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RIEJS
EL LIDERAZGO PARA LA JUSTICIA SOCIAL EN ORGANIZACIONES EDUCATIVAS

INTRODUCCIÓN

En las páginas que siguen se recogen algunas reflexiones y consideraciones, acerca del “liderazgo para la Justicia Social”, planteadas en términos generales y a partir de la revisión y consulta de trabajos teóricos y de investigación recientes. En principio y atendiendo al título del artículo, el tema no parece en exceso complejo; sin embargo esa primera impresión se diluye rápidamente pues los conceptos que se combinan en dicho título -justicia social, liderazgo- constituyen, a su vez, ámbitos de reflexión, teorización, investigación y práctica muy amplios, en los que se entrecruzan o coexisten múltiples planteamientos, posturas y perspectivas. Son conceptos, por otra parte, que no solo pertenecen y se utilizan en al ámbito educativo, sino en otros muchos campos (economía, salud, nuevas tecnologías, urbanismo…) adoptando, con frecuencia, matices diferenciadores en cada caso. Incluso dentro de la esfera de la Educación, son muy diversas las contribuciones que se han venido realizando en los últimos años alrededor de ambos tópicos: desde el ámbito de la Justicia Social se han abordado asuntos y cuestiones relacionadas con políticas educativas; la formación del profesorado, de directivos y personas que ejercen liderazgo; el currículo escolar; las estructuras y culturas organizativas, etc. También sobre el Liderazgo las aportaciones teóricas y de investigación son múltiples, ya sea en relación con diferentes planos en los que se despliega –el de las políticas educativas a nivel estatal o de comunidades autónomas, provincias y distritos; el de los centros educativos, equipos docentes, departamentos, aulas– ya en relación con sus diferentes facetas: liderar administrativa o educativamente, liderar lo curricular, las culturas organizativas, las dinámicas de trabajo conjunto y coordinación, etc.

Por otra parte, aportaciones recientes tanto a nivel nacional como internacional sobre dirección de centros educativos y liderazgo que específicamente aluden a “justicia social”, así como otra serie de reflexiones e investigaciones en torno a la exclusión educativa, a estudiantes en riesgo, a la educación y escuela inclusiva, a la voz del alumnado, etc. aportan ideas, referentes y marcos de reflexión, desde los que pensar y articular qué significa hablar de Liderazgo para la Justicia Social.

Abordar con cierto grado de detenimiento y elaboración toda la serie de aspectos, ámbitos y dimensiones que confluyen en torno a esta temática desborda, con mucho, las pretensiones de un artículo como éste. Mi intención no es más que la de ofrecer algunas reflexiones y consideraciones generales sobre el Liderazgo para la Justicia Social en contextos educativos, más en concreto, en organizaciones escolares cuya responsabilidad es la de proporcionar una buena educación y procurar buenos aprendizajes para todos sus alumnos y alumnas. Aunque desde mi perspectiva un foco clave de atención sobre el que ha de girar un liderazgo para la Justicia Social en las escuelas ha de situarse en el currículo, la enseñanza o la evaluación de los aprendizajes es decir, en lo pedagógico, las reflexiones incluidas en los apartados que siguen también se refieren a diversos aspectos que se entrelazan y se precisan mutuamente para poder focalizar el liderazgo sobre ése núcleo.

El artículo se ha organizado en dos apartados. En el primero, de carácter introductorio, se comentan muy brevemente y a grandes rasgos algunas de las razones por las que el liderazgo para la justicia social en las escuelas no ha constituido un tema de interés destacable entre los teóricos e investigadores de la Organizaciones y la Administración Educativa, al menos hasta años muy recientes. En el segundo, más amplio, se realizan algunas consideraciones en torno a lo que, desde mi perspectiva, constituyen características definitorias del mismo; en concreto se alude a cuatro: 1) Es un liderazgo con un propósito moral; 2) que respeta la diversidad tratando de configurar una “comunidad” democrática; 3) orientado a la transformación de situaciones y dinámicas escolares injustas y 4) con la mirada puesta en la equidad de lo pedagógico y los aprendizajes de los alumnos.

1. EL LIDERAZGO PARA LA JUSTICIA SOCIAL EN LA EDUCACIÓN COMO TEMA DE INTERÉS RECIENTE

La justicia social y el liderazgo para la justica social en la educación son temas que sólo recientemente, en el plano internacional, han adquirido una cierta visibilidad y despertado el interés por parte de teóricos e investigadores (Furman, 2012; Ryan, 2010). Bien es cierto que ello no significa que no existieran experiencias, proyectos innovadores y personas comprometidas con planteamientos y actuaciones encaminadas a hacer de las aulas, de los centros escolares, o de los contextos comunitarios en los que están insertos espacios de defensa y de lucha por la justicia social. Pero si nos situamos en el plano de la reflexión académica y de la investigación, el interés por el tema es, como se acaba de decir, reciente (Soho et al., 2005). Los textos y fechas de publicación con que nos encontramos al realizar una simple búsqueda bibliográfica en Internet, por ejemplo, así lo ponen de manifiesto -prácticamente todas ellas son posteriores al año 2000-. Como bien han señalado Bolívar, López y Murillo (2013) se trata de uno de los pilares de un trípode- formado por el liderazgo pedagógico y para el aprendizaje; el liderazgo distribuido y el liderazgo para la justicia social – muy presente en la reflexión, la investigación y las propuestas tanto de formación como de actuación que se están planteando en la actualidad en relación con este ámbito.

1.1. La escasa atención desde el ámbito de la Organización y Dirección Educativa

Las razones de la ausencia notable de aportaciones previas sobre el tema habría que buscarla, según Soho y sus colaboradores (2005), en la propia trayectoria que a lo largo del siglo pasado ha seguido la investigación sobre Administración y Organización Educativa. Una trayectoria en la que han predominado enfoques Científico-técnicos inspirados en el paradigma Positivista tanto a la hora de investigar en este ámbito de la organización y la dirección o administración escolar, como -en el caso norteamericano al que se refieren Soho y sus colaboradores a la hora de formar y seleccionar a administradores/directores escolares. De manera que aunque en los años 80 se estaban sacando a la luz temas y asuntos relacionados con la justicia social en diversos ámbitos, no ocurría así en el de la Administración Educativa, salvo excepciones (por ejemplo, aportaciones realizadas desde la perspectiva Crítica por Bates en 1983, por Foster o por Smyth en 1986, en las que se abogaba por un modelo de administración educativa y de liderazgo centrado en el problema de la justicia y la equidad). Los discursos dominantes en esos años trataban de “buscar una base de conocimiento” enraizado en una separación conceptual entre cuestiones educativas y cuestiones administrativas y en perseguir una ciencia “libre de valor” de la Administración Educativa (Bates 2006:141). Sólo a partir del último cuarto del pasado siglo XX, aportaciones provenientes de los denominados enfoques Interpretativos, de perspectivas que ponían el acento en las éticas de la organización/administración educativa o de otras más críticas cuestionan seriamente los postulados positivistas; aunque no constituyeron un acicate para generar interés en torno a la justicia social sí contribuyeron a que apareciesen en escena planteamientos que “han defendido una orientación de justicia social en la Administración Educativa” (Soho et al., 2005:56).

Las referencias anteriores aportan algunas claves que nos permiten comprender mejor por qué la Justicia Social y el liderazgo en educación no han venido constituyendo un tema de especial atención entre los teóricos e investigadores de las organizaciones escolares y educativas en general. Una muestra de la práctica ausencia en los discursos académicos más dominantes de asuntos ligados a esos tema es, por ejemplo, el silencio sobre el particular en los manuales más al uso de administración, dirección, liderazgo en educación y, en general, en los currículos diseñados para la formación de quienes desempeñan su trabajo en el marco de organizaciones educativas.

1.2. El “despertar” del interés por el liderazgo para la Justicia Social en educación

Es con la entrada del siglo XXI que la justicia social y el liderazgo para la justicia social comienzan a constituir objeto de atención en el ámbito educativo, si bien buena parte de las aportaciones publicadas al respecto son, hoy por hoy, y en ello concuerdan varios estudiosos del tema, más teóricas que prácticas (Furman, 2012; Jansen, 2006; Ryan, 2010; Shields, 2004; Theoharis, 2007). Algunos de los factores más sobresalientes que influyen en el “despertar” del tema son los siguientes:

a) Las “nuevas realidades escolares” de los tiempos que vivimos

Las escuelas, particularmente las públicas, sirven a una población mucho más heterogénea ahora que antes (Philpott, 2012; Rhiel, 2000), estando abocadas a educar eficazmente a un alumnado diverso en términos de raza y etnia, clase social, género, religión, origen nacional y lenguaje nativo, orientación sexual y discapacidad física. Los desafíos y oportunidades que plantea esa creciente diversidad de población en edad escolar es una de las razones aducidas para justificar la relevancia que han ido cobrando recientemente discursos en torno a la justicia social (Furman, 2003, 2012; Furman y Shields, 2003; Jean-Marie et al., 2009; Murillo et al., 2010; Shields 2003) en los contextos educativos.

b) La sucesiva constatación de la brecha económica y de logro existente entre alumnos de minorías y el resto.

Múltiples estudios e informes, particularmente norteamericanos, han ido constatando esa brecha, y poniendo de manifiesto cómo determinados alumnos (de color, de bajo estatus socio-económico, de grupos étnicos minoritarios, de clases sociales empobrecidas...) obtienen peores resultados académicos, rinden menos en las escuelas, se mantienen expectativas más bajas en relación con sus posibilidades de éxito escolar, no sólo se espera de ellos un rendimiento más bajo, sino que se permite que sea así, etc. en pocas palabras, no son tratados de forma equitativa respecto a los demás (Brown, 2004; Lalas y Morgan, 2006; Ryan, 2006; Shields, 2004).

Esta situación, que acabo de ilustrar echando mano a referencias documentadas en el contexto norteamericano, la encontramos igualmente, ya sea de modo más o menos explícito, en contextos educativos europeos, sudamericanos, australianos o , por no hablar en términos tan amplios, en los centros escolares y prácticas educativas de nuestros entornos más próximos. En cualquier caso, una mayor conciencia de las diferencias en niveles de éxito escolar de unos u otros alumnos y alumnas – con las repercusiones que conlleva para las posibilidades y oportunidades futuras en las trayectorias escolares y de vida de ellos mismos – ha puesto sobre el tapete la pertinencia de abordar el tema desde una perspectiva de Justicia Social cuya agenda en las escuelas –como expresa a modo de resumen Brooks y sus colaboradores (2007)– “tiene que ver con conseguir la equidad y la excelencia en educación para todos los chicos con bagajes raciales, culturales y lingüísticos diversos” (p. 382).

c) La influencia de aportaciones esclarecedoras sobre el “pensamiento de déficit” que habitualmente impregna a las políticas y programas escolares destinados a cerrar esa brecha (Furman, 2012)

De hecho, en los últimos años, frente a la tendencia predominante a considerar que las “culpas” del bajo rendimiento y también de otros problemas relacionados como el absentismo, la desafección o desapego escolar , el abandono prematuro, etc., se localizan en las deficiencias o las limitaciones de los propios alumnos, de las comunidades y barrios de los que proceden y en los que viven, o de sus familias, se han ido desarrollando otros planteamientos asentados en evidencias de investigación, que constatan que “los resultados no equitativos suelen derivar de prácticas y políticas organizativas sistémicas (…)” (Marshall y Oliva, 2010:7). Se pone, pues, sobre la mesa el papel que pueden estar desempeñando en los fenómenos de no-equidad las prácticas estructurales e institucionales y las relaciones de poder y, en ese marco, la necesidad de asumir que el propio contexto escolar puede constituir, en sí mismo, un entorno de riesgo. Lo será especialmente para aquellos alumnos y alumnas que por sus características personales y socio- familiares, se encuentren con un currículo y enseñanza academicista, alejado de su propia realidad y experiencia vital -que representará para ellos y ellas una barrera difícil cuando no imposible de franquear- y con un entorno y condiciones organizativas inhóspitas, impersonales, que le brindan escaso apoyo para transitar satisfactoriamente por la escuela (Escudero, 2013; Escudero y González, 2013; González, 2006, 2010, 2011; Zyngier, 2004). Dicho en términos escuetos, el propio centro escolar y lo que ocurre en él, pueden contribuir a la inequidad en el progreso y trayectoria escolar de los estudiantes.

Estas, entre otras, son razones que están en la base de planteamientos sobre el liderazgo para la justicia social, desde los que básicamente se argumenta la importancia de conceder la relevancia que corresponde a esas coordenadas complejas de las escuelas de nuestros días, de dedicar esfuerzos y energías a alterar y transformar creencias, ideas, modos de funcionar o prácticas que provocan desigualdades injustas- que se podrían evitar- en la vida diaria de los centros educativos y sus aulas; de cultivar contextos y condiciones escolares que posibiliten una educación inclusiva, una buena educación que marque huellas positivas en todos los alumnos proporcionándoles una formación valiosa para una vida significativa ahora y en el futuro, así como buenos resultados, pero también justos y equitativos. En el fondo late el horizonte de una escuela inclusiva, democrática equitativa para todo el alumnado.

2. LIDERAZGO PARA LA JUSTICIA SOCIAL: UNA CARACTERIZACIÓN GENERAL

Comentaré en este apartado cuatro grandes rasgos que, desde mi perspectiva, son esenciales a la hora de pensar en un liderazgo para la justicia social en las organizaciones educativas. Los dos primeros, más generales, aluden al carácter moral del mismo y a su necesario papel en construir comunidad (democrática) en la diversidad. Los dos siguientes hacen referencia a su empeño en transformar situaciones educativas injustas en el seno de la organización escolar y, en esas coordenadas, a la importancia de situar lo pedagógico y los aprendizajes de los alumnos como núcleo básico en orden a construir un contexto educativo justo y equitativo.

2.1. Un Liderazgo con un propósito moral

Es frecuente, como se comentará más adelante, caracterizar al liderazgo para la justicia social atribuyéndole un carácter ético y moral más que técnico. La noción de liderazgo moral, particularmente en el ámbito educativo, empieza a tomar cierto peso en la bibliografía sobre liderazgo a finales de los años 90 del pasado siglo. Como en su momento explicaba Sergiovanni (1992) y más tarde nos recuerda otros (Dantley, 2005; Shapiro y Stefkovich, 2001) surge como modo de cuestionar las visiones en exceso técnicas y gerenciales propiciadas desde los presupuestos de la Gestión Científica. Entre otros argumentos, subraya el hecho de que los líderes educativos se encuentran cotidianamente – en sus escuelas, sus departamentos, equipos, aulas – ante asuntos y problemas no estrictamente “técnicos”, que les exigen hacer frente a paradojas o complejidades y adoptar decisiones éticas. El foco de atención, cuando se habla liderazgo moral, se sitúa tanto en la ética como guía práctica (los cómo) para el desarrollo del liderazgo como en los propósitos morales (los por qué) del mismo (Furman, 2003). Uno de tales propósitos es la Justicia Social (Furman, 2003, 2004; Jean Marie et al., 2009). Shields (2006) es clara al respecto cuando apunta que el liderazgo implica una comprensión del poder

…el que uno tiene como líder; el conferido por el status social y la posición de acuerdo con las normas y convenciones organizativas; el de actuar para el bien, para apoyar o retar al statu quo, y para mejorar las condiciones y aumentar las oportunidades de todos los miembros en la comunidad. (p. 63).

La clave, señala la mencionada autora, es usar el poder moralmente hacia un propósito ético, tal como Justicia Social.

Distintas definiciones del liderazgo para la justicia social, hacen una referencia e hincapié explícito en ese rasgo tan crucial como es su carácter moral: Evans, (2007, cit. en Jean Marie et al., 2009:4) habla de líderes que tienen la obligación social y moral de promover prácticas escolares, procesos y resultados equitativos para un alumnado muy diverso; McKenzie y sus colaboradores (2008:116) se refieren “a líderes que eleven el logro académico de todos los alumnos en su escuela, los preparen para vivir como ciudadanos críticos en la sociedad y estructuren las escuelas para asegurar que aprenden en aulas heterogéneas e inclusivas”; por su parte, Theoharis (2007, 2010) subraya que es un liderazgo centrado en abordar y eliminar la marginación en las escuelas de manera que se erradiquen prácticas que son injustas reemplazándolas por otras más equitativas y culturalmente adecuadas, y en términos similares Dantley y Tilman (2010) sitúan el foco de atención de este liderazgo en buscar soluciones a temas que generan y reproducen desigualdades en las escuelas.

Otras definiciones hacen referencia a los valores que orientan al liderazgo para la justicia social: Kose (2009) alude a valores transformativos de logro académico alto y equitativo, inclusión, afirmación de la diversidad, y responsabilidad social; Shields (2010) por su parte insiste en avanzar hacia “fines de valor” como son aumentar la equidad, animar el respeto a la diferencia y la diversidad, reforzar la democracia profunda, promover el enriquecimiento cultural y el avance del conocimiento, … y configurar prácticas asentadas en los valores de crítica de las injusticias o inequidades, más que en los de eficacia y eficiencia. Igualmente Hernández-Castilla y sus colaboradores (2013) se refieren a:

Valores e ideas fuerza vinculadas a la inclusión y promoción de prácticas congruentes con el reconocimiento, la redistribución y la representación: la búsqueda del bien común, el respeto por las culturas de los estudiantes y sus familias, la dignidad de las personas. (p.266).

La consideración clave de que no existe liderazgo para la justicia social sin un propósito moral que estoy planteando en este apartado queda ilustrada con las referencias señaladas. A partir de ellas se evidencia que al desplegar tal liderazgo en la organización no sólo importan los estilos, las conductas o las actitudes sino, sobre todo, los valores y éticas que sustentarán y se reflejarán en sus prácticas.

2.2. Un Liderazgo en contextos de diversidad con la mirada puesta en lo colectivo y lo diverso, la democracia y la inclusión

Aludiré en este apartado a varios rasgos del liderazgo para la justicia social que se complementan mutuamente y por tanto habrían de ser cultivados de modo simultáneo en el ejercicio del mismo.

2.2.1. Poner la mirada en lo colectivo y lo diverso

Las organizaciones educativas, como se ha señalado, se caracterizan en la actualidad por la diversidad (cultural, social, religiosa…) y heterogeneidad de su alumnado. El liderazgo ha de reconocer las múltiples realidades y diversidades que están presentes en ellas, las necesidades de cada individuo y, al tiempo, trabajar con vistas a que el centro educativo funcione como una comunidad. Para precisar esta afirmación tan genérica, conviene hacer una doble precisión:

a) La primera tiene que ver con el hecho de que aunque la noción de la escuela como comunidad, presente en buena parte de las reflexiones más recientes sobre el liderazgo, remite a la idea de una organización articulada en torno a lo “común” y lo “igual”, ello pueden terminar excluyendo, devaluando, o ignorando la heterogeneidad de grupos diversos de alumnos. La comunidad a construir en un proceso de liderazgo orientado a la justicia social habría de girar, más bien, en torno al reconocimiento y respeto por la diferencia como principio sobre el que asentar las relaciones a través de las que se construye la actividad y funcionamiento cotidiano del centro educativo. En tal sentido, el liderazgo más que perseguir una comunidad homogénea en la que todos comparten, o han de aceptar y asumir las mismas creencias, valores y normas, habría de trabajar por lograr una comunidad de la “diferencia” (Furman, 2002; Shield 2003, 2006, 2010; Shield y Sayani, 2005; Vivert et al., 2002). Desde mi perspectiva, éste es un concento importante, “pues alude a una comunidad asentada en los principios de inclusión, participación y respeto” (Shield, 2006:73), formada desde y a través de la negociación de valores, creencias y normas diversas e, incluso, discrepantes; en la que se pueden expresar y negociar, en procesos de diálogo, las diferencias, los desacuerdos y conflictos y en la que es factible explorar vías y modos mínimamente compartidos de entender las situaciones con las que nos enfrentamos y cómo deseamos mejorarlas pudiendo, por tanto, acordar y desarrollar metas comunes. Una comunidad de diferencia es, pues, una comunidad fluida y dinámica, que se construye y reconstruye constantemente a partir de las interacciones y relaciones dialógicas de todos los miembros:

Debemos valorar el mérito (valía) intrínseco de todos los miembros de la comunidad, reunirnos con respeto, implicarnos en el diálogo, formar nuevos modos de entender, descubrir valores compartidos, y crear una comunidad más inclusiva, más justa socialmente en la que todos los niños puedan también tener éxito académicamente. (Shield, 2003:2).

Es evidente que defender aquí que un proceso de liderazgo para la justicia social ha de ir encaminado a configurar el centro escolar como una comunidad “de diferencia” a la que acabo de referirme, representa un horizonte y un trayecto complejo de alcanzar y recorrer. Pero ello no le resta valor, incluso aunque solo sea un horizonte al que siempre se aspira y nunca se alcanza, porque en él está anidada la posibilidad de que el cómo entendamos la noción de Justicia Social –sobre la cual acordar un sentido de propósito en el centro educativo- y las decisiones que se adopten sobre cómo cultivarla – qué acciones emprender-, se tomen en comunidad y en procesos dialógicos. Es tales coordenadas cobra pleno sentido y es imprescindible del todo el desarrollar un liderazgo distribuido (Bolívar, 2012 González, 2011a, Murillo, 2006) en y a través de la comunidad escolar.

b) La segunda precisión, hace referencia a que en ningún caso se está pensando aquí en el centro educativo como una comunidad aislada del entorno y ajena a lo que ocurre en su contexto local y comunitario. Al contrario, se trata de que los límites entre la escuela como comunidad y la escuela en comunidad se hagan porosos y se difuminen. La comunidad local ha de estar implicada y participar en procesos de toma de decisión substantivos en el centro educativo, entre otras razones porque ello abre vías para que las experiencias de vida de cada alumno/a, que de por sí son diversas, se incorporen a la escuela, al entramado de lo que los estudiantes aprenden y cómo llegan a comprenderse a sí mismos y a los demás (Shields, 2003). De modo que un puntal importante del liderazgo al que se está aludiendo se sitúa en reconocer y valorar la experiencia de vida de los estudiantes, la necesidad de incorporarla a las situaciones de aprendizaje así como la importancia de que los propios miembros de la comunidad estén presentes en las actividades de la escuela, bien porque están representadas sus expectativas y experiencias, bien porque se implican directa y físicamente en tales actividades.

Como comentaré más adelante, ello requiere procesos de liderazgo orientado a hacer del centro escolar una comunidad en la que alumnos, familias y otros miembros del entorno participan, indagan, dialogan, llegan a acuerdos para ofrecer un currículo más cercano a la vida y experiencia cultural, social y vital del alumnado; un liderazgo no solo interesado por el bien de cada individuo sino por el bien común de todos ellos.

2.2.2. Cultivar la participación auténtica y ser inclusivo

Las dos consideraciones que acabo de realizar, constituyen e telón de fondo y justifican otro elemento clave y complementario del tema que nos ocupa: Desplegar liderazgo con la mirada puesta en que el centro educativo funcione como comunidad, y en constante interacción con su entorno más próximo, conlleva movilizar procesos democráticos y participativos en él.

Justicia social y comunidad democrática, en ese sentido, están estrechamente interrelacionados: es en el marco de procesos de indagación y crítica abierta en los que participen todos los miembros de la comunidad educativa, donde se acordará qué significados le atribuimos a “justicia social” y se decidirá qué acciones llevar a cabo para trabajar en pos de ella (Furman, 2004). En tal sentido, podríamos decir que para liderar para la Justicia social es necesario articular y facilitar los correspondientes mecanismos, espacios y oportunidades para la participación. Pero no sólo se trata de posibilitar el que se participe, también importa sobre qué asuntos y cuestiones. Por eso hay que decir también que la participación tiene que ser “auténtica”. Escudero (2006) lo expresó claramente al señalar que

…puede haber, y de hecho las hay, formas hueras y contenidos irrelevantes de participación, por parte del profesorado o de otros actores, en las que no se propicie la reflexión ni se sustente un currículo democrático. Incluso puede haber prácticas de participación que armen y justifiquen una educación selectiva y discriminatoria, donde las voces que se pronuncien y los acuerdos que se tomen no tengan como objeto la defensa del bien común de la educación, sino la consagración de fórmulas, contenidos y resultados escolares y educativos alineados con decisiones individuales, libres de trabas, al servicio de intereses de grupos sociales o corporativos, quizás de individuos particulares. (p.12).

En una línea similar, y como muestra de que nos movemos en un campo en el que los planteamientos en ocasiones están próximos y poco diferenciados – aunque se utilicen términos diferentes para explicitarlos–, algunos hablan de un liderazgo inclusivo. Inclusión y Justicia Social no están desligados (Murillo et al., 2010), como tampoco lo está inclusión y democracia (Ryan, 2006) y su conexión se mantiene en los procesos de liderazgo para la justicia social. Éstos, como ya he señalado antes, no se agotan en cultivar espacios y articular procesos democráticos de participación auténtica, sino que también se encaminan a construir prácticas más inclusivas dentro de las escuelas, como vía para contribuir a abordar cuestiones de marginación y de justica social.

Conviene realizar, no obstante, alguna matización en lo que respecta a la equiparación que se realiza con frecuencia entre liderazgo inclusivo y liderazgo para la justicia social, pues el término “inclusivo” se ha terminado convirtiendo en un concepto paraguas bajo el cual se recogen prácticas educativas y también liderazgos de diverso signo. En su momento Parrilla (2007, citado en Echeita, 2013) ya advertía de prácticas educativas calificadas como inclusivas que, sin embargo, no hacen más que perpetuar el estatus quo del sistema y abrir nuevas puertas a la marginación... y en términos similares se pronuncia Sapon-Sheive (2013) al apuntar que con definiciones restrictivas de inclusión no se “crea un sistema educativo realmente inclusivo para todos” (p.72) y se desdibuja, por decirlo de algún modo, la conexión entre aquella y la justicia social. Sobre el tema insisten Capper y Young (2014) cuando reconocen que la noción de inclusión que se maneja frecuentemente en el discurso (norteamericano) de la Justicia social se circunscribe a alumnos con “discapacidades” o con “necesidades educativas especiales”, dejando fuera a otros (los lingüísticamente diversos, de familias de bajos ingresos, de color, con diferentes orientaciones sexuales, idiomas, religión, etc.); ambos autores tachan de ironía el que exista un cuerpo de investigación que muestra los beneficios de integrar a todos los estudiantes y, al mismo tiempo, se perpetúen prácticas escolares segregadoras y advierten sobre el uso de conceptos como “inclusión” que en ocasiones se utilizan como meras etiquetas para calificar prácticas de liderazgo para la justicia social que, no son auténtica y plenamente inclusivas: “la bibliografía sobre la Inclusión/integración y la práctica puede, irónicamente, excluir a alumnos, sin que ello se cuestione desde el liderazgo para la justicia social” (p.159).

No podríamos en ese sentido, calificar de liderazgo para la justicia social a aquel que perpetúa prácticas escolares segregadoras, consiente o justifica que algunos queden excluidos, y, en última instancia no cuestiona el statu quo educativo existente, con sus correspondientes prácticas y modos de hacer.

Finalmente, las dos características del liderazgo para la Justicia Social a las que acabo de aludir -inclusivo y democrático- ponen sobre la mesa la relevancia de desencadenar procesos democráticos de indagación abierta y crítica orientados por los propósitos morales de la justicia social en los que necesariamente habrán de tomar parte los miembros de la comunidad, pues todos ellos tienen concepciones acerca de la justicia social y cómo avanzar hacia ella. Desde esta perspectiva se desdibuja, en cierto modo, una concepción individualista y jerárquica del liderazgo y se perfila otra, más horizontal y distribuida según la cual aquel se asentaría en la implicación de docentes, alumnado, y otros miembros de la comunidad escolar en definir, acordar y poner en práctica una visión de justicia social que sea adecuada y significativa para el centro educativo y su entorno en un momento y circunstancias determinadas. Una visión de la justicia social, por tanto, “no estática e inamovible” (Bogotch, 2002:146-147) ni dependiente de un único “líder”. En definitiva, se trata de dar vida, entre todos, a los principios que abogan por los derechos y la responsabilidad de los individuos que, formando parte de contextos de diversidad, han de perseguir el bien común, no exclusivamente su auto-interés individual propio.

2.3. Un liderazgo para la reflexión crítica y transformación de situaciones y dinámicas escolares injustas

La noción de Liderazgo está estrechamente ligada a la de cambio: Habitualmente con ella se alude a procesos de influencia y movilización de personas alrededor de una determinada idea, visión, de qué centro educativo y qué formación para los estudiantes con vistas al cambio y la mejora. Al situarnos en el ámbito de la Justicia Social se insiste igualmente en un liderazgo que está orientado hacia el cambio o transformación de aquellas condiciones, situaciones, relaciones sociales y prácticas educativas que generan situaciones injustas.

Desafiar las estructuras y culturas institucionales dominantes y emprender cambios basados-en-la-equidad que las transformen, requiere desencadenar previamente procesos de indagación crítica y toma de conciencia sobre las prácticas, estructuras, normas y creencias dadas por sentado y, en general sobre las condiciones que nutren situaciones no-equitativas (Cambrom-McCabe y Mc Carthy, 2005; Capper et al., 2006; Jean Marie et al., 2009). Ya en los años 80 del pasado siglo teóricos como Bates (1983) y Foster (1986, 1989) avanzaron, esa noción de que el liderazgo, “es y debe ser socialmente crítico, no reside en un individuo sino en las relaciones entre individuos, y está orientado hacia visiones sociales y cambio, no simplemente o sólo a metas organizativas” (Foster, 1986:46).

El epígrafe que encabeza este apartado refleja esa idea: la reflexión crítica ha de ir acompañada de acción y viceversa. Ambas facetas se necesitan mutuamente pues, como bien advierte Furman (2012), el conocimiento y la reflexión sin acción no tienen valor, es simplemente palabrería, y la acción sin reflexión y conocimiento es activismo uniformado.

En el centro educativo ese proceso de reflexión-acción habrá de estar focalizado en aspectos y asuntos nucleares al funcionamiento educativo del centro escolar, tales como:

a) Los alumnos y alumnas que recibe y con los que va a trabajar el centro: quiénes son, cuáles son sus circunstancias, características sociales, culturales, trayectorias escolares, rendimiento y disparidades de rendimientos, qué complejidades y dificultades llevan consigo etc. Ése es un primer peldaño para tomar conciencia de las complejidades y dificultades que traen los estudiantes consigo, de la pertinencia de considerarlas “no tanto como déficits a superar, destruir o eliminar cuanto como asuntos a ser abordados” (Smyth, 2006:17), y de la necesidad de asegurar que la educación ofertada en el centro se adecuada y ajustada para todos ellos.

b) Es, además, un conocimiento imprescindible para emprender y afrontar el análisis y reflexión crítica sobre otros dos aspectos básicos como son el currículo ofertado y las dinámicas de funcionamiento educativo en el centro. Interrogarse sobre el currículo que se está ofertando y desarrollando contribuirá a poner sobre la mesa y analizar, en su caso cuestionar, en qué medida se ajusta o no a las necesidades y características de los estudiantes y está siendo beneficioso y provechoso para todos ellos, o en qué grado el currículo está representando para algunos alumnos –cuya cultura socio-familiar y experiencia vital está alejada de la cultura escolar–, una barrera que los silencia, los margina y los pone en riesgo de fracaso y exclusión.

Estrechamente conectado con ese plano de lo curricular en términos amplios, otro foco, más concreto, es el relativo al funcionamiento educativo cotidiano en el centro y las aulas. Una cuestión básica y relevante a plantear y sobre la que reflexionar es ¿Cómo o en qué medida este centro educativo está funcionando para todos los alumnos y alumnas que recibe, particularmente para aquellos que están más en desventaja?, cuestión al hilo de la cual cabe formular muchas otras como: ¿Son los aprendizajes alcanzados por los alumnos equitativos en todos los grupos?, ¿Quién se beneficia, está incluido, se privilegia y quién está más en desventaja, es excluido, marginado?, ¿A quién se escucha?, ¿Cómo sabemos lo que ocurre y qué información y evidencias estamos utilizando para tomar decisiones?, etc.

Las dinámicas de análisis y reflexión crítica que permitirían responder a los anteriores u otros interrogantes y la utilización de las respuestas como acicate para sacar a la luz y cuestionar las bases más profundas –no siempre visibles ni conscientes– de las prácticas habituales en el centro educativo, exigen necesariamente disponer de una visión o concepción amplia de lo que constituye una escuela para la justicia social.

Shields (2003, 2004), Furman y Shileds (2003, 2005) o Vivert y Shield (2003) basándose en un trabajo de 1995 de Kincheloe y Steimberg, apuntan cuatro criterios que pueden servir para orientar esa exploración y análisis crítico. Aluden a una escuela que sea justa, optimista, empática y democrática. Se sintetizan en la tabla 1.

Tabla 1. Criterios para analizar críticamente el funcionamiento educativo del centro escolar

Justicia

Una escuela y una educación que:

Garantiza el acceso de todos a los servicios educativos, poniendo a disposición del conjunto de alumnos programas que satisfagan sus necesidades académicas, sociales y culturales…, dando a todos acceso al currículo a través de la inclusión de sus experiencias de vida.

No opera sobre supuestos y prácticas que patologizan las experiencias vividas o las capacidades de grupos específicos que terminan excluyendo o marginando a alumnos por razones de género, etnia, raza,…

Equipa a todos para enfrentarse con vidas exitosas, productivas, plenas fuera de la escuela; Ofrece a todos programas retadores desde el punto de vista académico que les lleven a educación superior o al trabajo deseado; asegura la sostenibilidad equitativa, que las tasas de abandono y finalización de alumnos de diversos grupos (pobres, de etnias, familia mono-parental...) sean comparables.

Optimismo

Una escuela y una educación que:

Asegura que todos los alumnos logren resultados que permitan acceso educativo a oportunidades educativas futuras. Atiende y presta atención a quienes son menos exitosos, a los más marginados, y los que están más en desventaja para asegurar un éxito académico sin el cual para ellos se cerrarán las puestas y se constreñirán las oportunidades.

Aumenta las opciones de vida y posibilidades de todos los alumnos, no sólo de los que ya llegan a la escuela con ventajas sociales y culturales.

Empatía

Una escuela y una educación que:

No se focaliza únicamente en lo académico. Atiende a los estudiantes como personas globales, en sus múltiples facetas (intelectuales, físicas, sociales, emocionales…). Asentada firmemente en relaciones pedagógicas e interpersonales positivas y de cuidado.

Democracia

Una escuela y una educación en la que:

Se anima y cultiva la participación en procesos democráticos, ofreciendo a todos aquellos afectados por las decisiones educativas oportunidades y ocasiones para participar en los procesos de toma de decisión

Se enseña a participar, se asegura que todos se sientan cómodos, dándoles poder para que se sientan competentes y capaces.

Se participa democráticamente en el aprendizaje ( procesos de enseñanza no transmisivos y pasivos) empoderando a los alumnos para participar y responsabilizarse de su aprendizaje.

Se enseña y apoya a los alumnos cuando participan en procesos democráticos en la escuela y se les prepara para la participación continua y democrática en la sociedad más amplia.

Fuente: Elaboración propia.

Son cuatro aspectos a tener en cuenta para guiar y orientar procesos de liderazgo para la Justicia Social, pues a partir de ellos se pueden valorar los planteamientos y prácticas existentes en el centro escolar y los caminos a emprender para transformarlas, así como los progresos que se van haciendo hacia la construcción de esa escuela socialmente justa que se pretende. Constituyen, igualmente, criterios con respecto a los cuales juzgar el éxito de un programa o, también, un marco para iniciar y desarrollar un necesario trabajo de coordinación y diálogo profesional entre docentes que les ayude a comprender en qué medida y cómo con sus actuaciones están inhibiendo o animando los aprendizajes y el éxito de sus alumnos bien, en el primer caso porque los marginan o silencian, bien, en el segundo, porque los escuchan, los respetan y les dan voz en ámbitos y facetas significativas de su educación.

La reflexión y análisis crítico que exige cualquier proceso de liderazgo para la justicia social, puede llevarse a cabo echando mano de otros procedimientos e instrumentos. Por ejemplo, Skrla y sus colaboradores (2010) han desarrollado lo que denominan “audits de equidad” como herramienta que puede servir para “facilitar la utilización y promover el conocimiento sobre, la discusión de y una respuesta substantiva a patrones sistémicos de inequidad en las escuelas” (p.265). Dicho instrumento está constituido por 12 indicadores agrupados en tres categorías de dimensiones (equidad de la calidad del profesorado; equidad de los programas y equidad de logro).

El proceso de utilización sugerido, en términos similares a lo ya comentado antes, se despliega en diversas fases a lo largo de las cuales se recoge información, se sistematiza, discute y analiza abiertamente, se exploran soluciones potenciales y los puntos fuertes, debilidades y costes de las mismas seleccionado alguna de ellas; se ponen en práctica, se evalúan e informa sobre su desarrollo. (Skrla et al., 2010:274-275).

Interrogar y analizar desde criterios de justicia social y de educación socialmente justa lo que está ocurriendo, es una vía privilegiada para tomar conciencia de la situación y de la necesidad de transformarla. Igualmente relevante, como reconocen prácticamente todos los teóricos e investigadores en este ámbito, es que a nivel individual, quienes ejerzan liderazgo se impliquen también en procesos de auto-reflexión sobre sus propios valores, supuestos, creencias, sesgos y prácticas. Se trata de un aspecto básico si, como señalé al inicio de este apartado, asumimos que el liderazgo para la justicia escolar es una praxis y que, como afirma Furman (2012) la interacción entre adquisición de conocimiento, reflexión y acción ha de producirse

…a dos niveles- el intrapersonal y el extrapersonal- con el propósito de transformación y liberación. A nivel intrapersonal, la praxis implica auto-conocimiento, auto-reflexión crítica y actuar para transformarse uno mismo como líder para la justicia social. A nivel extrapersonal, la praxis conlleva conocer y comprender temas de justicia social sistémica, reflexionar sobre esos temas y emprender acción para abordarlos. (p. 203).

En síntesis, y a grandes rasgos, una dimensión clave en el ejercicio del liderazgo para la justicia social es la de trabajar en el centro educativo con y para que las personas que constituyen la comunidad escolar reconozcan, analicen críticamente y tomen conciencia de esa realidad en la que están inmersos –patrones de privilegio, prácticas excluyentes, discriminaciones, y, en general, condiciones organizativas y prácticas educativas éticamente censurables– , exploren juntos y en contextos democráticos caminos y vías alternativas para transformarla y trabajen conjuntamente para cambiarla. No es una faceta sencilla, y desde luego, es más fácil formularla sobre el papel que desarrollarla en la práctica cotidiana. Algunos trabajos y estudios recientes (Broks et al., 2007; Furman, 2012; Theoharis, 2007; Mafora, 2013) se hacen eco de esa imagen de líderes que trabajan con continuidad, persistencia, coraje moral y que están comprometidos continuamente con promover transformaciones substantivas en sus centros escolares en la línea que se viene comentando, pero también, de las dificultades y resistencias múltiples a las que ha de hacer frente este liderazgo.

2.4. Un liderazgo que no ignora la importancia de lo pedagógico y de mejorar los aprendizajes de alumnos

Ejercer liderazgo orientado por los propósitos morales a los que ya se ha hecho referencia anteriormente, que empuje al centro educativo hacia modos de organizarse y relacionarse socialmente más justos y que vaya configurándose y funcionando en lo cotidiano como una comunidad de diferencia y democrática es crucial en un enfoque de justica social. No obstante, todo ello tiene o debe tener implicaciones en lo educativo, en la enseñanza y en los aprendizajes de los alumnos: En última instancia, ése es el núcleo y razón de ser de los centros escolares. Es por ello que en este último apartado, plantearé que hablar y defender la justicia social en las organizaciones educativas pasa necesariamente por cultivar y proteger en ellas una educación socialmente justa y, por tanto, por prestar atención a las implicaciones pedagógicas de los aspectos que se han comentado en apartados previos.

No siempre lo pedagógico se ha puesto en el primer plano –ni por los investigadores y teóricos del liderazgo en las organizaciones escolares en general, ni por los que específicamente han focalizado su interés en el liderazgo para la justicia social–; entre las múltiples razones que se han aducido para explicar que “lo educativo” haya ocupado un segundo plano, una de ellas es la influencia de otros campos de conocimiento, particularmente el empresarial, con sus discursos “ajenos e inapropiados, que no tienen cabida en las escuelas y tienen poco o nada que hacer en lo que respecta a las actividades nucleares de la enseñanza y el aprendizaje, pudiendo incluso ser profundamente perjudiciales para ellos” (Smyth, 2005:7). “Lo educativo”, los procesos curriculares, de enseñanza en las aulas, los ambientes de aprendizaje, o la evaluación no ha sido objeto de atención prioritaria, aunque como ya he señalado la naturaleza de la Justicia Social en las escuelas está estrechamente ligada e influida por el currículo , lo que se enseña y cómo a los estudiantes. Furman y Shields (2005) ilustran esa “influencia crítica” cuando advierten de que:

... las injusticias se despliegan en las relaciones individuales pero también sistemáticamente, en políticas que asumen que cualquier enfoque simple de currículo, programación, distribución de recursos, rendición de cuentas es adecuado para todos los alumnos. La injusticia está presente diariamente cuando los docentes se centran tan rígidamente en el currículo formal, prescrito, que no se dan cuenta de las barreras que supone para muchos estudiantes atravesar el currículo oculto. La injusticia ocurre cuando no hay espacio creado al que los alumnos puedan traer sus experiencias vividas, sus interrogantes sobre el mundo, cuando algunas voces se silencian y otras se privilegian. Las injusticias se despliegan cuando actitudes de docentes o de políticos mantienen un pensamiento de déficit subyacente según el cual algunos alumnos, por sus características culturales, étnicas de clase… serán menos capaces de aprender que otros. (Furman y Shields, 2003:17).

Un liderazgo para la Justicia Social ha de propiciar, amparar y facilitar mejoras pedagógicas relevantes en orden a transformar situaciones como las indicadas y propiciar una buena educación, justa, equitativa, que garantice buenos aprendizajes a todo su alumnado. Ello constituye un eje central sobre el que articular el liderazgo. El análisis y la reflexión crítica –a la que me referí en el apartado anterior– sobre lo que está ocurriendo en el centro y en sus aulas, las prácticas en las que se está inmerso y los valores que apuntalan las actuaciones en el centro educativo y con la comunidad, ha de ir acompañada de la búsqueda y concertación de vías de mejora y transformación en el marco de metas y prioridades conjuntamente acordadas, que les den sentido. Kose (2009) por ejemplo insiste en la importancia de visualizar o imaginar, en procesos de liderazgo, de qué manera o en qué sentido la educación puede servir como medio para avanzar hacia una sociedad más democrática y socialmente justa o –en términos similares a los comúnmente utilizados en la bibliografía sobre liderazgo y dirección educativa en los últimos años– Capper y sus colaboradores (2000) subrayaron la importancia de construir y asumir una visión colectiva transformadora, que oriente esfuerzos de mejora escolar equitativa e inclusiva.

El tema es complejo y controvertido pues quienes investigan y trabajan en este ámbito de la Justicia social sostienen planteamientos diversos acerca del currículo y enseñanza que ofrecen las escuelas y los aprendizajes de los estudiantes. Algunos mantienen posturas más o menos críticas sobre el particular, denunciando el carácter academicista del currículo oficial que formalmente han de cursar los alumnos, o llamando la atención sobre la importancia prestada a lo académico frente a otras facetas formativas también imprescindibles relativas a lo emocional, las habilidades sociales, la conciencia cultural, etc. Otros cuestionan seriamente la pertinencia de un currículo que suele estar alejado de la vida y el mundo de un alumnado, con frecuencia, muy diverso.

En consonancia, también es diferente el posicionamiento respecto de hasta qué punto es valioso e importante alcanzar los aprendizajes y los logros establecidos en el currículum formal. Por una parte, reflexiones teóricas e investigaciones insisten en que la meta nuclear de una escuela socialmente justa es alcanzar buenos logros por parte de todos los alumnos (McKenzie et al., 2008) y que el núcleo del liderazgo para la justicia social es promover las mejoras necesarias para elevar los de aquellos más marginados (Theoharis, 2007, 2010). Por otra, se plantea que una escuela socialmente justa exige un liderazgo que cuestione críticamente los aprendizajes académicos delimitados y exigidos de antemano en los currículos oficiales con su correspondiente énfasis en contenidos inapropiados y desarrollen, desde el análisis crítico, alternativas más ligadas a las experiencias, las vidas y las culturas de los estudiantes (Portelli y Mcmahon, 2004; Vibert y Shields, 2003).

Decantarse por una u otra postura y planteamiento en el centro escolar tendrá, necesariamente, repercusiones en los modos de desplegar procesos de liderazgo para la justicia social. En todo caso, no se puede pasar por alto que la esencia y procesos nucleares de un centro educativo giran alrededor del currículum, la enseñanza y la evaluación; es ése el trípode sobre el que se articula el trabajo que se desarrolla en él, la actividad que realizan los docentes y el foco de lo que ocurre en las aulas. Un propósito importante –casi podría decirse, la razón de ser del centro escolar– es lograr buenos aprendizajes para todos los alumnos y eso debería tener un peso importante en los procesos de liderazgo pedagógico y orientados a una escuela socialmente más justa. El siguiente comentario de Capper y Young (2014) ilustra esta cuestión tan crucial en el ejercicio del liderazgo que estamos comentando:

Los educadores para la justicia social deberían considerar que la meta primaria de su trabajo es la de incrementar el aprendizaje y logro de los alumnos. Uno puede debatir cómo se mide mejor el aprendizaje, que las ganancias en aprendizaje representan sólo una faceta del bienestar del alumno y que la práctica del liderazgo ha de estar ligada a la transformación de la comunidad; pero al final, si un niño no puede leer, escribir, comunicarse y contar a nivel del grado o más, las probabilidades educativas y de vida de ese niño disminuyen seriamente. (p.163).

Un liderazgo desplegado en contextos y situaciones en los que la Justicia Social es el horizonte no puede ignorar la importancia crucial de la formación académica desarrollada con el alumnado en el conjunto del centro y en las aulas. Que el liderazgo para la justicia social se proponga hacer del centro, como se comentó en apartados previos, una comunidad de aprendizaje democrática y socialmente justa, no significa que haya de renunciar al propósito de alcanzar un buen desarrollo académico e intelectual entre su alumnado: No son metas necesariamente opuestas (Furman y Shields, 2003). Lo académico ha de ocupar un primer plano en los procesos de liderazgo para la Justicia social. El argumento de Shields (2003) es contundente a este respecto: “Si las escuelas no proporcionan la educación que ayuda a las personas a cambiar sus circunstancias de vida y que ofrece esperanza para un futuro mejor, ¿Qué institución llenará ese vacío?” (p.60). Ello, desde luego, no significa dar por buenos, incuestionables e inamovibles los aprendizajes formalmente prescritos en los curricula oficiales.

La relevancia de esta dimensión pedagógica del liderazgo en las organizaciones educativas es patente en la bibliografía más reciente sobre líderes escolares exitosos y prácticas de liderazgo que influyen en el aprendizaje de los alumnos (Bolívar, 2012; González, 2013). No es infrecuente que se aluda a prácticas de liderazgo en contextos educativos con alumnado muy diverso y en entornos desfavorecidos, que promueven la calidad de la escuela y la Justicia Social. Por ejemplo, Leithwood y Rielh (2005:24) destacan en base a evidencias de investigación, cuatro conjuntos de prácticas de liderazgo exitosas en contextos escolares como los indicados:

  • La promoción de formas poderosas y adecuadas de enseñanza y aprendizaje,

  • La creación de comunidades en la escuela,

  • La atención al desarrollo de las culturas educativas de las familias y

  • La expansión de la proporción de capital social de los alumnos que valora la escuela.

El primer conjunto de tareas, que es el que más interesa resaltar aquí, abarca aspectos como el énfasis puesto en que el profesorado mantenga expectativas altas sobre todos los alumnos y desarrolle, en consecuencia, metas de aprendizaje ambiciosas para todos ellos; el prestar atención a la distribución del alumnado en los grupos y posibilidades de reducir el tamaño de éstos en los cursos iniciales; el mantener agrupamientos heterogéneos, desarrollar un currículo rico, no reducido únicamente a habilidades y conocimientos básicos, que tenga significado para el alumnado y desplegarlo a través de las convenientes estrategias de enseñanza, cuidar la coherencia y coordinación del programa, etc.

En cierto modo, tales prácticas no son sino una muestra de que focalizarse y cuidar lo pedagógico no significa mirar exclusivamente a los aprendizajes académicos olvidando otras facetas del aprendizaje y desarrollo de los alumnos, como tampoco significa dar por bueno, sin más, el currículo oficial y formal prescrito para las escuelas. En términos similares, Murillo y Hernández-Castilla (2011) al caracterizar la actuación de equipos directivos que fomentan y logran una escuela que trabaje en y para la Justicia Social, aluden a prácticas como:

  • Desarrollar una visión de la escuela centrada en la Justicia Social;

  • Potenciar una cultura escolar en y para la Justicia Social;

  • Trabajar para el desarrollo de las personas;

  • Priorizar la mejora de los procesos de enseñanza y aprendizaje;

  • Potenciar la creación de comunidades profesionales de aprendizaje

  • Promover la colaboración entre la escuela y la familia, potenciando el desarrollo de culturas educativas en las familias, y

  • Expandir el capital social de los estudiantes valorizado por las escuelas.

Otras aportaciones, realizadas desde perspectivas más críticas y socio-críticas sobre la justicia social y cómo luchar por ella en las escuelas y comunidades podrán un acento más acusado en la necesidad de cuestionar y transformar situaciones de injusticia propiciadas por el propio diseño curricular, las condiciones organizativas (por ejemplo, horarios rígidos, agrupamientos homogéneos y segregación del alumnado, itinerarios...) y la enseñanza desplegada en las aulas. Se insistirá en la importancia de procesos de liderazgo que contribuyan, entre otros aspectos, a que en el centro educativo:

  • Se reflexione y analice críticamente acerca del planteamiento curricular existente y se tome conciencia explícita de los componentes morales e ideológicos en los que se asienta el que se oferta en el centro.

  • Se dialogue, clarifique y asuma una concepción dinámica, rica, no estática ni rígida de entender el aprendizaje académico y el “éxito” escolar.

  • Se desarrolle un currículo asentado y próximo a las experiencias, vidas y culturas de los estudiantes, que preste atención a las influencias culturales, socio-familiares y locales en las trayectorias vitales de éstos y que se materialice en una pedagogía forjada “con” –no “para”– los alumnos (Furman y Shield, 2003; Smyth et al., 2008).

Como en apartados anteriores de este artículo, tampoco se entrará aquí a desarrollar con detalle esta faceta del liderazgo para la Justicia Social y los múltiples aspectos que involucra: el currículo, la enseñanza, las relaciones educativas y sociales en el centro educativo, el desarrollo profesional de los docentes en su seno, la evaluación de los aprendizajes, las relaciones con las familias y el entorno, etc.

En cualquier caso conviene insistir en que si desde una perspectiva de Justicia Social el liderazgo se asienta en procesos de análisis y reflexión crítica, en el caso de las organizaciones escolares es fundamental que tales procesos se realicen sobre el currículo y la enseñanza. En definitiva, se precisan procesos de liderazgo con la mirada puesta en ofrecer un currículo más próximo y basado en las vidas de los alumnos, sin renunciar a que sea académicamente riguroso, socialmente valioso y capaz de proporcionar aprendizajes necesarios para un futuro esperanzador y digno. Sobre un escenario tal, caben múltiples actuaciones y procesos de liderazgo orientados a crear las condiciones pedagógicas y organizativas en el centro, en las aulas, con las familias… bajo las cuales todos los alumnos y alumnas puedan aprender y formarse, académicamente y, también, como buenos ciudadanos.

3. CONSIDERACIONES FINALES

En contextos escolares como los actuales, junto con una creciente diversidad, coexisten metas múltiples y conflictivas, realidades cambiantes, y perspectivas alternativas sobre los propósitos y metas de la educación. Son contextos que no siempre son justos y equitativos, pudiendo operar como entornos de riesgo que terminan siendo excluyentes para ciertos alumnos/as. Esta es una realidad que no siempre es visible explícitamente, y no es inusual que se silencie. Sin embargo, no se debería tomar como periférica ni como irrelevante, sobre todo si lo que se pretende es –como con tanta frecuencia se declara en los actuales discursos y declaraciones formales de las políticas educativas– ofrecer una buena educación, aprendizajes valiosos y oportunidades para una vida digna para todo el alumnado.

Es en estas coordenadas en las que cobra pleno sentido el liderazgo para la justicia social. A lo largo de los apartados anteriores se han desgranado algunos elementos básicos de tal liderazgo, y se ha ofrecido algunas consideraciones generales sobre el mismo. Los procesos de liderazgo son siempre complejos pues a ellos va ligada la posibilidad de que una determinada organización (educativa) se mueva y camine por derroteros anteriormente no transitados, emprenda actuaciones con nuevos sentidos y significados que puedan llevarla hacia una mejora y transformación. Un criterio esencial y un imperativo ético sobre el que asentar tales cambios es, sin duda, el de la equidad. A lo largo del texto se ha insistido en que los procesos de liderazgo cobran su auténtico sentido cuando están claros los referentes, valores y principios que los orientan. Cuando hablamos de un liderazgo para la justicia social, ésos no son sino los de equidad, igualdad, participación, inclusión, educación buena para todos los alumnos.

La panorámica presentada en este artículo nos sitúa ante un escenario enormemente complejo, en el que hay que tocar muchos resortes, abrirse a muchas voces y perspectivas, impulsar dinámicas dialógicas constantes, participación y democracia, adentrarse en las facetas educativas, pedagógicas, curriculares y cómo plantearlas y abordarlas en contextos en lo que la diversidad está al orden del día, etc. Procesos complejos de liderazgo que es necesario desplegar en los centros educativos y que han de ocupar un lugar preeminente en ellos. En todo caso, y aunque no se ha abordado en las páginas anteriores de una manera explícita, conviene advertir que el empuje y los pasos hacia centros educativos socialmente más justos no dependen única y exclusivamente de lo que se sea capaz de liderar en ellos. La justicia social se juega en lo que se haga dentro de las propias organizaciones educativas pero nunca al margen de lo que ocurre fuera de ellas, tanto en las comunidades de las que forman parte como –en un plano más amplio– en las políticas (educativas, económicas, laborales, sociales…) que la propician o dificultan.

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