavía existe en muchas relaciones interpersonales. Igualmente, fundamenta una parte de las responsabilidades y garantías institucionales de protección social de los Estados de bienestar, particularmente centroeuropeos y del norte socialdemócrata (Antón, 2009).

El segundo tipo, basado en la distribución proporcional al mérito, representa el sistema habitual de remuneración en el empleo: salario igual ante trabajo igual, pero proporcional a la cantidad o calidad -productividad- del trabajo, aspecto central en la remuneración empresarial y en la justificación liberal y marxista. Así, el derecho obrero a disfrutar del producto de su trabajo, era valorado por Marx como ‘derecho burgués’ y conllevaba una pugna por la distribución más equitativa respecto de las ganancias del capital. Pero, también, esta forma distributiva es la base del sistema (contributivo) de pensiones, con una prestación mensual proporcional al nivel contributivo previo (aunque indefinida en cuanto cubre todo el tiempo del riesgo de la vejez hasta la muerte). Igualmente, son contributivas otras prestaciones, como las de protección al desempleo. Este sistema está completado, ante la ausencia de e se derecho y la existencia de necesidad, con otra parte de subsidios o rentas básicas no contributivos, cuya justificación se basa en el tercer tipo de justicia. Por otro lado, la meritocracia, la recompensa proporcional a la aportación realizada o méritos demostrados, es también fundamental en el sistema educativo, como reconocimiento equitativo de las credenciales que corresponden a un nivel de esfuerzos, habilidades, competencias o capacidades alcanzado. Aunque la educación es un derecho universal (y un deber, en la etapa obligatoria), su acceso se basa en la igualdad de oportunidades y se asocia al siguiente tipo de justicia.

Existe un tercer tipo de justicia, la igualdad distributiva asociada a los derechos humanos: la igualdad de trato, sin discriminación, y la existencia de unos derechos básicos (individuales y colectivos). Ambos aspectos son dependientes de la dignidad del ser humano y como reconocimiento del vínculo social. Superados los criterios pre-modernos de linaje o de casta, se ha ido implantando progresivamente -con el precedente del derecho romano- la igualdad jurídica o ante la ley, los derechos civiles y políticos. Se empezó por los ‘propietarios’ y los varones o cabezas de familia, originarios de un país determinado, y se amplió a los llamados derechos humanos universales y a la moderna ciudadanía social. No deriva del nivel de aportación del individuo a la sociedad. Consiste en asegurar unas condiciones mínimas de supervivencia, participación cívica y productiva e integración social y cultural. No hay exig encia de contraprestación proporcional. No obstante, se dan por supuesto las relaciones de reciprocidad general dentro de un contrato social (o nacional) y los equilibrios globales entre derechos y deberes u obligaciones. Tiene sus fundamentos en la igualdad ante la ley de todos los individuos (igualdad jurídica) y en el derecho a unos bienes básicos, como ser humano y/o partícipe de una sociedad. Son fuente de la libertad y la autonomía individual, en el contexto de los vínculos cooperativos en la sociedad.

4. DIMENSIONES DE LA JUSTICIA: REDISTRIBUCIÓN, RECONOCIMIENTO Y REPRESENTACIÓN

La justicia social tiene tres dimensiones (Fraser, 2008; Fraser y Honneth, 2006): redistribución, reconocimiento y participación (o representación), cuya síntesis y desarrollo histórico se expone en Murillo y Hernández (2011). La distribución básica puede ser de bienes primarios (Rawls, 1971), recursos (Dworkin, 1981) o capacidades (Nussbaum, 2012; Sen, 2001, 2004, 2010). Se trata de conseguir una igualdad mínima de medios que permita garantizar la libertad real de los individuos, sus capacidades reales y su ejercicio. El reconocimiento hace referencia a la necesidad de superar la insuficiencia de respeto o estima social, de discriminación o subordinación de un individuo o un grupo social respecto de otros, para garantizar una posición igualitaria en la interacción social. La representación, como cauce y expresión de la participación cívica en la esfera pública, es incorporada más tarde por Fraser (2008) y desarrollad a por Nussbaum (2012) desde el enfoque de las capacidades. Vamos a comentarlo, dejando para más adelante las posiciones más específicas de Rawls y Sen.

Las dimensiones del reconocimiento y la participación se sostienen en principios igualitarios y están íntimamente relacionadas con la distribución y la ciudadanía (Alonso, 2003; Fraser, 2008; Fraser y Honneth, 2006). Es el derecho a ser tratado igual y sin discriminación, derivado de la propia dignidad humana, con derecho a la estima, el respeto y el reconocimiento sociales, así como a la participación cívica y política. También convendrá distinguir los niveles de capacidad participativa igualitaria, desde unos derechos y cauces básicos (Nussbaum, 2012) hasta llegar a la ciudadanía plena o la participación democrática en la regulación institucional de la economía y el control del poder político. Estas dimensiones de distribución, reconocimiento y representación, dada la grave y persistente crisis social y económica actual y su gestión regresiva y con déficit de legitimidad democrática, están cobrando una nueva magnitud que desborda el marco en que se situaban anteriormente.

Respecto de la distribución, Fraser y Honneth (2006) ya apuntaba, en un plano más profundo que el enfoque de mínimos de Rawls, que era necesaria una amplia reestructuración económica progresista. El problema, ahora más evidente, ya no solo es ‘distributivo’, sino que afecta al conjunto de las relaciones económicas, en particular a la capacidad de ‘regulación’ institucional de los mercados. Con la actual crisis económica y financiera, han pasado a primer plano la realidad de la desigualdad socioeconómica, el retroceso de condiciones y derechos sociolaborales y el desastre producido por la ausencia de controles (políticos, normativos y éticos) a la libertad de empresa o del mercado de capitales y los límites de una fiscalidad regresiva.

Por tanto, el problema se plantea en unos términos más amplios: redistribución profunda y progresiva (freno a la distribución regresiva), regulación política e institucional de la economía, defensa de la ciudadanía social, servicios públicos de calidad, equidad en la gestión y la salida de la crisis. Se ha demostrado el fracaso del modelo igualitarista de tipo soviético, que llevó al estancamiento económico, además de los componentes autoritarios y elitistas de la burocracia de su poder político. El sistema capitalista, estas décadas pasadas, ha sido más eficiente y capaz de asegurar el crecimiento económico y la mejora de las condiciones laborales y sociales de la población (Milanovic, 2012). Pero, también se han evidenciado, masivamente, sus límites y lacras. Y una vez demostrado también el fracaso de las políticas neoliberales, dominantes estos últimos años, causantes de la actual crisis económica, se abre e l espacio para el debate y la renovación de la tradición keynesiana y la izquierda democrática, del reequilibrio entre la política, la participación ciudadana y las instituciones democráticas respecto de los poderes económicos. Se vuelve a poner de actualidad la necesidad de un nuevo equilibrio entre el papel del Estado y las instituciones internacionales (desde los grandes Estados hasta el G-20, la ONU, la OMC o la OCDE) en relación con los mercados, particularmente, los financieros (Nussbaum, 2012). O bien, entre lo público y las garantías de igualdad y no subordinación, y lo privado y su amparo en la ley del más fuerte o la libertad del poderoso.

Todo ello supone avanzar en el reconocimiento y la participación de una ciudadanía plena y en la profundización democrática de los sistemas políticos ‘representativos’. El reconocimiento y la representación ya no se quedan en los importantes temas del papel de los nuevos movimientos sociales y los viejos movimientos sindicales, en la relación entre políticas de identidad y políticas de clase o en la regulación de la representación de los diversos agentes sociales (Alonso, 2007). Ya antes, tanto el movimiento sindical como los llamados nuevos movimientos sociales tenían una composición interclasista. No se podía afirmar que el primero era reflejo solo de los intereses económicos o distributivos de la clase trabajadora, y los segundos, respondían frente a opresiones sociales diversas (de sexo, etnia, origen nacional…), exclusivamente, con aspiraciones culturales de las clases medias. Esos contenidos y conflictos también eran transversales a las distintas clases sociales: las clases medias tienen problemas distributivos y las clases trabajadoras sufren ese tipo de discriminaciones y subordinaciones. En las características y la identidad de las clases trabajadoras es fundamental también su componente de ‘subordinación’ y las deficiencias de su libertad, es decir, su necesidad de mejorar su reconocimiento y su estatus. Y una de las particularidades de esta situación económica es el bloqueo o el descenso de la capacidad adquisitiva y el estatus socioeconómico de sectores de capas medias. La igualdad económica y la igualdad de estatus se entrelazan, las identidades son más débiles, pero más variadas e interrelacionadas (Antón, 2007). Y el propio concepto de estatus se amplía, al ponerse en riesgo el llamado modelo social europeo, la integración social y cívica y la calidad democrática o la impotencia de las instituciones políticas. Así, se plantean nuevas propuestas de mejora democrática y de equidad socioeconómica.

En la actualidad, estas dimensiones se han transformado e integrado en una nueva dinámica más general, derivada de la crisis: la inestabilidad y el retroceso en el acceso a los bienes y recursos y las garantías de los derechos. En esta situación de ‘incertidumbre’ se ha puesto de manifiesto la fragilidad del estatus de ciudadanía y el déficit democrático de las grandes instituciones. Esto es debido a la disociación entre sus medidas políticas y la opinión ciudadana, no suficientemente reconocida cuando no despreciada por muchos poderes públicos y económicos.

En definitiva, reconocimiento y representación, cobran gran importancia y nueva dimensión: por un lado, la exigencia de reconocimiento público e institucional de una ciudadanía activa, como conjunto de movimientos sociales y expresiones colectivas en que se manifiesta una corriente social indignada y crítica; por otro lado, la demanda de regeneración democrática de las instituciones políticas, con un mayor impulso participativo, la revitalización del tejido asociativo y la integración social y cultural. El actual contexto de crisis socioeconómica se caracteriza por una gestión institucional predominantemente regresiva, con fuertes presiones y pugnas en torno al reparto más o menos desigual de sus costes o la exigencia de un tipo de salida justa o equitativa. Y aparece un profundo conflicto sociopolítico entre dos dinámicas: por una parte, la afirmación de la soberanía popular y el principio democrático de la participac ión cívica y política, como derechos fundamentales e igualitarios del conjunto de la ciudadanía; por otra parte la libertad de los grandes poderes financieros que deciden unilateralmente sobre el movimiento de capitales y condicionan la política fiscal y presupuestaria. Es un conflicto ético entre la defensa de la legitimidad de la capacidad de decisión de las sociedades articuladas en sus instituciones representativas y la de las minorías poderosas. Estas élites se defienden desde ‘su’ libertad al beneficio privado, pretenden evitar interferencias públicas o utilizan instituciones públicas y sus gestores para reforzar su autonomía respecto de la opinión democrática de la mayoría ciudadana (Antón, 2011).

Tradicionalmente, la legitimación del actual orden socioeconómico se ha amparado en los beneficios de crecimiento económico que esa dinámica reportaba a la sociedad, consistente en un reparto  del conjunto de los bienes con una parte para los desfavorecidos (siguiendo el segundo principio de Rawls). Pero, dados los límites derivados de la actual crisis económica y siendo evidentes los desastres producidos por la explosión de la burbuja financiera y las dinámicas especulativas, ahora ha perdido legitimidad. Así, resulta insuficiente la justificación basada en la libertad económica, aunque mantengan su poder los grandes grupos financieros, con cierto amparo legal o en situación alegal, por ausencia de regulación precisa y suficientes instituciones internacionales (Milanovic, 2012). Esa justificación desde la libertad de empresa y su supuesta eficiencia general, entra en conflicto no solo con la igualdad, sino, específicame nte, con la dimensión participativa y de reconocimiento de la ciudadanía. Esta faceta de la justicia adquiere una mayor importancia práctica y requiere una profundización de su valor y su legitimidad frente a la relativa impotencia de la acción democrática, particularmente en el plano internacional.

5. DESIGUALDAD, BIENES PRIMARIOS (RAWLS) O CAPACIDADES (SEN)

Rawls y Sen -que se declara deudor del primero- son dos autores con una gran influencia en las teorías de la justicia social. Ambos parten de la igualdad (distribución de bienes elementales o capacidades básicas) como base para la libertad. Libertad como elección de preferencias (Rawls), o como desarrollo de capacidades individuales y acumulativas (Sen). Sus diferencias se establecen, fundamentalmente, en el contenido de esa igualdad básica: bienes primarios o capacidades humanas. Ante el planteamiento ‘procedimental’ de Rawls, Sen hace una amplia valoración crítica de sus insuficiencias y le opone un enfoque ‘sustantivo’. La polarización se establece entre 1) la constitución de instituciones justas que garanticen la igualdad de bienes primarios para garantizar la libertad real; o 2) igualdad y desarrollo de capacidades (libertad sustantiva) para garantizar los logros de las personas y el valor propio de la libertad.

Así, Sen (2004, p. 97) cuestiona la pretendida suficiencia, para una teoría de la justicia orientada hacia la libertad, de esta atención a los ‘medios’ para conseguir la libertad, en vez de la ‘extensión’ de la libertad de que una persona goza realmente. Dado que la ‘transformación’ de esos bienes elementales y esos recursos, en libertad de elección entre combinaciones de ‘funcionamientos’ alternativos y de otros logros, podría variar de una persona a otra, la igualdad de bienes elementales o recursos puede ir unida a serias desigualdades en las libertades realmente disfrutadas por distintas personas. La cuestión clave, en este contexto, es si tales desigualdades de libertad son compatibles con la satisfacción de la idea fundamental de la concepción política de la justicia. En la valoración de la justicia basada en las capacidades, las demandas y los títulos individuales no ti enen que evaluarse en términos de los recursos o de los bienes elementales de que realmente las personas disfrutan. Se deben valorar en relación con la capacidad o la posibilidad de poder elegir las vidas que definan con sus propias razones personales. Es esta libertad real la que está representada por las ‘capacidades’ de la persona para conseguir varias combinaciones alternativas de funcionamientos. Es importante distinguir entre, por un lado, la capacidad, que representa la libertad realmente disfrutada, y por otro lado, dos aspectos interrelacionados: 1) los bienes elementales y otros recursos, y 2) los logros, incluidos combinaciones de funciones realmente disfrutadas, y otros resultados alcanzados. Y termina afirmando que si nuestra inquietud es la igualdad de la libertad, es igualmente improcedente exigir la igualdad de sus ‘medios’ que buscar la igualdad de sus ‘resultados’.

Aun con esas diferencias, ambos combaten y superan el liberalismo clásico o el utilitarismo de Bentham, e incorporan ese componente fundamental de la igualdad como base de la libertad real, frente a la exclusividad por la libertad y su dimensión utilitaria en conseguir ‘resultados’ prácticos. Para el utilitarismo, el fundamento de la justicia es la ley, la libertad y la igualdad jurídica, aunque los distintos tipos de libertad aparecen jerarquizados. En el primer orden de los derechos civiles aparece la libertad de decisión sobre el patrimonio propio y su utilización. El estatus del individuo se basaría, fundamentalmente, en la propiedad privada o la posesión de bienes y recursos, cuyo origen no se cuestionaba y que constituía la fuente de obligaciones (contribución con impuestos) y derechos.

Por otro lado, particularmente, Rawls se diferencia de la tradición keynesiana y socialdemócrata en que se asientan los modernos Estados de bienestar europeos más avanzados (continentales y nórdicos), y enlaza, con matices, con el modelo liberal o anglosajón (Reino Unido, Estados Unidos, Japón y Australia). Amplía y renueva el bagaje normativo del liberalismo social (Darhendorf, 1994) y el liberalismo político (Rawls, 1997). Y, confluye, en cierta medida, con el giro hacia la tercera vía de sectores socialdemócratas europeos (Giddens, 1999). Sin embargo, la experiencia ciudadana de lo más avanzado de ese modelo social europeo y la tradición igualitaria de las izquierdas democráticas europeas, tienen una fundamentación ética de la justicia social, basada en una igualdad de oportunidades ‘fuerte’. Así que, respecto a esta tradición más igualitaria de las izquierdas europeas, las posiciones de ese liberalismo progresista representa un perfil intelectual y normativo que podemos definir como ‘débil’, respecto de la distribución y la igualdad. Esa insuficiencia está clara en la formulación de los bienes primarios  de Rawls.

Nussbaum (2012) da un paso más con sus ‘capacidades combinadas’. En su caso, de las diez capacidades básicas, las dos principales son la de afiliación (poder vivir con y para los demás, reconocerlos y poder participar en la interacción social, así como disponer de unas bases sociales en que afirmar la dignidad) y la razón práctica (poder formarse una concepción del bien y reflexionar críticamente acerca de la planificación de la propia vida). Es una base mínima importante que conlleva una igualdad básica en un primer peldaño. La cuestión es la definición de los límites a partir de los cuales es permisible la desigualdad derivada del mérito desigual y, sobre todo, de la persistencia de diversos factores socioeconómicos, políticos y culturales que continúan creando ventajas para unos y desventajas para otros.

En el caso de Sen, con una perspectiva mundial de los grandes déficits de pobreza, recursos y capacidades humanas, su propuesta y el horizonte promovido, particularmente desde sus responsabilidades en el Programa de Desarrollo Humano de la ONU, significa un gran avance progresista, que le acerca a una concepción de la igualdad más sustantiva. Su enfoque de capacidades, al estar incardinado en el desarrollo humano, hacer hincapié en su carácter ‘inmanente’ y apostar por cubrir las necesidades fundamentales de educación y sanidad, todavía perentorias en muchos países poco desarrollados, llega más allá. Por tanto, puede desbordar los límites de un umbral mínimo y ser sensible a remover los obstáculos de todo tipo que impiden el desarrollo de estas capacidades básicas, sustantivas para ejercer la libertad y la autonomía de las personas concretas. Su enfoque de ‘capacidades’ o de ‘desarrollo humano’ enlaza con una igualdad de ‘oportunidades’ fuerte y una visión más densa de la libertad de las personas. Supone cierta diferencia con Nussbaum, más dependiente del enfoque de mínimos de Rawls y su liberalismo político convencional. En definitiva, al completar Sen su concepto de libertades ‘sustanciales’, con la realización práctica de capacidades humanas, desarrolla una orientación igualitaria fuerte, con significativo impacto transformador.

La idea de justicia como equidad en Rawls está basada en la ‘imparcialidad’ de la correspondencia respecto de los méritos o proporcionalidad. La posición original con el ‘velo de la ignorancia’ es partir de cero (sin contar intereses y opiniones) y es cuando surgen los principios de la justicia. Después viene el ‘trato igual’, apoyando a los más desfavorecidos con una base de bienes primarios mínimos. En Sen, ese concepto de equidad es ‘objetividad’ o neutralidad junto con tener en cuenta a los ‘otros’ y sus particularidades. Es decir, contempla sus condiciones concretas de existencia, sus necesidades, para estimular las capacidades que le puedan hacer libres y tomar sus decisiones.

Frente a la ‘trascendencia’ de un ‘modelo institucional justo’ de Rawls (procedimental), que sirva de referencia para aplicar por las instituciones políticas, Sen acentúa la ‘inmanencia’. Se trata de la vinculación directa a las personas, su comportamiento práctico y su desarrollo de capacidades, e incorpora la ‘libertad real’ o sustantiva derivada de sus capacidades y oportunidades (o posibilidad de transformar sus capacidades). Señala la dificultad e inconveniencia de diseñar una sociedad o un sistema alternativo o una teoría social completa y acabada. Los riesgos, en ese sentido, son la simple adaptación a lo existente y su legitimación como lo posible. Ello llevaría a valorar el necesario impulso ético y la dinámica transformadora, con la clarificación de qué sujetos, condiciones y bases normativas son necesarias: ciudadanía, élites, movimientos sociales, y su convergencia y sus bases sociales transversales de clase, sexo…, cuestiones en las que Sen apenas entra. E, igualmente, a tener una visión mundial y analizar la fragmentación entre bloques de países y su diferenciación interna, que trata parcialmente Nussbaum (2012) y que sí aborda ampliamente Fraser (2008).

La deficiencia teórica más significativa de los enfoques de Rawls y, parcialmente, de Sen viene determinada por la jerarquía dominante de la libertad y la dependencia de la igualdad, ya comentada, a la que se deja en una posición más secundaria. Sin embargo, existen diferencias significativas entre ambos. En el conflicto entre igualdad y libertad, en su explicación en el capítulo Igualdad ¿de qué?, Sen (2004) critica a Rawls el carácter indiferenciado de su propuesta de bienes primarios, respecto a las particularidades de las situaciones y necesidades de cada individuo y grupo social “La ética de la igualdad tiene que adaptarse a las diversidades generalizadas que afectan a las relaciones entre los diferentes ámbitos. La ‘pluralidad’ de las variables focales puede crear una gran diferencia justamente por la ‘diversidad’ de seres humanos…(p. 15).

Sen (2004, p. 15) plantea que la “igualdad de capacidad es clave para la libertad,” y, paralelamente, aborda la existencia de una “igualdad mínima y la desigualdad como condición y expresión de la libertad”. Además, en el mismo prefacio sostiene que “el verdadero conflicto es el que existe entre los distintos tipos de libertades y no entre libertad ‘sin más’ y las ventajas en general”. Es decir, vincula la libertad a la existencia de una igualdad sustancial, pero prioriza la libertad y justifica la existencia de la desigualdad si ésta viene derivada de la libertad.

Por mi parte, ya he realizado una valoración crítica del enfoque teórico de Rawls (Antón, 2000); así como de algunas propuestas sobre el papel de los ingresos sociales mínimos o rentas básicas como fundamento de la libertad real y la ciudadanía (Antón, 2003, y 2005). Aquí solamente se destacan los límites de su teoría de la justicia para frenar la desigualdad social e impulsar la igualdad sustantiva.

Los dos principios de la teoría de la justicia de Rawls (1987) son:

  1. Todas las personas tienen el mismo derecho a un esquema plenamente suficiente (en la versión de 1971 en vez de suficiente aparece más amplio posible) de libertades básicas iguales compatible con un esquema de libertades semejante para todos.
  2. Las desigualdades sociales y económicas han de cumplir dos condiciones. Primera, tienen que corresponder a oficios y puestos accesibles a todos bajo condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades; y segunda, tienen que beneficiar grandemente a los miembros menos favorecidos de la sociedad.

Ya se ha comentado el carácter limitado de esos bienes elementales aludidos en el primer principio y su distribución indiferenciada respecto a las condiciones y necesidades reales de la gente. La cuestión ahora es el segundo principio y la justificación de las desigualdades. Según la primera condición, son permisibles siempre que en el acceso a los empleos haya habido ‘igualdad de oportunidades’, cosa difícil si la interpretamos en un sentido fuerte, de superación de los condicionantes (socioeconómicos y de estatus) de origen, contexto y trayectoria. Esa situación de desigualdad, derivada del incumplimiento de ese principio, no es una cosa excepcional sino bastante amplia. Y si se concibe en un sentido débil, que es lo usual, se dejan de abordar muchas situaciones de injusticia. Pero, el acento más crítico se plantea en la segunda condición: la legitimación de las desigualdades sociales y económicas siempre q ue se beneficie a los más desfavorecidos. Esa dinámica es la habitual en las grandes etapas de crecimiento económico bajo el capitalismo. Ha sido evidente en el largo proceso de la posguerra mundial, con altas tasas de crecimiento hasta finales de los años sesenta, época en que se sitúa Rawls. En menor medida, también se ha visto en las dos décadas anteriores a la actual crisis, los años noventa y dos mil. En esos periodos, el conjunto de la sociedad, incluido los sectores pobres, han mejorado su situación económico-social, respecto de las generaciones anteriores. Se cumple el principio de mejora de los desfavorecidos. Pero ese principio hace abstracción de las distancias y brechas sociales que se producen entre las distintas clases sociales, es decir, la evolución de la desigualdad social. Así, ante la abundancia y el crecimiento del conjunto de los bienes a repartir siempre se deja algo para los pobres, que mejoran respecto a su situación anterior. No obstan te, la distribución principal, cada vez más acumulativa y distanciada respecto de las capas bajas, se realiza en la cúpula económica y, parcialmente, entre las clases medias ascendentes.

Ello es especialmente evidente a escala mundial, con una fuerte desigualdad global, a la que Rawls no quiere aplicar sus principios, acotados a la escala de un país, en una sociedad ‘ordenada’. En palabras de Milanovic (2012), la brecha entre países ricos y pobres es enorme y creciente…, y según sus datos Milanovic (2012, p. 172) el 10% más rico del mundo recibe el 56% de la renta. Mientras el 10% más pobre recibe el 0,7%. El 5% más rico, el 37%, y el 5% más pobre el 0,2%. En dólares normales el 10% más rico recibe más de dos terceras partes de la renta mundial total, y el 5% más rico se apropia del 45%. Y siguiendo con su pirámide global (p. 178), en la que expone el porcentaje de habitantes del mundo necesario para generar los sucesivos 20% de la renta global, nos encontramos con una estratificación social con los siguientes cinco tramos, del más bajo al más alto: el primer tramo del 20% de la ren ta mundial es repartido entre el 77% (personas más pobres); el segundo tramo entre el 12% (personas no pobres pero por debajo de la media); el tercer tramo entre el 5,6% (en torno a la media, aunque algo más de la mitad por debajo de la renta media y algo menos de la mitad por arriba de la línea que define a la clase media-media); el cuarto tramo entre el 3,6% (la típica clase media-alta), y el quinto tramo entre el 1,75% (personas más ricas, la élite mundial). No hay una clase media global. Existe una gran capa pobre, baja o trabajadora precaria de más de las tres cuartas partes de la población mundial (77%), una minoritaria clase trabajadora medio-baja (15%), una clase media-media y media-alta de apenas el 6,2%, y las capas altas, las élites poderosas y ricas son el 1,75%.

Pero la desigualdad también es profunda en los países desarrollados. Con palabras de Stiglitz (2012), en EEUU los integrantes del 1 por ciento (superior) se llevan a casa la riqueza, pero al hacerlo no le han aportado nada más que angustia e inseguridad al 99 por ciento. Sencillamente, la mayoría de los estadounidenses no se ha beneficiado del crecimiento del país. Incluso en países emergentes con un gran crecimiento económico y aumento del nivel de vida general, como China, se hace patente el incremento de las desigualdades (con unos de los mayores índices GINI) y deben enfrentarse a graves problemas de cohesión social de sus sociedades, así como de legitimidad de sus poderes políticos.

En ese sentido, la justificación de que al mejorar también los pobres, la situación social es justa, no es asumida por amplias capas populares, por mucho que parte de ellas lo pueda ver como un problema menor. Así, mayorías sociales perciben el aumento desproporcionado de las riquezas (a veces, fraudulento) en los polos superiores de la estructura social y política. Se producen más distancias entre los aventajados y los no aventajados. Es un significado clave de la desigualdad social, como comparación de la situación ‘relativa’ entre las distintas capas y no solo como empeoramiento respecto a la situación anterior de cada cual. Además, con la actual crisis, amplios sectores sociales han visto descender sus condiciones de vida y sus derechos sociales y laborales. Así mismo, rebajan su estatus, con menos inclusión y participación democrática y con deterioro de su capacidad de influencia en la representación pol ítica y las grandes instituciones. Todo ello agrava la situación de desamparo y la deslegitimación social de los poderes económicos y políticos. Esa dinámica de empobrecimiento y retroceso absoluto todavía se puede combatir con los propios criterios de justicia de Rawls. De hecho, las políticas dominantes de ajuste y austeridad se ven, mayoritariamente, como injustas. Pero, como se ha explicado, esos criterios son insuficientes para abordar la justicia respecto de la actual crisis económica y social, la disminución de la desigualdad e, incluso, la garantía y el avance de la libertad desde una perspectiva más participativa y democrática, como la del republicanismo cívico (Petit, 1999).

En definitiva, la posición de Rawls puede justificar una desigualdad creciente y muy amplia, en la que las ganancias adicionales recaigan desproporcionadamente sobre los ricos, siempre que se produzca alguna ganancia, aunque sea muy modesta, en la renta de los pobres (Milanovic, 2012, p. 46). Por otra parte, siguiendo con Milanovic (2012, p. 140), el lugar de nacimiento explica más del 60% de la variabilidad en las rentas globales. Los niveles de renta de los distintos países son tremendamente diferentes y constituyen el principal factor para explicar la desigualdad global. Su ciudadanía y el nivel de renta de sus padres explican por sí solos más del 80% de los ingresos de una persona. El restante 20% se debe, por tanto, a otros factores sobre los que el individuo no tiene control (género, raza, edad, suerte) y a factores que sí puede controlar (esfuerzo o trabajo duro). Esta explicación de la renta personal deja bien claro que la porción debida al esfuerzo personal es muy pequeña respecto a la posición en la renta global (tiene mayor impacto respecto a la posición dentro del propio país). Así que los esfuerzos individuales, la buena actuación económica del propio país y la emigración son las tres maneras en que las personas pueden mejorar su posición en la renta global. Esta mención demuestra el poco peso que tienen en la distribución a escala global los derechos básicos así como los incentivos directos derivados de la meritocracia o los trabajos personales. No es de extrañar la amplia percepción, incluso en EEUU y Europa, de una grave situación de injusticia, condicionada en su expresión, entre otras cosas, por la profunda fragmentación social, la gran diversidad cultural y de los procesos de legitimación política, los distintos itinerarios por países y las dificultades de la solidaridad a nivel mundial o en ámbitos regionales, como el europeo.

Milanovic (2012) también habla de una desigualdad ‘mala’ y una desigualdad ‘buena’. Se refiere a que la igualdad no es un valor absoluto, siempre por encima de todo, en particular respecto de la ‘eficiencia’, como motor para ampliar la riqueza y, por tanto, para mejorar las condiciones de vida de la gente. Ya se ha comentado que el igualitarismo económico extremo no permite ‘incentivar’ suficientemente el esfuerzo y la inversión productiva de los distintos agentes y que el modelo soviético fracasó en esa tarea de incrementar la capacidad productiva y de bienes para asegurar el desarrollo económico y social de su población. Por tanto, estamos ante la necesidad de un nuevo equilibrio entre igualdad y desarrollo económico, entre la capacidad democrática de la sociedad mediante una adecuada regulación económica para asegurar el interés general (o el bien común), incluida la sosten ibilidad medioambiental, y la libertad de los agentes económicos para producir y conseguir sus expectativas de beneficios privados. Dicho de otra forma, entre la libertad de los mercados y la regulación de los estados democráticos (u organismos internacionales), basada en una ética de la justicia social global.

La clásica cuestión social, la desigualdad socioeconómica y la diferenciación de capas sociales, cobra nueva importancia. No valen los mismos esquemas interpretativos rígidos del pasado sobre las clases sociales y aparecen distintas formas y articulaciones, tanto en la diferenciación de capas sociales como en la conformación de nueva subjetividad de rechazo a la subordinación, de descontento respecto de los poderosos. Se han ido generando fuertes brechas sociales que ponen en riesgo la cohesión social y la legitimidad de las instituciones políticas, que pueden dar soporte a una mayor conciencia social de la existencia de minorías o élites, arriba, y mayorías sociales o capas populares, abajo, por supuesto, con sectores intermedios. Ello permite, desde la justicia social, generar nuevas demandas y sujetos colectivos progresistas y promover un cambio social más igualitario y justo. Así, en voz de Stiglitz (2012, p. 34):

En vez de corregir los fallos del mercado, el sistema político los estaba potenciando… aunque puede que intervengan fuerzas económicas subyacentes, la política ha condicionado el mercado, y lo ha condicionado de forma que favorezca a los de arriba a expensas de los demás… La élite económica ha presionado para lograr un marco que le beneficia, a expensas de los demás, pero se trata de un sistema económico que no es eficiente ni justo.

Esa percepción crítica, entre sectores amplios y más indignados, se extiende a los principales ejes del sistema económico y político, cuestionando la actual dinámica y exigiendo un cambio de rumbo que se puede resumir en dos ideas básicas relacionadas con nuestro hilo conductor de igualdad y libertad: menor desigualdad social, mayor regulación de los mercados y suficientes derechos sociales, y mejor democracia junto con mayor participación cívica, libertad y no-dominación (Antón, 2011).

6. UN REFORMISMO FUERTE: AMPLIAR LA IGUALDAD Y LA LIBERTAD

Enlazando con los distintos tipos de justicia, hay que advertir las diferencias de grado o intensidad en los niveles garantizados con carácter universal y el mayor peso de los mecanismos complementarios o privados dependientes de otras contribuciones, méritos o incentivos. Es un aspecto clave de las desigualdades en los niveles de la ‘distribución’. Por tanto, aun manteniendo la retórica de la universalidad de ciertos derechos, muchos dispositivos, prestaciones y garantías concretas son desiguales, ya que deben ser adecuadas a las ‘necesidades sociales’ que pueden ser distintas. No son universales sino particulares, para determinados sectores o capas de la sociedad y fruto de segmentación y desigualdad en el ejercicio de esos derechos. Afecta, especialmente, a los llamados derechos sociales, económicos y laborales, a la específica ciudadanía social, en los que se combina la prestación pública de un niv el mínimo de bienes básicos (primarios, en palabras de Rawls) con la cobertura de otros niveles complementarios dependientes de otros tipos de justicia (meritocrática). El criterio de suficiencia de los bienes públicos se rebaja hasta el nivel de las necesidades básicas de los sectores más empobrecidos. Al mismo tiempo, los servicios públicos pierden calidad respecto de las exigencias, primero, de capas medias y, luego, de sectores intermedios de las clases trabajadoras. Así, se promueve una dinámica de traspaso a otros sistemas complementarios o privados si pueden ser sostenidos con nuevos compromisos de pago (Antón, 2012).

El proceso de reestructuración regresiva de la política social va desde el objetivo de una cobertura, intensidad y calidad suficientes de los mecanismos y bienes fundamentales para la gran mayoría de la población hacia la exclusiva responsabilidad de las instituciones públicas, en ese nivel mínimo de protección, del tercio más precarizado y empobrecido o incluso reducido solo a evitar la exclusión social. La lógica de la justificación ética se traslada desde una igualdad sustancial y para el conjunto de la ciudadanía a una igualdad de mínimos, asistencializada, y para los sectores desfavorecidos, merecedores todavía de la solidaridad pública para garantizar su supervivencia y asegurar la cohesión social.

La fundamentación universalista de los derechos humanos, el desarrollo de capacidades y el criterio de reciprocidad personal o solidaridad social ante las ‘necesidades humanas’ son fundamentales para entender los Estados de bienestar y la experiencia ciudadana de la justicia social, conformada durante las últimas décadas, desde la posguerra mundial. Pero esas bases de la ciudadanía social se producen dentro del pacto global (keynesiano) de los activos (y mientras se es activo o contribuyente) por garantizar la seguridad de los pasivos y necesitados frente a los riesgos sociales (vejez, enfermedad, paro…). Es decir, se amplió mucho la distribución horizontal en el interior de sectores socioeconómicos similares, y no tanto la redistribución vertical entre las clases sociales (Antón, 2009). En los últimos tiempos se acelera el desdoblamiento de dos niveles de coberturas de las prestaciones y servicios o intensidad protectora: uno contributivo, proporcional a las aportaciones (méritos), y otro no contributivo, derivado de la pertenencia colectiva y las garantías mínimas para todos. Es decir, en la igualdad distributiva hay una imbricación entre los tres tipos de justicia, y se reajusta la función de cada uno de ellos, conformando un nuevo (des)equilibrio.

Las bases de la ciudadanía social y laboral están en crisis (Alonso, 2007; Antón, 2008). Los actuales procesos de reestructuración (regresiva) de los Estados de bienestar están reformulando sus fundamentos normativos, de tal forma que el contenido asistencial y la intensidad protectora públicos se está reduciendo, se rebaja la calidad de los servicios públicos y se segmentan los distintos mecanismos, con privatizaciones parciales o sistemas mixtos (Antón, 2009, 2012). Pierden peso el primer y el tercer tipo de justicia social, a lo que se resisten capas populares. Gana importancia el segundo, el contributivo (o directamente el aseguramiento privado), más apropiado para las capas medias.

Estamos ante dos niveles del concepto de igualdad de oportunidades: uno débil y otro fuerte. O, más allá de la formulación de la amplitud de los derechos humanos, ante un grado mínimo, todavía importante para muchos países poco desarrollados, pero muy insuficiente respecto a la experiencia de un grado máximo como los mecanismos y garantías construidas particularmente en los países más avanzados de Europa. No obstante, en la Unión Europea existe una relativa ambigüedad que permite cierta flexibilidad entre los dos niveles en distintos países. Sin embargo, la base común en que tiende a definirse el llamado modelo ‘social’ europeo se va quedando en el grado mínimo.

Todo ello tiene gran trascendencia para la educación, particularmente la tensión entre la igualdad (oportunidades o capacidades iguales para todos, atendiendo a los condicionantes del origen, contexto y trayectoria) y la libertad (de elección de centro y red escolar, tiempo y diseño de la carrera educativa, etc.) (Antón, 2013).

En conclusión, la realidad social, y los límites de las tradiciones dominantes en la fundamentación de la justicia, hace más imperiosa la necesidad de profundizar y renovar los fundamentos (igualdad y libertad) de la justicia social, reevaluar sus dimensiones (redistribución, reconocimiento y representación o participación) y reequilibrar sus distintos tipos (solidaridad, mérito, derechos básicos o igualdad jurídica).

El enfoque aquí planteado es el de fortalecer la igualdad y la libertad, las capacidades reales de las mayorías sociales para definir un modelo social progresista y una sociedad más justa. Se enmarca en un reformismo ‘fuerte’ en este proceso de gestión y salida de la crisis socioeconómica lleno de incertidumbres, con efectos particulares en países europeos periféricos, como España, que apuesta por una salida más equitativa y progresista.

REFERENCIAS

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[1] Documento de trabajo para el Marco Teórico de la Investigación Multidisciplinar de la Universidad Autónoma de Madrid Educación y Justicia Social: Una mirada multidisciplinar.

[2] Ver Eurobarómetro nº 74, realizado en noviembre de 2010 y publicado por Eurostat en enero de 2011. En España, desde los Barómetros del CIS de julio y octubre de 2010, confirmado por encuestas de Metroscopia, en dos tercios de la población persiste el desacuerdo con la gestión gubernamental de recortes sociales y laborales (62% se oponen a las dos reformas laborales -2010 y 2012-, hasta el 80% rechaza la prolongación de la edad de jubilación -2011- o el 70% está en contra de los recortes en sanidad o educación pública -2012-); además, en torno al 80% considera el paro el principal problema a resolver. Un análisis empírico detallado sobre los cambios socioeconómicos y la actitud de la sociedad respecto del Estado de bienestar y las políticas sociales la expongo en Antón (2009, 2011 y 2012).

 

 

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