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2011 - Vol. 5 Num. 2  
           
 
La formación del profesorado para la educación inclusiva: Un proceso de desarrollo profesional y de mejora de los centros para atender la diversidad
 
           
 
David Durán Gisbert y Climent Giné Giné
 
     

Introducción

En las últimas décadas han sido muchas y diversas las iniciativas que se han llevado a cabo con objeto de transformar nuestras aulas y centros en entornos de aprendizaje y de desarrollo de todo el alumnado, y en particular de aquellos con mayor riesgo de exclusión. Desde los programas de integración, que en los años setenta y ochenta tenían como objetivo principal que el alumnado con discapacidad pudiera ser atendido en los centros ordinarios, hasta el progresivo convencimiento de que la mera integración escolar resultaba un objetivo insuficiente, y a menudo equívoco. Por tanto se debía apostar de forma decidida por una concepción de centro educativo abierto a la diversidad y capaz de acoger y dar respuesta a las necesidades de todo el alumnado. Demandas incrementadas por los cambios sociales, como el aumento de movimientos de población, el reconocimiento de la riqueza cultural y lingüística, y los derechos de las comunidades entre otros.

La preocupación por la escuela inclusiva se ha convertido pues en uno de los mayores retos que actualmente deben afrontar los sistemas educativos, los centros, el profesorado y la sociedad. En efecto, mientras que en los países en desarrollo la preocupación se centra en cómo millones de niños y niñas pueden acceder a la educación formal, los países más ricos ven como muchos jóvenes acaban su escolarización sin obtener la titulación correspondiente, o simplemente abandonan el centro, o bien están emplazados en diversas modalidades de educación especial que pueden suponerles una limitación en sus oportunidades educativas (Ainscow y César, 2006).

En cualquier caso, la experiencia nos aporta evidencias de cómo los sistemas educativos y los profesionales han intentado, con mayor o menor fortuna, dar respuesta a la situación de acuerdo con las políticas, las tradiciones pedagógicas, el pensamiento del profesor, los recursos disponibles y las propias competencias. Evidencias que reflejan el intenso debate abierto en los distintos países y que ponen de manifiesto algunas constantes en las propuestas internacionales orientadas al logro de una educación equitativa de alta calidad para todos los educandos y al progreso hacia sistemas educativos más inclusivos. Entre estas evidencias se encuentran la necesidad de promover un cambio de mirada; las dificultades de atender la diversidad de necesidades del alumnado en el aula, promoviendo el éxito de cada uno de ellos; la importancia del pensamiento del profesor y de las culturas organizativas y de colaboración en los centros; y la formación inicial y permanente del profesorado.

Parece pues oportuno, en el marco de esta revista sobre educación inclusiva, precisar un poco más aquello que debemos entender por educación inclusiva, reflexionar sobre las funciones del profesorado ante los alumnos con necesidades de ayuda, y en particular las del llamado profesorado de apoyo, y formular algunas propuestas sobre los contenidos y estrategias de formación, tanto inicial como a lo largo de la carrera profesional.

1. Lo que entendemos por educación inclusiva

No es difícil advertir una importante confusión en torno al uso del concepto de inclusión o de escuela inclusiva tanto en las publicaciones y en la normativa, como en los debates y en las prácticas de los profesionales. Seguramente las razones son variadas y tienen que ver, históricamente, con los distintos movimientos tendentes a procurar que todo el alumnado con independencia de su origen y características personales pueda ser atendido en la escuela común. En síntesis, y aún a riesgo de una cierta simplificación, se les podría atribuir un doble origen. Por un lado, la estrecha relación que se ha establecido entre inclusión y educación especial, dadas las múltiples iniciativas que desde este sector se han acometido, a partir del principio de normalización, con objeto de asegurar más y mejores oportunidades educativas para el alumnado con necesidades especiales. Y por otro lado, las políticas educativas a favor de la comprensividad del sistema educativo que abrazaron, en primer lugar, los llamados estados del bienestar (Países Nórdicos, Reino Unido, Canadá, entre otros) y que en las últimas décadas han sufrido los embates de los movimientos migratorios y la aparición de nuevos retos educativos.

A pesar de la complejidad del tema que nos ocupa, de los contextos en los que se desarrolla y de que no existe una única perspectiva sobre cómo plantear la inclusión, ni a nivel de un estado ni de un centro en particular, puede apreciarse un creciente consenso internacional en torno a que la inclusión tiene que ver con las siguientes cuestiones:

  1. La asunción de determinados valores que deben presidir las acciones que pudieran llevarse a cabo: respeto por las diferencias, valoración de cada uno de los alumnos, participación, equidad, metas valoradas, etc. (Booth, 2009); la inclusión es pues, ante todo, una cuestión de valores, aunque deban concretarse sus implicaciones en la práctica. En definitiva, la inclusión supone una manera particular de entender y pensar la educación.
  2. El reconocimiento de derechos. Por ejemplo, la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad (NNUU, 2006) reconoce el derecho de éstas a una educación de calidad. Con miras a hacer efectivo este derecho sin discriminación y sobre la base de igualdad de oportunidades, se asegurará un sistema de educación inclusivo a todos los niveles y la enseñanza a lo largo de la vida. Así pues la educación inclusiva se basa en la concepción de los derechos humanos por la que todos los ciudadanos tienen derecho a participar en todos los contextos y situaciones.
  3. El proceso de incrementar la participación del alumnado en el currículo, en la cultura y en la comunidad, y evitar cualquier forma de exclusión en los centros educativos. En consecuencia, la inclusión supone un compromiso a favor de la identificación y progresiva reducción de las barreras al aprendizaje y a la participación que algunos alumnos, sobre todo los más vulnerables, encuentran en los centros y en las aulas (Ainscow, 2005).
  4. Transformar las culturas, la normativa y la práctica de los centros de manera que respondan a la diversidad de las necesidades del alumnado de su localidad; cada comunidad escolar debe encontrar mejores formas y más eficaces de responder a la diversidad del alumnado.
  5. La presencia, la participación y el éxito de todo el alumnado expuesto a cualquier riesgo de exclusión, y no sólo de aquellos con discapacidad o con necesidades especiales. Es importante remarcar la importancia de que la inclusión está comprometida con que los alumnos consigan resultados valiosos; no sólo que estén presentes en la escuela común, sino que todos puedan alcanzar las competencias básicas establecidas en el currículo.
  6. Avanzar hacia la inclusión tiene que ver más con el desarrollo y capacitación de las escuelas que con la voluntad de “integrar” grupos vulnerables.
  7. La educación inclusiva está íntimamente asociada al desarrollo integral de todos los niños y niñas. Como afirma Tedesco (2007), el objetivo de vivir juntos constituye un objetivo de aprendizaje y un objetivo de política educativa.

Tres ideas, sin embargo, merecen ser destacadas en la comprensión de lo que hoy en día se entiende por inclusión educativa. En primer lugar, la inclusión supone trasladar el foco de atención del “alumno” al “contexto”. No son tan importantes las condiciones y características de los alumnos cuanto la capacidad del centro educativo de acoger, valorar y responder a las diversas necesidades que plantea el alumnado; capacidad que debe reflejarse en el pensamiento del profesorado, en las prácticas educativas y en los recursos personales y materiales disponibles. En consecuencia, los esfuerzos deben dirigirse a la adaptación de la propuesta educativa a un alumnado diverso, y no al revés, y a la provisión de los apoyos que eventualmente un alumno pueda precisar.

En segundo lugar, la inclusión no debe restringirse al alumnado con condiciones personales de discapacidad; la inclusión tiene que ver con promover más y mejores oportunidades para todos los alumnos, y en particular para aquellos que por diversas razones (migratorias, culturales, sociales, de género, discapacidad) pueden estar en mayor riesgo de exclusión y fracaso. 

En tercer lugar, la inclusión no es un estado, sino un proceso. Se trata de un viaje que nunca acaba (Ainscow, 2005); un proceso de mejora del centro, con la participación de toda la comunidad educativa. Un proceso de identificación y minimización de los factores de exclusión, inherentes a las instituciones sociales. Desde esta perspectiva carece de sentido hablar o dividir las aulas o los centros en inclusivos o no inclusivos. La inclusión no es una meta a la que se llega, sino un compromiso sostenido a favor de mejores condiciones y oportunidades para todo el alumnado. Una escuela inclusiva es aquella que está en movimiento, más que aquella que ha conseguido una determinada meta (Ainscow y César, 2006).

Sin duda, el reto para los próximos años es pasar del “discurso” a las “evidencias”; es decir, comprometerse en procesos de reflexión en los centros escolares que permitan “repensar las prácticas educativas”, como nos recuerda Ferguson (2008), con objeto de responder adecuadamente a las necesidades de todos los alumnos.

2. La formación del profesorado para la educación inclusiva: fundamentos y finalidades

De acuerdo con lo expuesto en el anterior apartado, entendemos la educación inclusiva, como un proceso de formación, en un sentido amplio; un proceso de capacitación de los sistemas educativos, de los centros y del profesorado para atender la diversidad del alumnado. Se trata pues de un verdadero reto de formación del profesorado, no como tarea individual, sino como un proceso de desarrollo profesional y de mejora de los centros y los sistemas educativos.

El progreso hacia la inclusión requiere voluntad política, acuerdo social basado en valores de equidad y justicia y por lo tanto, no solo depende de la formación del profesorado. Sería iluso, y también poco responsable, dejar descansar todo este proceso exclusivamente en las espaldas del profesorado. El progreso depende también de la toma de decisiones valiente sobre los cambios que requieren el diseño y desarrollo del currículum; sobre la dotación y redistribución de los recursos humanos y materiales, con sistemas de apoyo y asesoramiento; sobre la organización de los centros (tiempos y espacios para la colaboración del profesorado, en un marco flexible y autónomo que promueva la participación de la comunidad) y sobre los procesos de enseñanza y aprendizaje (centrándolos no únicamente en la enseñanza, sino en el alumnado).

Dicho esto, y situada la contribución del profesorado en su lugar, es necesario decir con igual rotundidad que la formación del profesorado no es una receta para aplicar ante un problema, esperando que aporte la solución (Arnaiz, 2003), pero sí es un elemento clave que puede contribuir al cambio y al avance hacia la inclusión. Esta situación viene determinada por diversas razones.

En primer lugar, porque el paso del modelo del déficit al modelo interactivo requiere conocer al alumno (habilidades, conocimientos, intereses) y conocer muy bien el currículo, para poder ajustarlo y crear las condiciones de aula que permitan  enriquecerse de la diversidad.

En segundo lugar, porque los entornos inclusivos demandan, sin lugar a dudas, de la intensificación y diversificación del trabajo pedagógico; de una mayor implicación personal y moral; de una ampliación de los territorios de la profesión docente; y de la emergencia de nuevas responsabilidades para el profesorado (Escudero, 1999).

Y en tercer lugar, porque el reto que nos proponemos converge con lo que Stoll y Fink (1992) han venido a llamar escuelas eficaces que pretenden ofrecer oportunidades de aprendizaje a todos sus alumnos. Se trata, en definitiva, de escuelas y profesores que aprenden a promover el máximo progreso para cada alumno, más allá del que cabría esperar por los conocimientos que poseen y los factores ambientales; que garantizan que cada alumno alcance el máximo nivel posible, según sus posibilidades; que aumentan todos los aspectos relativos al conocimiento y desarrollo del alumno; y que sigan mejorando año tras año.

La formación del profesorado para la diversidad será útil para desarrollar una educación de mayor calidad para todos si se configura como un aspecto del sistema educativo que ayuda al cambio de la cultura profesional docente (reconstrucción de sus procesos de identidad y desarrollo profesional), en un contexto abierto a todos y orientado por valores inclusivos. No se trata pues de una formación individual para el desarrollo profesional aislado, sino más bien de una capacitación personal para participar de una actividad docente que permita el desarrollo profesional del profesorado y la mejora del centro.

En este sentido, la formación deberá ir orientada a la creación de un profesional que reflexiona sobre su práctica, en el seno de una organización educativa; que colabora activamente para mejorar su competencia y la del centro; y que actúa como un intelectual crítico y consciente de las dimensiones éticas de su profesión (Arnaiz, 2003).

Estos criterios generales de fundamentación de la formación para la educación inclusiva pueden ser concretados con los aportados por Echeita (2006), y que podrían sintetizarse en:

  • Pedagogia de la complejidad: los problemas educativos tienen una dimensión múltiple (psicológica, social, moral); una resolución incierta y están sometidos a conflictos de valores, imprevisibles y simultáneos.
  • Perspectivas constructivistas: el aprendizaje de los alumnos en situación de vulnerabilidad no es cualitativamente distinto al de los demás. Las aportaciones de la concepción constructivista, como el triangulo interactivo, la construcción del conocimiento o los mecanismos de influencia educativa,  son instrumentos útiles.
  • Desarrollo integrado: el desarrollo del alumnado debe basarse en aportaciones como las inteligencias múltiples, especialmente la interpersonal e intrapersonal, así como el sentimiento de competencia, construido sobre la autoestima y los patrones atribucionales ajustados.
  • Enseñanza adaptativa: la gestión inclusiva del aula requiere la definición de objetivos básicos para todos, con distinto nivel de consecución, y la diversificación de actividades y grados de ayudas.
  • Adaptaciones curriculares: la toma de decisiones de cambios en la acción educativa debe promover la participación de los implicados y basarse en una evaluación psicopedagógica contextual, intentando ser lo menos restrictiva posible y valorándose periódicamente.
  • Red de apoyos y colaboraciones: las aulas y los centros deben promover las ayudas y el trabajo cooperativo entre alumnos, profesores, familias y comunidad.
  • Escuelas como centros de la mejora: el proceso de avance de las escuelas debe de ser planificado, llevado a la práctica a través de acciones que puedan ser evaluadas y replanteadas en ciclos de mejora.
  • Diversidad como fuente de enriquecimiento y de estímulo para la innovación: es necesario adoptar una actitud que permita ver la diversidad como un mecanismo que, generando incertidumbre y desafío, crea condiciones para la excelencia.

Finalmente, es necesario constatar que algunos estudios  (Hsien, 2007) muestran que las actitudes del profesorado -tanto de la educación ordinaria como de la educación especial- respecto a la inclusión son en general positivas y que dependen, ante todo, de la formación recibida en el manejo de las diferencias (en especial de los alumnos con discapacidades), así como del sentimiento de competencia profesional. Es pues imprescindible capacitar al profesorado. Si el profesorado se siente poco capacitado tenderá a desarrollar expectativas negativas hacia sus alumnos, lo que conllevará menos oportunidades de interacción y menos atención; cosa que acabará comportando fracaso y confirmación de la expectativa (Marchesi, 2001).

3. La formación inicial del profesorado para la inclusión: elementos esenciales

Progresar hacia una escuela más inclusiva conlleva un nuevo rol docente. El profesor tutor es el elemento clave del proceso de atención a la diversidad, con el aula como espacio por excelencia donde el alumnado encuentra respuesta educativa a su manera de ser y aprender. Tal como sugiere Parrilla (2003), es necesario forjar una nueva identidad docente: competente pedagógicamente, capaz de investigar y reflexionar sobre la práctica con otros profesores y consciente de las facetas sociales y morales de su profesión. De este planteamiento se derivan algunos elementos esenciales, para la formación inicial del profesorado:

  1. Aceptación de todo el alumnado como propio. Los alumnos y alumnas del grupo clase son responsabilidad del profesor tutor, independientemente de las características personales que tengan. En algunos casos, la tutoría puede ser compartida con otros profesores de apoyo, pero ello no debe significar la derivación ni el desentendimiento por parte del profesor tutor del aprendizaje o desarrollo de ese alumno.
  2. Aula y centro ordinario como espacio preferente de atención. Los alumnos deben hallar la atención a sus necesidades educativas en  entornos lo más normalizados posibles, con los apoyos necesarios. La escolarización en centros de educación especial debe reservarse exclusivamente para aquellos alumnos para los cuales los centros ordinarios ya han agotado toda su capacidad de atención.
  3. Conocimiento sobre las diferencias de los alumnos. El profesorado debe conocer –para poder colaborar con los profesionales que las llevan a cabo- las formas de evaluación de las situaciones de singularidad del alumnado (derivadas de discapacidad o de factores sociales), así como las formas de atención y participación para el aprendizaje.
  4. Estrategias para la inclusión. Para facilitar la atención a la diversidad es necesario el dominio de decisiones curriculares y metodologías que faciliten el mayor grado de participación y aprendizaje de todos. En este sentido es necesario planificar para todos (programación multinivel, diseño universal…); diversificar las actividades para el mismo objetivo y ajustar el grado y tipo de ayudas; así como evaluar los distintos grados de consecución de un mismo objetivo.
  5. Apoyos para la inclusión. Es imprescindible aprender a emplear la capacidad de los alumnos para ofrecerse ayudas mutuas para el aprendizaje (tutoría entre iguales, aprendizaje cooperativo); la colaboración permanente con otros profesores (buscando formas de docencia compartida y de reflexión sobre la práctica observada, como mecanismo de mejora docente); y la participación de la comunidad, especialmente las familias.
  6. Colaboración con los profesionales de apoyo. El profesor tutor debe conocer los procedimientos de actuación de los profesionales de apoyo, para poder participar activamente en la identificación de singularidades; y la elaboración de planes personalizados, con su puesta en práctica, seguimiento y valoración. Esta colaboración fomentará la disposición de apoyos dentro del aula ordinaria de forma preferente y permitirá ofrecer el apoyo singular dentro del aula de referencia, siempre que sea posible.
  7. Investigación-acción para trasformar. Entendiendo la inclusión como un proceso de mejora docente y de centro para capacitarse en atender las necesidades del alumnado, los profesores actuarán como investigadores de su práctica, reflexionando entre ellos y buscando formas de desarrollo profesional. En este sentido parece esencial dar voz al alumnado, especialmente del que se encuentra en situación de vulnerabilidad, indagando qué piensa y cómo se siente.

Un buen ejemplo de concreción de contenidos para la formación del profesorado, lo constituye el Diplomado en Inclusión Educativa. “Escuelas Inclusivas: enseñar y aprender en la diversidad”, desarrollado por la Organización de Estados Iberoamericanos y la Universidad Central de Chile, que incluimos en el cuadro siguiente.

Cuadro 1. Contenidos módulos obligatorios en Inlcusión Educativa  (OEI, 2011) 

I. Inclusión educativa y atención a la diversidad

  • La Inclusión educativa y social en el marco Internacional: enfoque, políticas y perspectivas.
  • El derecho a la educación; Calidad y equidad de la Educación.
  • Las diferencias en la educación escolar: manifestaciones, problemas y desafíos que supone la diversidad en las aulas.
  • La respuesta educativa a grupos vulnerables: Minorías étnicas; Discapacidad; Migrantes; Género; Deprivación socio cultural.
  • Necesidades Educativas Especiales y barreras al acceso, al aprendizaje y la participación.

 

II. Escuelas inclusivas: Gestión para el cambio y la mejora

  • Factores que condicionan los procesos de inclusión: cultura, políticas y prácticas educativas en el centro educativo.
  • Escuelas Inclusivas / Escuelas Eficaces.
  • Características y gestión del cambio para la inclusión.
  • La evaluación institucional como punto de partida para los procesos de mejoramiento educativo.
  • El proceso de planificación, implementación y evaluación de planes de mejora.

 

III. Desarrollo curricular y prácticas para  la diversidad

  • Currículum inclusivo: Relevancia y pertinencia; Flexibilidad, adaptación y diversificación curricular.
  • Principios de enseñanza adaptativa. Diseño universal de aprendizaje.
  • Planificación diversificada:  qué, cómo y cuándo enseñar y evaluar.
  • Medidas y estrategias de aula para responder a la diversidad.
  • Criterios y orientaciones de adaptación del currículum.
  • Evaluación continua del aprendizaje y la enseñanza.

 

IV. Los procesos de colaboración: escuela, familia y comunidad

  • Enfoque y estrategias de trabajo colaborativo entre los actores educativos.
  • Modelo interdisciplinario de trabajo en equipo
  • Sistemas y modalidades de apoyo a los alumnos con Nee.
  • Estrategias de apoyo y  trabajo con la familia
  • Estrategias de desarrollo profesional y formación continua para la generación de comunidades de aprendizaje.
  • Proyectos para la generación de redes de colaboración entre escuelas y servicios de la comunidad.

 

Aunque planteado como una formación permanente para profesorado, tanto de educación común como especial, estos contenidos pueden constituir un buen elemento de referencia de lo que debería incluir la formación inicial del profesorado.

 
4. El rol del profesorado de apoyo. Algunos contenidos de formación

Uno de los componentes clave en la apuesta por una educación inclusiva tiene que ver con las funciones que se atribuyen y desempeñan los profesores que tienen como misión principal velar por la educación de los alumnos con necesidades especiales, es decir el profesorado de apoyo de los centros.

Aunque en cada país se han tomado decisiones distintas en el grado del desarrollo de los estándares de competencias profesionales de estos profesores, es posible encontrar en las prácticas algunos aspectos comunes. Fundamentalmente, estas funciones se dirigen al alumnado con necesidades de apoyo y en la actualidad tienen que ver con la colaboración con el tutor; la elaboración de materiales específicos que faciliten el aprendizaje del alumnado, la participación en el aula y el centro, la elaboración de adaptaciones curriculares, el desarrollo de actividades apropiadas y la tutoría de los alumnos.

Debe tenerse presente que las funciones del profesorado de apoyo han ido variando a lo largo de los años de acuerdo con los modelos conceptuales vigentes, la legislación y la realidad social y educativa. En efecto, en el ámbito europeo, por ejemplo, en los años 60 y 70 prevalecía un modelo centrado en el déficit, en la clasificación y en la consiguiente especificidad de los tratamientos; en consecuencia, las funciones de este profesorado se orientaban fundamentalmente a la especialización de acuerdo con las distintas discapacidades, a la elaboración e implementación de materiales cada vez más sofisticados y específicos, y su labor se circunscribía a clases y, sobre todo, centros de educación especial diferenciados.

A finales de los 70 y durante los 80 empiezan a producirse cambios importantes en la concepción y en las prácticas que habrán de cristalizar en la década posterior. Diversos son los ingredientes de este cambio que no pueden ser abordados en profundidad en este artículo; de todas maneras, y a modo de reflejo de una corriente de opinión que progresivamente se va extendiendo entre los profesionales e investigadores y que alimenta el cambio, debemos referirnos al trabajo de Dunn (1968), en el que cuestiona abiertamente las prácticas habituales en el campo de la educación especial y la segregación del alumnado en aulas o centros diferenciados. Debemos añadir que, sin duda, esta opinión se ve reforzada por el impacto del principio de normalización; la ley italiana de 1971, que promueve el cierre de los centros de educación especial; y el Warnock Report (1978), que introduce el concepto de necesidades educativas especiales y por primera vez proclama que debe rechazarse la categorización de los alumnos con necesidades especiales en base al déficit.

Las consecuencias, tanto en el ámbito de la legislación como en el de las prácticas, no tardaron en mostrarse. En España, por ejemplo, la LISMI (1982), los llamados decretos de integración y finalmente la LOGSE significaron el refrendo definitivo de los nuevos planteamientos. A nivel internacional, debe citarse como uno de los hitos más importantes la aprobación de la Declaración de Salamanca por parte de la Conferencia Mundial sobre Necesidades Educativas Especiales (UNESCO, 1994), que afirma que los centros ordinarios con una orientación inclusiva “representan el medio más eficaz para combatir las actitudes discriminatorias, crear comunidades de acogida, construir una sociedad integradora y lograr la educación para todos” (pág. IX). Poco a poco, el rol del profesorado de apoyo ha ido evolucionando y adoptando funciones más coherentes con una concepción ecológica del desarrollo que pone el acento en los contextos y en las oportunidades que estos brindan; con una concepción multidimensional de la discapacidad que pone énfasis en el papel decisivo de los apoyos, y con una progresiva aceptación de una escuela abierta a la diversidad social, cultural, lingüística y de capacidades.

Progresivamente el profesorado de apoyo ha visto la necesidad de ensayar nuevas formas de interactuar con los alumnos y con el resto de profesorado, toda vez que a menudo los alumnos se hallaban compartiendo buena parte de su tiempo con sus compañeros en las aulas ordinarias. En consecuencia sus funciones se han venido articulando alrededor de tres grandes ejes: la institución; el aula; y el propio alumno. En efecto, se asume que muy a menudo los aspectos que afectan al funcionamiento de la institución (las políticas y la cultura del centro) tienen un impacto directo en la organización del aula y en el progreso del alumno, por lo que resulta de vital importancia poder intervenir en su definición y, en su caso, revisión; asimismo, parte de la dedicación del profesor de apoyo tiene como objetivo el aula como contexto próximo de desarrollo, en el que se crean las experiencias y oportunidades, colaborando y potenciando la labor del profesor tutor; finalmente, sus funciones se dirigen al propio alumno con dificultades en su desarrollo, prestando el apoyo necesario.

Con todo, justo es reconocer que sin desmerecer los esfuerzos que el profesorado de apoyo ha ido realizando, sus funciones en el marco de una escuela inclusiva están todavía construyéndose y son motivo de debate entre los profesionales e investigadores. Es más, a menudo sucede que junto con las funciones acabadas de mencionar no es difícil hallar prácticas más propias de modelos anteriores, centradas en el déficit, en el énfasis en el papel del especialista y en el tratamiento.

De todas maneras, en los últimos años la investigación ha ido aportando algunos resultados que pueden ayudar al profesorado en ejercicio a identificar la dirección en la que conviene avanzar, tanto personal como colectivamente. En este sentido nos parece oportuno referirnos al trabajo de Hoover y Patton, (2008) en el que nos brindan, a partir de la experiencia en los centros y de otras investigaciones afines, una propuesta fundamentada, completa y sugerente que a continuación resumimos.

Estos autores identifican cinco roles en el desempeño del profesorado de apoyo. En primer lugar, tomar decisiones en base a los datos; ponen de relieve la necesidad de que las decisiones que se adopten en relación a las propuestas curriculares y los apoyos que se facilitan a los alumnos se fundamenten en observaciones y datos que permitan monitorear el progreso. Demasiado a menudo la respuesta educativa ante un problema de conducta o de aprendizaje obedece a supuestos ideológicos, inercias o simplemente a ensayo y error. Es importante desarrollar capacidades relacionadas con la observación en contextos naturales y recogida de datos, tanto relacionados con situaciones de aprendizaje como a la interacción social y emocional.

En segundo lugar, llevar a cabo intervenciones basadas en la evidencia. Cada vez parece más necesario que las prácticas que se adopten en el ámbito de las dificultades de aprendizaje y de conducta se basen en evidencias; es más, en algunos países se incluye este requerimiento en la normativa. Con independencia de que en nuestro contexto no exista todavía una amplia tradición en este sentido, parece fuera de duda la importancia, por un lado, de explorar en la investigación disponible las posibles alternativas que se revelan con mayores probabilidades de éxito ante un problema determinado y, por otro, la necesidad de documentar las buenas prácticas con objeto de que otros profesionales puedan beneficiarse de los hallazgos, del camino seguido, de las dificultades y éxitos, alimentando así el necesario debate.

En tercer lugar, diversificar la enseñanza. Sin duda esta es una de las funciones con la que el profesorado de apoyo se siente tradicionalmente más identificado; la respuesta educativa a las distintas necesidades del alumnado, asociadas o no a una discapacidad, muy a menudo requiere poner en marcha distintas estrategias dirigidas a adaptar o modificar la propuesta curricular, tanto en los objetivos, como en la organización de espacios y tiempos o disposición de los recursos en el contexto del aula y del centro. Téngase presente que a pesar de que esta función no es nueva entre el profesorado de apoyo, sí lo es la filosofía o concepción que subyace: antes de las acciones dirigidas específicamente a un alumno o grupo, debe asegurarse la calidad de la propuesta que se dirige con carácter general al conjunto del aula en términos de la riqueza y diversidad de experiencias y oportunidades que se ofrecen; así como también el tener presente que los problemas del alumnado no se explican únicamente por sus condiciones particulares, sino por variables más contextuales que incluyen la relación con el profesor, la metodología, los apoyos disponibles, etc.

En cuarto lugar, proveer apoyos en el ámbito socioemocional y de conducta. Una de las fuentes más importantes de preocupación, cuando no de ansiedad, del profesorado sobre todo en educación secundaria tiene que ver con la relación social de los alumnos (con el profesorado y con sus compañeros) y con los problemas de conducta. Ni la sanción ni la expulsión del aula se revelan como soluciones con futuro; ni tampoco las buenas palabras. Los profesores de apoyo tienen aquí un reto y una ocasión para ganarse prestigio, por lo que deben desarrollar las habilidades necesarias para evaluar la situación, asesorar convenientemente y dar apoyo al tutor, acompañándolo y haciéndole vivir equilibradamente las situaciones de conflicto. De nuevo es importante recordar la necesidad de recurrir a prácticas basadas en la evidencia; sin duda es un tema muy complejo, que en ocasiones puede requerir el concurso de profesionales del ámbito de la salud, pero ante el que el profesorado de apoyo tiene una importante oportunidad para su desarrollo profesional.

Finalmente, en quinto lugar, colaborar con el profesorado. Se trata también de una de las funciones que habitualmente han llevado a cabo los profesores de apoyo y que se concreta en cada caso de forma distinta según las necesidades y posibilidades. La atención al alumnado con necesidades especiales plantea a menudo respuestas que van más allá de lo que es habitual en el aula y que requieren el concurso de un profesor que disponga de determinados conocimientos y competencias; asimismo el acompañamiento del tutor ante las dificultades de una parte del alumnado, que facilite una lectura más sosegada y positiva de la situación, constituye también un aspecto importante de la colaboración.

Una vez presentadas las funciones del profesorado de apoyo que nos proponen Hoover y Patton (2008) y que a nuestro modo de ver pueden enriquecer y estimular el debate, cabe preguntarnos por cuáles serían los contenidos de formación y/o actualización de los profesionales en ejercicio que permitirían mejorar las competencias en relación al ejercicio de estas funciones en parte nuevas y en parte reformuladas en un nuevo escenario como es el de la escuela inclusiva.

Con esta finalidad hemos elaborado el cuadro 2 en el que de acuerdo con cada función se priorizan algunos contenidos de formación con objeto de que puedan ser valorados y contrastados por los profesionales y, en consecuencia, adoptados como elementos que puedan inspirar los objetivos en los planes de desarrollo personal y de equipo.

Cuadro 2. Las funciones del profesor de apoyo (Hoover y Patton, 2008)

Rol

Competencias

  1. Tomar decisiones en base a los  datos

-Evaluación funcional
-Evaluación en base al currículum
-Estrategias de monitorización
-Análisis de datos

  1. Desarrollar intervenciones basadas  en la evidencia

-Conocimiento de los aspectos centrales del currículum
-Dominio de los procedimientos propios de la investigación-acción
-Estrategias instruccionales eficaces

  1. Diversificar la enseñanza

-Adaptación y modificación del currículum
-Estrategias diferenciadas
-Saber gestionar las diferencias culturales
-Modelo de enseñanza entre iguales
-Trabajo colaborativo entre el profesorado

  1. Proveer apoyos en el ámbito socioemocional y del comportamiento

-Gestión del aula
-Gestión de los problemas de conducta
-Conocimiento del desarrollo social y emocional

  1. Colaborar con el profesorado

-Habilidades para la comunicación
-Habilidades de acompañamiento (coaching)
-Liderazgo
-Trabajo con las familias
-Relación con la comunidad

Una vez más, es necesario recordar que el desarrollo de estos contenidos formativos del profesorado de apoyo, que implican un nuevo rol de este profesional, deben ir en paralelo a los del profesorado general, puesto que, como hemos sostenido se complementan. Para impulsar este cambio es imprescindible no sólo centrarse en la formación inicial del profesorado, regular o de apoyo, sino abordar la formación permanente de los profesionales en servicio, que es lo que nos proponemos en el siguiente apartado.

5. La formación permanente del profesorado para la inclusión

En este último apartado nos proponemos señalar algunos instrumentos que nos parecen especialmente sugerentes para ayudar a los procesos de formación del profesorado en activo, a partir de la reflexión colaborativa sobre la práctica y de la utilización de ciclos de mejora. Lo estructuraremos en tres niveles de actuación: entre profesores de un mismo centro; en relación al centro educativo; y, por último, en zonas o regiones.

La colaboración entre profesores puede tener distintos grados, llegando a su más rica expresión a través de lo que se conoce como docencia compartida. Disponemos de numerosos argumentos sobre las ventajas de la docencia compartida, tanto para el alumnado como para el profesorado (Lorenz, 1998). Así por ejemplo, se ayuda a los alumnos a que puedan trabajar con las demandas reales de la clase, en cualquier área, estando la ayuda a disposición de todo el alumnado, tanto para los que la necesitan constantemente como para los que la necesitan de forma ocasional. También es importante resaltar que los alumnos con más necesidad de ayuda no quedan etiquetados por el hecho de tener que salir fuera y pueden seguir manteniendo como referente el profesor de aula. El trabajo colaborativo entre profesores es en sí mismo una estrategia para la educación inclusiva (Huget, 2009) y por ello es incorporada en los planes innovadores de formación inicial para la inclusión (Wang y Fitch, 2010).

Además de aportar una mejora en relación a la gestión del aula en general, y de la disciplina en concreto, la docencia compartida puede ser un mecanismo de aprendizaje entre iguales (en este caso, entendidos como maestros), ya que permite compartir y elaborar nuevos materiales, así como metodologías de trabajo, ofreciéndose apoyo mutuo frente a las novedades o dificultades; y ayuda al centro a establecer líneas de interdisciplinariedad, dado que el paso de un profesorado de apoyo por diferentes grupos facilita la aportación de sugerencias entre áreas. Para que el diálogo entre profesores sobre la reflexión de la práctica ofrezca oportunidades de aprendizaje colegiado para el cambio, es necesario que habilitar tiempos de coordinación y una reflexión conjunta guiada (Duran y Miquel, 2004).

Respecto a las iniciativas de formación permanente a nivel de centro, es bien sabido que el proceso de avance hacia la escuela inclusiva constituye, sobre todo, un proceso de aprendizaje que las comunidades educativas deben emprender. Un proceso complejo y singular, porque los centros –como el alumnado- también son diversos. Pero ello no significa que el cambio deba hacerlo la escuela en solitario. Existen ayudas que, utilizadas de forma flexible y adaptada, promoverán dicho proceso. Una de ellas es el Index for Inclusion (Booth y Ainscow, 2002). Planteado como un material de apoyo al viaje hacia la inclusión, el Index parte de los conocimientos previos y los intereses de la comunidad educativa particular e implica en el cambio al conjunto de sus componentes (profesorado, alumnado y familias), lo que le confiere un carácter especialmente sugerente.

El Index for Inclusion, nacido de una experiencia inglesa, tuvo su primera edición en el 2000 y fue distribuido por el gobierno a todos los centros escolares. En el 2002 apareció una segunda edición mejorada a partir de su uso extensivo, no sólo en Inglaterra (Booth, 2009), sino en una gran variedad de países (Farrell y Ainscow, 2002).

El conjunto de materiales que constituyen el Index for Inclusion se estructura en tres apartados. En el primero se caracteriza el enfoque adoptado para el desarrollo inclusivo de los centros, con el propósito de crear un nuevo lenguaje que permita entender y transformar la realidad educativa. En el segundo apartado, se describen las cinco fases del proceso del Index: inicio, análisis del centro, elaboración de un plan de mejora, implementación de mejoras y evaluación del proceso. Se define aquí el papel del grupo coordinador, del “amigo crítico” o asesor externo y la participación de la comunidad educativa.

En el tercer apartado se presentan las tres grandes dimensiones que guiarán el proceso de auto-evaluación: crear culturas, elaborar políticas y desarrollar prácticas inclusivas. Cada dimensión se divide en dos secciones y cada una de ellas da pie a un total de 44 indicadores. Cada indicador, finalmente, se compone de una decena de preguntas que invitan a la reflexión y que proponen direcciones de cambio.

Las experiencias revisadas demuestran que los materiales, que están disponibles en español{1}, resultan verdaderamente útiles si las comunidades se saben dotar de tiempos para su desarrollo, si el equipo directivo lidera el proceso, si se cuenta con el apoyo de un asesoramiento externo y si se utiliza la autonomía de centro para concretar planes de mejora.

Finalmente, el proceso hacia la inclusión, y en concreto la formación del profesorado, puede apoyarse en actuaciones por zonas o regiones. Ejemplos de ello, podrían ser la formación específica en apoyos (para profesorado de apoyo y centros con alumnos con singularidades). La incorporación en los centros ordinarios de alumnado, que hasta ahora estaba escolarizado en establecimientos especiales, permite la posibilidad de formar el profesorado de distintas escuelas, pero de un ámbito geográfico próximo, con el fin además que compartan posteriormente sus experiencias y recursos.

El trabajo colaborativo en redes de centros, incorporando centros de educación especial si los hay, permite que las escuelas puedan compartir retos, experiencias y recursos necesarios para el avance hacia la inclusión. El trabajo en red (Fernández, 2007) se muestra como un buen mecanismo de innovación y aprendizaje entre escuelas y puede desencadenar recursos muy potentes para la educación inclusiva (Muijs, 2011).

Otra forma de aprendizaje entre escuelas, con alcance geográfico más amplio, lo pueden constituir las iniciativas de distintos países con el fin de (re)conocer y valorar buenas prácticas de educación inclusiva. La Guía publicada por la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI, 2009) puede facilitar esta tarea. Dicho material pretende ayudar a los centros a que autoevalúen los elementos claves de su respuesta educativa y animarles a relatar sus propias experiencias de cambio y de progreso hacia la inclusión.

La Guía parte de la idea que la buena práctica inclusiva es una actuación situada en la realidad de un centro que se orienta, con el máximo compromiso de la comunidad, a promover la presencia, participación y aprendizaje de todo el alumnado, especialmente de aquellos más vulnerables (Echeita, 2009). Por ello, en primer lugar, se propone a los centros que analicen sus condiciones de partida. A continuación, y organizado en cinco bloques (concepciones y cultura, actuaciones y prácticas, inclusión como proceso de innovación y mejora y apoyos a la inclusión), se presentan una serie de principios –con descripción e indicadores- susceptibles (aunque no necesariamente todos) de ser evaluados cuantitativamente, para obtener una puntuación global orientativa. El último apartado incluye un espacio de síntesis y valoración cualitativa.

6. A modo de conclusión

Tal como hemos sostenido, la educación inclusiva se plantea como uno de los mayores retos que tiene ante sí la comunidad internacional y que requiere, en tanto que elemento que impregna todos los componentes del sistema educativo, de la toma de decisiones políticas y sociales que haga posible “cambiar y modificar contenidos, enfoques, estructuras y estrategias, con un planteamiento común que incluya a todos los niños del grupo de edad correspondiente y con la convicción de que es responsabilidad del sistema general educar a todos los niños” (UNESCO, 2005, 13).  No se trata, como se ha comentado, de entender la inclusión como un estado (un maestro, o una aula o un centro es inclusivo o no lo es), sino de entenderla como un proceso de cambio, basado en la identificación y minimización de las barreras a la participación. Nunca se llegará a la inclusión total, porque siempre aparecerán tendencias a excluir a los diferentes. Pero sí es necesario entenderla como un objetivo irrenunciable al que avanzar, si queremos una educación de calidad.

En ese proceso, progresar hacia una escuela más inclusiva supone (Ainscow y Miles, 2008): aumentar la participación de los estudiantes en los currículos, cultura y comunidades de las escuelas locales (y disminuir su exclusión); reestructurar las culturas, políticas y prácticas en las escuelas, con objeto de que respondan a la diversidad de los estudiantes de su localidad; asegurar la presencia, participación y aprendizaje de todos los estudiantes vulnerables a las presiones marginadoras, no sólo de los catalogados con necesidades especiales. En suma, la educación inclusiva en estos momentos puede ser vista como un proceso de mejora del sistema educativo para atender en todas las escuelas a todos los alumnos.

En consecuencia, el papel del profesorado –tanto de aula como de apoyo - se ve fuertemente modificado, por lo que la formación para ese nuevo rol es imprescindible, además de condición necesaria a una predisposición positiva ante el reto de la diversidad. Ahora bien, hemos visto que tanto la formación inicial, como la formación del profesorado en servicio, debe enfatizar la idea de que la respuesta a la diversidad educativa del alumnado es una tarea colectiva que requiere aprender a movilizar las ayudas pedagógicas que ofrecen los propios alumnos, el trabajo en colaboración con otros profesores y profesionales, y los apoyos que vienen de las familias y la comunidad. En este sentido, entendemos –tal como sostiene Rouse (2010)- que la formación para la inclusión tiene ante todo como metas ayudar al profesorado a aceptar la responsabilidad del aprendizaje de todos los alumnos, sabiendo dónde buscar ayuda cuando es necesaria; y ayudar al profesorado a ver las dificultades de aprendizaje de los alumnos como oportunidades para mejorar la práctica educativa.

La actuación del profesorado para hacer posible la educación inclusiva requiere, siguiendo a Hopkins y Stern (1996), compromiso (voluntad de ayudar a todos los alumnos), afecto (entusiasmo y cariño hacia los alumnos), conocimiento de la didáctica de la materia enseñada (hacerla accesible para todos), múltiples modelos de enseñanza (flexibilidad y habilidad para resolver lo imprevisto), reflexión sobre la práctica y trabajo en equipo que promueva el aprendizaje entre los colegas.

La formación para esas actuaciones subraya el carácter de desarrollo profesional en contextos situados, por encima de las formas tradicionales de formación individual del profesorado. Se trata, en definitiva, de formar profesorado para trabajar colaborativamente en la mejora de los centros educativos para que sean capaces de permitir la participación y el aprendizaje de todo el alumnado. 

 

Bibliografía

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{1} Puede descargarse una versión digital en la web de Enabling Education Network (http://www.eenet.org.uk/resources).

 
     
     
     
     

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