|
2011 - Vol. 5 Num. 2 | ||||||||||||||||||||
La formación del profesorado para la educación inclusiva: Un proceso de desarrollo profesional y de mejora de los centros para atender la diversidad |
|||||||||||||||||||||
Introducción En las últimas décadas han sido muchas y diversas las iniciativas que se han llevado a cabo con objeto de transformar nuestras aulas y centros en entornos de aprendizaje y de desarrollo de todo el alumnado, y en particular de aquellos con mayor riesgo de exclusión. Desde los programas de integración, que en los años setenta y ochenta tenían como objetivo principal que el alumnado con discapacidad pudiera ser atendido en los centros ordinarios, hasta el progresivo convencimiento de que la mera integración escolar resultaba un objetivo insuficiente, y a menudo equívoco. Por tanto se debía apostar de forma decidida por una concepción de centro educativo abierto a la diversidad y capaz de acoger y dar respuesta a las necesidades de todo el alumnado. Demandas incrementadas por los cambios sociales, como el aumento de movimientos de población, el reconocimiento de la riqueza cultural y lingüística, y los derechos de las comunidades entre otros. La preocupación por la escuela inclusiva se ha convertido pues en uno de los mayores retos que actualmente deben afrontar los sistemas educativos, los centros, el profesorado y la sociedad. En efecto, mientras que en los países en desarrollo la preocupación se centra en cómo millones de niños y niñas pueden acceder a la educación formal, los países más ricos ven como muchos jóvenes acaban su escolarización sin obtener la titulación correspondiente, o simplemente abandonan el centro, o bien están emplazados en diversas modalidades de educación especial que pueden suponerles una limitación en sus oportunidades educativas (Ainscow y César, 2006). En cualquier caso, la experiencia nos aporta evidencias de cómo los sistemas educativos y los profesionales han intentado, con mayor o menor fortuna, dar respuesta a la situación de acuerdo con las políticas, las tradiciones pedagógicas, el pensamiento del profesor, los recursos disponibles y las propias competencias. Evidencias que reflejan el intenso debate abierto en los distintos países y que ponen de manifiesto algunas constantes en las propuestas internacionales orientadas al logro de una educación equitativa de alta calidad para todos los educandos y al progreso hacia sistemas educativos más inclusivos. Entre estas evidencias se encuentran la necesidad de promover un cambio de mirada; las dificultades de atender la diversidad de necesidades del alumnado en el aula, promoviendo el éxito de cada uno de ellos; la importancia del pensamiento del profesor y de las culturas organizativas y de colaboración en los centros; y la formación inicial y permanente del profesorado. 1. Lo que entendemos por educación inclusiva No es difícil advertir una importante confusión en torno al uso del concepto de inclusión o de escuela inclusiva tanto en las publicaciones y en la normativa, como en los debates y en las prácticas de los profesionales. Seguramente las razones son variadas y tienen que ver, históricamente, con los distintos movimientos tendentes a procurar que todo el alumnado con independencia de su origen y características personales pueda ser atendido en la escuela común. En síntesis, y aún a riesgo de una cierta simplificación, se les podría atribuir un doble origen. Por un lado, la estrecha relación que se ha establecido entre inclusión y educación especial, dadas las múltiples iniciativas que desde este sector se han acometido, a partir del principio de normalización, con objeto de asegurar más y mejores oportunidades educativas para el alumnado con necesidades especiales. Y por otro lado, las políticas educativas a favor de la comprensividad del sistema educativo que abrazaron, en primer lugar, los llamados estados del bienestar (Países Nórdicos, Reino Unido, Canadá, entre otros) y que en las últimas décadas han sufrido los embates de los movimientos migratorios y la aparición de nuevos retos educativos. A pesar de la complejidad del tema que nos ocupa, de los contextos en los que se desarrolla y de que no existe una única perspectiva sobre cómo plantear la inclusión, ni a nivel de un estado ni de un centro en particular, puede apreciarse un creciente consenso internacional en torno a que la inclusión tiene que ver con las siguientes cuestiones:
Tres ideas, sin embargo, merecen ser destacadas en la comprensión de lo que hoy en día se entiende por inclusión educativa. En primer lugar, la inclusión supone trasladar el foco de atención del “alumno” al “contexto”. No son tan importantes las condiciones y características de los alumnos cuanto la capacidad del centro educativo de acoger, valorar y responder a las diversas necesidades que plantea el alumnado; capacidad que debe reflejarse en el pensamiento del profesorado, en las prácticas educativas y en los recursos personales y materiales disponibles. En consecuencia, los esfuerzos deben dirigirse a la adaptación de la propuesta educativa a un alumnado diverso, y no al revés, y a la provisión de los apoyos que eventualmente un alumno pueda precisar. En segundo lugar, la inclusión no debe restringirse al alumnado con condiciones personales de discapacidad; la inclusión tiene que ver con promover más y mejores oportunidades para todos los alumnos, y en particular para aquellos que por diversas razones (migratorias, culturales, sociales, de género, discapacidad) pueden estar en mayor riesgo de exclusión y fracaso. En tercer lugar, la inclusión no es un estado, sino un proceso. Se trata de un viaje que nunca acaba (Ainscow, 2005); un proceso de mejora del centro, con la participación de toda la comunidad educativa. Un proceso de identificación y minimización de los factores de exclusión, inherentes a las instituciones sociales. Desde esta perspectiva carece de sentido hablar o dividir las aulas o los centros en inclusivos o no inclusivos. La inclusión no es una meta a la que se llega, sino un compromiso sostenido a favor de mejores condiciones y oportunidades para todo el alumnado. Una escuela inclusiva es aquella que está en movimiento, más que aquella que ha conseguido una determinada meta (Ainscow y César, 2006). Sin duda, el reto para los próximos años es pasar del “discurso” a las “evidencias”; es decir, comprometerse en procesos de reflexión en los centros escolares que permitan “repensar las prácticas educativas”, como nos recuerda Ferguson (2008), con objeto de responder adecuadamente a las necesidades de todos los alumnos. 2. La formación del profesorado para la educación inclusiva: fundamentos y finalidades De acuerdo con lo expuesto en el anterior apartado, entendemos la educación inclusiva, como un proceso de formación, en un sentido amplio; un proceso de capacitación de los sistemas educativos, de los centros y del profesorado para atender la diversidad del alumnado. Se trata pues de un verdadero reto de formación del profesorado, no como tarea individual, sino como un proceso de desarrollo profesional y de mejora de los centros y los sistemas educativos. El progreso hacia la inclusión requiere voluntad política, acuerdo social basado en valores de equidad y justicia y por lo tanto, no solo depende de la formación del profesorado. Sería iluso, y también poco responsable, dejar descansar todo este proceso exclusivamente en las espaldas del profesorado. El progreso depende también de la toma de decisiones valiente sobre los cambios que requieren el diseño y desarrollo del currículum; sobre la dotación y redistribución de los recursos humanos y materiales, con sistemas de apoyo y asesoramiento; sobre la organización de los centros (tiempos y espacios para la colaboración del profesorado, en un marco flexible y autónomo que promueva la participación de la comunidad) y sobre los procesos de enseñanza y aprendizaje (centrándolos no únicamente en la enseñanza, sino en el alumnado). Dicho esto, y situada la contribución del profesorado en su lugar, es necesario decir con igual rotundidad que la formación del profesorado no es una receta para aplicar ante un problema, esperando que aporte la solución (Arnaiz, 2003), pero sí es un elemento clave que puede contribuir al cambio y al avance hacia la inclusión. Esta situación viene determinada por diversas razones. En primer lugar, porque el paso del modelo del déficit al modelo interactivo requiere conocer al alumno (habilidades, conocimientos, intereses) y conocer muy bien el currículo, para poder ajustarlo y crear las condiciones de aula que permitan enriquecerse de la diversidad. En segundo lugar, porque los entornos inclusivos demandan, sin lugar a dudas, de la intensificación y diversificación del trabajo pedagógico; de una mayor implicación personal y moral; de una ampliación de los territorios de la profesión docente; y de la emergencia de nuevas responsabilidades para el profesorado (Escudero, 1999). Y en tercer lugar, porque el reto que nos proponemos converge con lo que Stoll y Fink (1992) han venido a llamar escuelas eficaces que pretenden ofrecer oportunidades de aprendizaje a todos sus alumnos. Se trata, en definitiva, de escuelas y profesores que aprenden a promover el máximo progreso para cada alumno, más allá del que cabría esperar por los conocimientos que poseen y los factores ambientales; que garantizan que cada alumno alcance el máximo nivel posible, según sus posibilidades; que aumentan todos los aspectos relativos al conocimiento y desarrollo del alumno; y que sigan mejorando año tras año. La formación del profesorado para la diversidad será útil para desarrollar una educación de mayor calidad para todos si se configura como un aspecto del sistema educativo que ayuda al cambio de la cultura profesional docente (reconstrucción de sus procesos de identidad y desarrollo profesional), en un contexto abierto a todos y orientado por valores inclusivos. No se trata pues de una formación individual para el desarrollo profesional aislado, sino más bien de una capacitación personal para participar de una actividad docente que permita el desarrollo profesional del profesorado y la mejora del centro. En este sentido, la formación deberá ir orientada a la creación de un profesional que reflexiona sobre su práctica, en el seno de una organización educativa; que colabora activamente para mejorar su competencia y la del centro; y que actúa como un intelectual crítico y consciente de las dimensiones éticas de su profesión (Arnaiz, 2003). Estos criterios generales de fundamentación de la formación para la educación inclusiva pueden ser concretados con los aportados por Echeita (2006), y que podrían sintetizarse en:
Finalmente, es necesario constatar que algunos estudios (Hsien, 2007) muestran que las actitudes del profesorado -tanto de la educación ordinaria como de la educación especial- respecto a la inclusión son en general positivas y que dependen, ante todo, de la formación recibida en el manejo de las diferencias (en especial de los alumnos con discapacidades), así como del sentimiento de competencia profesional. Es pues imprescindible capacitar al profesorado. Si el profesorado se siente poco capacitado tenderá a desarrollar expectativas negativas hacia sus alumnos, lo que conllevará menos oportunidades de interacción y menos atención; cosa que acabará comportando fracaso y confirmación de la expectativa (Marchesi, 2001). 3. La formación inicial del profesorado para la inclusión: elementos esenciales Progresar hacia una escuela más inclusiva conlleva un nuevo rol docente. El profesor tutor es el elemento clave del proceso de atención a la diversidad, con el aula como espacio por excelencia donde el alumnado encuentra respuesta educativa a su manera de ser y aprender. Tal como sugiere Parrilla (2003), es necesario forjar una nueva identidad docente: competente pedagógicamente, capaz de investigar y reflexionar sobre la práctica con otros profesores y consciente de las facetas sociales y morales de su profesión. De este planteamiento se derivan algunos elementos esenciales, para la formación inicial del profesorado:
Un buen ejemplo de concreción de contenidos para la formación del profesorado, lo constituye el Diplomado en Inclusión Educativa. “Escuelas Inclusivas: enseñar y aprender en la diversidad”, desarrollado por la Organización de Estados Iberoamericanos y la Universidad Central de Chile, que incluimos en el cuadro siguiente. Cuadro 1. Contenidos módulos obligatorios en Inlcusión Educativa (OEI, 2011)
Aunque planteado como una formación permanente para profesorado, tanto de educación común como especial, estos contenidos pueden constituir un buen elemento de referencia de lo que debería incluir la formación inicial del profesorado. Uno de los componentes clave en la apuesta por una educación inclusiva tiene que ver con las funciones que se atribuyen y desempeñan los profesores que tienen como misión principal velar por la educación de los alumnos con necesidades especiales, es decir el profesorado de apoyo de los centros. Aunque en cada país se han tomado decisiones distintas en el grado del desarrollo de los estándares de competencias profesionales de estos profesores, es posible encontrar en las prácticas algunos aspectos comunes. Fundamentalmente, estas funciones se dirigen al alumnado con necesidades de apoyo y en la actualidad tienen que ver con la colaboración con el tutor; la elaboración de materiales específicos que faciliten el aprendizaje del alumnado, la participación en el aula y el centro, la elaboración de adaptaciones curriculares, el desarrollo de actividades apropiadas y la tutoría de los alumnos. Debe tenerse presente que las funciones del profesorado de apoyo han ido variando a lo largo de los años de acuerdo con los modelos conceptuales vigentes, la legislación y la realidad social y educativa. En efecto, en el ámbito europeo, por ejemplo, en los años 60 y 70 prevalecía un modelo centrado en el déficit, en la clasificación y en la consiguiente especificidad de los tratamientos; en consecuencia, las funciones de este profesorado se orientaban fundamentalmente a la especialización de acuerdo con las distintas discapacidades, a la elaboración e implementación de materiales cada vez más sofisticados y específicos, y su labor se circunscribía a clases y, sobre todo, centros de educación especial diferenciados. A finales de los 70 y durante los 80 empiezan a producirse cambios importantes en la concepción y en las prácticas que habrán de cristalizar en la década posterior. Diversos son los ingredientes de este cambio que no pueden ser abordados en profundidad en este artículo; de todas maneras, y a modo de reflejo de una corriente de opinión que progresivamente se va extendiendo entre los profesionales e investigadores y que alimenta el cambio, debemos referirnos al trabajo de Dunn (1968), en el que cuestiona abiertamente las prácticas habituales en el campo de la educación especial y la segregación del alumnado en aulas o centros diferenciados. Debemos añadir que, sin duda, esta opinión se ve reforzada por el impacto del principio de normalización; la ley italiana de 1971, que promueve el cierre de los centros de educación especial; y el Warnock Report (1978), que introduce el concepto de necesidades educativas especiales y por primera vez proclama que debe rechazarse la categorización de los alumnos con necesidades especiales en base al déficit. Las consecuencias, tanto en el ámbito de la legislación como en el de las prácticas, no tardaron en mostrarse. En España, por ejemplo, la LISMI (1982), los llamados decretos de integración y finalmente la LOGSE significaron el refrendo definitivo de los nuevos planteamientos. A nivel internacional, debe citarse como uno de los hitos más importantes la aprobación de la Declaración de Salamanca por parte de la Conferencia Mundial sobre Necesidades Educativas Especiales (UNESCO, 1994), que afirma que los centros ordinarios con una orientación inclusiva “representan el medio más eficaz para combatir las actitudes discriminatorias, crear comunidades de acogida, construir una sociedad integradora y lograr la educación para todos” (pág. IX). Poco a poco, el rol del profesorado de apoyo ha ido evolucionando y adoptando funciones más coherentes con una concepción ecológica del desarrollo que pone el acento en los contextos y en las oportunidades que estos brindan; con una concepción multidimensional de la discapacidad que pone énfasis en el papel decisivo de los apoyos, y con una progresiva aceptación de una escuela abierta a la diversidad social, cultural, lingüística y de capacidades. Progresivamente el profesorado de apoyo ha visto la necesidad de ensayar nuevas formas de interactuar con los alumnos y con el resto de profesorado, toda vez que a menudo los alumnos se hallaban compartiendo buena parte de su tiempo con sus compañeros en las aulas ordinarias. En consecuencia sus funciones se han venido articulando alrededor de tres grandes ejes: la institución; el aula; y el propio alumno. En efecto, se asume que muy a menudo los aspectos que afectan al funcionamiento de la institución (las políticas y la cultura del centro) tienen un impacto directo en la organización del aula y en el progreso del alumno, por lo que resulta de vital importancia poder intervenir en su definición y, en su caso, revisión; asimismo, parte de la dedicación del profesor de apoyo tiene como objetivo el aula como contexto próximo de desarrollo, en el que se crean las experiencias y oportunidades, colaborando y potenciando la labor del profesor tutor; finalmente, sus funciones se dirigen al propio alumno con dificultades en su desarrollo, prestando el apoyo necesario. Con todo, justo es reconocer que sin desmerecer los esfuerzos que el profesorado de apoyo ha ido realizando, sus funciones en el marco de una escuela inclusiva están todavía construyéndose y son motivo de debate entre los profesionales e investigadores. Es más, a menudo sucede que junto con las funciones acabadas de mencionar no es difícil hallar prácticas más propias de modelos anteriores, centradas en el déficit, en el énfasis en el papel del especialista y en el tratamiento. De todas maneras, en los últimos años la investigación ha ido aportando algunos resultados que pueden ayudar al profesorado en ejercicio a identificar la dirección en la que conviene avanzar, tanto personal como colectivamente. En este sentido nos parece oportuno referirnos al trabajo de Hoover y Patton, (2008) en el que nos brindan, a partir de la experiencia en los centros y de otras investigaciones afines, una propuesta fundamentada, completa y sugerente que a continuación resumimos. Estos autores identifican cinco roles en el desempeño del profesorado de apoyo. En primer lugar, tomar decisiones en base a los datos; ponen de relieve la necesidad de que las decisiones que se adopten en relación a las propuestas curriculares y los apoyos que se facilitan a los alumnos se fundamenten en observaciones y datos que permitan monitorear el progreso. Demasiado a menudo la respuesta educativa ante un problema de conducta o de aprendizaje obedece a supuestos ideológicos, inercias o simplemente a ensayo y error. Es importante desarrollar capacidades relacionadas con la observación en contextos naturales y recogida de datos, tanto relacionados con situaciones de aprendizaje como a la interacción social y emocional. En segundo lugar, llevar a cabo intervenciones basadas en la evidencia. Cada vez parece más necesario que las prácticas que se adopten en el ámbito de las dificultades de aprendizaje y de conducta se basen en evidencias; es más, en algunos países se incluye este requerimiento en la normativa. Con independencia de que en nuestro contexto no exista todavía una amplia tradición en este sentido, parece fuera de duda la importancia, por un lado, de explorar en la investigación disponible las posibles alternativas que se revelan con mayores probabilidades de éxito ante un problema determinado y, por otro, la necesidad de documentar las buenas prácticas con objeto de que otros profesionales puedan beneficiarse de los hallazgos, del camino seguido, de las dificultades y éxitos, alimentando así el necesario debate. En tercer lugar, diversificar la enseñanza. Sin duda esta es una de las funciones con la que el profesorado de apoyo se siente tradicionalmente más identificado; la respuesta educativa a las distintas necesidades del alumnado, asociadas o no a una discapacidad, muy a menudo requiere poner en marcha distintas estrategias dirigidas a adaptar o modificar la propuesta curricular, tanto en los objetivos, como en la organización de espacios y tiempos o disposición de los recursos en el contexto del aula y del centro. Téngase presente que a pesar de que esta función no es nueva entre el profesorado de apoyo, sí lo es la filosofía o concepción que subyace: antes de las acciones dirigidas específicamente a un alumno o grupo, debe asegurarse la calidad de la propuesta que se dirige con carácter general al conjunto del aula en términos de la riqueza y diversidad de experiencias y oportunidades que se ofrecen; así como también el tener presente que los problemas del alumnado no se explican únicamente por sus condiciones particulares, sino por variables más contextuales que incluyen la relación con el profesor, la metodología, los apoyos disponibles, etc. En cuarto lugar, proveer apoyos en el ámbito socioemocional y de conducta. Una de las fuentes más importantes de preocupación, cuando no de ansiedad, del profesorado sobre todo en educación secundaria tiene que ver con la relación social de los alumnos (con el profesorado y con sus compañeros) y con los problemas de conducta. Ni la sanción ni la expulsión del aula se revelan como soluciones con futuro; ni tampoco las buenas palabras. Los profesores de apoyo tienen aquí un reto y una ocasión para ganarse prestigio, por lo que deben desarrollar las habilidades necesarias para evaluar la situación, asesorar convenientemente y dar apoyo al tutor, acompañándolo y haciéndole vivir equilibradamente las situaciones de conflicto. De nuevo es importante recordar la necesidad de recurrir a prácticas basadas en la evidencia; sin duda es un tema muy complejo, que en ocasiones puede requerir el concurso de profesionales del ámbito de la salud, pero ante el que el profesorado de apoyo tiene una importante oportunidad para su desarrollo profesional. Finalmente, en quinto lugar, colaborar con el profesorado. Se trata también de una de las funciones que habitualmente han llevado a cabo los profesores de apoyo y que se concreta en cada caso de forma distinta según las necesidades y posibilidades. La atención al alumnado con necesidades especiales plantea a menudo respuestas que van más allá de lo que es habitual en el aula y que requieren el concurso de un profesor que disponga de determinados conocimientos y competencias; asimismo el acompañamiento del tutor ante las dificultades de una parte del alumnado, que facilite una lectura más sosegada y positiva de la situación, constituye también un aspecto importante de la colaboración. Una vez presentadas las funciones del profesorado de apoyo que nos proponen Hoover y Patton (2008) y que a nuestro modo de ver pueden enriquecer y estimular el debate, cabe preguntarnos por cuáles serían los contenidos de formación y/o actualización de los profesionales en ejercicio que permitirían mejorar las competencias en relación al ejercicio de estas funciones en parte nuevas y en parte reformuladas en un nuevo escenario como es el de la escuela inclusiva. Con esta finalidad hemos elaborado el cuadro 2 en el que de acuerdo con cada función se priorizan algunos contenidos de formación con objeto de que puedan ser valorados y contrastados por los profesionales y, en consecuencia, adoptados como elementos que puedan inspirar los objetivos en los planes de desarrollo personal y de equipo. Cuadro 2. Las funciones del profesor de apoyo (Hoover y Patton, 2008)
Una vez más, es necesario recordar que el desarrollo de estos contenidos formativos del profesorado de apoyo, que implican un nuevo rol de este profesional, deben ir en paralelo a los del profesorado general, puesto que, como hemos sostenido se complementan. Para impulsar este cambio es imprescindible no sólo centrarse en la formación inicial del profesorado, regular o de apoyo, sino abordar la formación permanente de los profesionales en servicio, que es lo que nos proponemos en el siguiente apartado. 5. La formación permanente del profesorado para la inclusión En este último apartado nos proponemos señalar algunos instrumentos que nos parecen especialmente sugerentes para ayudar a los procesos de formación del profesorado en activo, a partir de la reflexión colaborativa sobre la práctica y de la utilización de ciclos de mejora. Lo estructuraremos en tres niveles de actuación: entre profesores de un mismo centro; en relación al centro educativo; y, por último, en zonas o regiones. La colaboración entre profesores puede tener distintos grados, llegando a su más rica expresión a través de lo que se conoce como docencia compartida. Disponemos de numerosos argumentos sobre las ventajas de la docencia compartida, tanto para el alumnado como para el profesorado (Lorenz, 1998). Así por ejemplo, se ayuda a los alumnos a que puedan trabajar con las demandas reales de la clase, en cualquier área, estando la ayuda a disposición de todo el alumnado, tanto para los que la necesitan constantemente como para los que la necesitan de forma ocasional. También es importante resaltar que los alumnos con más necesidad de ayuda no quedan etiquetados por el hecho de tener que salir fuera y pueden seguir manteniendo como referente el profesor de aula. El trabajo colaborativo entre profesores es en sí mismo una estrategia para la educación inclusiva (Huget, 2009) y por ello es incorporada en los planes innovadores de formación inicial para la inclusión (Wang y Fitch, 2010). Además de aportar una mejora en relación a la gestión del aula en general, y de la disciplina en concreto, la docencia compartida puede ser un mecanismo de aprendizaje entre iguales (en este caso, entendidos como maestros), ya que permite compartir y elaborar nuevos materiales, así como metodologías de trabajo, ofreciéndose apoyo mutuo frente a las novedades o dificultades; y ayuda al centro a establecer líneas de interdisciplinariedad, dado que el paso de un profesorado de apoyo por diferentes grupos facilita la aportación de sugerencias entre áreas. Para que el diálogo entre profesores sobre la reflexión de la práctica ofrezca oportunidades de aprendizaje colegiado para el cambio, es necesario que habilitar tiempos de coordinación y una reflexión conjunta guiada (Duran y Miquel, 2004). Respecto a las iniciativas de formación permanente a nivel de centro, es bien sabido que el proceso de avance hacia la escuela inclusiva constituye, sobre todo, un proceso de aprendizaje que las comunidades educativas deben emprender. Un proceso complejo y singular, porque los centros –como el alumnado- también son diversos. Pero ello no significa que el cambio deba hacerlo la escuela en solitario. Existen ayudas que, utilizadas de forma flexible y adaptada, promoverán dicho proceso. Una de ellas es el Index for Inclusion (Booth y Ainscow, 2002). Planteado como un material de apoyo al viaje hacia la inclusión, el Index parte de los conocimientos previos y los intereses de la comunidad educativa particular e implica en el cambio al conjunto de sus componentes (profesorado, alumnado y familias), lo que le confiere un carácter especialmente sugerente. El Index for Inclusion, nacido de una experiencia inglesa, tuvo su primera edición en el 2000 y fue distribuido por el gobierno a todos los centros escolares. En el 2002 apareció una segunda edición mejorada a partir de su uso extensivo, no sólo en Inglaterra (Booth, 2009), sino en una gran variedad de países (Farrell y Ainscow, 2002). El conjunto de materiales que constituyen el Index for Inclusion se estructura en tres apartados. En el primero se caracteriza el enfoque adoptado para el desarrollo inclusivo de los centros, con el propósito de crear un nuevo lenguaje que permita entender y transformar la realidad educativa. En el segundo apartado, se describen las cinco fases del proceso del Index: inicio, análisis del centro, elaboración de un plan de mejora, implementación de mejoras y evaluación del proceso. Se define aquí el papel del grupo coordinador, del “amigo crítico” o asesor externo y la participación de la comunidad educativa. En el tercer apartado se presentan las tres grandes dimensiones que guiarán el proceso de auto-evaluación: crear culturas, elaborar políticas y desarrollar prácticas inclusivas. Cada dimensión se divide en dos secciones y cada una de ellas da pie a un total de 44 indicadores. Cada indicador, finalmente, se compone de una decena de preguntas que invitan a la reflexión y que proponen direcciones de cambio. Las experiencias revisadas demuestran que los materiales, que están disponibles en español{1}, resultan verdaderamente útiles si las comunidades se saben dotar de tiempos para su desarrollo, si el equipo directivo lidera el proceso, si se cuenta con el apoyo de un asesoramiento externo y si se utiliza la autonomía de centro para concretar planes de mejora. Finalmente, el proceso hacia la inclusión, y en concreto la formación del profesorado, puede apoyarse en actuaciones por zonas o regiones. Ejemplos de ello, podrían ser la formación específica en apoyos (para profesorado de apoyo y centros con alumnos con singularidades). La incorporación en los centros ordinarios de alumnado, que hasta ahora estaba escolarizado en establecimientos especiales, permite la posibilidad de formar el profesorado de distintas escuelas, pero de un ámbito geográfico próximo, con el fin además que compartan posteriormente sus experiencias y recursos. Otra forma de aprendizaje entre escuelas, con alcance geográfico más amplio, lo pueden constituir las iniciativas de distintos países con el fin de (re)conocer y valorar buenas prácticas de educación inclusiva. La Guía publicada por la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI, 2009) puede facilitar esta tarea. Dicho material pretende ayudar a los centros a que autoevalúen los elementos claves de su respuesta educativa y animarles a relatar sus propias experiencias de cambio y de progreso hacia la inclusión. La Guía parte de la idea que la buena práctica inclusiva es una actuación situada en la realidad de un centro que se orienta, con el máximo compromiso de la comunidad, a promover la presencia, participación y aprendizaje de todo el alumnado, especialmente de aquellos más vulnerables (Echeita, 2009). Por ello, en primer lugar, se propone a los centros que analicen sus condiciones de partida. A continuación, y organizado en cinco bloques (concepciones y cultura, actuaciones y prácticas, inclusión como proceso de innovación y mejora y apoyos a la inclusión), se presentan una serie de principios –con descripción e indicadores- susceptibles (aunque no necesariamente todos) de ser evaluados cuantitativamente, para obtener una puntuación global orientativa. El último apartado incluye un espacio de síntesis y valoración cualitativa. 6. A modo de conclusión Tal como hemos sostenido, la educación inclusiva se plantea como uno de los mayores retos que tiene ante sí la comunidad internacional y que requiere, en tanto que elemento que impregna todos los componentes del sistema educativo, de la toma de decisiones políticas y sociales que haga posible “cambiar y modificar contenidos, enfoques, estructuras y estrategias, con un planteamiento común que incluya a todos los niños del grupo de edad correspondiente y con la convicción de que es responsabilidad del sistema general educar a todos los niños” (UNESCO, 2005, 13). No se trata, como se ha comentado, de entender la inclusión como un estado (un maestro, o una aula o un centro es inclusivo o no lo es), sino de entenderla como un proceso de cambio, basado en la identificación y minimización de las barreras a la participación. Nunca se llegará a la inclusión total, porque siempre aparecerán tendencias a excluir a los diferentes. Pero sí es necesario entenderla como un objetivo irrenunciable al que avanzar, si queremos una educación de calidad. En ese proceso, progresar hacia una escuela más inclusiva supone (Ainscow y Miles, 2008): aumentar la participación de los estudiantes en los currículos, cultura y comunidades de las escuelas locales (y disminuir su exclusión); reestructurar las culturas, políticas y prácticas en las escuelas, con objeto de que respondan a la diversidad de los estudiantes de su localidad; asegurar la presencia, participación y aprendizaje de todos los estudiantes vulnerables a las presiones marginadoras, no sólo de los catalogados con necesidades especiales. En suma, la educación inclusiva en estos momentos puede ser vista como un proceso de mejora del sistema educativo para atender en todas las escuelas a todos los alumnos. En consecuencia, el papel del profesorado –tanto de aula como de apoyo - se ve fuertemente modificado, por lo que la formación para ese nuevo rol es imprescindible, además de condición necesaria a una predisposición positiva ante el reto de la diversidad. Ahora bien, hemos visto que tanto la formación inicial, como la formación del profesorado en servicio, debe enfatizar la idea de que la respuesta a la diversidad educativa del alumnado es una tarea colectiva que requiere aprender a movilizar las ayudas pedagógicas que ofrecen los propios alumnos, el trabajo en colaboración con otros profesores y profesionales, y los apoyos que vienen de las familias y la comunidad. En este sentido, entendemos –tal como sostiene Rouse (2010)- que la formación para la inclusión tiene ante todo como metas ayudar al profesorado a aceptar la responsabilidad del aprendizaje de todos los alumnos, sabiendo dónde buscar ayuda cuando es necesaria; y ayudar al profesorado a ver las dificultades de aprendizaje de los alumnos como oportunidades para mejorar la práctica educativa. La actuación del profesorado para hacer posible la educación inclusiva requiere, siguiendo a Hopkins y Stern (1996), compromiso (voluntad de ayudar a todos los alumnos), afecto (entusiasmo y cariño hacia los alumnos), conocimiento de la didáctica de la materia enseñada (hacerla accesible para todos), múltiples modelos de enseñanza (flexibilidad y habilidad para resolver lo imprevisto), reflexión sobre la práctica y trabajo en equipo que promueva el aprendizaje entre los colegas. La formación para esas actuaciones subraya el carácter de desarrollo profesional en contextos situados, por encima de las formas tradicionales de formación individual del profesorado. Se trata, en definitiva, de formar profesorado para trabajar colaborativamente en la mejora de los centros educativos para que sean capaces de permitir la participación y el aprendizaje de todo el alumnado.
Bibliografía Ainscow, M. (2005). Developing inclusive education systems: What are the levers for change? Journal of Educational Change, 6, 109-124. Ainscow, M.y César, M. (2006). Inclusive Education ten years after Salamanca: Setting the agenda. European Journal of Psychology of Education, XXI (3), 231-238. Ainscow, M. y Miles, S. (2008). Por una educación para todos que sea inclusiva. Perspectivas, 38, 1, 15-44. Arnaiz, P. (2003). Educación inclusiva: una escuela para todos. Málaga: Aljibe. Booth, T. y Ainscow, M. (2002). Index for Inclusion: Developing Learning and Participation in Schools. Bristol: Centre for Studies on Inclusive Education (CSIE). Dunn, L.M. (1968). Special Education for the mildly retarded. Is much of it justifiable? Exceptional Children, 35, 5-22. Duran, D. y Miquel, E. (2004). Cooperar para enseñar y aprender. Cuadernos de Pedagogía, 331, 73-76. Echeita, G. (2009). Escuelas inclusivas. Escuelas en movimiento. En I. Macarulla y M. Sáiz (eds), Buenas prácticas de escuela inclusiva. Barcelona: Graó. Echeita, G. (2006). Educación para la inclusión o educación sin exclusiones. Madrid: Narcea. Farrell, P. y Ainscow, M. (2002): Making Special Education Inclusive. Londres: David Fulton Publishers. Escudero, J. M. (1999). Diseño, desarrollo e innovación del currículum. Madrid: Síntesis. Ferguson, D. L. (2008). International trends in inclusive education: the continuing challenge to teach each one and everyone. European Journal of Special Needs Education, 23, 2, 109-120. Fernández, M. (2007). Redes para la innovación educativa. Cuadernos de Pedagogía, 374, 26-30. Hoover, J.J.; Patton, J.R. (2008). The Role of Special Educators in a Multitiered Instructional System. Intervention in School and Clinic, 43, 195-202. Hsien, M. (2007). Teacher Attitudes towards Preparation for Inclusion – In Support of a Unified Teacher Preparation Program, Postgraduate Journal of Education Research, 8(1), 49-60. Hopkins, D.; Stern, D. (1996). Quality teachers, quality schools: International Perspectives and Pollicy Implications. Teaching and Teacher Education, 12, 5, 501-517. Huguet, T. (2009). El trabajo colaborativo entre el profesorado como estrategia para la inclusión. En C. Giné, D. Duran, J. Font y E. Miquel (coords). La educación inclusiva. De la exclusión a la plena participación de todo el alumnado. Barcelona: Horsori. Ley 13/1982, de 7 de abril, de integración social de los minusválidos - LISMI (BOE de 30 de abril de 1982). Lorenz, S. (1998). Effective in-class support. The management of support staff in mainstream and special schools. Londres: David Fulton. Marchesi, A. (2001). La pràctica de las escuelas inclusivas. En A. Marchesi, C. Coll y J. Palacios (Comp.). Desarollo psicológico y educación. 3. Trastornos del desarrollo y necesidades educativas especiales. Madrid: Alianza. Muijs, D.; Ainscow, M.; Chapman, C. y West, M. (2011). Collaboration and Networking in Education. Londres: Springer. NACIONES UNIDAS, Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (NNUU 2006), Web Oficial de Naciones Unidas, 2006 (consultado 8/02/2011) Organización de Estados Iberoamericanos, Guía para la reflexión y valoración de prácticas inclusivas (OEI, 2010), Web Oficial de OEI en Chile (consultado 8/02/2011). http://www.oei.cl/ANEXO2.pdf. Organización de Estados Iberoamericanos, Diplomado en Atención a la Diversidad y Educación Inclusiva (OEI, U. Central de Chile, 2011). Web oficial de OEI (consultado 8/2/2011). http://www.oei.es/cursoinclusiva.php. Parrilla, A. (2003). La voz de la experiencia: la colaboración como estrategia de inclusión. Aula de Innovación Educativa, 121, 43-48. Rouse, M. (2010). Reforming initial teacher education. En C. Forlin (Ed.). Teacher Education for Inclusion. Changing Paradigms and Innovative Approaches. Londres: Routledge. Stoll, L. y Fink, D. (1999). Para cambiar nuestras escuelas. Reunir eficacia y mejora. Barcelona: Octaedro. Tedesco, J.C. (2007). Internacionalización y Calidad Educativa. En Libertad, Calidad y Equidad en los Sistemas Educativos (Buenas Prácticas Internacionales). IV Encuentro sobre Educación en el Escorial (UCM). Madrid: Biblioteca Virtual de la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid. UNESCO (2005). Guidelines for Inclusion: Ensuring Access to Education for All. París: UNESCO. UNESCO (1994). Informe Final. Conferencia mundial sobre necesidades educativas especiales: acceso y calidad. Madrid: UNESCO/Ministerio de Educación y Ciencia. Wang, M. y Fitch, P. (2010). Preparing pre-service teachers for effective co-teaching in inclusive classrooms. En C. Forlin (Ed.). Teacher Education for Inclusion. Changing Paradigms and Innovative Approaches. Londres: Routledge, Warnock, M. (1978). Report of the Committee of Enquiry into the Education of Handicapped Children and Young People. Londres: Her Majesty’s Stationery Office.
{1} Puede descargarse una versión digital en la web de Enabling Education Network (http://www.eenet.org.uk/resources). |
|||||||||||||||||||||